17

Alas Negras

Se lo tomaron con calma, con mucha calma; el impaciente Connor llegó a comprender las necesidades y la duda de Jilly. Notaba cómo ella se ponía tensa cuando se le acercaba, cuando su cara estaba a pocos centímetros de la de ella y cuando los labios de los dos parecían atraerse como un imán.

Pero Jill siempre acababa por apartarse, con la cara encendida por una frustración tan profunda como la de Connor. Las primeras veces Connor se tomó el rechazo como una cuestión personal, como un insulto, pese a las protestas de Jill. No podía menos que pensar que ella no lo encontraba atractivo, que en cierto modo le repugnaba. Como no era un novato en los asuntos de amor, el sobrino del barón de Palmaris estaba sorprendido y herido, pero a la vez intrigado. Jilly era un reto con el que jamás se había enfrentado y que tenía que vencer.

Poco a poco, cuando aprendió a ver el brillo de los ojos de Jill cuando él entraba en el Camino —cosa que ocurría cada vez más a menudo—, el orgulloso joven empezó a comprender y a aceptar que los problemas de la muchacha tenían que ver con los misterios de su pasado, no con él. Sin embargo, aquel descubrimiento no menguó su interés por el reto, y Connor comprobó que quería a Jill más desesperadamente de lo que jamás había querido a cualquier otra mujer. Para Connor Bildeborough, Jill era quizás el último reto de su juventud. Así que tendría que armarse de paciencia y pasarse las noches paseando y hablando con ella. Podría satisfacer sus otras necesidades en los numerosos prostíbulos que ofrecían abiertamente sus mercancías en la ciudad, pero naturalmente no había necesidad de decírselo a Jill, a su Jill.

La joven, por su parte, se sentía feliz cuando Connor aparecía por el Camino. Se sorprendía a sí misma pensando en él constantemente, incluso soñando con él. Lo llevó a su refugio secreto, al tejado sobre el callejón, y juntos pasaban horas allí sentados contemplando las estrellas en amena conversación. Fue allá arriba donde permitió a Connor por primera vez que la besara —y ella le devolvió el beso—, aunque se apresuró a rechazarlo en cuanto aquellas oscuras alas del pasado que no entendía empezaron a revolotear en torno a ella. Al besarlo —al besar a cualquiera, suponía—, Jill se sentía arrastrada al pasado, a un momento de aflicción, a un acontecimiento demasiado doloroso para poder recordarlo.

Pero soportaba aquel dolor y dejaba que Connor la besara de vez en cuando.

Fue en el tejado, bajo un cielo salpicado de nubes y estrellas, donde Connor mencionó la perspectiva del matrimonio.

Jill se quedó sin aliento. Incapaz de mirarlo, siguió con los ojos clavados en las estrellas como si buscara refugio en ellas. ¿Amaba a Connor? ¿Sabía lo que era el amor?

Sabía que se sentía feliz junto a él pero al mismo tiempo la aterrorizaba. No podía negar el deseo, el calor que sentía en el cuerpo, la sensación de estar al borde del estremecimiento cuando lo miraba. Pero tampoco podía negar el temor de estar demasiado cerca de Connor… o de cualquier hombre. Sentía la dulzura, pero fuera del alcance de la mano.

El instinto le dijo que rechazara la proposición. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser una buena esposa, cuando ni siquiera estaba segura de quién era realmente? ¿Y cuánto tiempo permanecería Connor con ella cuando un simple beso le costaba un enorme esfuerzo que la obligaba a encararse con aquel oscuro obstáculo que no entendía?

Pero Jill tenía que tener en cuenta a Pettibwa y a Graevis. Estaba en deuda con la pareja que la había recogido y le había dado un hogar. ¡Qué feliz vivirían sabiéndola bien casada! Quizás, al emparentarse ella con la nobleza local, mejoraría la posición social de ellos; y Jill apreciaría aquello por encima de todo.

La joven encontró por fin el valor necesario para mirar a Connor, para encararse con aquellos hermosos ojos castaños que brillaban más que nunca bajo la noche estrellada.

