Horas después de inacabables horas, días después de inacabables días, el Corredor del Viento se deslizaba perezoso a lo largo de la centelleante y vidriosa superficie del Miriánico Sur. El sol se convirtió en enemigo; el aire se hizo incómodamente caliente. Siempre igual.
Avelyn creyó que la piel se le desprendería del cuerpo, como un gran trapo, y que caería arrugada sobre cubierta. Se quemó, se ampolló; luego se puso moreno, cada vez más y más oscuro, y su piel acabó tomando el aspecto curtido de los expertos marineros que lo rodeaban. Trató de seguir bien afeitado, como hacían sus compañeros monjes, pero no había ninguna hoja suficientemente afilada, y pronto también los tres tuvieron barbas poco pobladas e irregulares.
Lo peor de todo era el aburrimiento. Lo único que veían en cualquier dirección era la línea gris azulada del horizonte. Eran pocos los momentos de emoción —el surtidor de una ballena, el salto de un delfín cerca de la proa, la carrera del voraz lirio de mar, que emblanquecía el agua con su estela— y duraban apenas unos segundos; después volvía otra vez inevitablemente el vacío del mar abierto. Todas las ideas románticas que Avelyn había tenido sobre los viajes por mar se habían esfumado hacía tiempo, reemplazadas por la cruda realidad.
Visitaba a Dansally a menudo, durante horas cada vez. La joven tenía prohibido salir de su camarote y lo prefería así, pues tanto ella como el capitán temían lo que pudiera ocurrir si la tripulación ordinaria, marineros que no habían estado con mujeres desde hacía mucho tiempo, percibían su dulce olor. Así que mantenía su camarote siempre cerrado con llave.
Avelyn también advirtió que los tres monjes compañeros suyos, aparentemente cansados de Dansally, la visitaban con mucha menor frecuencia. Se alegraba de ello aunque sin saber exactamente el porqué. A Dansally no parecía que le importaran lo más mínimo los deberes de su profesión, y Avelyn había llegado a aceptar su trabajo como parte de lo que ella era. Tal como le había dicho en su primera visita, no pretendía convertirse en su juez.
Estaba sinceramente convencido de esto, pero no obstante no podía negar que se alegraba al ver que los demás, incluyendo al capitán Adjonas, pasaban menos tiempo con ella. Llegó a conocer aspectos de Dansally que sus compañeros nunca descubrirían: su agudo sentido del humor, su ternura y su lamentable resignación con la vida que llevaba. Avelyn llegó a escuchar sus sueños y sus ambiciones, raramente exteriorizados y que por supuesto nunca había confiado a nadie; y sólo él, entre todos los hombres que ella había conocido, trató de impulsar aquellos sueños, de hacer sentir a la mujer cierto respeto por sí misma. La posibilidad de una intimidad física no surgió entre ellos durante aquellas semanas, pues ambos habían encontrado una intimidad más especial, mucho más satisfactoria.
Y así pasaron los días, el sol, las estrellas, el inacabable oleaje y sus destellos. Lo único destacable tanto para los monjes como para la tripulación eran las noches sin nubes, pues los colores del Halo eran allí mucho más nítidos que en las regiones septentrionales. Azules suaves, púrpuras, vivos naranjas y algunas veces un carmesí intenso dibujaban una línea en el cielo nocturno que elevaba los corazones y los espíritus.
Incluso el prosaico y brusco Quintall apreciaba su belleza; veía el Halo como un signo de Dios, y su fe se fortalecía siempre que aparecían aquellos colores.
—¡A estribor! —llegó el grito una resplandeciente mañana, dos semanas después de haber dejado atrás Jacintha.
Quintall exploró esperanzado el horizonte, aunque, por sus conversaciones con Adjonas, sabía que todavía no estaban a mitad de camino de Pimaninicuit, y que cualquier tierra divisada sólo querría decir que habían equivocado el rumbo.
—¡Ballena a estribor! —gritó el vigía un instante después—. Debe de estar muerta pues no se mueve.
Mucho más a popa, en cubierta, Avelyn estaba lo bastante cerca del capitán Adjonas para oírle refunfuñar «Maldición».
—¿Trae mala suerte avistar una ballena muerta? —preguntó el ingenuo monje.
—No es una ballena —contestó Adjonas severamente—. No es una ballena.
Echó a andar, y Avelyn fue tras él; Bunkus Smealy, Pellimar y Thagraine los siguieron en fila india. Quintall ya estaba en la borda, señalando a lo lejos y hacia abajo.
Adjonas tomó su catalejo y exploró en aquella dirección. Casi inmediatamente sacudió la cabeza y pasó el instrumento a Quintall, un gesto que no pareció agradar a Bunkus Smealy.
—No es una ballena —repitió Adjonas—. Es un powri.
—¿Un powri? —dijo Avelyn, confuso. Los powris eran unos enanos flacos, de apenas metro veinte de estatura.
—Un bajel powri —explicó Adjonas—. Se llaman botes barril.
—¿Hay un bote ahí? —preguntó sorprendido Pellimar.
Quintall asintió bajando el catalejo.
—Y hace tiempo que nos sigue —añadió.
—No tiene vela —arguyó Pellimar, como si esta sola observación bastara para eliminar la posibilidad de que fuera una embarcación powri.
—Los powris no necesitan velas —contestó Adjonas—. Pedalean, y hacen girar un eje acoplado a una hélice a popa del barco.
—¿Pedalean? —repitió Pellimar con tono burlón, pensando que esa idea era ridícula en el vasto mar, donde las distancias se medían por centenares de millas.
—Los powris no se cansan. —La voz de Adjonas era grave e implacable.
Avelyn había oído bastante. Los powris no se veían a menudo, excepto en tiempos de guerra cuando tenían que hacerles frente con demasiada frecuencia. Su legendaria destreza en el combate era tema de historias terribles que se contaban junto al hogar. Aunque de baja estatura, se decía que eran más fuertes que un hombre normal y de una increíble resistencia. Podían sufrir golpes brutales con palos o espadas y seguir luchando, y podían librar batallas durante horas enteras, incluso después de muchos kilómetros de marcha.
—¡Seguirnos hasta tan lejos! —observó Quintall—. Seguramente no hay tierra a menos de diez días de navegación.
—¿Quién es capaz de conocer la mentalidad de los powris? —replicó Adjonas—. Se han mostrado muy activos recientemente, según me han informado mis amigos de Jacintha. Interceptan las rutas de los barcos para aprovisionarse y luego van mar adentro, persiguiendo peces azules o bacalaos o bien otros de sus peces favoritos. Son unos tipos duros y estoicos, no lo dudes; se dice de los powris que han llegado a estar un año y medio seguido en alta mar.
—¿Pero qué hacen con su botín? —razonó Avelyn inocentemente, atrayendo las miradas de los otros cinco—. Si atacan barcos, ¿qué bienes se llevan y dónde almacenan esa nueva carga?
Adjonas y Bunkus Smealy intercambiaron miradas burlonas, advirtiendo que los cuatro monjes no tenían ni idea de cómo era aquel enemigo.
