Tan embelesado estaba con la cantidad de tesoros donados por Dios que apenas notaba el transcurrir de los días, de las semanas. Mientras Adjonas se encargaba de la tripulación y de la ruta, los tres monjes —incluso Pellimar, cuyo estado de salud había mejorado— trabajaban con las piedras. Sin embargo, Pellimar sufría las consecuencias de la cuchillada del powri, que le había desgarrado los músculos del hombro izquierdo de modo que el brazo le colgaba, inútil y sin mostrar señal alguna de que pudiera mejorar.
No toparon con powris en el viaje de regreso desde Pimaninicuit, y en cualquier caso era una cuestión que no preocupaba a Avelyn. De los tres era él quien más sentía los vibrantes poderes de algunas de las gemas. En el caso de que apareciera algún bote barril, Avelyn confiaba en que podría usar cualquier piedra de una docena de diferentes clases para destruirlo.
La más fascinante de todas era la gigantesca amatista púrpura con muchos y diferentes destellos cristalinos. La parte inferior era casi plana y, colocada sobre el suelo, parecía un extraño arbusto púrpura con tallos de variadas longitudes sobresaliéndole en muchos ángulos. Avelyn no alcanzaba a percibir el propósito de su magia; sólo podía sentir una tremenda cantidad de energía almacenada en aquellos cristales.
Colocó algunas de las piedras, como la hematites, en una pequeña vasija, y las hicieron rodar durante horas sin fin para pulirlas hasta conseguir un perfecto acabado. Otras tuvieron que tratarlas con aceites durante muchos días para mantener su magia dentro de ellas de forma permanente. Los tres monjes dominaban el proceso y conocían cada piedra, salvo aquella amatista.
No podían pulirla —era demasiado grande para la vasija— y apenas sabían cómo empezar con los aceites. Avelyn se encargó personalmente de aquella tarea; trató al cristal gigantesco con plegarias en vez de hacerlo con ungüentos físicos. Sintió como si cada vez diera a la piedra un poquito de sí mismo, pero era bien recibido, como si estuviera en comunión con su Dios.
Los monjes no hablaban a menudo del pobre Thagraine —rezaron por él y guardaron su recuerdo en sus mentes y en sus corazones—, pero entre la refunfuñante tripulación pocos eran los rumores que no se refiriesen a Taddy Sway, el joven que había optado por huir a la isla y que no había regresado. Avelyn se sentía acechado; notaba los ojos acusadores que se le clavaban en la espalda cada vez que pasaba por cubierta.
A medida que pasaban los días, los rumores derivaron en charlas abiertas por causa del calor y el aburrimiento, y las charlas abiertas derivaron en gritos acusadores. Avelyn y Pellimar no se sorprendieron —y mucho menos Quintall—, cuando una mañana, a primera hora, el capitán Adjonas se dirigió hacia ellos y les avisó que estaba corriendo la voz de un motín.
—Quieren las piedras —explicó Adjonas—, o por lo menos algunas piedras, en compensación por la vida de Taddy Sway.
—Ni tan sólo pueden comprender el poder de estas gemas —protestó Quintall.
—Pero comprenden el valor de un rubí o de una esmeralda —señaló Adjonas—, aun cuando carezcan de magia.
Avelyn se mordió el labio, recordando las horas en la playa, rodeado de tan enorme riqueza en gemas inservibles.
—Su tripulación recibirá una buena paga por el viaje —recordó Quintall al capitán.
—Y una compensación extraordinaria por el hombre perdido —indicó el capitán.
—Conocían los riesgos.
—¿Seguro? —preguntó el capitán con franqueza—. ¿Podían sospechar que los cuatro hombres que transportaban podrían volverse en su contra?
Quintall se levantó y avanzó hasta situarse justo delante del capitán; el monje parecía aun más imponente porque Adjonas tenía que inclinarse bajo la cubierta, mientras que Quintall permanecía totalmente erguido.
—Sólo me hago eco de sus sentimientos —explicó Adjonas sin retroceder ni un milímetro—. Son palabras que deberíais escuchar. Todavía faltan tres meses para llegar a Saint Mere Abelle.
Quintall echó una ojeada al diminuto camarote y frunció el entrecejo mientras planificaba su próxima acción.
—Debemos acabar con esto hoy mismo —decidió, y cogió del recipiente pulidor una de las gemas, una piedra marrón marcada con tres líneas negras llamada zarpa de tigre.
El robusto monje tomó el camino de cubierta, seguido de cerca por los otros tres. La actitud de Quintall alertó a la tripulación de que algo importante iba a ocurrir, y rápidamente se reunieron alrededor del grupo con Bunkus Smealy a la cabeza.
—No habrá compensación por Taddy Sway —dijo Quintall de modo terminante—. El joven imprudente perdió la vida cuando nadaba hacia la isla.
—¡Tú lo mataste! —gritó un hombre.
—Yo estaba en el Corredor del Viento —replicó Quintall.
—¡Vosotros, los monjes, quiero decir! —insistió el hombre.
Quintall ni negó ni confirmó la ejecución.
—La isla era para dos hombres solos, e incluso uno de ellos, preparado durante años para sobrevivir en Pim… la isla, no regresó.
Bunkus Smealy se volvió y, con un gesto, acalló las murmuraciones.
—Creemos que estáis en deuda con nosotros —dijo, girándose otra vez hacia Quintall, y puso las manos en el cinturón de cuerda, dándose importancia.
