El quinto verano de Elbryan en Andur’Blough Inninness fue una de las mejores épocas de su juventud. Ya no era un muchacho sino un hombre joven y fuerte, con todas las trazas de haber dejado atrás la adolescencia con la excepción de una vena juguetona que Tuntun temía que no iba a superar jamás. Continuaba con el ritual de las piedras de leche, corriendo sin descanso todas las mañanas y llevando a cabo la tarea con orgullo porque veía los progresos que su alto y esbelto cuerpo había conseguido gracias al constante ejercicio. Sus piernas eran largas y musculosas y los brazos se habían desarrollado mucho y se le dibujaba cada músculo claramente. Cuando alzaba el puño y doblaba un brazo sólo podía abarcar con la otra mano la mitad del abultado antebrazo, y eso que sus manos no eran ni mucho menos pequeñas para un hombre.
Pero, pese a su exagerado desarrollo, no era en modo alguno torpe. Bailaba con los elfos, luchaba con los elfos, brincaba por los sinuosos senderos de Andur’Blough Inninness. Los finos cabellos castaños le llegaban hasta los hombros, pero los llevaba muy limpios y cuidadosamente peinados hacia atrás, de forma que no le taparan la cara, siempre muy bien afeitada.
Participaba en todos los ritos de los elfos —danzas, celebraciones, cacerías—, pero todavía, y quizá más que nunca, Elbryan se sentía solo. No es que ansiara la compañía de los humanos; ese pensamiento seguía asustándolo. Era simplemente que constataba cuán diferente era de aquellas criaturas, y no sólo en estatura. Le habían enseñado a ver el mundo al modo de los elfos, con completa libertad y de una forma a menudo más ajustada a la imaginación que a la realidad. A Elbryan le resultaba difícil mantener esa perspectiva. Su sentido del orden estaba demasiado arraigado, su sentido del bien y del mal demasiado desarrollado. Una tranquila tarde en que Juraviel y él habían salido a dar un largo paseo para charlar de animales y de plantas, Elbryan le explicó aquella sensación.
Juraviel se detuvo en seco y lo miró.
—¿Es que esperabas otra cosa? —se limitó a preguntarle.
No fueron las palabras sino el modo como las dijo lo que consoló a Elbryan. Por primera vez se dio cuenta de que quizá los elfos no esperaban que se convirtiera en uno de ellos.
—Te estamos enseñando otra forma diferente de ver el mundo —le explicó Juraviel—, una forma que te ayudará en tus viajes y experiencias. Te estamos proporcionando unas herramientas que te pondrán por encima de tu gente.
—¿Por qué? —preguntó sencillamente Elbryan—. ¿Por qué fui elegido yo para que se me concedieran esos dones?
—Sangre de Mather —repuso Juraviel, una expresión que el joven había oído demasiado a menudo, y a veces en un tono despectivo en boca de Tuntun—. Mather era tu tío, el hermano mayor de tu padre.
A medida que el elfo hablaba, la mente de Elbryan fue retrocediendo a un momento y lugar específicos, cinco años antes, cuando en el risco que se alzaba sobre Dundalis había contemplado el resplandor del Halo junto a Pony. Aunque su mente evocaba aquella imagen, aquella sensación que lo transportaba a aquel lugar y a aquel tiempo, continuaba atento a las palabras de Juraviel.
—Murió muy joven; así lo creyeron tu padre y los demás miembros de la familia Wyndon.
—Recuerdo… —Elbryan se detuvo de golpe. No sabía qué recordaba. Tenía la impresión de que su padre había mencionado un hermano mayor muerto, quizá Mather, y así debía de haber sido, pues Elbryan estaba ahora seguro de que había oído aquel nombre antes de topar con los Touel’alfar.
—Mather, todavía un muchacho, estaba casi muerto —siguió contando Juraviel—. Lo encontramos en los bosques, destrozado por un oso y lo llevamos a Caer’alfar. Tardó en sanar, pero era fuerte; como toda tu familia. Pudimos haberle permitido regresar con los suyos, pero habían pasado muchos meses y los Wyndon, según nos enteramos por nuestros exploradores, se habían mudado.