—Se llevan vidas —respondió con calma Adjonas—. Atacan barcos puramente para matar.
Su asalto se limita a conseguir suficientes provisiones hasta el siguiente barco, por la simple emoción de la caza y la tortura.
Avelyn palideció, y también Thagraine y Pellimar; pero Quintall se limitó a soltar un gruñido sordo y volvió su mirada en la dirección del lejano barco powri.
—¡Qué mala suerte hemos tenido al pasar tan cerca de uno de ellos! —exclamó Pellimar, nervioso—. Ni tan sólo habríamos visto la embarcación si hubiéramos estado un centenar de metros más hacia el puerto.
—Pero ellos sí nos habrían visto —replicó Adjonas—. Nuestras velas se divisan en el horizonte desde muchas millas, y los powris tienen magia propia, no lo dudes. Se dice que tienen amigos que nadan bajo el agua, que les informan de los barcos que pasan. No se trata de mala suerte, mi buen hermano Pellimar.
—¿Qué pueden saber de nosotros? —preguntó Quintall, sin volver la cabeza hacia los demás.
—Sólo que somos un barco solitario que navega lejos de casa —contestó Adjonas.
—¿Y de nuestra misión? —se apresuró a preguntar Quintall.
—Nada —le aseguró Adjonas—. Es dudoso que alguien a bordo de la embarcación powri pueda ni tan sólo reconocer vuestros hábitos.
Quintall asintió.
—Huyamos de ellos —indicó.
Avelyn y los demás contuvieron la respiración mientras miraban fijamente la cara del capitán Adjonas. Avelyn temía que Quintall se hubiera extralimitado al dar esta orden tan tajante.
—¡Rápido, al puerto! —gritó Adjonas; luego se calmó y se giró hacia su segundo—. Hinche nuestras velas, señor Smealy —le ordenó—. No deseo entrar en combate con los powris.
Smealy salió corriendo. Adjonas dejó que su mirada asesina se clavara durante largo rato en la espalda de Quintall; luego se volvió, más calmado, y, después de una rápida inclinación de cabeza a los otros tres monjes, se fue.
Avelyn se acercó a la borda y, utilizando las manos como visera, exploró atentamente la vasta extensión gris azulada. Creyó haber atisbado el bote barril, pero no estaba seguro; podría haber sido tan sólo la sombra de una ola.
El Corredor del Viento viró rápido hacia puerto, y las velas hinchadas empujaron la carabela de robustos aparejos a una velocidad impresionante. Pero los powris la seguían de cerca. El vigía gritaba repetidamente, y su tono de voz se iba cargando de miedo y frustración, porque el bote barril mantenía la distancia e incluso la había acortado un poco.
Apoyados en el pasamanos de la borda, el capitán Adjonas y los cuatro monjes observaban el avance de los powris. Avelyn ya podía distinguir la embarcación perfectamente, pues el extraño bote barril no se confundía con las sombras de las olas.
Adjonas miró las velas y luego a su tripulación, que cambiaba de bordada con frenesí para mantenerlas tan llenas de viento como fuera posible.
—Un diseño sorprendente —observó Quintall respecto a la cercana embarcación—. ¿Por qué los humanos no la hemos copiado?
—Hay un bote barril en Puerto Libre —replicó Adjonas—, y se construyeron varios en Ursal para navegación fluvial. Pero los hombres no son powris. Los camarotes en tales botes son estrechos, mucho más estrechos aun que el más pequeño camarote del Corredor del Viento, y los hombres no tienen la resistencia de los powris. Los enanos pueden pedalear todo el día, mientras que la mayoría de los hombres se cansan en una hora o, a lo sumo, al cabo de un par de horas.
Quintall asintió y su respeto por el estoico e incansable enemigo se acrecentó.
—Si los powris no se cansan, no podremos mantenerlos a distancia —observó a continuación.
—Pondré arqueros con flechas encendidas para que disparen contra el bajel cuando se acerque un poco más —contestó Adjonas, cuya voz estaba lejos de denotar esperanza—. Pero la mayor parte de la embarcación está bajo el agua, con pocas zonas alcanzables y ninguna de ellas crítica. Afortunadamente mantendremos nuestra velocidad lo bastante para que el primer ataque con el espolón de los powris nos cause poco daño. Lucharemos con ellos cuando intenten el abordaje. No nos queda otra alternativa.
Quintall estaba sacudiendo la cabeza desde antes de que acabara de hablar Adjonas.
—No podemos permitir que nos ataquen con el espolón —arguyó—; cualquier daño, como mínimo, nos retrasaría y no nos lo podemos permitir. Sólo tenemos una semana de margen, y esto si nuestros cálculos son ciertos y los vientos se mantienen.
—Veo pocas opciones —señaló Adjonas.
Los otros tres monjes se limitaban a observar con aire preocupado el lejano bote barril o se miraban unos a otros, pero Quintall había dado un enfoque diferente a la cuestión al asimilar toda la información que Adjonas les había proporcionado sobre el enemigo.
—Dígame —dijo por fin—, ¿a qué velocidad navegará el bote barril si su hélice queda enredada?
Adjonas lo miró con curiosidad.
—Tenemos red de sobra —añadió Quintall.
—La hélice no está tan accesible —objetó Adjonas—. Incluso si colocamos la red perfectamente en la trayectoria del bote barril, es probable que no se enrede en otra cosa que no sean los garfios protectores de la hélice.
—Supongamos que no nos limitamos a situar la red, sino que la dirigimos hacia su destino —insinuó Quintall astutamente.
Sus compañeros lo miraron con aire confuso, con excepción de Thagraine, que había captado su idea y estaba impaciente por llevarla a cabo.
—Sería temerario —empezó Adjonas, pero se detuvo cuando la escotilla del bote barril se abrió y una cabeza cubierta con una gorra roja apareció a la vista; el powri levantó un delgado brazo con un tubo en forma de embudo.
—¡Humanos! —gritó a través del embudo—. ¡Velero, mercader, ríndete! No puedes correr más que nosotros, no puedes, ni tienes ninguna posibilidad en el combate. Te digo que te rindas, y así podrías salvar algunas vidas.
Adjonas miró en torno a su ahora paralizada tripulación. Vio en sus caras la repentina y frágil esperanza suscitada por la promesa del powri.
Bunkus Smealy dijo lo que muchos otros debían de estar sintiendo.
—Quizá deberíamos hacer caso de sus palabras, capitán —afirmó el segundo de a bordo—. Si no ofrecemos resistencia…
Adjonas lo empujó hacia un lado y se separó de la borda de forma que desde toda la cubierta pudieran verlo.
—¡Nos matarían uno tras otro! —gritó—. ¡Son powris, gorras sangrientas, deseosos de mojarlas en sangre humana! ¡No dejarán que un barco escape, ni tienen espacio para hacer prisioneros! Si nos detenemos o aflojamos la marcha, sólo conseguiremos que su embestida sea más fuerte.