Quintall lo miró de hito en hito; entonces comprendió que Smealy era el cabecilla, el organizador, el aspirante a capitán.
—El capitán Adjonas no está de acuerdo —repuso Quintall en el mismo tono, para que la naturaleza del motín quedara en evidencia.
Smealy dirigió una horrible mueca al capitán.
—Podría no ser una decisión del capitán Adjonas —dijo.
—La pena por motín… —empezó Adjonas, pero Smealy lo cortó en seco.
—Sabemos las reglas —aseguró en voz muy alta— y también sabemos que un hombre tiene que ser cogido para ser colgado. Behren está más cerca que Honce el Oso, y en Behren no hacen muchas preguntas.
Había jugado su baza, y ahora le tocaba a Quintall jugar la suya y aplastarlo. ¡Los ojos de Smealy se abrieron desmesuradamente cuando, al oír el grave gruñido que emergió de la garganta del monje, se volvió hacia él, le miró el brazo y vio no un apéndice humano sino la pata y la zarpa de un tigre enorme!
—¿Qué? —empezó a preguntar el viejo lobo de mar a Quintall. Pero este se adelantó a la posible reacción de Smealy, y lo desgarró desde la barbilla hasta el vientre.
La tripulación retrocedió, horrorizada.
—Me ha matado —susurró Smealy, y entonces, consecuente con sus palabras, se desplomó en cubierta mientras le descendían por el cuello y el pecho tres grandes chorros de sangre brillante.
El rugido de Quintall, que era verdaderamente el rugido de un tigre, hizo temblar a la tripulación.
—¡Ya lo habéis visto! —El transformado monje gritaba con una cara que parecía humana pero con una voz que sonaba mucho más impresionante—. ¡Mirad a Bunkus Smealy muerto y ved el destino que aguarda a cualquier otro que hable en contra del capitán Adjonas o de los hermanos de Saint Mere Abelle!
Dadas las expresiones de la tripulación, Avelyn pensó que era poco probable que nadie más lanzara ninguna consigna para amotinarse durante todo el camino de vuelta a la costa y a Saint Mere Abelle.
Los tres monjes no intercambiaron palabra mientras regresaban a su camarote ni tampoco durante el resto del día. Avelyn procuraba evitar que su mirada acusadora se posara en Quintall. Su mente giraba confusamente hacia cien direcciones distintas. Había llegado a conocer bien a Bunkus Smealy a lo largo de aquellos pocos meses y, aunque no simpatizaba con aquel hombre tramposo, no podía evitar compadecerlo.
Ni sentirse agitado. La fría y cruel manera en que Quintall había eliminado al hombre, había asesinado a un ser humano, impresionó al sensible Avelyn en lo más profundo de su ser. No era aquel el camino de la iglesia abellicana, por lo menos a juicio de Avelyn; pero, además, la eficiencia de las ejecuciones de Taddy Sway y de Bunkus Smealy hicieron sospechar a Avelyn que Quintall actuaba como si los padres lo hubieran instruido a tal efecto antes de que zarparan del puerto. La misión era vital, desde luego, era el momento más importante en siete generaciones. Avelyn y los otros monjes darían sus vidas de buen grado por el éxito de la misión. ¿Pero matar sin remordimiento alguno?
Se atrevió a mirar a Quintall a primera hora del día siguiente, mientras el hombre se ocupaba de sus cosas. Recordó la tortura emocional, el desasosiego que la ejecución había provocado en Thagraine. Nada de eso era evidente en el robusto y turbio monje. Quintall había matado a Bunkus Smealy al igual que había ahogado al powri, sin hacer distinciones entre un maligno enano y un ser humano. Sin arrepentimiento. Un escalofrío bajó por la espalda de Avelyn. Sabía que, cuando volvieran a la abadía, cuando se contara toda la historia, los padres, incluso el padre abad Markwart, se limitarían a inclinar la cabeza en señal de aprobación ante las brutales acciones de Quintall. Avelyn podía apreciar su idea del «mayor bien», pues esa sería probablemente la excusa que darían, pero de alguna manera todo aquello estaba fuera de los límites de la justicia, y se suponía que la justicia estaba entre los principios más importantes de la iglesia abellicana.
Para el hermano Avelyn, que acababa de presenciar el acontecimiento más sagrado, que acababa de tener la experiencia religiosa más importante, con mucha diferencia, de toda su joven vida, había algo que le parecía terriblemente fuera de lugar.
Había llegado ya Parvespers, el último mes del otoño, cuando el Corredor del Viento dobló la zona nordeste del Brazo de Mantis, pasó frente a Pireth Tulme y entró en el golfo de Corona.
Vientos fríos y lluvias aguijoneantes castigaban la tripulación. Por la noche se apretujaban alrededor de lámparas de aceite y velas tratando de defenderse del frío. Pero todos aquellos hombres tenían ahora la moral alta; atrás habían quedado los pensamientos sobre Taddy Sway y Bunkus Smealy: su destino y su recompensa estaban a su alcance.
—¿Entonces te quedarás en la abadía? —preguntó Dansally a Avelyn una mañana helada. De nuevo la tierra quedaba fuera de la vista, mientras el Corredor del Viento atajaba en línea recta a través del golfo de la Bahía de Todos los Santos.
Avelyn consideró la cuestión con una expresión llena de curiosidad.
—Por supuesto —contestó al fin.
El encogimiento de hombros de Dansally fue muy expresivo. ¡De repente el monje advirtió que le estaba pidiendo compañía!
—¿Quieres decir que dejarás el barco? —preguntó él.