El elfo hizo una pausa, como si se preguntara por dónde continuar.
—En los pasados siglos —comenzó a hablar en tono solemne—, nuestros pueblos no estaban tan apartados. Elfos y humanos vivían cerca unos de otros; a menudo intercambiaban relatos y mercancías, y a veces vivían juntos en una misma comunidad. Incluso había bodas (hay constancia escrita de dos, según tengo entendido) entre un elfo y un humano, aunque no podía nacer descendencia de esa unión.
—¿Qué los llevó a separarse? —preguntó Elbryan, pues pensaba que el mundo, particularmente en lo que concernía a su raza, había salido perdiendo con el cambio.
Juraviel rio entre dientes.
—Llevas cinco años viviendo en Andur’Blough Inninness —respondió—. ¿No has notado la ausencia de algo?
Elbryan frunció el entrecejo. ¿Qué podía faltar en un lugar tan encantador como aquel?
—Niños —acabó por precisar Juraviel—. Niños —repitió bajando la voz—. Nosotros no somos como los humanos. Podemos vivir mil años… yo casi he llegado a la mitad de esa cifra… y engendramos tan sólo uno o quizá dos hijos.
Juraviel hizo otra pausa, y a Elbryan le pareció que una nube cubría sus angulosas facciones.
—Hace trescientos años, se despertó el Dáctilo —dijo.
—¿El Dáctilo? —repitió Elbryan.
—El demonio —le explicó Juraviel.
Se alejó de Elbryan, caminó hasta el límite de un pequeño claro y alzó la cabeza al cielo al tiempo que entonaba una canción:
Cuando los ojos de los centinelas dejen de vigilar,
cuando los corazones de los hombres se llenen de codicia,
cuando el amor se pierda en la lujuria,
cuando el quehacer de los mercaderes se convierta en fraude,
cuando las piernas de las mujeres se comben,
cuando sólo importen las ganancias ilícitas.
Entonces mirad, hombres, a la oscuridad.
Entonces mirad el cielo lleno de humo.
Entonces sentid el trueno bajo los pies
y sabed que ha llegado la hora de morir.
Apartad vuestras espadas de la gente
que odiabais desde la infancia,
y mirad el ataque de los trasgos y de los enanos
contra vosotros, a quienes ha cegado la lujuria.
De este modo encontraréis vuestros corazones
y encontraréis a los enemigos verdaderos
y abandonaréis todas las manifestaciones del mal
y sabréis que ha llegado la hora de la virtud.
¡El Dáctilo ha despertado!
Mientras Juraviel cantaba, un sinfín de imágenes desfilaba por la imaginación de Elbryan; escenas de guerra y terror, escenas muy parecidas a lo sucedido en Dundalis aquel espantoso día en que habían llegado los trasgos. Cuando Juraviel acabó de cantar, el rostro de Elbryan estaba bañado en lágrimas; también lo estaba el de Juraviel, según pudo comprobar el joven cuando el elfo se volvió hacia él.
—Dáctilo es el nombre que nosotros le damos —le dijo en voz baja Juraviel—, aunque en verdad el despertar del demonio es más una manifestación de todo el mundo que de un ser específico. Es nuestra propia locura, la de los humanos y, en tiempos remotos, la de los elfos, lo que permite que la tenebrosa criatura recorra la tierra.
—Y, cuando el demonio despierta, estalla una guerra —dedujo Elbryan a partir de la canción—. Como la batalla que sostuvo mi familia.
Juraviel se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—A menudo se entablan batallas cuando los trasgos y los humanos viven cerca unos de otros —le explicó—. En los anchurosos mares, los barcos a veces topan con pequeños botes de powris, con resultados predecibles.
Elbryan asintió; había oído hablar de los salvajes powris y de su fama de destruir las embarcaciones de los hombres.
—La última vez que despertó el Dáctilo fue hace trescientos años —continuó Juraviel—. En aquellos tiempos, mi pueblo y yo teníamos tratos con los humanos. Éramos muchos, muchísimos, aunque no tantos como los hombres. Co’awille, «la guerra final», llamamos a esa horrible época, pues cuatro de cada cinco elfos fueron asesinados. —Exhaló un suspiro de resignación—. Y como no somos demasiado prolíficos…
—Tuvisteis que marcharos lejos —razonó Elbryan—. Para la supervivencia de vuestra raza, os tuvisteis que separar de las demás.