Mientras Adjonas hablaba, una flecha encendida dibujó un arco por encima del pasamanos de la borda del Corredor del Viento, y alcanzó una vela de popa. Tres marineros corrieron hacia el pequeño fuego para controlarlo.
—Velero, ¿cuánto tiempo puedes mantener la carrera, mercader? —aulló el powri; y desapareció cerrando la escotilla detrás de él.
—¿Quiénes son los mejores nadadores? —preguntó Quintall dirigiéndose al capitán. Adjonas lo miró con curiosidad.
—El Corredor del Viento es un barco de las frías aguas del norte —replicó—. No tenemos costumbre de nadar.
Quintall asintió gravemente y se volvió hacia sus compañeros. Odiaba tener que exponerlos a tal peligro a todos ellos, pero se dio cuenta de que el éxito de la misión en aquel preciso momento dependía de sus actos. Antes incluso de que acabara de darse la vuelta, Avelyn, Pellimar y Thagraine habían dejado caer la ropa sobre la cubierta y empezaban a tensar los músculos y a balancear los brazos.
—Sabemos nadar —explicó Quintall— incluso en las frías aguas del norte; dadme una red.
Adjonas hizo una seña a Bunkus Smealy; aquella era una operación de Quintall, y el capitán del Corredor del Viento, que al parecer no tenía otra opción, estaba más que dispuesto a dar al robusto monje su oportunidad.
Pronto los cuatro estuvieron en la borda de babor, fuera de la vista del bote barril. Quintall tiró la red al agua, y Thagraine se arrojó detrás para sostenerla.
Adjonas agarró a Quintall por el hombro. Sacó una piedra de su tahalí, un pequeño rubí rojo, y se lo ofreció.
—Sólo en caso de necesidad —explicó—. Esta piedra vale más que todo mi barco.
Quintall la observó con curiosidad. Podía percibir la magia que contenía, una tenue pulsión de energía. Hizo un gesto de asentimiento a Adjonas, y entonces, inesperadamente, tendió la piedra a Avelyn.
—Ningún ser vivo conoce mejor que tú el poder de las piedras —dijo a su compañero—. Utilízala bien si llega el caso.
Avelyn tomó la piedra y pasó sus dedos por encima durante breves instantes, sintiendo su energía con nitidez y comprendiendo la función de la piedra tan claramente como si hubiera hablado con ella. Se apresuró a ponerla en su taparrabos pero, al no sentirla segura allí, se la metió en la boca y la hizo rodar hasta situarla detrás de los dientes.
Se arrojaron al agua y nadaron rápido para reunirse con Thagraine, que estaba aguantando la red, a muchos metros del veloz navegante Corredor del Viento.
Se dividieron en dos grupos: por una parte Thagraine y Quintall sostenían la red, que colgaba en medio de los dos, y nadaban hacia un lado, tratando de buscar el ángulo apropiado respecto del cercano bote barril; por otra parte, Pellimar y Avelyn se mantenían en línea recta con la embarcación, sumergidos a bastante profundidad para impedir ser vistos en caso de apertura de la escotilla o de cualquier otro método de observación de los powris.
Adjonas miraba nerviosamente apoyado en el pasamanos de la borda. Sabía cosas acerca de los powris y acerca del mar que aparentemente los cuatro monjes ignoraban. Si el bote barril lograba pasar por los agujeros de la red, por ejemplo, jamás conseguirían atraparlo, y Adjonas no podría dar la vuelta para volver a buscarlos. Quedarían abandonados en alta mar y, casi seguro, condenados a muerte. Y había además otro peligro peor: se decía que los powris tenían amigos entre las bestias del mar, las más comunes de los cuales tenían una característica aleta dorsal.
El capitán tranquilizó su conciencia diciéndose que, aun cuando el bravo Quintall hubiera sabido todo esto, se habría sumergido igualmente en el Miriánico Sur con la red.
—¡Nada con fuerza! —dijo Quintall a su compañero, moviéndose con rapidez para disminuir la distancia que quedaba. El bote barril se estaba moviendo mucho más deprisa de lo que parecía, ya que no dejaba estela con la proa tal como hacía el Corredor del Viento. Thagraine se esforzaba tanto como podía, debatiéndose con brazos y piernas, pero no habría conseguido salir adelante si no hubiera sido por Quintall, que desde el otro extremo de la red, enganchada en sus anchos hombros, lo remolcaba.
Exhaustos, los dos hombres se sumergieron para recorrer el último trecho y dejaron que la embarcación les pasara justo por encima. Por fortuna, el agua era cristalina.
Arriba, Avelyn y Pellimar esperaban con ansiedad. Tenían que subir a bordo del bote barril, independientemente del resultado del intento de Quintall. Si la red fallaba, ellos dos tenían que detener a los powris. Avelyn arrolló la lengua en torno al rubí. Advirtió que la piedra no sería lo bastante potente para dejar fuera de combate el resistente casco de la embarcación enemiga.
El bote barril se acercaba —cincuenta metros, cuarenta, veinte— cortando el agua con suavidad.
De pronto viró bruscamente y avanzó en diagonal. Avelyn y Pellimar nadaron con todas sus fuerzas; Pellimar alcanzó el bote en primer lugar, y se subió a la masa flotante con precaución por la parte redondeada. Se arrastró hacia la escotilla y llegó allí justo después de que se abriera.
El primer powri que salió se quedó realmente sorprendido. Los enanos suponían que la hélice se había enredado en alguna planta marina o en algo que habían dejado caer desde la carabela, lo cual no era algo tan insólito. ¡Pero ver un humano de pie en cubierta!
Lo que vio Pellimar no fue menos sorprendente ya que jamás había visto a un powri tan de cerca. El enano medía sólo un poco más de metro veinte de estatura; sus brazos eran larguiruchos, y las piernas parecían demasiado delgadas para sostener su torso en forma de barril.
La expresión pasmada del enano no cambió cuando Pellimar lo golpeó con un potente cruzado de derecha.
El monje se miró la mano herida y a su oponente, que había resultado mucho más fuerte de lo que aparentaba. El powri sacudió vigorosamente su potente cabeza.
Pellimar lo golpeó de nuevo, con una serie de tres rápidos puñetazos con la izquierda; luego levantó la pierna derecha con fuerza y descargó un puntapié debajo de la mandíbula del powri. La cabeza del enano se desplazó bruscamente hacia atrás, y el powri cayó rodando sobre la cubierta del bote barril.
Pero apareció otro en su lugar, y no parecía afectado por el factor sorpresa. Pellimar, rápido como una centella, lo golpeó también con tres potentes puñetazos —una combinación de izquierda, derecha, izquierda—, pero el ímpetu del monje se esfumó cuando su mano derecha, todavía dolorida por el primer golpe, asestó el segundo.
Avelyn se precipitó detrás del hermano y vio que Pellimar hacía un movimiento brusco y caía de costado; por su pecho corría una brillante línea roja. Delante de Avelyn estaba el powri, y de su corta espada goteaba sangre de Pellimar. El enano chilló de rabia al ver a su víctima desplomada y advertir que había perdido la ocasión de realzar el ya brillante color carmesí de su gorra, pues esta se le había caído al mar. Aquel momento de distracción dio a Avelyn una oportunidad.