—Sabes que te amo —le dijo él—. Todas estas semanas, mejor dicho, meses, me he sentado junto a ti, deseando hacerte el amor, deseando despertar a tu lado. Ah, querida Jilly, dime que me amas. Si no, me internaré en Masur Delaval y dejaré que las frías aguas me traguen para que este cuerpo no vuelva a sentir calor nunca más.

A la muchacha aquellas palabras le parecieron bellísimas, excepto el detalle de que la llamara «Jilly», nombre que no le agradaba en absoluto porque la hacía sentirse una niña. Le creyó de corazón; ella también había llegado a quererlo, o por lo menos así lo imaginaba. ¿De qué otro modo podía ser si sus labios sonreían en cuanto lo veía?

—¿Te casarás conmigo? —le preguntó él dulcemente, tan dulcemente que Jill no oyó las palabras sino que las sintió como si se las hubiera transmitido con su caricia al pasarle suavemente la punta del dedo desde la nariz hasta la mejilla.

Ella asintió con la cabeza, y él la besó. Jill dejó que la abrazara con los labios sobre los de ella largo rato; y todo aquel tiempo, mientras Connor emitía suaves ruidillos de placer, Jill se debatía contra alas negras, luchaba furiosamente por separar su mente de la situación que estaba viviendo, recordaba pedidos de cerveza durante su jornada en el Camino, pensaba en el hombre que había visto atropellado por un carro la semana anterior… Pensaba en cualquier cosa para que aquel momento no la empujara hacia el pasado, más allá de los años perdidos, hasta un horrible suceso al que era incapaz de enfrentarse.

Ante la noticia de la boda, Pettibwa y Graevis reaccionaron como era de esperar. El tabernero asintió sonriendo y dio un caluroso y generoso abrazo a Gata —todavía la llamaba así—. Pettibwa fue mucho más expresiva y empezó a dar saltos, con el consecuente y violento balanceo de pechos y vientre, y a aplaudir con las mejillas bañadas en una catarata de lágrimas. Graevis y Pettibwa siempre habían deseado que su hija fuera feliz: un amor tan desinteresado como nadie hubiera imaginado jamás. Y parecía que así había ocurrido. ¡Casarse con un noble! Jill tendría cuanto quisiera, creían ellos. Se vestiría con las ropas más elegantes y asistiría a los acontecimientos sociales más importantes en Palmaris, incluso en Ursal.

Su reacción confirmó a Jill que había tomado la decisión correcta. Fueran cuales fueran sus problemas personales, ver la alegría y la sincera felicidad de Graevis y de Pettibwa confortaba su corazón. Con todo lo que ellos habían hecho por ella, ¿cómo podía decidir de otro modo?

La boda fue fijada —por la familia de Connor, naturalmente, puesto que eran lo bastante ricos para hacerlo bien— para el verano siguiente. Y, con todos los preparativos en perspectiva, Connor y Jill se vieron menos en los pocos meses que faltaban que antes de prometerse.

—¿Has acabado? —preguntó Grady mientras descendía por la ancha y majestuosa escalera de la Casa Battlebrow, el burdel más famoso de Palmaris.

Connor, sentado en una de las sillas de felpa del vestíbulo, le dirigió una mirada ausente.

—¿Qué? ¿Sólo uno esta noche? —lo reprendió Grady—. A buen seguro que por lo menos dos señoras han quedado decepcionadas.

—Ya es suficiente, Grady —repuso Connor con un tono autoritario que dejaba bien claro quién de los dos era el que dominaba en aquella relación.

La posición social de Grady no era ni mucho menos la de Connor, y la única razón por la que el sobrino del barón soportaba la compañía del advenedizo plebeyo era su hermana adoptiva.

Grady sabía demasiado acerca de los pasatiempos nocturnos de Connor para que este se atreviera a rehuirlo, y, aunque Grady jamás le había insinuado chantaje alguno, Connor lo conocía lo suficiente para tenerle miedo.

—¿Qué pasa, amigo mío? —preguntó Grady, abrochándose el cinturón y dejándose caer en una silla junto a Connor—. Me temo que has perdido el entusiasmo. ¿Quizá te aprietan demasiado las ataduras de tu inminente matrimonio?

—¡Nada de eso! —respondió Connor—. ¡Ojalá fuera mañana! Llevo esperando mucho tiempo.

Grady tardó un rato en digerir aquellas palabras, intentando encontrar en ellas algún significado oculto.