Juraviel asintió y pareció satisfecho de la perspicacia del razonamiento.
—Y por eso vinimos a Andur’Blough Inninness —dijo— y a otros lugares misteriosos.
Ayudados por los hombres santos y por sus preciosos dones, las piedras mágicas, hicimos nuestros estos lugares, retirados y escondidos de los ojos del ancho mundo. Has de saber que el Dáctilo fue derrotado en aquellos tiempos remotos tras grandes esfuerzos, pero también desapareció nuestro tiempo en este mundo. Y por eso vivimos aquí y allá bajo mantos de niebla, bajo una manta de oscuridad. Somos pocos; no podemos permitirnos el lujo de dejarnos ver ni siquiera por los humanos, a quienes consideramos nuestros amigos.
—Algunos de vosotros lo consideráis así —lo corrigió Elbryan pensando en Tuntun.
—Incluso Tuntun —repuso Juraviel con una sonrisa que se desvaneció enseguida—. Está celosa de lo que tú tienes.
—¿Yo?
—Libertad —continuó Juraviel—. El mundo se abre ante ti, pero no ante Tuntun. Ella no te odia.
—Lo creeré hasta la próxima pelea —respondió Elbryan logrando hacer reír a su amigo elfo.
—Sabe luchar —admitió Juraviel—. Y contigo es especialmente estricta. ¿No es eso una prueba de que es amiga tuya?
Elbryan mordisqueó una brizna de hierba analizando ese punto de vista.
—Tuntun sabe que tu vida puede ser difícil —acabó Juraviel—. Desea que estés adecuadamente preparado.
—¿Para qué?
—Ah, esa es la cuestión —respondió el elfo enarcando las cejas y señalando con un dedo el aire—. Aunque hemos abandonado las costumbres y los lugares de los humanos, no hemos abandonado a tu raza. Somos nosotros, los elfos de Caer’alfar, quienes entrenamos a esas personas conocidas como guardabosques, protectores de gentes que ni siquiera saben que necesitan protección.
Elbryan sacudió la cabeza; nunca había oído hablar de guardabosques, excepto algunas pocas referencias en boca de los elfos.
—Mather era guardabosque —dijo Juraviel—, y de los mejores. Durante cerca de cuarenta años mantuvo una línea a lo largo de ciento sesenta kilómetros a salvo de trasgos y fomorianos. Sus victorias son demasiadas para poder contarlas en una semana.
Elbryan experimentó una extraña sensación de orgullo familiar. Volvió a rememorar aquella mañana, en lo alto de la sierra, viendo el Halo, mientras oía inconfundiblemente el nombre de Mather en su mente.
—Y tú serás —dijo Juraviel— Elbryan el guardabosque.
El elfo asintió y echó a andar. Elbryan entendió que la lección había terminado y entendió también que esa lección podría haber sido la más importante de todas las recibidas durante su estancia en Andur’Blough Inninness.
—Allí, ¿lo sientes?
Belli’mar Juraviel alzó la mano imponiendo silencio y luego deslizó sus sensibles pies descalzos por la superficie de la roca. Poco después, sintiendo que las sutiles vibraciones penetraban en él a través de los talones, asintió con un severo movimiento de cabeza.
—Muchos kilómetros al norte y al oeste —comentó Tallareyish, mirando en aquella dirección como si esperara el ataque de una vasta horda de oscuridad contra Andur’Blough Inninness.
—¿Está al corriente la señora Dasslerond? —preguntó Juraviel.
—Naturalmente —respondió un elfo llamado Viellain, uno de los más ancianos de Caer’alfar—. Y se han enviado exploradores. Hay informes sobre una brecha, un enorme solevantamiento, a menos de treinta kilómetros más allá de nuestro valle.
Juraviel miró hacia el norte, hacia las tierras salvajes que se extendían más allá del territorio de los elfos y mucho más allá de los poblados de los hombres.
—¿Conoces ese lugar? —le preguntó a Viellain.