Podría haberse agachado y atacado al enano, pero ponderó su solidez y vio a otro powri apareciendo por la escotilla detrás del primero. Dejando a un lado su integridad personal, Avelyn tuvo que considerar qué era lo más positivo.
Corrió hacia proa mientras se sacaba el rubí de la boca. Lo frotó con la mano, invocó su magia, encontró su centro de energía y lo transportó a un nivel volátil.
El powri lo atacó con un golpe de revés, pero Avelyn se agachó para esquivarlo. Se tiró entre las piernas del powri y lanzó la piedra hacia arriba, en dirección a la escotilla. Entonces, guiado sólo por el instinto de conservación, flexionó las piernas y se levantó con rapidez.
El rubí, brillante de poder, trazó un arco sobre la escotilla abierta. El siguiente powri que salió vio su resplandor e, hipnotizado, tendió la mano. El enano asió con firmeza la gema, pero se soltó de la escalerilla. Así que, cuando Avelyn y el otro powri se levantaron bruscamente, perdió el equilibrio y cayó al interior del bote barril, con el rubí centelleando en la mano.
Avelyn se aferró con todas sus fuerzas al brazo del powri que sostenía la espada y tiró hacia abajo. Mientras caían, se las arregló para cerrar la escotilla. Avelyn rodó sobre la escotilla, y el ágil powri se puso en pie de un brinco sobre la puerta, ahora cerrada. El enano levantó su espada, hizo una mueca perversa, y soltó un aullido que estremeció a Avelyn, que yacía boca abajo no muy lejos.
Pero de repente el enano salió despedido, y detrás de él la escotilla saltó por los aires; por el agujero surgió una espesa columna de humo negro.
Avelyn fue lanzado hacia atrás por la violenta sacudida, pero no hizo nada para evitarlo. La explosión apenas debía de haber matado a la mitad de los powris —el bote barril era casi tan largo como el Corredor del Viento—, y los supervivientes no tardarían en subir a cubierta.
Y Avelyn no deseaba hacerles frente.
Quintall y Thagraine subieron a la superficie sin aliento después de colocar la red en el lugar previsto. Cuando Quintall consiguió acercarse al bote barril, vio a un powri en el agua y al hermano Pellimar, que se debatía justo detrás de él.
Con su pesado cuerpo y sus escuálidas extremidades, los powris no eran buenos nadadores, y Quintall alcanzó con facilidad a la aturdida criatura, la empujó hacia abajo y consiguió sentarse sobre sus hombros. El powri se resistió desesperadamente, pero el vigoroso hombre apretó las piernas con fuerza y luchó para mantener el equilibrio.
El enano jamás volvió a la superficie.
Una vez en el agua, Avelyn vio a Quintall no muy lejos de él, muy por encima de la superficie y con la mitad del cuerpo fuera del agua. Aquella visión lo sorprendió inicialmente… hasta que advirtió el «asiento» que su compañero había encontrado. A su lado, Thagraine sostenía a Pellimar bajo un brazo y nadaba con todas sus fuerzas hacia la carabela que había dado la vuelta.
Tan pronto como su duro trabajo acabó, Quintall, el mejor nadador sin duda, relevó a Thagraine de su pesada carga y casi no se rezagó respecto de sus dos compañeros, a pesar del peso añadido del inconsciente Pellimar.
Adjonas miraba todo aquello con ansiedad, desplazándose a lo largo de la borda según lo requerían los virajes del barco. El bote barril había quedado temporalmente inutilizable, pero la lucha aún no había acabado. El capitán dispuso a los arqueros en sus puestos y les dijo que dispararan tanto como hiciera falta si los powris asomaban a través del humo, que ya estaba disminuyendo.
Luego se puso a vigilar, porque era lo único que podía hacer. El Corredor del Viento regresaba directamente para acercarse a los cuatro monjes y al bote barril. Por supuesto, había powris en cubierta, algunos con ballestas, disparando al azar en dirección a los monjes nadadores.
Pero Adjonas sabía que el mayor peligro para los monjes era el rastro de sangre que Pellimar, herido, iba dejando en el agua.
Thagraine fue el primero en llegar al Corredor del Viento y se agarró con frenesí a una cuerda que le tiraron desde cubierta. Justo después de que lo izaran a bordo, cuando el barco estaba a una veintena de metros de Avelyn y este a otros tantos de Quintall y Pellimar, el vigía dio un grito inesperado.
—¡Aleta dorsal! —chilló—. ¡Tiburón, tiburón blanco!
—¡Subámoslos pronto! —aulló Adjonas y se dirigió hacia un cabo para ayudar—. ¡Más cabos al agua!
Uno de los cabos lanzados fue a parar cerca de Avelyn; este comprendió el frenesí del vigía y el peligro inminente, pero no lo agarró y, dando media vuelta, nadó hacia Quintall y Pellimar.
—¡Hermano Avelyn! —gritaba Thagraine asomado a la borda del Corredor del Viento—. ¡Tú y yo somos los Preparadores! ¡Ellos son sacrificables!
Las palabras golpearon a Avelyn con la fuerza de una bofetada fría. ¿Sacrificables? ¡Eran monjes de Saint Mere Abelle! ¡Eran seres humanos!
Con un gruñido, Avelyn siguió esforzándose y alcanzó al fin al fatigado Quintall. Para sorpresa de Avelyn, Pellimar se debatía en el agua, detrás del robusto hombre.
Avelyn no preguntó nada; Quintall tampoco dijo nada y siguió nadando con fuerza hacia el cabo. Avelyn consiguió alcanzar a Pellimar y pasó un brazo alrededor del hombro del herido abandonado.
La flecha de una ballesta se clavó en el agua justo al lado de la cara de Avelyn cuando este se giró, y entonces lo vio: una aleta dorsal que emergía del agua más de medio metro. Aunque jamás antes había visto un tiburón ni oído hablar de ellos, podía imaginar los horrores que subyacían debajo de tan reveladora aleta.
El tiburón se acercaba, así como el Corredor del Viento. Una docena de hombres —Quintall, Thagraine y Adjonas entre ellos— tenían un cabo en las manos y tiraban de él mientras Avelyn desesperadamente se agarraba al otro extremo.
Por sí mismo era incapaz de subir por el cabo ni tan sólo un poco; lo único que podía hacer, como mucho, era mantener agarrados al cabo y al inerte Pellimar.
Pero consiguieron izarlo; Quintall agarró a Pellimar y tiró de él hasta dejarlo en cubierta, mientras Avelyn permanecía colgado sobre el peligroso mar. Oyó los gritos de la tripulación y miró hacia abajo; tenía todavía un pie en el agua, mientras la enorme figura oscura de casi ocho metros se deslizaba debajo de él y del Corredor del Viento.
Un breve segundo después, el aterrorizado monje estaba en cubierta.