—Podría ser —replicó Dansally—. Tocaremos tierra tres veces entre Saint Mere Abelle y Palmaris, donde Adjonas piensa atracar en el muelle durante el invierno.
—Tengo que… —empezó Avelyn—. Quiero decir que no tengo elección. El padre abad Markwart necesitará una relación completa, y estaré trabajando durante meses con las piedras que he recogido…
Ella lo hizo callar poniéndole afectuosamente un dedo sobre los labios, y Avelyn vio que tenía los ojos húmedos.
—Entonces quizá podría ir a visitarte —dijo con serenidad—. ¿Me darían permiso?
Avelyn inclinó la cabeza asintiendo, como si se hubiera quedado completamente mudo.
—¿Te molestaría?
El monje sacudió la cabeza con bastante vigor.
—Maese Jojonah es amigo mío —explicó—. Quizá podría encontrarte trabajo.
—¿Yo trabajando en una abadía? —preguntó la mujer con incredulidad.
—Sería un trabajo diferente —contestó Avelyn con una risa forzada, escondiendo su malestar ante aquella idea. Las historias perversas de Bien deLouisa se revolvían en su memoria.
»¿Pero el capitán Adjonas te dejará abandonar el barco? —preguntó a su vez para cambiar el desagradable curso de sus pensamientos.
—Mi contrato era para ir a la isla y volver —contestó ella—. Pronto habremos regresado. Adjonas no tiene ningún derecho sobre mí después de Palmaris. Cobraré mi paga, y algo más por los favores que hice al resto de la tripulación, y me iré.
—¿Entonces vendrás a la abadía? —preguntó Avelyn, mostrando más emoción, más esperanza, de la que hubiera querido.
La sonrisa de Dansally fue ancha.
—Podría ser —repuso—. Pero antes tienes que hacer algo por mí.
Se inclinó entonces hacia él y puso sus labios sobre los del hombre. Avelyn retrocedió instintivamente, lleno de vergüenza. Pensar en su vacilación sólo sirvió para fortalecer su resolución. Su relación con Dansally era especial, era algo distinto de los vínculos físicos que ella tenía con otros hombres. Seguramente su cuerpo deseaba lo que ella le ofrecía; pero, si ahora cedía, ¿no perdería luego ese enlace especial y rebajaría su relación con Dansally al nivel de la de los demás?
—No te vayas —rogó ella—, esta vez no.
—Te puedo traer a Quintall —dijo Avelyn, con un deje de amargura en la voz.
Dansally retrocedió y lo abofeteó. El monje estuvo a punto de contestar con un insulto; pero, mientras se recuperaba, la vio arrodillada en la cama, cabizbaja, con los hombros sacudidos por sollozos.
—Yo… yo no quería decir… —Avelyn tartamudeaba, horrorizado por haber herido a su preciosa Dansally.
—Así que piensas que soy una puta —dijo ella—. Y así es.
—No —replicó Avelyn, y le puso la mano sobre el hombro.
—¡Pero soy más virgen de lo que crees! —lanzó la mujer, levantando la cabeza de forma que su mirada, su orgullosa mirada, podía atrapar a la de Avelyn—. Mi cuerpo hace su trabajo, es cierto, pero mi corazón nunca está allí. ¡Jamás! ¡Ni tan sólo con mi despreciable marido, y quizá por eso me abandonó!
La idea de que Dansally nunca había amado cogió desprevenido a Avelyn y lo tranquilizó un tanto. Aunque no tenía ninguna experiencia en hacer el amor, comprendió lo que ella estaba diciendo.
¡Y le creyó!
No contestó, sino que se inclinó hacia adelante y le dio un beso.
El hermano Avelyn aprendió mucho más sobre el amor aquel día, aprendió la complementariedad de cuerpo y espíritu de una manera mucho más profunda que en ninguno de sus ejercicios matutinos precedentes.
Y lo mismo le ocurrió a Dansally.
El Corredor del Viento fue recibido en Saint Mere Abelle con poca ceremonia; sólo un puñado de monjes, maese Jojonah y maese Siherton entre ellos, bajaron al puerto para dar la bienvenida a los hermanos y a su preciosa carga, y encargar a los monjes inferiores que subieran a bordo del barco un par de pesados cofres. Habían construido un nuevo muelle que se adentraba lo bastante en la bahía para permitir que el Corredor del Viento pudiera atracar.
Para ablandar a la tripulación, Adjonas abrió los cofres tan pronto como llegaron a cubierta y… ¡cómo gritaron de asombro aquellos hombres!
Avelyn también lo hizo, al observar los montones de monedas, de gemas y de joyas, un tesoro como no había visto hasta entonces. Sin embargo, algo más allá de aquellas riquezas llamó su atención, mientras volvían a cerrar los cofres por razones de seguridad. No acabó de comprenderlo, ni pudo vislumbrar el aura mágica alrededor del padre Siherton. El hombre tenía una de las manos a la espalda, y Avelyn advirtió que estaba tocando un par de piedras, un diamante y un cuarzo ahumado.
Receloso, pero lo bastante prudente para mantener la boca cerrada, Avelyn se despidió de Adjonas y de los demás —aunque ningún hombre a bordo del Corredor del Viento lamentaba la marcha de los tres monjes— y desembarcó. Sus pensamientos estaban puestos en Dansally; esperaba que también ella abandonaría el Corredor del Viento en el próximo puerto y tomaría el camino de Saint Mere Abelle. Lógicamente, Avelyn sabía que aquello era lo que ella quería, sabía que habían compartido algo maravilloso. Pero subsistían sus dudas. ¿Realmente su encuentro había sido especial para Dansally? ¿Salía bien parado de la comparación con todos los otros hombres que ella había conocido? Quizás, en realidad, no lo había hecho bien, o quizás Adjonas había ordenado a la chica encamarse con él o tal vez incluso había apostado con ella sobre si sería capaz de llevárselo a la cama.