—No debe de ser muy difícil de encontrar —se apresuró a responder Tallareyish, tan ansioso de vislumbrar la prueba como Juraviel. Los dos miraron a Viellain con inequívoca expresión.
—Los exploradores atravesarán la brecha, si es que existe, y después continuarán hacia el norte —explicó el viejo elfo—. Por eso tardarán unos días en regresar a Caer’alfar.
—Pero habría que informar a la señora Dasslerond —razonó Tallareyish, adivinando que Viellain, normalmente muy cumplidor de las reglas, parecía avenirse ahora a compartir su criterio, mucho menos estricto.
—Podemos llegar a ese lugar y estar de regreso antes de la puesta de sol de mañana —dijo Juraviel—, si es que podemos encontrarlo.
—Los pájaros lo sabrán —le aseguró Viellain—. Los pájaros siempre lo saben.
Aquella noche el claro estaba extrañamente tranquilo, sin elfos cerca; o por lo menos sin que se dejaran ver, pues Elbryan había vivido entre los Touel’alfar lo suficiente para darse cuenta de que una hueste de duendes podía estar a una docena de pasos, e incluso él, integrado como estaba con el bosque, no lo sospecharía a menos que ellos decidiesen hacer patente su presencia.
Sin embargo, estaba casi seguro de que aquella noche se hallaba solo, con la única excepción de su oponente, que aguardaba entre las sombras al otro lado del camino.
El joven contuvo el aliento cuando la elfa se dejó ver a la luz de la luna.
Tuntun.
Elbryan agarró con fuerza la lanza y asentó bien los talones. Hacía semanas que no luchaba con Tuntun y estaba decidido a dar una sorpresa a la insolente elfa.
—No dejaré de golpearte hasta que grites mi nombre —se mofó Tuntun avanzando al centro del claro mientras volteaba su largo palo del tamaño de una espada de elfo, y hacía girar sobre los dedos en apretados círculos su segunda arma, una porra en forma de puñal.
Las armas daban vueltas y más vueltas recordándole a Elbryan la extraordinaria destreza de la elfa. Tuntun podía hacer rodar cuatro monedas a la vez en cada mano; podía hacer juegos malabares con una docena de dagas o incluso con teas encendidas, sin esfuerzo alguno.
Pero esta vez no iban a bastarle esa rapidez y precisión, se dijo Elbryan. Esta vez no.
Avanzó blandiendo el palo en posición horizontal, con la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. Normalmente, los combatientes establecían las reglas antes de una pelea, pero ellos dos no tenían necesidad de semejante ceremonia. Con el paso de los años, Tuntun y Elbryan se comprendían perfectamente uno a otro y no necesitaban reglas.
Elbryan se agachó, y Tuntun no perdió tiempo y atacó espada en ristre. Elbryan soltó el palo de la mano izquierda, hizo un giro con la derecha primero hacia arriba y luego hacia atrás. Con este movimiento defensivo desvió la espada, pero el segundo golpe, con el que se proponía barrer desde abajo la espada de la elfa y hacerla salir volando por los aires, fue demasiado lento para atrapar a Tuntun, que había saltado hacia atrás.
Elbryan asió de nuevo firmemente el palo con la mano izquierda, en posición defensiva.
Pero sorprendió a Tuntun. En buena lógica de combate, él, con un arma más pesada y movimientos más torpes, debería haber dejado a Tuntun los ataques iniciales, como las fichas negras del ajedrez, pues cualquier error ofensivo lo dejaría peligrosamente vulnerable a los espadazos de la elfa.
Pero el joven se lanzó al ataque furiosamente. Comenzó con un golpe por lo alto seguido de otro barrido por lo bajo; pero, en lugar de coger el palo con la mano izquierda cuando el arma volvía a la posición horizontal, hizo girar una vez más hacia arriba la mano derecha. A mitad del siguiente barrido, el joven tensó el forzudo antebrazo agarrando el palo a medio vuelo y atrajo el extremo inferior hacia su costado hasta retenerlo bajo el brazo derecho; luego lo inclinó y lo lanzó de punta como si fuera una lanza.