—Vaya ejemplar —observó Adjonas, al ver el tiburón.
Bunkus Smealy dirigió una repugnante mueca hacia Avelyn; tenía una mano levantada con los dedos pulgar e índice separados unos doce centímetros.
—Con dientes de este tamaño —dijo con crueldad.
Había una docena de powris en cubierta del bote barril, observó Adjonas, pero ninguno se metería en el agua con aquel enorme tiburón merodeando por allí y tan obviamente nervioso. Los powris y los tiburones trabajaban en colaboración, según se decía, pero al parecer había límites en tal amistad.
Una mueca horrible ensanchó la cara del capitán; decidió poner a prueba aquella tregua improbable.
—Démosles un topetón —dijo a Bunkus Smealy, y el segundo de a bordo se fue corriendo hacia el timón con un grito de alegría.
No fue un ataque completo con el espolón —ningún capitán sensato expondría así su barco contra el resistente casco de un bote barril de powris—, pero sí fue un encontronazo lo suficientemente violento para hacer caer al agua a todos los powris que estaban en cubierta menos uno. Los arqueros del Corredor del Viento dispararon con energía mientras el barco pasaba al lado de la embarcación powri y dejaron tres enanos muertos en el agua.
Una segunda aleta dorsal más pequeña se reunió con la primera en su recorrido envolvente.
¡Cómo se revolvían los enanos!
—Vámonos —gritó Adjonas a la tripulación. Sabía que los tiburones se comerían a los muertos, y los frenéticos movimientos de los vivos combinados con la mucha sangre derramada probablemente atraerían más. Ningún powri osaría meterse en el agua para intentar desenredar la red de la hélice con los sanguinarios tiburones tan cerca.
Para mayor desgracia de los powris, aunque ni Adjonas ni nadie a bordo del Corredor del Viento podría haberlo previsto, el bote barril a la deriva ofrecía a los enloquecidos tiburones un notable parecido con una ballena herida.
El bote barril había girado por el choque con el Corredor del Viento, y el agua se precipitaba en su interior por la escotilla abierta. Poco después desaparecía bajo las olas.
La excitación en el Corredor del Viento no se disipó hasta que los powris quedaron muy lejos. Los monjes habían sido los héroes de la batalla, pero Avelyn oyó a los tripulantes susurrar «temerario» tanto como «valiente». Los marineros eran una pandilla de brutos, orgullosos y cínicos, y, si Quintall o cualquiera de los otros esperaba una palmada de felicitación en la espalda, sus esperanzas se vieron frustradas.
Avelyn y Thagraine llevaron a Pellimar, herido de consideración, al camarote de Dansally, y comprobaron que la mujer tenía otras aptitudes además de las ya conocidas. Poco después, el hombre descansaba tan cómodamente como era posible, y Avelyn se fue de la habitación.
Encontró a Quintall de pie con Adjonas; el capitán, con aspecto cansado, estaba apoyado en el palo mayor.
—Powris —estaba murmurando cuando Avelyn llegó—, más gorras sanguinarias que nunca en el Miriánico septentrional y meridional. Según parece, se han multiplicado en sus islas, las Julianthes, especialmente en sus costas. Sus ataques no harán más que aumentar en número y objetivos.
Quintall hizo caso omiso de estas inquietantes palabras.
—¿Cómo sigue Pellimar? —preguntó a Avelyn.
Avelyn suspiró.
—Puede que viva —repuso—, o puede que no.
Quintall asintió, y de repente entró en acción: lanzó su enorme puño en ángulo recto contra la mandíbula de Avelyn, y este cayó en cubierta desplomado.
—¿Por qué te arriesgaste? —chilló Quintall.
Los marineros miraron asombrados desde todos los rincones de la cubierta; Adjonas observaba al robusto hombre con incredulidad.
Avelyn se levantó, recelando otro golpe, completamente confuso por la acción de Quintall.
—Tú eres un Preparador —lo reprendió Quintall—. Sin embargo, acabas de arriesgar la vida para salvar a Pellimar.
—Todos hemos arriesgado la vida —arguyó Avelyn.
—En aquel momento no teníamos otra elección —replicó Quintall, tan encolerizado que a cada palabra salpicaba con saliva—. Pero, cuando el Corredor del Viento ya estaba fuera de peligro, cuando ya habíamos frenado a los powris y el camino estaba despejado, retrocediste en aquellas peligrosas aguas.
—¡Habrían devorado a Pellimar!
—¡Una lástima, pero sin importancia!
Avelyn se tragó la próxima réplica, pues sabía que era un argumento inútil. Nunca hubiera imaginado tal nivel de fanatismo, ni siquiera en el severo Quintall.
—No podía abandonarlo; ni a ti.
Quintall escupió sobre cubierta a los pies de Avelyn.
—No te pedí ayuda, y la habría rechazado si me la hubieras ofrecido. El camino hacia nuestro destino se encontraba despejado, el Corredor del Viento ya no estaba amenazado. Deberías haber subido a bordo y haber permanecido a bordo. ¡Qué despilfarro habría sido la vida de Pellimar, y la mía propia, si Avelyn también hubiera muerto en el agua!
Avelyn no tenía respuesta. El argumento era indiscutible. Se enderezó, asintió con la cabeza, aunque en su corazón sabía que si la situación se volvía a presentar trataría otra vez de ayudarlos.
—No sabemos si el camino hacia Pimaninicuit está ahora despejado —susurró Adjonas para proteger el nombre sagrado.
—En todo caso, Pellimar no nos servirá de nada —contestó Quintall—. Incluso si vive, probablemente tendrá que guardar cama durante muchos días.
Avelyn examinó con atención al robusto hombre. La misión era lo único que importaba; estaba de acuerdo y dispuesto a sacrificar su propia vida por el éxito del viaje. ¿Pero podían pedirle que dejara morir a alguien?
Avelyn negó con la cabeza, aunque afortunadamente ni Quintall ni Adjonas lo advirtieron.
No, el joven monje decidió que no podía, que no lo haría.
—Recuérdalo —le dijo con gravedad Quintall.
—Iré junto a Pellimar —replicó Avelyn, encontrando consuelo en el sutil voto que las palabras implicaban, algo que Quintall no podía comprender—. Dansally cuida sus heridas.
—¿Quién? —preguntó Quintall mientras Avelyn se alejaba.
Avelyn sonrió, sin sorprenderse.
El estado de Pellimar no mejoraba a medida que se deslizaban los días. El tiempo permanecía claro y caluroso, y no aparecieron más botes barril a la vista.
