Muy pronto dejaron de avistar tierra. El barco se balanceaba en un fuerte oleaje y en un aroma tan espeso que Avelyn sentía como si pudiera flotar encima de él. No tenían un minuto libre, comprobando y volviendo a comprobar cabos y ajustando jarcias, pues hacía varios años que el Corredor del Viento no había estado en alta mar y el capitán Adjonas estaba visiblemente nervioso. El viejo Bunkus Smealy parecía encontrar gusto en mandar a los monjes cualquier tarea especialmente peligrosa.
Pero el viejo lobo de mar no podía imaginar el nivel de entrenamiento físico que aquellos cuatro hombres habían conseguido. Mandó a Quintall y Thagraine a lo alto de la verga del palo mayor, y allí subieron los dos, más rápidos que cualquier tripulante del Corredor del Viento. Smealy los envió al extremo de la verga y ellos lo alcanzaron con facilidad; se colgaron de ella pasando una mano por encima de la otra, ajustaron las jarcias y luego se deslizaron hacia abajo por las cuerdas hasta posarse en la cubierta justo al lado del segundo de a bordo.
—Bien, lo que tenéis que hacer ahora… —empezó Smealy, pero Quintall lo cortó con firmeza.
—Tenga cuidado maese Smealy —dijo con toda calma el monje—. Nosotros formamos parte de la tripulación y, como tales, trabajaremos… —hizo una pausa, mirando fijamente al hombre. Eran aproximadamente de la misma estatura, pero Quintall pesaba casi veintitrés kilos más por la enorme fortaleza de sus músculos—… como la tripulación trabaja —finalizó Quintall con solemnidad—. Si tiene intención de hacer trabajar a los monjes de Saint Mere Abelle más de lo que exige a una tripulación normal, váyase haciendo a la idea de que alguien irá a parar al agua.
Smealy miró de soslayo quizá durante una docena de veces en los siguientes segundos y con una mano se rascó con fuerza el cabello gris —para matar algunos piojos, pensó Avelyn—. El hombrecillo, inquieto, miró al otro lado de la cubierta despejada, hacia la alta y regia figura del capitán Adjonas.
Quintall sospechó que a lo mejor él y los otros hermanos tendrían que pelear muy pronto, pero estaba dispuesto. Tenía que establecer enseguida las reglas vigentes en tierra o aquel sería, por descontado, un viaje largo y peligroso. Era el barco de Adjonas, cosa que Quintall no cuestionaba, pero la abadía había pagado lo debido por aquella travesía y los hermanos no habían sido llevados a bordo como esclavos.
Para alivio de los monjes —aunque Quintall sintió una ligera decepción—, Adjonas lo saludó llevándose la mano al sombrero y asintió con una ligera inclinación de cabeza, una clara señal de respeto.
Quintall miró con ceño a Smealy. El viejo lobo de mar temblaba de frustración y lanzó un vistazo a cada uno de los cuatro monjes; masculló algo ininteligible y luego se fue rabiando, para descargar su cólera contra el primer tripulante que encontró.
—Te la jugaste —observó Pellimar.
Quintall asintió con la cabeza.
—¿Queríais que nos trataran como ganado? —preguntó—. Habríamos muerto todos incluso antes de llegar a Pimaninicuit —gruñó y se dispuso a marcharse.
—No todos, quizá —observó Thagraine. Quintall se detuvo en seco.
Avelyn y Pellimar contuvieron el aliento ante aquellas duras palabras. Tanto Avelyn como Thagraine eran conscientes de que los monjes seguían sintiendo celos de la pareja que desembarcaría en Pimaninicuit.
Quintall se giró despacio y, en dos largas zancadas, se plantó delante de Thagraine.
—Podrías haberte caído del mástil —dijo de modo terminante, y su tono hizo que su frase sonara como una amenaza—. Y entonces habría sido yo quien hubiera bajado a tierra.
—Pero no me caí.
—Y yo no te empujé —declaró Quintall—. Tú has cumplido con tu deber y yo con el mío. Quiero que vayáis a Pimaninicuit. —Echó un vistazo para ver la expresión de Avelyn—. Los dos; y, si el capitán Adjonas o Bunkus Smealy o cualquier otro a bordo del Corredor del Viento piensan de otro modo, tendrán que vérselas con Quintall.
—Y con Pellimar —añadió el cuarto monje.
—Y con Thagraine —dijo el hombre sonriendo.
—Y con Avelyn —se sintió impelido a añadir Avelyn.