Sin embargo, no cogió desprevenida a Tuntun, que casi esperaba el ataque de aquel hombre que tanto la odiaba. La elfa reculó ante los primeros silbidos del palo, y luego se agachó para eludir el golpe, cruzando la espada y la daga por encima de su cabeza para evitar que la alcanzara el palo.
Esperaba encontrar un hueco por el que contraatacar, pero no tuvo más remedio que mantenerse a la defensiva cuando se dio cuenta de que el joven no completaba la llave tan hábilmente iniciada.
Elbryan hizo recular otra vez el palo, antes de que las hojas cruzadas de Tuntun pudieran desviarlo. Luego lo lanzó hacia adelante por segunda vez y lo frenó cuando Tuntun se agachó, como era de prever. Levantó entonces el extremo del palo por encima de su cabeza para hacerlo girar, volvió a cogerlo con la mano izquierda después de que diera una vuelta, y avanzó con todas sus fuerzas. Firmemente cogido con ambas manos, el palo dibujó un segundo giro y, trazando un arco en diagonal, salió disparado hacia el suelo, hacia Tuntun.
La elfa profirió un grito y arrojó la espada hacia un lado, con la hoja vertical y la punta casi en el suelo. El palo la alcanzó de pleno impulsado por toda la fuerza y el peso del joven, y Tuntun salió volando hacia atrás, brincando y saltando, incluso dando aletazos, para amortiguar el tremendo golpe.
Elbryan, con sonrisa inexorable, avanzó dando vueltas, balanceándose, empujando, golpeando, lanzando; cualquier cosa que obligara a la elfa a seguir retrocediendo y a perder el equilibrio.
Su éxito se debió en parte al efecto sorpresa. La astuta elfa no tardó en formarse un nuevo y más respetuoso concepto de él, y sus movimientos defensivos —y la distancia que procuró guardar entre ella y su contrincante— fueron haciéndose más acertados.
Así siguieron luchando, casi igualados, durante largo rato; los palos entrechocaban con tanta violencia que Elbryan pensó que si hubiesen estado astillados habrían podido encenderse sólo con aquella fricción. Mientras iban transcurriendo los minutos, cada uno de los contendientes lograba pequeñas ventajas limitadas, conseguía acertar algunos golpes de poca importancia, pero ninguno de los dos parecía imponerse.
Los golpes, especialmente los que recibía Elbryan, iban siendo más considerables a medida que el cansancio mermaba las posturas defensivas. Tuntun también acusaba la fatiga, y Elbryan comprendió que, si podía derribarla de un certero golpe, la lucha acabaría.
El joven lanzó un golpe cruzado delante de él y sintió que su palo era golpeado una vez, dos veces, quizá media docena de veces antes incluso de que él hubiera completado el recorrido. Un golpe contundente sin duda, pensó, pero asestarlo no resultaría tarea fácil.
Esa cuestión devino más clara un segundo después, cuando los últimos espadazos de Tuntun cayeron con la contundencia necesaria para empujar hacia afuera el palo abriendo el espacio suficiente para que la elfa se lanzara hacia adelante y alcanzara con el puñal los dedos de una de las manos de Elbryan.
Necesitaba algo nuevo, algo que Tuntun no le hubiera visto nunca y por tanto la cogiera por sorpresa. Algo osado, incluso desesperado, como la inmersión en la sombra que Tallareyish había utilizado para vencerlo. Se dio cuenta de que Tuntun se iba confiando cada vez más, creyendo que lo tenía dominado.
Estaba madura.
Una serie de golpes, pinchazos y pasos hacia adelante colocaron a Elbryan en la posición deseada. Se echó hacia atrás apoyándose en los talones, en previsión del golpe siguiente de la elfa, y se desvió lo suficiente para esquivar la pequeña espada.
Después se lanzó al ataque hacia adelante y, agarrando el palo fuertemente con las manos separadas, lo hizo oscilar de izquierda a derecha a una altura a la que Tuntun no pudo pararlo y tuvo que esquivarlo agachándose.