Quizás fue el aburrimiento, el calor, las poco apetecibles provisiones, pero lo cierto es que la tripulación se volvía cada vez menos amable, incluso hostil. Más de una vez Avelyn oyó cómo Bunkus Smealy y Adjonas se peleaban a gritos; y, cada vez que el monje paseaba por la abierta cubierta, sentía agresivas miradas de odio a su espalda. La tripulación culpaba a los monjes por las incomodidades que sufría, por todo el viaje. Quintall, avisado por Adjonas, había advertido de esto a Thagraine y a Avelyn. El Corredor del Viento navegaba normalmente cerca de la costa; los viajes por el ancho y vasto océano eran extremadamente raros, y había rumores acerca de una locura que a menudo afectaba a las tripulaciones. Según relataban las historias, se habían encontrado barcos intactos y en condiciones de navegar, pero sin un solo tripulante a bordo. Algunos decían que era obra de fantasmas o de monstruos malignos de las aguas abismales; pero, de forma más racional, los marineros expertos lo atribuían al miedo y a las sospechas, a los largos días vacíos y a la sensación innegable de que el mar no acabaría nunca, de que el barco seguiría navegando y navegando hasta que no quedara nada para comer ni nada para beber.
Las cosas iban tan mal durante la sexta semana de la partida de Jacintha, que Adjonas, con gran consternación de Avelyn, permitió el acceso a Dansally a otros miembros de la tripulación. El capitán dispuso que se hiciera de forma ordenada, y cada vez que Avelyn veía uno de los sucios marineros yendo hacia la puerta de Dansally, su corazón latía un poco más despacio, y se mordía un poco más la piel del labio.
Dansally se lo tomó con naturalidad, aceptando su papel en la vida, pero la ampliación de sus obligaciones le dejaban poco tiempo para sus charlas con Avelyn, algo que el monje y la mujer necesitaban imperiosamente.
Ni siquiera aquellos privilegios extraordinarios mejoraron sensiblemente el humor de la tripulación, cada vez más hosca. La situación alcanzó una crisis espantosa una mañana especialmente húmeda y calurosa. Quintall estuvo casi una hora discutiendo, a veces acaloradamente, con el capitán Adjonas. Al fin, Adjonas pareció asentir y llamó a su lado a Bunkus Smealy.
Prosiguieron los gritos, sobre todo por parte de Quintall, y, cuando el segundo de a bordo al fin trató de oponerse, el robusto monje cogió a Smealy por la garganta y lo levantó en vilo.
Avelyn y Thagraine se precipitaron junto a Quintall, y Thagraine le advirtió que toda la tripulación los estaba mirando con interés más que normal.
—Esto demuestra mi hipótesis, capitán Adjonas —observó Quintall, dando a Smealy una pequeña sacudida—. Este es el cabecilla del malestar, y merece ser tirado por la borda a los tiburones.
Adjonas apoyó una mano en el brazo de Quintall para indicarle que soltara a Smealy. El hombre se apartó tosiendo, presumiblemente para reunirse con la tripulación en busca de ayuda.
—Pronuncia una sola palabra para sublevarlos —amenazó Quintall— y todos mis ataques y los de mis compañeros se dirigirán a ti. Te quebraremos los dos brazos y las dos piernas y quedarán inservibles cuando caigas al agua, Bunkus Smealy. ¿Cuánto tiempo crees que permanecerás a flote, esperando que el Corredor del Viento vire para recogerte?
El grasiento hombre palideció.
—Estamos demasiado lejos —dijo a su capitán, y su alegato sonó como un quejido—. ¡Demasiado lejos!
—La isla… —empezó a decir Adjonas.
Smealy lo interrumpió con un gruñido.
—¡No hay tal isla! —chilló, y las murmuraciones de la tripulación subieron de tono, mostrando su asentimiento.
Adjonas dirigió a Quintall una mirada preocupada. Les quedaba como mínimo otro mes de navegación, y el capitán se preguntaba sinceramente si aquella tripulación iba a tener la paciencia suficiente. Los había elegido con cuidado, y casi todos llevaban una década navegando con él, pero las últimas semanas sin ver tierra los habían acobardado.
—¡Tres meses! —gritó el capitán de repente—. Antes de salir de Jacintha, os dije que pasaríamos tres meses de viaje antes de alcanzar nuestro destino. Todavía no hace dos meses que salimos de Saint Mere Abelle. ¿Sois cobardes, entonces? ¿No sois hombres de honor?
Aquello los retuvo, pero continuaron refunfuñando.
—Mi espada es testigo —dijo Quintall a Smealy, mientras el segundo de a bordo también se retiraba— de que te hago responsable personalmente de las acciones de la tripulación.
Smealy no parpadeó ni osó apartar la vista del peligroso monje hasta que hubo recorrido más de media cubierta.
—Todavía será más grave si no encontramos fácilmente Pimaninicuit —advirtió Adjonas a los tres en voz baja.
Quintall le clavó una mirada glacial.
—Estamos en la ruta correcta y en el tiempo previsto —aseguró Adjonas, sintiendo la necesidad de calmar al hombre—, según los mapas que me han facilitado.
—Y que son absolutamente precisos —gruñó Quintall como respuesta.
Y lo eran, pues cuatro intranquilas semanas y media después el vigía gritó «¡Tierra a la vista!».
Toda la tripulación se precipitó a la borda de proa, y pronto la mancha gris se fue haciendo más perceptible y llegó a dibujar el innegable perfil de una isla. El gris se convirtió en verde a medida que se acercaban, gracias a una exuberante vegetación que crecía en las laderas.
—Según mis cálculos tenemos una semana de tiempo de margen —observó Adjonas a los cuatro monjes, ya que Pellimar, aunque todavía muy débil, estaba de nuevo en cubierta—. Deberíamos ir a tierra y explorar…
—¡No! —cortó Quintall para sorpresa de todos, pues la recomendación del capitán parecía perfectamente lógica—. Nadie salvo los Preparadores puede ir a tierra —explicó Quintall—. Cualquier otro que toque la orilla de Pimaninicuit perderá la vida.
Era una norma extraña, y produjo tan gran sorpresa en Avelyn que apenas advirtió que Quintall había pronunciado en público el nombre de la isla.
Aquellas palabras también cogieron al capitán Adjonas con la guardia baja, quien difícilmente podía recibir bien la inesperada declaración. Su tripulación había permanecido a bordo durante mucho tiempo, con una única y breve escala en Entel. Dejarlos en el barco ahora, estando tan cerca la incitante tierra —probablemente cubierta de árboles frutales y otros lujos que no tenían en el mar—, era por supuesto una locura.
Pero Quintall no desistió.
—Dé la vuelta a la isla a corta distancia de la orilla a fin de hallar el lugar adecuado para que los Preparadores puedan desembarcar; luego navegue mar adentro hasta que la isla quede fuera de su vista —instruyó al capitán—. Por último, regrese al cabo de cinco días.
Adjonas sabía que la situación era crítica. No compartía la opinión de Quintall, en absoluto; pero, a la vista de Pimaninicuit y según lo acordado con el padre abad, tenía que dejar el mando al monje. Después de todo, aquel era el propósito del viaje, y el padre abad Markwart había dejado muy claro el papel de Adjonas en toda la operación: en mar abierto era el capitán; en Pimaninicuit, era un mandado, o todo el pago —y la suma era considerable— se perdería.
Y peor aun.