Avelyn luchó con energía para apartar aquellos ridículos pensamientos y dudas. Cualquier razonamiento lógico lo tranquilizaba, pero sabía que no podría relajarse hasta que viera de nuevo a las puertas de Saint Mere Abelle los azules ojos de aquella mujer de pelo negro, ojos a los que en buena medida Avelyn había devuelto su viveza.
La recepción en honor de los tres monjes que habían regresado estuvo más en consonancia con lo que habían esperado. En el atrio de la capilla alinearon los productos cocinados más preciados de la región —panecillos ovalados y tiernos, rollos dulces, panes de cinamomos y de uvas—, y todo ello se regaría con aguamiel e incluso con uno de los vinos más cotizados y raros de la región, conocido como pasmo. Allí estaba el coro, cantando jubilosamente. El padre abad vigilaba desde la privilegiada perspectiva de la balconada, y todos los monjes de la orden y todos los sirvientes de la abadía bailaron y cantaron y rieron a lo largo de toda la noche.
¡Cómo deseaba Avelyn que Dansally estuviera allí! Aquel pensamiento lo llevó a preguntarse por qué ella y los otros miembros del Corredor del Viento no habían sido invitados. Con la marea, el barco no podía zarpar hasta después de medianoche, así que ¿por qué no habían aceptado a los treinta, o por lo menos al capitán, en aquellos festejos tan bien provistos?
El último mordisco de un pan de cinamomo se revolvió en el estómago de Avelyn, con una sensación de desastre inminente. Un grupo de monjes se dirigía hacia él —reconoció al hermano Pellimar entre ellos—, sin duda para abrumarlo con preguntas sobre lo sucedido en la isla. Avelyn sabía que no podía decir nada sobre aquellos días hasta que no hubiera repasado sus palabras con el padre abad.
Y en aquel momento el joven monje tenía otras cosas en la cabeza. Consideró las piedras que maese Siherton había llevado al barco: un diamante y un cuarzo ahumado. Conocía las propiedades de los diamantes, la creación de luz, pero nunca había utilizado el cuarzo. Avelyn cerró los ojos, desoyendo la llamada de Pellimar, y revisó sus conocimientos.
De repente llegó lo que buscaba, como un terrorífico asalto. ¡Los diamantes no eran para crear luz sino para centellear! ¡El cuarzo servía para crear una imagen que no era real! ¡La tripulación y el capitán del Corredor del Viento habían sido estafados! Avelyn ya sabía por qué Adjonas no estaba en la fiesta, y, mientras consideraba las implicaciones, se le revolvieron las tripas con violencia.
Pasó corriendo junto al grupo que se aproximaba, refunfuñando algo acerca de hablar con ellos después; luego recorrió la habitación de parte a parte mientras trataba de llevar la cuenta de los asistentes. Se percató con agitación creciente de que no todos los monjes habían asistido: un grupo en particular, los estudiantes mayores, los inmaculados del décimo año, los hombres a punto de convertirse en padres, no estaban presentes.
Tampoco pudo encontrar al padre Siherton.
Avelyn abandonó la capilla y corrió por los desiertos vestíbulos, que le devolvían el eco de sus pasos. No sabía qué hora era pero sospechaba que faltaba poco para la medianoche.
Corrió hacia el lado sur de la abadía, el lado que daba al mar, y giró por un largo pasillo, cuya pared izquierda estaba perforada con pequeñas ventanas que dominaban la bahía. Avelyn se precipitó a una de ellas y escudriñó desesperadamente la oscuridad.
Bajo la luz de la media luna, vio el perfil del Corredor del Viento deslizándose hacia la embocadura de la bahía.
—No —suspiró, notando actividad en cubierta.
Diminutas siluetas corrían por delante de un fuego cerca de popa. Vio un segundo fuego en el agua.
—¡No! —gritó Avelyn.
Otra bola de brea en llamas se elevó desde el monasterio, sobrepasó la borda de estribor del bajel y convirtió el palo mayor en una terrible llamarada.
La cortina de fuego se intensificó; más brea, enormes y pesadas piedras y proyectiles de una catapulta bombardeaban la condenada embarcación. El Corredor del Viento no tardó en ir a la deriva, y las potentes corrientes de la Bahía de Todos los Santos lo arrastraron hacia un peligroso escollo. Avelyn se estremeció, al ver cómo los hombres saltaban desde la cubierta, acechados por la muerte.
Los chillidos de la tripulación llegaban debilitados por encima de la oscuridad de las aguas; Avelyn sabía que, con el bullicio de la celebración, los otros monjes no los oirían. Miraba con impotencia y desesperación cómo el barco, que había sido su casa durante cerca de ocho meses, oscilaba y se escoraba, y luego se partía en el escollo al tiempo que seguía recibiendo más proyectiles. Resbalaron lágrimas abundantes por sus mejillas, mientras musitaba una y otra vez el nombre de Dansally.
El bombardeo prosiguió durante largos minutos. Avelyn oyó a la gente debatiéndose en el agua fría, y esperó contra toda esperanza que algunos de ellos, que su querida Dansally, pudieran alcanzar la orilla.