Lo hizo con habilidad, pero Elbryan siguió moviendo el palo, soltándolo de la mano izquierda y usando solamente la derecha para mantener y controlar el giro. Cogió otra vez el palo por en medio con la mano izquierda cuando le pasaba por la espalda, y asestó un contundente golpe cruzado en la misma dirección, esta vez sólo con una mano al tiempo que usaba la cadera de apalancamiento pues la mitad posterior del palo estaba aún detrás.
De nuevo Tuntun —aunque sorprendida de que el segundo movimiento hubiera venido de la misma dirección y no desde atrás como era de prever— se las arregló para esquivarlo, esta vez girando alrededor de la punta de su palo y volviendo a dar una vuelta completa hacia la derecha.
Pero el ataque de Elbryan no había hecho más que la mitad de su trabajo. Mientras el palo dibujaba un barrido horizontal delante de él, lo cogió con la mano derecha y, colocando rápidamente la izquierda debajo, dio un paso hacia adelante y hacia la izquierda con la velocidad del rayo y propinó el tercer golpe, otra vez de izquierda a derecha, tirando hacia sí la mano derecha y empujando la izquierda.
La única posibilidad de escape para Tuntun era echarse al suelo y así lo hizo de forma poco airosa.
Elbryan no detuvo el impulso del vuelo del palo y continuó su propio giro, dejándolo ir en toda su longitud y cogiéndolo con ambas manos, como podría haber manejado una porra en los días de su infancia cuando jugaba a asestar golpes a las piedras en el aire.
Y así siguió hasta completar la vuelta aunque sabía que era peligroso dar la espalda, aunque fuera sólo una fracción de segundo, a alguien tan rápido como Tuntun. Soltó un alarido mientras se daba la vuelta para situarse frente a ella, se dejó caer sobre una rodilla y asestó un golpe con todas sus fuerzas.
El palo silbó en el aire sin producir daño alguno. ¡Tuntun había desaparecido!
El joven consideró precipitadamente todas las hipótesis, entremezcladas con el horror de que había fallado y de que estaba a punto de ser aporreado. Se dio cuenta inmediatamente de que Tuntun no podía haberse escabullido por la izquierda o por la derecha sin que él lo notara y ciertamente no podía haber sorteado por debajo el golpe, habida cuenta de que él estaba apoyado en una rodilla.
Aquello dejaba sólo una posibilidad: se había escapado volando gracias a sus translúcidas alas.
Cuando el palo le pasaba por delante, Elbryan inclinó el hombro izquierdo y se dejó caer rodando para quedar de espaldas sobre la hierba. Tiró con todas sus fuerzas aprovechando el ímpetu del palo, detuvo su movimiento y lo puso perpendicular al suelo.
Tuntun bajaba, después de haber dado un salto ayudada por las alas, con la espada dirigida hacia abajo. Tenía la intención de atacar por la espalda al estúpido Elbryan y darle en la nuca un golpe con la espada de madera de los entrenamientos. ¡Cuán desmesuradamente abrió sus azules ojos al ver que la punta del palo ascendía mientras ella descendía!
Golpeó inútilmente con la espada; al fallar, intentó apuñalar a Elbryan. Se quedó sin aliento mientras caía pesadamente y la punta del palo la golpeaba en el pecho, entre las costillas inferiores, mientras el otro extremo seguía clavado en el suelo.
Se quedó así un buen rato, sobre el palo de dos metros y medio y la espada cerca del tumbado Elbryan. La elfa soltó la espada —sin querer, supuso Elbryan, pues cayó junto a él sin producirle daño alguno— y el joven sostuvo el palo en posición vertical para que Tuntun no perdiera el equilibrio y cayera hacia uno de los lados. La elfa aterrizó de pie, se apresuró a alejarse del arma y no tardó en derrumbarse sin aliento.
Elbryan soltó el palo y corrió hacia ella. Pensó que era un insensato mientras se acercaba a la siempre imprevisible Tuntun, pues sospechaba que ella encontraría fuerzas suficientes para ponerle el puñal en la cara, reclamando de ese modo un empate.
Pero Tuntun no se había recuperado. Ni siquiera podía hablar, y el puñal, como había ocurrido antes con la espada, se le había caído de la mano sin fuerzas. Elbryan se arrodilló junto a ella y le pasó el brazo en torno a los hombros para reconfortarla.