Así que rodearon la isla, encontraron una prometedora bahía, y luego navegaron mar adentro para pasar los cinco días más largos del viaje, particularmente para Avelyn y Thagraine.
Avelyn dedicó su último día a bordo a rezar y meditar, preparándose mentalmente para la tarea venidera. Quería visitar a Dansally y contarle sus temores, su falta de idoneidad para la misión, pero resistió aquel deseo. Era una batalla que debía librar a solas.
Al fin, él y Thagraine, con sus provisiones, se deslizaron por un cabo desde el Corredor del Viento hasta el bote; Pimaninicuit aparecía inmensa delante de ellos.
—Es preciso que estemos lejos cuando empiecen las lluvias —les explicó Quintall— pues es sabido que las piedras causan grandes daños. Cuando hayan acabado, regresaremos aquí.
Un grito desde popa cortó la conversación. Cuando los monjes y Adjonas se giraron, vieron que un tripulante, un muchacho de no más de diecisiete años, más perturbado que los demás por el tiempo pasado en el mar, se tiró al agua desde el barco y empezó a nadar con fuerza en dirección a la orilla.
—¡Señor Smealy! —gritó con voz ronca Adjonas, y dirigió una severa mirada a toda la tripulación—. ¡Arqueros a la borda!
—Dejadlo ir —dijo Quintall con gran asombro de Adjonas, pues el monje se había dado cuenta de que disparar al desesperado hombre delante de la tripulación provocaría un motín—. Dejadlo ir —gritó más fuerte—. Pero, dado que ha elegido la isla, tendrá doble trabajo. —Se inclinó y susurró algo a Thagraine; Avelyn dudaba que tuviera nada que ver con poner a trabajar al hombre fugado.
Instantes después, Avelyn y Thagraine se alejaban del Corredor del Viento en el bote de remos, y el barco desplegó velas inmediatamente y escapó de Pimaninicuit hacia aguas más seguras. A bordo, Quintall se lanzó a contar una sarta de mentiras acerca de los peligros que asaltarían al marinero loco, acerca de cómo los monjes, y sólo los monjes, estaban entrenados para resistir la furia de las lluvias.
—Probablemente no vivirá para regresar al Corredor del Viento —explicó Quintall tratando de preparar a la peligrosa tripulación para lo que sobrevendría.
Thagraine saltó del bote y echó a correr tan pronto como el fondo de la pequeña embarcación rozó las arenas negras de la playa de la isla. Habían adelantado al amotinado en el agua a cierta distancia, y Thagraine había calculado mentalmente su dirección y velocidad.
Avelyn llamó a su compañero, pero Thagraine se limitó a pedirle que cuidara del bote y que no se diera la vuelta.
Avelyn experimentó una sensación de desastre inminente en lo más profundo de su estómago.
Amarró el bote en un lugar resguardado de la bahía, lo empujó hacia abajo llenándolo de agua y lo aseguró en el fondo poco profundo.
Thagraine se reunió con él poco después.
Avelyn se estremeció al verlo solo: era evidente qué instrucciones había dado Quintall.
—Hay muchas cosas para comer —dijo alegremente Thagraine, estremeciéndose de emoción— y tenemos que encontrar una cueva.
Avelyn no dijo nada y lo siguió en silencio, rezando por el alma del joven marinero.
Pasaron los dos días siguientes casi siempre encerrados en una pequeña cueva, en la ladera de la única montaña, con vistas sobre la playa y el amplio mar; no ocurrió nada de particular.
Thagraine se sentía casi siempre molesto, y paseaba nerviosamente de un lado a otro refunfuñando consigo mismo.
Avelyn comprendía su angustia y se dio cuenta de que el nerviosismo de Thagraine podría costarles caro a ambos cuando llegaran las lluvias.
—Tú lo mataste —comentó con calma el joven monje, poniendo especial cuidado en que la frase no sonara como una acusación.
Thagraine se detuvo.
—Cualquiera que pise Pimaninicuit pierde la vida —replicó esforzándose por mantener la calma.
Avelyn no creía una palabra de aquello; en su opinión, Thagraine había actuado como un instrumento del homicida Quintall.
—¿Cómo sabrán cuándo habremos acabado? —preguntó de repente un enfurecido Thagraine—. ¿Cómo sabrán tan sólo cuándo ocurren las lluvias si se han alejado tanto de la isla?
Avelyn lo observó con detenimiento. Había esperado entablar con él una discusión sobre su actitud en relación con el marinero, con objeto de aliviar su mente, por lo menos de momento, ya que así podrían concentrarse en su más importante misión. Pero sus palabras apenas parecieron calmar a Thagraine; más bien al contrario. Obviamente carcomido por la culpa, echó a andar todavía más enfurecido, entrechocando las manos repetidamente.
Según sus cálculos, las lluvias se habían retrasado. Todavía seguían encerrados en la cueva, cerca de la salida, en espera de algún signo.
—¿Es cierto por lo menos? —protestaba Thagraine cada cinco minutos—. ¿Hay algún hombre vivo que pueda atestiguar tal cosa?
—Los libros antiguos no mienten —dijo Avelyn lleno de fe.
—¿Cómo lo sabes? —explotó Thagraine—. Entonces ¿dónde están las piedras? ¿Cuál es el día preciado? —Se detuvo para recuperar el aliento—. ¿Siete generaciones —gritó— y, justo ahora, estamos aquí en la semana de las lluvias? ¿Qué locura es esta? Porque, si los cálculos de la abadía tienen un margen de error de un mes o quizá de un año…, ¿seguiremos aquí apretujados en un agujero durante todo ese tiempo?
—Calma, Thagraine —murmuró Avelyn—. Mantén firme tu fe en el padre abad Markwart y en Dios.
—¡A lo más profundo del infierno con el padre abad Markwart! —aulló el otro monje—. ¿Dios? —escupió con desprecio—. ¿Qué puede saber Dios cuando exige la muerte de un muchacho asustado?
Así que era aquello, advirtió Avelyn: culpa pura y simple. Avelyn se movió para cogerlo de la mano, para tratar de ofrecerle consuelo, pero el monje mayor lo apartó de un empujón, salió deprisa por la estrecha boca de la cueva, y corriendo penetró en la maleza.
—¡No lo hagas! —gritó Avelyn y se detuvo sólo un instante antes de seguirlo. Perdió de vista a Thagraine inmediatamente; el monje desapareció entre la espesa maleza, pero supuso que se dirigía a la playa abierta. Avelyn fue tras él; pero, tan pronto como la cueva desapareció de su vista, algo, una voz interior, le indicó que se detuviera. Miró atrás en dirección a la cueva, luego por encima de la ladera hacia el mar. Observó que el cielo tenía un color extraño, purpúreo, un matiz rosáceo, tonos que Avelyn había visto en puestas o salidas de sol y en determinados horizontes. Pero, en aquella región de días largos, el sol, estaba todavía a varias horas del límite de poniente y tendría que haberse mostrado amarillo y resplandeciente en un día de cielo despejado.