Pero entonces vino lo peor de todo: un ruido silbante y crepitante. Una capa azulada cubrió el agua oscura, golpeando y expulsando las piedras y los marineros de los restos del orgulloso barco.
Una mortaja de rayos silenció los gritos para siempre.
Excepto en la mente de Avelyn.
Se dispararon más proyectiles aunque su misión era inútil. El fuerte reflujo de la marea de la Bahía de Todos los Santos arrastraría los restos y los llevaría a mar abierto. Todo el mundo, salvo Avelyn y los autores de la masacre, creerían que había sido un accidente.
—Dansally —suspiró Avelyn.
Sintiéndose desfallecer, el joven se separó de la ventana y apoyó la espalda contra el muro de piedra, de cara al pasillo.
—No deberías haber venido —le dijo con calma maese Siherton.
Avelyn observó la abultada bolsa de piedras que le colgaba del cinturón y el grafito grisáceo que tenía en la mano. El grafito era la piedra del rayo.
Avelyn todavía se pegó más a la pared, pensando que Siherton utilizaría la piedra para destruirlo allí y en aquel momento; de algún modo, deseaba precisamente que Siherton lo hiciera. El padre se limitó a cogerlo del brazo, y lo condujo a una habitación oscura y pequeña en una de las esquinas de la inmensa abadía.
A la mañana siguiente un alicaído hermano Avelyn estaba en los aposentos privados del padre abad Markwart, quien se hallaba flanqueado por los padres Siherton y Jojonah. A Avelyn todavía le dolió más advertir que las acciones tomadas contra el Corredor del Viento no habían sido una canallesca decisión del brutal Siherton sino que contaban con la aprobación del padre abad, y aparentemente con el conocimiento del padre Jojonah.
—Nadie puede conocer la ubicación de Pimaninicuit —dijo con voz uniforme el padre abad Markwart.
«Tampoco nadie conocerá mi muerte», pensó Avelyn, pues los pasillos de Saint Mere Abelle estaban desiertos aquella mañana y los monjes y los sirvientes dormían la mona tras la noche de jolgorio.
—¿Te das cuenta de las implicaciones para el mundo entero? —añadió de repente Markwart, excitado—. ¡Si Pimaninicuit llegara a ser de dominio público, la seguridad de las Piedras del Anillo se perdería, y frívolos mercaderes y reyes poseerían el secreto de la riqueza y el poder más allá de lo que hubieran podido imaginar!
Avelyn comprendía que, para la seguridad del mundo, la ubicación de Pimaninicuit debiera mantenerse en secreto; pero esa idea no podía borrar en absoluto su rechazo a la destrucción del barco alquilado y al asesinato de su tripulación.
Y al asesinato de Dansally.
—No había otra salida posible —concluyó el padre abad Markwart en tono neutro.
Avelyn echó un vistazo alrededor nerviosamente.
—¿Puedo hablar, padre abad?
—Por supuesto —replicó Markwart, apoyándose en el respaldo de su silla—. Habla con toda libertad, hermano Avelyn. Estamos entre amigos.
Avelyn trató de mantener una expresión serena ante aquella idea absurda.
—Todos los que estaban a bordo del barco habrían muerto antes de la siguiente lluvia de piedras —arguyó.
—Los navegantes hacen mapas —adujo secamente el padre Siherton.
—¿Pero por qué iban a hacerlos? —protestó Avelyn—. El mapa no les serviría para nada, dado que siete generaciones…
—Te olvidas de las riquezas esparcidas sobre Pimaninicuit —lo interrumpió el padre abad—, un tesoro de joyas más allá de lo imaginable.
Avelyn no había caído en ello. Pero sacudió la cabeza; el viaje era demasiado peligroso, y, si la tripulación hubiera estado bien pagada tal como se había acordado, no habría habido razón para volver a afrontar los peligros del Miriánico Sur.
—Fue la voluntad de Dios —dijo al fin Markwart—. No vas a decir nada de lo que has presenciado. Ahora vuelve a la habitación que maese Siherton te ha asignado. Hoy mismo se decidirá tu castigo y se te comunicará.
Los pensamientos de Avelyn se agitaban con tal confusión que era incapaz siquiera de pronunciar una palabra de protesta. Se tambaleó como si le hubieran pegado. Markwart lo golpeó verbalmente de nuevo cuando llegó a la puerta.
—El hermano Pellimar ha sucumbido esta mañana a causa de sus graves heridas —le informó el padre abad.
Avelyn se giró, pasmado. Pellimar tendría cicatrices toda la vida, pero seguro que habría sobrevivido. Entonces Avelyn comprendió. La noche precedente, en la fiesta, Pellimar se había ido de la lengua. Había hablado demasiado. Incluso pronunciar el nombre de la isla sin el permiso del padre abad estaba prohibido.
—Una lástima —prosiguió Markwart—. Esto hace que sólo quedéis tú y Quintall de los cuatro que fuisteis a Pimaninicuit. Tendréis mucho trabajo por hacer.
Avelyn salió de la habitación; en el pasillo de piedra vomitó sobre el suelo. Se tambaleó, medio ciego, medio demente.
—¿Está bajo vigilancia? —preguntó Markwart a Siherton.
—A cada paso —replicó el alto padre—. Siempre he temido que esta sería su respuesta.
Maese Jojonah soltó un bufido.
—Avelyn trabajó solo en Pimaninicuit; la carga que consiguió es incuestionablemente la más valiosa que jamás se haya traído de la isla. ¿Cómo podéis dudar de su valor?