—Tuntun —repitió una y otra vez pues temía que estuviera seriamente herida, que pudiera morir en el claro de los entrenamientos sin más compañía que la del hombre al que despreciaba.
Por fin ella recobró el aliento y miró a Elbryan con sincera admiración.
—Has ganado en buena lid —lo felicitó—. Pensé… que habías… arriesgado… demasiado, pero tu recuperación… fue realmente notable.
Luego se levantó con dificultad y abandonó el claro dejando a Elbryan arrodillado en la hierba.
El joven no sabía cómo reaccionar. Después de muchos meses, había ganado por primera vez.
La hilera de bajos y rechonchos manzanos discurría casi en línea recta; después retrocedía de pronto unos cuatro metros, salvaba un desnivel de dos veces la altura de un elfo y continuaba en línea recta. Era evidente que el solevantamiento había ocurrido hacía muy poco tiempo, pues la tierra en el flanco desgarrado del desnivel se había desprendido y era de color marrón oscuro; estaba removida aquí y allá por raíces, pero carecía de vegetación nueva. Algo había ocurrido en medio de la fila de manzanos, y un tercio de la hilera se había desplazado hacia atrás.
—Es una de las plantaciones del hermano Allarbarnet —comentó Tallareyish.
Los otros dos asintieron, pues Allarbarnet, un monje errante de la abadía Saint Precious de Palmaris, no era un desconocido ni para ellos ni para ninguna criatura racional de Corona. Había errado por aquellas tierras —las Tierras Agrestes y no por las civilizadas regiones donde había nacido— hacía más de un siglo, plantando en hileras pepitas de manzano con la esperanza de que su fruto animaría al pueblo del reino de Honce el Oso a explorar el anchuroso mundo. El hermano Allarbarnet —su proceso de canonización había empezado, y los abades esperaban que sería proclamado santo en una década— no había vivido para ver su sueño convertido en realidad; es más, aún no se había hecho realidad, aunque muchas de sus plantaciones habían crecido y florecido.
Sin saberlo los humanos, los elfos lo habían considerado amigo, y a menudo lo habían ayudado junto con los guardabosques que ellos entrenaban. Por eso los tres conocían a aquel hombre y su trabajo, conocían sus plantaciones y sabían que siempre las había dispuesto en líneas rectas.
¿Qué podía, pues, haber alterado aquella hilera?
Sólo cabía una respuesta, pues ninguna criatura viviente, ni siquiera uno de los grandes dragones del norte, podía desgarrar aquella cantidad de tierra de una forma tan pulcra y uniforme.
—Un terremoto —murmuró Juraviel; pese a su aire ceñudo, su melodiosa voz sólo sonó un poco siniestra.
—Desde esa dirección —asintió Tallareyish señalando hacia el norte, en dirección a los yermos de la desgarrada región montañosa conocida con el nombre de Barbacan.
—No es un fenómeno infrecuente —les recordó Viellain—. Los terremotos suceden en todas las épocas.
Juraviel comprendía el razonamiento de su compañero y sabía que el elfo había pronunciado aquellas palabras más que nada para tranquilizarlo. En efecto, el rostro de Juraviel revelaba la inquietud que lo embargaba. ¿Cómo podía ser de otra forma cuando había estado hablándole a su protegido Elbryan acerca de aquella cuestión no hacía ni una semana?
Juraviel sabía que Viellain estaba en lo cierto. Los terremotos y las tempestades, los tornados, incluso la erupción de volcanes, eran la mayoría de las veces fenómenos naturales. Quizá se trataba de una simple coincidencia.
Quizá, pero Juraviel sabía también que semejantes fenómenos podían acompañar a acontecimientos más importantes y siniestros; sabía que terremotos que produjeran en la tierra desgarraduras como aquella, que ataques de trasgos contra los pueblos, como el que había dejado huérfano a Elbryan hacía cinco años, podían ser además señal de algo más funesto.
Miró hacia el norte otra vez, escrutando el horizonte. Si el día hubiera estado más claro, su penetrante mirada habría descubierto algo, algún parpadeo, alguna confirmación. Por el momento, el elfo sólo podía preocuparse.
¿Se había despertado el Dáctilo?