La unión fue inmediata y segura: los cuatro monjes habían dejado a un lado sus cuitas personales ante la perspectiva de enemigos potencialmente más peligrosos. Avelyn, que había trabajado codo a codo con Quintall durante más de cuatro años, consideró que podía confiar por completo en aquel hombre. Miró a Thagraine, a quien el destino había convertido en su más fiable aliado, y sonrió al observar que aquel hombre y Pellimar, que habían estado juntos un año más que él y Quintall, estrechaban sus muñecas y se miraban fijamente a los ojos.
Era sin duda un buen comienzo.
No vieron tierra durante tres días; el Corredor del Viento llevaba rumbo directo hacia el sudeste del golfo de Corona, el extremo norte de la región conocida como el Brazo de Mantis.
Vieron una luz después del anochecer del tercer día, lejos, hacia el sur, pero obviamente por encima del nivel del agua.
—Pireth Tulme —explicó el capitán a sus huéspedes—. El puesto de los guardianes de la costa.
—Sea lo que sea, es bueno volver a ver algún signo de tierra —comentó Pellimar.
—Lo veréis a menudo durante las dos próximas semanas —replicó Adjonas—. Navegaremos a lo largo del Brazo de Mantis, cerca de la costa; luego iremos mar adentro en línea recta hacia Puerto Libre y Entel.
—¿Y después? —la voz de Pellimar estaba llena de impaciencia.
—Después sólo habremos empezado —indicó Quintall con firmeza.
El robusto monje conocía la ruta mejor que sus tres compañeros, gracias a su formación particular con maese Siherton. Los peligros del viaje eran muchos, pero quizás el más destacable entre todos ellos era el psicológico. Pellimar parecía demasiado impaciente, al creer que Pimaninicuit estaba muy cerca de Entel, porque en realidad el Corredor del Viento probablemente tardaría casi cuatro meses en llegar a la isla, y eso contando con vientos favorables. Y, aun cuando llegaran antes a Pimaninicuit, pasarían varios días dando vueltas a la isla, esperando el día de la lluvia de piedras.
—Después tomaremos rumbo más hacia el sur —contestó el capitán Adjonas.
—¿Veremos tierra? —preguntó Pellimar.
—La única tierra que veríamos sería la costa de Behren —repuso Adjonas burlándose de tan absurda idea.
—No estamos en guerra con Behren —se apresuró a recordar Pellimar.
—Pero el reino del sur tiene poco control sobre sus corsarios —explicó Adjonas—. Avistar tierra significaría estar a la vista de los piratas. —Soltó un bufido e hizo amago de marcharse, pero se detuvo, se giró y les hizo una seña.
Los cuatro se dispusieron a seguirlo.
—Sólo tú —dijo Adjonas señalando a Quintall.
El robusto hombre siguió al capitán hasta sus camarotes privados, dejando a los tres compañeros llenos de curiosidad en la cubierta, con el frío, el viento húmedo y la lejana luz de Pireth Tulme.
Quintall regresó mucho después aquella tarde al pequeño camarote bajo cubierta que ellos llamaban su casa. Había algo misterioso en su sonrisa, observó Avelyn, algo fuera de lugar.
Quintall cogió a Thagraine del brazo y lo condujo fuera del cubículo; luego el robusto hombre regresó solo.
—¿Dónde? —preguntó Pellimar.
—Pronto sabrás lo suficiente —replicó Quintall—. Creo que con dos basta por una noche.
Se fue a su litera, mientras Pellimar y Avelyn intercambiaban encogimientos de hombros de ignorancia. Su curiosidad iba en aumento, mientras Quintall no dejaba de reír entre dientes, hasta que cayó en un sueño profundo y sonoro.
Al día siguiente, en cubierta, Thagraine también reía entre dientes. Avelyn ni tan sólo estaba seguro de que el hombre hubiera vuelto al camarote la noche anterior, y, por supuesto, su mirada era ojerosa pero no precisamente disgustada. Avelyn se despreocupó de todo aquello. Aparentemente el secreto de Quintall y Thagraine no representaba ninguna amenaza, por lo que, se tratara de lo que se tratara, en realidad no debía de tener importancia. Avelyn tenía que cumplir con su deber y legua a legua se iba acercando a su objetivo.
Pellimar, sin embargo, no era tan paciente. Hostigaba a Quintall sin parar y, cuando vio que pinchaba en hueso con el robusto monje, recurrió a su viejo amigo. Al fin, después de que el reluciente sol alcanzara su cenit, Quintall y Thagraine intercambiaron inclinaciones de cabeza.