—No dudo —replicó Siherton—. Sólo me pregunto cuándo resultarán peligrosos esos principios a los cuales Avelyn da tanta importancia.
Jojonah miró a Markwart, que asentía severamente.
—Le queda mucho trabajo por hacer —les dijo a ambos el padre abad—. Registrar las incidencias del viaje por escrito, catalogar las piedras, incluso investigar su verdadero poder y sus secretos más recónditos. Sobre todo los del cristal de amatista. Jamás había visto una piedra tan magnífica, y Avelyn, al ser su Preparador, tiene las mayores oportunidades para averiguar sus auténticas posibilidades.
—Quizá pueda persuadirlo de nuestra manera de pensar antes de que acabe el trabajo — propuso Jojonah.
—Sería lo mejor —replicó Markwart.
Siherton echó una mirada escéptica al maese compañero. No creía que Avelyn, tan idealista y con una fe tan ridícula, pudiera ser domesticado.
Jojonah advirtió la mirada y no pudo disentir. Aun así lo intentaría, pues apreciaba al joven hermano Avelyn y sabía cuál era la alternativa.
—Hasta el solsticio de verano —observó el padre abad Markwart—. Entonces discutiremos el futuro del hermano Avelyn Desbris.
—O la ausencia de futuro —añadió maese Siherton, y de su tono Jojonah pudo deducir fácilmente qué evento complacería más al brutal hombre.
Avelyn se vio excluido del resto de los monjes durante las siguientes semanas. Sus únicos contactos eran Siherton, Jojonah y un par de padres, así como los dos vigilantes inmaculados del décimo año que permanecían con él dondequiera que fuese, y Quintall, que a menudo trabajaba a su lado en la habitación de las Piedras del Anillo.
El joven monje se obsesionaba con perturbadoras preguntas. ¿Por qué habían matado a los hombres del Corredor del Viento? ¿No podría el padre abad Markwart haberlos hecho prisioneros?
O, si tal tenía que ser siempre el procedimiento, ¿por qué el monasterio no disponía de su propio barco y enviaba monjes de confianza a Pimaninicuit?
Pero de nada servían sus argumentos lógicos, pues Avelyn sabía que no conseguiría cambiar a sus superiores ni los procedimientos de la orden abellicana. Así pues, siguió trabajando, tal como le habían ordenado; escribió con gran detalle la historia de sus aventuras, y estudió y catalogó las piedras nuevas, su tipo, su magia, su fuerza. Siempre que le permitían manejar una piedra mágica, maese Siherton estaba a su lado, con una gema potente y letal en la mano.
Por fin Avelyn comprendió cuál era su situación, y se sintió como uno de los tripulantes del Corredor del Viento. Su único consuelo le llegaba de sus muchas discusiones con maese Jojonah, al que todavía se sentía vinculado. Pero, aunque Jojonah continuaba intentando explicarle la necesidad de las acciones llevadas a cabo a su regreso, Avelyn simplemente la rechazaba de plano.
Tenía que haber una manera mejor, creía, y a pesar del potencial desastre, no podía haber justificación para el asesinato.
La primavera del 822 se encontraba avanzada cuando su trabajo estaba casi acabado, y Avelyn notó con cierto recelo que maese Jojonah hablaba con él cada vez menos, y advirtió asimismo la expresión compasiva del sensible maese siempre que lo miraba.
Avelyn se fue sintiendo cada vez más intranquilo, y al cabo la desesperación se apoderó de él hasta tal punto, que un día se arriesgó a meterse una gema en el bolsillo, una hematites. Tuvo suerte, pues aquella tarde Quintall por error había provocado una pequeña explosión, y, aunque no hubo ningún herido ni ningún daño material de consideración, la confusión fue suficiente para que, por lo menos de momento, el robo pasara inadvertido.
Una vez en su celda, Avelyn se dedicó a los poderes de la piedra. Realmente no sabía qué haría, aparte de espiar a los padres y confirmar sus temores acerca de su próximo fin.
Su espíritu salió libremente de su cuerpo, pasó a través de la porosa madera de la puerta y cruzó por delante del par de vigilantes sin que estos se dieran cuenta de lo que pasaba. Avelyn sentía el tirón de la piedra, que reclamaba posesión, pero su voluntad era firme y resistió, flotando invisiblemente pasillo abajo hasta llegar a la puerta del padre abad Markwart.
En el interior, Avelyn vio a Siherton y Jojonah con el padre abad; el anciano estaba lívido a causa del accidente en la habitación de las piedras.
—El hermano Quintall es un inepto —señaló Jojonah.
—Pero es leal —se apresuró a decir Siherton; el comentario era una obvia comparación con Avelyn.
—Basta ya de eso —pidió Markwart—. ¿Cómo va el trabajo?
—La catalogación está casi acabada —contestó Siherton—. Estamos preparados para los mercaderes.
—¿Qué hay del cristal gigante?
—No le hemos encontrado ninguna utilidad práctica —repuso Siherton—. Avelyn… el hermano Avelyn —corrigió con un bufido burlón— está convencido de que tiene muchas cualidades mágicas, pero no sabemos nada acerca de cómo extraer esa magia ni de para qué podría servir.
—Sería una insensatez subastarla —indicó Jojonah.
—No conseguiríamos un buen precio a menos que pudiéramos determinar sus poderes —agregó el padre abad Markwart.
—Hay mercaderes que la comprarían puramente por su misterio —observó Siherton.