—No tengo dudas sobre mi amor por tu hermana —siguió diciendo Connor—. Ella es a buen seguro la más hermosa, la más tentadora, la más burlona… —y se interrumpió con un profundo suspiro.

Grady se puso las manos ante la boca para ocultar una mueca burlona.

—Al parecer te está volviendo loco —insinuó—. ¡Sus encantos te han empujado a los brazos de tres mujeres por noche durante cinco meses!

Connor lo miró fijamente sin apenas notar el sarcasmo.

—Y si le dices una sola palabra de esto, te clavaré el estoque en el vientre y lo removeré —le avisó el noble, y no cabía la menor duda de que así lo haría.

Pero Grady comprendió que tenía la sartén por el mango y no estaba dispuesto a soltarla.

—Te gusta clavar y remover —bromeó.

—¡Como a cualquier hombre de verdad! —replicó Connor—. ¿Voy a dejar que Jilly me vuelva loco? Pero esto no significa que la ame menos. Compréndelo. Será una esposa ideal.

—¿Te has acostado con ella?

La expresión de Connor obligó a Grady a echarse a un lado, temeroso de que le pegara.

—Era una pregunta sin mala intención —protestó Grady—; no pretendía proteger el honor de mi hermana. Has de saber que yo me acostaría con ella si no fuera por las consecuencias a las que tendría que enfrentarme por parte de mis padres.

—Y de mí —y las palabras de Connor sonaron como un gruñido.

—Naturalmente ya no lo deseo —se apresuró a decir Grady.

Insinuarle a Connor que todavía abrigaba deseos amorosos hacia Jill sería como acercarse a un águila real para quitarle la carne.

—Ella es tuya, sólo tuya —añadió—. La chica más tentadora que jamás he visto. Nadie excepto Connor Bildeborough podría acostarse con ella ahora, a no ser forzándola. Pero ¿qué pasa con Connor Bildeborough? —lo hostigó temerariamente—. ¿Se te ha rendido Jill?

—No —tuvo que admitir el frustrado noble—. Pero no falta mucho.

—A mediados del verano —asintió Grady—. ¿Vas a esperar tanto?

—Le doy de tiempo hasta la noche de bodas —respondió Connor—. Tiene miedo, como todas las vírgenes, pero esa noche reclamaré mis derechos. Me los concederá de buen grado o se los arrebataré.

Grady reprimió prudentemente un comentario capcioso sobre la virginidad de su hermana adoptiva. En realidad no importaba nada; sólo importaba lo que Connor creía.

¡Y desde luego que Connor lo creía! Grady lo notaba en su agitación nerviosa, en su excitación casi animal. Hasta las experimentadas putas de la Casa Battlebrow estaban perdiendo encantos a sus ojos.

—Bravo, Jilly —murmuró Grady mientras Connor se levantaba de la silla y se precipitaba hacia la salida—. Eres una putita juguetona. Pones tu doncellez en un anzuelo y la agitas ante el sobrino del barón.

Grady aplaudió en silencio a su intrigante hermanita, aunque casi lo asustó su conducta; jamás la había creído capaz de un plan tan magníficamente engañoso.

—Ah, que os aproveche —comentó Grady en voz más alta, dirigiéndose a dos mujeres que estaban sentadas en el peldaño inferior de la escalinata, mientras salía en pos de Connor. Las mujeres ladearon la cabeza, curiosas—. Me veré libre de ti, querida hermana —continuó hablando consigo mismo otra vez—, y que Connor se entere a su debido momento de que no valía la pena esperar tanto.

Otra prostituta entraba justo cuando Grady salía. Él le cogió el mentón en la mano y la muchacha le sonrió.

—Putita juguetona —dijo acercándose a la mujer, que era una de sus favoritas—. El pobre Connor comprobará muy pronto que ella no tiene ni tus encantos ni tu talento.

La besó y echó a correr tras Connor. La noche era joven pero iba transcurriendo, y Connor tendría que marcharse pronto al Camino para ver a Jill. Pero a lo mejor todavía le quedaba tiempo para beber algo y jugar a los dados.