—La ceremonia de la necesidad —explicó Quintall con una sonrisa burlona, una sonrisa más bien obscena, pensó Avelyn.
—Una hermosa ceremonia —añadió Thagraine—. No demasiado difícil de negociar, diría yo.
Avelyn frunció el entrecejo, tratando vanamente de descifrar la críptica charla.
—No aquí. —Pellimar suspiró esperanzado, habiéndose al parecer imaginado de qué trataba el asunto. Avelyn lo miró buscando alguna pista.
—Sólo para el capitán Adjonas —explicó Quintall— y para nosotros cuatro, que nos hemos ganado su respeto.
—¡Entonces no será un viaje tan largo! —gritó Pellimar—. ¡Dirigidme!
—Pero tú tienes que afianzar aparejos —bromeó Thagraine.
—Y trabajaré lo mejor que pueda después de…
—La ceremonia de la necesidad —dijeron juntos Quintall y Thagraine, riendo. Quintall inclinó la cabeza en señal de aprobación, y Thagraine se llevó al impaciente Pellimar.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Avelyn.
—Pobre Avelyn querido —lo reprendió Quintall—. Siempre cobijado en los brazos de su madre, nunca ha oído nada de tales tesoros.
Quintall no iba a decir nada más sobre ello, y dejó a Avelyn frustrado para el resto de la tarde.
Avelyn decidió resueltamente que no preguntaría nada más, que superaría su curiosidad por considerarla una debilidad.
Aquella disciplina duró hasta la cena de los cuatro, un tazón de grumosas y templadas gachas de avena, en el estrecho espacio de su habitación, cuando Quintall habló de hacer la primera guardia.
—Nosotros no hacemos guardias —protestó Avelyn—. Es trabajo de la tripulación ordinaria.
El monje no quería ciertamente hacer una guardia nocturna en cubierta, pues había empezado a llover intensamente e incluso el maloliente y húmedo camarote era preferible a recorrer las cubiertas resbaladizas o —peor aun— a subir a los mástiles.
—Me pido la segunda —dijo con rapidez Thagraine, para desesperación de Pellimar.
—No temas —dijo Quintall a Pellimar—, pues estoy seguro de que la guardia de Thagraine no durará mucho.
Ambos se echaron a reír sonoramente de la ocurrencia, obviamente a expensas de Thagraine.
Avelyn empujó su bandeja hacia adelante con energía, molesto por haber quedado fuera del pequeño secreto. Sin embargo, hasta que Quintall se hubo marchado, no pudo conseguir la pista que necesitaba.
—Está buena —comentó Pellimar sin venir a cuento en absoluto.
El rostro de Thagraine mostraba contrariedad cuando este se volvió hacia Avelyn; ello le dio un indicio de lo que se le acababa de escapar a Pellimar.
—¿Buena? —preguntó Avelyn.
—La puta del barco —aclaró Thagraine, mirando con ceño a Pellimar—. Creo que tu guardia, hermano Pellimar, será precisamente la cuarta.
—La tercera —insistió Pellimar—. ¡Si Avelyn desea montar esta noche, puede esperar a que yo acabe!
El hermano Avelyn se sentó de nuevo, desbordado por completo. ¿La puta del barco? ¿La ceremonia de la necesidad? Las manos se le pusieron frías y húmedas más de puro miedo que de excitación. Nunca habría esperado algo semejante; no podía comprender que sus compañeros, en el viaje más importante de su vida aunque vivieran un siglo, cedieran a tan bajos instintos.
—Supongo que no te has ofendido —le espetó Thagraine—. Vaya, entonces se trata de puro embarazo. Querido Pellimar, creo que nuestro compañero aquí presente nunca ha montado a una mujer.
¿Montar a una mujer? La imagen grosera hirió la sensibilidad de Avelyn. Que sus compañeros monjes hablaran de algo tan sagrado como el amor en términos tan crudos lo sorprendió y lo ofendió.
No dijo nada, no obstante, por miedo a cometer una tontería. Avelyn comprendió que podía perder no poco del respeto que los otros tres le tenían, y que cualquier fallo le costaría caro mientras transcurrían lentamente las semanas a bordo del Corredor del Viento.
—Ve tú después de Thagraine —le dijo a Pellimar, tratando de mantener su voz lo más firme posible—. Yo esperaré otra ocasión.