Avelyn apenas podía dar crédito a sus oídos. ¡Estaban hablando de una subasta privada de las piedras sagradas! ¡Hasta qué punto este hecho despojaba de todo sentido el sacrificio de Thagraine y Pellimar, de la tripulación del Corredor del Viento y de Dansally! La idea de que descreídos mercaderes manejarían las piedras donadas por el cielo, tal vez para divertir invitados o incluso para propósitos más siniestros, lo hería profundamente. Su espíritu se escabulló de la habitación incapaz de resistir más tan sacrílega conversación.
Estaba regresando a su envoltura física cuando comprendió que le quedaba poco tiempo. Su espíritu permaneció inmóvil en el aire del vestíbulo. Seguramente descubrirían la desaparición de la hematites e, incluso sin considerar aquel hecho, el futuro de Avelyn no estaba garantizado ni muchísimo menos.
¿Qué podía hacer? ¿Y cómo podía tolerar cualquiera de aquellas locuras, de aquellos insultos a Dios?
Maese Siherton salió solo de la habitación de Markwart; sus botas taconeaban sobre el suelo mientras caminaba en dirección a la habitación de las piedras. Para comprobar los daños del error de Quintall, sin duda, advirtió el vigilante Avelyn; para realizar verificaciones en las listas de las piedras catalogadas. Impelido por una sensación de urgencia, Avelyn se entregó a la hematites; su espíritu flotó veloz hacia la espalda de Siherton.
El dolor al entrar en el cuerpo del hombre fue atroz, más allá de todo lo que Avelyn había sentido nunca. Sus pensamientos se mezclaron con los de Siherton; sus espíritus chocaron y pelearon, apartándose y empujándose para conseguir el control. Avelyn había cogido por sorpresa al hombre, pero no por ello la lucha fue menos titánica. Avelyn se dio cuenta de que un intento de posesión era análogo a batirse con un enemigo en campo contrario.
Si hubiera habido alguien para atestiguarlo, habría visto el cuerpo de Siherton tambaleándose hacia adelante y hacia atrás a lo largo del pasillo, golpeándose contra los muros, arañándose la cara.
Luego Avelyn sintió de nuevo el peso de una forma corporal. Instintivamente sabía que el espíritu de Siherton estaba por allí, atrapado en algún rincón de alguna dimensión desconocida que Avelyn no comprendía. ¡Y él tenía el control del cuerpo, que se movía de acuerdo con las órdenes emanadas de su espíritu!
Avelyn partió a toda velocidad hacia la habitación de las piedras, entró enérgicamente y lanzó una rápida mirada a los dos guardianes y a Quintall antes de que pudieran pronunciar ninguna palabra de protesta.
—Quédate —ordenó Avelyn a uno de los guardias—. Tú —dijo a Quintall—, tu castigo todavía no está determinado.
—¿Castigo? —repitió Quintall sin aliento.
Le habían dicho que no habría represalias por el accidente, máxime cuando aquel tipo de incidentes menores no habían sido raros durante el mes en que él y Avelyn habían trabajado con las nuevas piedras. ¡Precisamente una semana antes, Avelyn había hecho desaparecer la pata de una mesa mientras examinaba un rubí salpicado de carnalita!
—Al hermano Avelyn no lo… —empezó a protestar Quintall.
—¡A tu habitación y a tus rezos! —ordenó la voz de Siherton.
—Sí, maese mío —dijo un intimidado Quintall, y salió de la habitación.
—¡Vete! —mandó Avelyn al otro guardia, y el hombre salió corriendo de la habitación y adelantó a Quintall en el vestíbulo.
Entonces Avelyn y el guardia que se había quedado empezaron a seleccionar y a recoger las piedras: el gigantesco cristal de amatista, una barra de grafito, un rubí pequeño pero potente, y varias otras, incluyendo una turquesa y un ámbar, una celestita, una zarpa de tigre y un crisoberilo, un ojo de gato, algunos yesos y malaquitas, una hoja de crisólito, y una pieza de pesada magnetita.
Avelyn las metió en una bolsa, y también metió un pequeño puñado de diminutas carnalitas, una piedra cuya magia sólo podía utilizarse una sola vez. Avelyn entonces fue al otro extremo de la habitación y se guardó en el bolsillo una valiosa esmeralda sin poderes mágicos, pero utilizada como modelo de tallado especial; luego invitó al guardia a seguirlo, y rápidamente, dado que el uso de la hematites lo estaba agotando y sabía que el espíritu de Siherton estaba cerca, intentando encontrar el modo de volver a su cuerpo.
Ambos se encaminaron a la apartada celda que albergaba el cuerpo de Avelyn; la voz del maese despidió enérgicamente a los dos hombres que montaban guardia en el vestíbulo.
El guardia de la habitación de las piedras abrió la puerta a la orden de Siherton. Allí estaba la forma corpórea de Avelyn, tal como la había dejado, apretando la hematites. Avelyn en el cuerpo de Siherton pasó por delante del guardia y hábilmente tomó la hematites, tras lo cual ordenó al guardia que llevara a hombros el cuerpo inanimado y que lo siguiera.
—El hermano Avelyn debe ser castigado por traición a la orden —fue toda la explicación que le dio, y el guardia, que había escuchado rumores al respecto desde hacía algunas semanas, no cuestionó la orden.
Era la hora de vísperas, por lo que muy pocos pudieron ver al maese y al guardia con el extraordinario bulto, mientras se encaminaban hacia el techo de la abadía que se cernía sobre la Bahía de Todos los Santos. El guardia, según lo mandado, colocó el cuerpo en la base del muro bajo y retrocedió.