—¡Maldición! —farfulló Avelyn, y corrió a toda prisa para cobijarse en la cueva. Desde dentro, dado que aquel refugio constituía una excelente atalaya, atisbó a Thagraine, que corría enloquecido a lo largo de la playa, y también vio un suave movimiento en el agua, lejos de la orilla.
Avelyn cerró los ojos y rezó.
—¿Dónde estás, maldito Dios? —gritaba Thagraine, mientras avanzaba dando traspiés a lo largo de las arenas negras de Pimaninicuit—. ¿Qué precio pones a tu fe? ¿Qué mentiras cuentas?
De repente se detuvo al oír el estruendo.
Un momento después, se agarró el brazo; advirtió en él un hilillo de sangre y notó que una piedra pequeña, un cristal ahumado, yacía en la arena negra delante de él.
Thagraine abrió tanto los ojos como si Dios en persona hubiera contestado a sus preguntas.
Miró hacia atrás, dio media vuelta y corrió a toda velocidad hacia la cueva, sin dejar de llamar a Avelyn.
Avelyn no podía mirar, ni tampoco podía desviar los ojos. Piedras ardientes caían a gran velocidad delante de la entrada de la cueva, agujereando las anchas hojas de los árboles y la maleza.
La lluvia de piedras fue ligera durante un rato, pero luego fue aumentando su intensidad hasta llegar a castigar el suelo de Pimaninicuit.
Y, durante el diluvio, Avelyn oyó su nombre. Miró hacia afuera con ojos de miope y quedó pasmado al ver cómo un lacerado y magullado Thagraine aparecía más allá del follaje poco espeso, sangrando por tantos sitios que parecía herido de gravedad. Avanzó, tropezó lastimosamente y levantó los brazos hacia la cueva.
Avelyn trató de ser realista. Sabía que sería una locura salir, pero ¿cómo no hacerlo? Podía hacerlo, se dijo severamente. Podía recoger a Thagraine y refugiarlo en la cueva de nuevo. Intentó no plantearse el dilema que se le presentaría: dar prioridad a Thagraine o bien a las piedras sagradas, habida cuenta de la breve y rara oportunidad de que dispondría para poder obtener la magia de las piedras.
Pero Avelyn tendría que preocuparse de eso cuando llegara la ocasión. Thagraine estaba apenas a veinte zancadas de distancia, avanzando a tropezones, cuando Avelyn salió.
Lo vio de repente, un oscuro borrón en lo alto, y de alguna manera descubrió su trayectoria mortal.
Thagraine lo miró, y una sonrisa esperanzada y lastimera se dibujó en su ensangrentada cara.
La piedra cayó como una flecha bien dirigida, aplastó la nuca de Thagraine y lo tumbó en el suelo.
Avelyn volvió a la cueva y siguió rezando.
La tormenta se intensificó durante la hora siguiente; el viento y la lluvia de piedras azotaron la isla, bombardeando el suelo con tal intensidad que el monje temió que su refugio pudiera derrumbarse.
Pero luego, tan súbitamente como había empezado, finalizó, y el cielo se aclaró y recuperó su azul intenso.
Avelyn salió asustado pero decidido. Se fue directamente a donde estaba Thagraine, un amasijo de magulladuras y sangre. Trató de darle la vuelta, pero se quedó sin aliento al advertir la fatal herida: un amplio agujero hundido en el cráneo de Thagraine; había masa encefálica esparcida alrededor.
La causante de la muerte de Thagraine, una enorme amatista púrpura, llamó la atención de Avelyn. Con afecto y respeto, consiguió sacar la piedra de la cabeza de su compañero muerto. Pudo notar el poder que vibraba en su interior, de una intensidad que antes nunca había imaginado.
¡Seguramente era mayor que cualquier otra piedra de Saint Mere Abelle! ¡Qué tamaño! Las manos de Avelyn eran grandes, pero ni con los dedos completamente extendidos conseguía abarcar los bordes de la piedra.
Se puso a trabajar, alejó de su cabeza cualquier pensamiento sobre Thagraine o sobre el muchacho que este había matado, y se entregó con furor a la tarea para la que se había formado durante aquellos años. En primer lugar preparó la amatista, bañándola con aceites especiales y transfiriéndole parte de su propia energía a través de intensos rezos y manipulaciones.
Luego continuó, guiado por su instinto para seleccionar las piedras más llenas de energía celestial. Muchas no tenían poder mágico alguno, y Avelyn advirtió enseguida que se trataba de restos de lluvias precedentes, sacadas a la superficie por el bombardeo de la tormenta. Eligió en segundo lugar una hematites grande como un huevo y luego un rubí, pequeño pero impecable según su ojo experto.
Y así sucesivamente. Sólo las piedras seleccionadas y tratadas mantendrían su poder; las restantes se convertirían en desechos de Pimaninicuit, enterrados bajo las arenas negras y el follaje que resurgiría durante siete generaciones.
Aquella noche, ya tarde, el monje cayó, completamente exhausto, sobre la playa que bordeaba la bahía. No se despertó hasta mucho después de haber amanecido; su carga preciosa permanecía intacta en su zurrón. Sólo entonces Avelyn tuvo el tiempo necesario para darse cuenta del cambio espectacular que se había producido en Pimaninicuit. La isla ya no parecía tan lujuriante y atractiva.
Donde antes crecían árboles y arbustos espesos, ahora sólo había pulpa bombardeada y piedras caídas.
Al monje le costó un gran esfuerzo sacar a flote el bote hundido, pero de algún modo lo consiguió. Se le ocurrió que debía llenarlo de frutos o de alguna otra exquisitez pero un vistazo a la casi total devastación que lo rodeaba le hizo comprender que no había ninguna posibilidad. Por otra parte, Avelyn no pudo evitar reírse ante aquel absurdo: tesoros inaprovechables yacían desparramados a su alrededor. En una hora podría coger suficientes gemas preciosas, aunque no mágicas, para financiar la construcción del palacio más elegante de Ursal. En un día podría tener más riquezas que cualquier hombre en todo Honce el Oso, quizás en todo el mundo, incluyendo los fabulosamente ricos jefes de la tribu de Behren. Pero las órdenes relativas a Pimaninicuit habían sido explícitas y taxativas: sólo podían sacarse de la isla aquellas piedras tratadas para retener su magia. Cualquier otra gema recogida sería considerada una ofensa al mismo Dios. Los dones de las lluvias sólo estaban destinados a los dos monjes, y sólo podían tomar las piedras preparadas por ellos. Fuera de estas, ni un rubí, ni un cuarzo ahumado.
Así que Avelyn sencillamente se sentó, miró a lo lejos, todavía demasiado conmocionado incluso para comer, y esperó al Corredor del Viento.
Las velas empezaron a verse a última hora del día siguiente. Como un autómata, más allá de los sentimientos, el hermano Avelyn subió al bote y se alejó de la isla. Sólo entonces pensó que quizá debería recuperar el cuerpo de Thagraine, pero desistió de semejante idea.
¿Qué mejor destino y último reposo para un monje abellicano?