Fue una ceremonia de la que habló todo Palmaris; las mujeres desmayándose, los hombres muy tiesos dándose importancia y deseando estar en el carruaje en el lugar de Connor Bildeborough. Las reservas que albergaba la familia del noble respecto a la rústica huérfana se habían desvanecido en cuanto conocieron a Jill, verdaderamente hermosa de cuerpo y de alma.

Ahora, al verla tan bella con un traje de raso y encaje, con la larga y espesa cabellera recogida en un lado y suelta en el otro, parecía una reina. Incluso se decía que la joven era de sangre real, y entre la multitud circulaban un sinfín de rumores sobre su pasado.

Era un absurdo, una presunción, pero en Honce el Oso, en el año 821 del Señor, así era como tenían lugar las cosas.

En cuanto a Jill, su cara era una máscara de sonrisas fingidas. Parecía una princesa, pero se sentía como una niña perdida. Por un lado, no podía negar el placer de vestirse tan fastuosamente, de saberse el centro de la atención. Pero, por otro, ser el centro de la atención la aterrorizaba. Ya era bastante desagradable que el carruaje recorriera toda la ciudad, bastante desagradable que más de quinientas personas presenciaran la boda en la iglesia, pero el pensamiento de lo que vendría luego, después del baile…

—He esperado mucho tiempo —le había dicho Connor aquella mañana mientras la besaba en la mejilla—. Esta noche.

Y se había marchado dejando a Jill a solas con sus pensamientos. No había podido besarlo nunca sin que aquellas alas negras de su horrible pasado aletearan en torno a ella, pero sabía lo que él esperaba: una de las criadas se lo había descrito con todo detalle.

Ella había sonreído a Connor antes de que se marchara intentando darse ánimos. La aterrorizaba la llegada de la noche.

En la ceremonia todo salió a la perfección: solemne pero alegre, las señoras llorosas, los hombres apuestos y elegantes. Después del trayecto en carruaje, los recién casados entraron en un salón lleno de música y bebidas, con señoras y caballeros dando vueltas y más vueltas entre risas. Todo era ruido, movimiento y alegría. Jill casi nunca bebía más de un vaso de vino, pero aquella noche Connor le fue sirviendo vasos, y ella los fue bebiendo. El hombre intentaba librarla de sus inhibiciones, y ella también.

O quizá sólo estaba intentando eliminar el terror que sentía. Se encontró en los brazos de docenas de hombres que no conocía. Más de uno le susurró algo impúdico al oído, más de uno intentó poner la mano donde no debía. Aunque estaba un poco ebria, Jill era ágil y salió del baile con la pureza intacta.

El baile acabó demasiado pronto, a instancias de Connor, cosa que provocó más de un comentario fuera de tono.

Jill los soportó como había soportado todo lo demás, en silencio y reservadamente, mientras miraba a Graevis y a Pettibwa, que permanecían junto a los Bildeborough. Lo hacía por ellos, se repetía constantemente Jill, y a decir verdad nunca los había visto tan felices, sobre todo a Pettibwa.

Cuando se hubieron despedido de los invitados, Connor condujo a Jill a través de la ciudad hasta la mansión de su tío, el barón Bildeborough. Entraron silenciosamente por una puerta lateral del ala oeste y se dirigieron a los alojamientos de los huéspedes, que estaban desiertos, a excepción de un par de criadas que el barón Bildeborough había destinado al servicio de Connor. Las dos muchachas —más jóvenes que Jill, aunque ella apenas había cumplido los dieciocho— llevaron a la novia a la cámara privada, una habitación que la hizo sentirse insignificante. El techo era altísimo, las paredes estaban cubiertas de tapices y tanto el lecho como la chimenea eran enormes. A Jill, que había vivido con tanta sencillez, aquello en cierta manera le pareció obsceno; una docena de personas podían dormir cómodamente en aquel lecho, y ella incluso necesitaba un escabel para subirse a él.

No dijo nada mientras las criadas la ayudaron a despojarse del elegante vestido, sin dejar de hacer comentarios sobre cómo debía comportarse, sobre este y aquel truco del que habían oído hablar.

—Una señora debe estar bien adiestrada en las formas de hacer el amor con la realeza —comentó una de ellas.

—¿Hay alguna muchacha en Palmaris con la que Connor Bildeborough no pueda acostarse? —añadió otra.

Jill pensó que iba a vomitar.