Avelyn esperó un poco para recuperar fuerzas. Luego se inclinó hacia el cuerpo, le deslizó la hematites y otra piedra en la mano, y le ató la bolsa de las gemas al cinto de cuerda.
—Las piedras nos permitirán encontrar el cuerpo —explicó al guardia, advirtiendo que las sospechas del hombre iban en aumento—. Le sacarán al hermano Avelyn las últimas energías físicas hasta que muera.
El guardia arrugó la cara con curiosidad, pero no se atrevió a preguntar nada al peligroso maese.
Avelyn sabía que tenía que actuar rápido, que tenía que ser perfecto.
Con gran esfuerzo, liberó su espíritu de la forma corpórea de Siherton y entró de nuevo en la suya propia; volvió a recuperar los sentidos físicos en el preciso instante en que el cuerpo de Siherton se estremecía con el retorno de su propio espíritu.
Avelyn se puso en pie, rápido como un gato, cogió las piedras en una mano y agarró con la otra a Siherton por la parte delantera del hábito. Antes de que el guardia pudiera acudir en ayuda del maese, Avelyn, sosteniendo al asombrado Siherton, se dio impulso y saltó la baranda.
Cayeron a plomo a lo largo de las murallas de la abadía, y siguieron cayendo acantilado abajo, perdiéndose en la oscuridad; Siherton gritaba desaforadamente.
Avelyn pateó y apartó al hombre de un empujón; después invocó a la segunda piedra que sostenía, la malaquita.
Entonces empezó a flotar, mientras Siherton seguía cayendo a plomo.
Avelyn se fue dando impulso hacia afuera, en tanto que bajaba suavemente por el escarpado acantilado. Cuando estaba casi en el fondo, sacó el ámbar de la bolsa. Se hundió ligeramente en el agua tal como le había sucedido en la experiencia anterior, que parecía haber ocurrido hacía un millón de años. Se alegró de no ver el cuerpo de Siherton; no habría soportado tal espectáculo.
Utilizando el ámbar, caminó a través del agua fría hasta un punto en que pudo alcanzar la orilla, y luego siguió camino abajo. Sabía que nunca más volvería a contemplar Saint Mere Abelle.
Utilizó las piedras. Con la malaquita flotó suavemente sobre precipicios que cualquier monje tardaría horas en descender. Con el ámbar cruzó anchurosos lagos que sus perseguidores tendrían que circunvalar. Mediante el crisoberilo, un ojo de gato, pudo ver claramente en la oscuridad y desplazarse con luz de día sin necesidad de la delatora luz de una antorcha. En la primera ciudad en la que entró, encontró una caravana de varios carros de mercaderes y vendió la esmeralda común, lo que le aportó dinero suficiente para mucho, mucho tiempo.
Dejó kilómetros y kilómetros detrás de él, entre él y aquel terrible lugar llamado Saint Mere Abelle. Pero el joven monje no podía quitarse de la cabeza los horrores que había presenciado, la perversa usurpación que carcomía en lo más profundo de su corazón todo aquello que había tenido en más estima.
Supo la verdad de lo que ocurría una noche fría mientras estaba acostado, encogido al pie de un árbol, bajo las estrellas, bajo el firmamento. Como si sus pensamientos hubieran sido transportados por arte de magia, o sus rezos en busca de consejo hubieran recibido respuesta de la divinidad, sus ojos miraron a través de varios kilómetros hacia una tierra de grandes montañas dentadas, con un cono humeante en el centro y una lengua de lava roja que avanzaba lentamente devastando todo a su paso.
Entonces Avelyn comprendió lo que ocurría, pues no faltaban precedentes. Aquella tenebrosidad que había llegado a Honce el Oso había sobrevenido antes, según se relataba a menudo en los volúmenes de historia de Saint Mere Abelle. En definitiva: el cáncer que había crecido en el mundo, la imprevisión, la impiedad de Saint Mere Abelle. Los monjes eran los centinelas de Dios y precisamente ellos se habían rendido a la autocomplacencia, habían cedido ante el cáncer. Y, por causa de aquel pecado, la oscuridad había vuelto.
Avelyn comprendió que su mundo entero, medio loco, se había destruido. El Dáctilo se había despertado. La demoníaca camada, siempre obsesionada por la raza humana, había vuelto al mundo.
Sabía que era verdad. En lo más profundo del corazón, el joven Avelyn reconocía que las tinieblas habían asesinado a Taddy Sway y a Bunkus Smealy, que el mal había destruido al Corredor del Viento y había dejado a su querida Dansally fría en las frías aguas, que la iniquidad había forzado al hermano Pellimar a «sucumbir» a sus heridas.
Despertó de su espasmódico sueño antes del alba.
¡El Dáctilo había despertado!
El mundo no comprendía las tinieblas que llegaban.
¡El Dáctilo había despertado!
La orden había fracasado; ¡su debilidad había propiciado aquella tragedia!
¡El Dáctilo había despertado!
Avelyn salió corriendo; tanto le daba una dirección como otra. Tenía que hablar del mal al mundo. Tenía que preparar a los hombres y a las mujeres de Honce el Oso y de todo Corona. ¡Tenía que avisarles del regreso del demonio, prevenirlos contra la orden! De alguna manera tenía que mostrarles su propia falta de preparación, sus propias debilidades.
¡El Dáctilo había despertado!