Cuando las dos se marcharon entre disimuladas risitas, se sentó al borde del lecho con un simple camisón de seda muy escotado por delante y por detrás y que no le tapaba del todo las piernas. Era una noche fría para ser agosto y la habitación estaba ventilada, pero las criadas habían encendido la chimenea. Jill iba a acercarse a ella, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Connor.

Iba vestido con los pantalones negros y la camisa blanca que había llevado en la boda y en el baile, pero se había quitado las botas, la chaqueta y el cinturón.

Ella echó a andar hacia la chimenea; él le salió al paso y la abrazó.

—Jill —murmuró, y la palabra se perdió mientras sus labios le rozaban el cuello.

Casi inmediatamente retrocedió confuso, con el ceño fruncido. Ella se dio cuenta de que él había notado su tensión, y aquella idea le permitió relajarse un poco. Connor la conocía muy bien, percibía su miedo. Por eso Jill confiaba en que sería amable con ella, que le concedería el tiempo que necesitaba. Al fin y al cabo, la amaba.

Mientras aquel pensamiento se extendía por el cuerpo de Jill, distendiéndole los músculos, Connor la atrajo rudamente hacia él y aplastó sus labios contra los de ella. La sorpresa de Jill fue tan grande que no le dio tiempo a considerar aquel arranque de pasión. En un primer momento no se resistió sino que se quedó muy quieta.

Notó el sabor de los labios de él y sintió el roce de su lengua.

En su mente oyó un grito de angustia. El grito de una criatura moribunda, de su madre, de su pueblo.

—¡No! —chilló rechazándolo.

Se quedó quieta frente a él, jadeando.

—¿No?

Jill no lograba reunir el aire necesario para articular una respuesta, una explicación.

Permanecía inmóvil sacudiendo la cabeza.

—¿No? —aulló Connor y le dio una bofetada.

Jill sintió que le fallaban las rodillas, y hubiera caído al suelo, pero Connor la atrajo otra vez hacia él, la abrazó estrechamente y la besó en la cara y en el cuello.

—No puedes rechazarme —dijo.

Jill se resistía y retorcía; no quería hacerle daño, incluso lo compadecía, pero era incapaz de complacerlo. Por fin logró poner el brazo bajo el de él, se liberó del abrazo y dio un paso atrás.

—Soy tu marido —dijo Connor sin alterarse—. Ante la ley. Haré contigo lo que me plazca.

—Te lo ruego —suplicó Jill con una voz que era un susurro.

Connor alzó los brazos y le dio la espalda.

—Me has tenido aguardando todos estos meses —rugió—. He soñado contigo, con esta noche. No me importa nada en el mundo fuera de esta noche.

Se volvió hacia ella, a pocos pasos de distancia.

Jill se sentía el ser más horrible del mundo. Quería entregarse a Connor, darle lo que merecía por la paciencia que había tenido con ella. Pero aquellas alas, aquellas alas negras, aquel grito lejano…

De pronto la conducta de Connor cambió otra vez.

—Ya está bien —dijo en voz baja, casi amenazadora.

Jill vio cómo se quitaba la camisa violentamente y se despojaba de los pantalones.

Nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, y mucho menos como aquel. Pero, cualesquiera que fueran las sensaciones que le pudiera haber inspirado el cuerpo de Connor —y realmente era un hombre apuesto—, fueron borradas por el miedo, por las alas negras, por sensaciones que Jill era incapaz de comprender.

Aun peor: no había amor ni ternura en el rostro del hombre mientras se le acercaba, sólo deseo y una pasión cercana a la furia.

—Mírame —le exigió cogiéndola por los hombros y obligándola a mirarlo a la cara—. Soy tu marido. Haré lo que me plazca y cuando me plazca.

Como para enfatizar ese punto, alargó una mano y le desgarró el camisón por un lado, dejando al descubierto un pecho. Al verlo, redondo, firme y blanco, pareció calmarse.

—Parece que apruebas mi aspecto —dijo.

Jill bajó la vista. El pezón estaba tieso, pero no por causa del amor o de la excitación, sino por el miedo y la sensación de frío que le corría por todo el cuerpo. Connor adelantó la mano y se lo pellizcó con fuerza.

Jill hizo una mueca de dolor y retrocedió.

—Te lo ruego —susurró de nuevo.

Su indecisión encendió la cólera de Connor. La cogió y la tumbó en el suelo, y antes de que Jill pudiera protestar estaba encima de ella con la rodilla entre sus piernas para obligarla a separarlas.

—¡No! —suplicó Jill mientras sentía que el hombre le desgarraba el camisón que le estorbaba.

Su pasión parecía ir en aumento; lo arrastraba, le urgía, le embrutecía.

Jill se esforzaba por respirar sin conseguirlo. Oyó el revoloteo de las alas, los gritos, la agonía de los moribundos. Se retorcía y revolvía, desviando la mirada de la boca hambrienta que descendía; pero él persistía, sujetándole uno de sus brazos y aplastándola con todo su peso.

Los gritos distantes, agónicos. ¡Su madre muriendo!

Jill se rasguñó el antebrazo con el agudo reborde de piedra de la chimenea. Alzó la mirada y vio que estaba atrapada contra la chimenea que no le dejaba sitio para retorcerse, y que tenía la cabeza muy cerca de la piedra del hogar. Y Connor no cedía; seguía empujando más y más.

Su mente se perdió en el torbellino del pasado; oía los gritos, veía y olía los cuerpos destrozados, hinchados, viscosos por la putrefacción. Allí estaba otra vez, en aquel lugar espantoso, sin escapatoria posible, con la muerte y el fuego.

El fuego.

Vio caer de un leño un rescoldo de un brillante color naranja como el ojo de una espantosa criatura de las tinieblas. Lo cogió con la mano y no sintió dolor alguno; era insensible al dolor.

Luego se revolvió y lo estrelló contra la cara de su atacante, contra la cara de aquella cosa que la aplastaba, que había matado a su madre, que había asesinado al pueblo entero. Su atacante soltó un aullido y cayó hacia atrás, de modo que Jill pudo echarse a rodar y arrastrarse hacia el lecho.

Lo que ocurrió en torno a ella la llenó de confusión. Vio al hombre —era un hombre, ¡era Connor!— levantarse con las manos en la cara y salir corriendo de la habitación entre gritos de dolor.

De pronto la asaltaron oleadas de dolor y arrojó el rescoldo a la chimenea.

¿Qué había hecho?

Se dejó caer en el lecho llorando, cogiéndose la mano quemada con la otra y apretándolas ambas debajo de su cuerpo, contra el pecho. Durante muchos minutos, quizá durante media hora, durante una hora completa, los sollozos no remitieron. No dejó de llorar, ni alzó la vista cuando oyó el eco de unos pasos —de más de una persona— que se acercaban.

No dejó de llorar cuando sintió que la agarraban con rudeza y la obligaban a darse la vuelta, con los brazos extendidos y las piernas dobladas y abiertas.

Las criadas la sujetaron y Connor, cuyas quemaduras en la cara afortunadamente no eran graves, se acercó vestido solamente con la camisa, que llevaba entreabierta.

—Eres mi esposa —dijo sombríamente.

A Jill no le quedaban fuerzas para luchar. Miró suplicante a las dos mujeres que la sujetaban, pero ambas parecían impasibles; incluso se habría dicho que disfrutaban con todo aquello, con el espectáculo que ofrecía ella, con el que ofrecía Connor, con su desamparo y con el papel que ellas mismas desempeñaban.

Vio que Connor se encaramaba al lecho y se le echaba encima.

Ella sacudió la cabeza.

—Te lo suplico —susurró.

Connor se apretó contra ella, pero Jill no sintió dolor alguno.

De pronto Connor levantó la cabeza con una expresión que a ella le pareció sinceramente herida y triste. Luego se dio la vuelta y se bajó de la cama.

—No puedo —dijo lanzando hacia atrás una mirada cargada de rabia a punto de explotar—. Lleváosla de aquí y encerradla en una habitación —ordenó a las criadas, que inmediatamente y sin demasiados miramientos se apresuraron a obedecer—. Mañana por la mañana el magistrado, el abad Calislas, decidirá su suerte. ¡Lleváosla!

»Y luego volved aquí —añadió Connor dirigiéndose a las criadas pero con la intención de herir con sus palabras el corazón de Jill—. Las dos.