Se volvió para tumbarse en su litera, sintiendo cómo se clavaba en él la mirada inquisitiva de Thagraine. A los ojos de los demás, la situación ponía en cuestión su virilidad, advirtió Avelyn, era una prueba que no podía fallar. Perder completamente el respeto de Thagraine o de cualquiera de los otros podía comprometerlo todo. Al fin y al cabo, se habían previsto suplentes para desembarcar en Pimaninicuit, y Quintall, tan fuerte y viril, Quintall, sin duda experto en las artes del amor, Quintall, que probablemente visitaría a aquella mujer diariamente por lo menos, era el siguiente en la lista para bajar a tierra en la isla.
Pero la simple idea de ir a ver a la mujer aterrorizaba a Avelyn. La impresión de Thagraine acerca de su experiencia sexual era acertada. Había dedicado toda su vida adulta a los estudios; no había tenido tiempo para semejantes diversiones. Intentó alejar aquellos pensamientos de su mente y encontrar cierto solaz en el sueño, pero experimentó un sobresalto cuando Thagraine y Pellimar empezaron a hablar en términos bastante familiares acerca de una sirvienta y dos marmitones de la abadía.
—Más experta que cualquiera de ellas —aseguró Thagraine a Pellimar, hablando de la mujer del barco.
—Sí, pero la más joven… —arguyó Pellimar; su voz era casi un deseo—. Bien deLouisa era su nombre, ¿no?
A Avelyn se le revolvió el estómago; conocía a aquella mujer, casi una chiquilla. Trabajaba en la cocina de Saint Mere Abelle, una guapa joven de pelo negro y ojos oscuros y misteriosos.
¡Y ahora sus dos compañeros hermanos estaban comparando su técnica en hacer el amor!
Avelyn casi se quedó sin aliento. ¿Tan ciego había estado hasta entonces? Ni siquiera había sospechado que algo tan sórdido pudiera ocurrir jamás en Saint Mere Abelle.
Aquella noche no durmió bien.
El tiempo estuvo revuelto durante varios días; afortunadamente, en opinión de Avelyn, pues él y sus compañeros estuvieron muy ocupados atendiendo a los aparejos —una tarea peligrosa aunque emocionante con vientos racheados—, arrastrándose bajo cubierta a oscuras, comprobando vías de agua en el casco; en un momento dado, incluso acarrearon cubos para achicar agua.
El duro plan de trabajo, no obstante, permitió a Avelyn plantearse sus problemas más personales. Sabía lo que se esperaba de él —los otros tres consideraban la sexualidad como una prueba de virilidad— y, hasta cierto punto, al menos, incluso estaba intrigado. Pero por encima de todo se sentía aterrorizado. Nunca había estado con una mujer en tal situación y no sabía cómo reaccionaría. Cada vez que pasaba por la puerta del camarote, un pequeño cuarto justo detrás de los aposentos del capitán Adjonas, temblaba.
Cada noche su sueño era espasmódico; se agitaba y daba más vueltas que el Corredor del Viento con las olas embravecidas. Todos sus sueños giraban alrededor de aquel singular y creciente temor. Empezó a entrever monstruos detrás de aquella puerta, una horrible caricatura de una mujer, o incluso de su madre, que le sonreía impúdicamente cuando él entraba, ansiosa por destruir sus sentimientos más elevados, por robarle su espiritualidad más profunda. Pero aquellas pesadillas no eran tan simples, pues los instintos de Avelyn, más bajos que cualesquiera que él se hubiera permitido sentir jamás, a menudo lo llevaban a atacar a la hembra diabólica tan fieramente como ella lo atacaba a él, con agarrones y patadas, con mordiscos furiosos, con pasión incontrolable. Se despertaba siempre empapado en sudor frío, y una vez incluso se encontró en una situación todavía menos cómoda.
Tenía que ocurrir; el tiempo mejoró. El Corredor del Viento se deslizaba con facilidad sobre las aguas tranquilas; hacia el oeste, la parte sur de la costa del Brazo de Mantis era un borroso contorno gris. Los cuatro monjes estaban en cubierta cuando Bunkus Smealy les informó que no tendrían obligaciones durante aquel día, que podían ocuparse de sus cosas.
—Ya sé que tenéis que rezar un poco para poneros al día —dijo el viejo lobo de mar, haciendo un guiño obsceno a Quintall—. Rezad una plegaria por mí, si sois tan amables.
—Una por cada hombre del barco —siguió la broma Thagraine, lo que hizo que Smealy se desternillara de risa. El viejo se alejó despacio con andares patizambos.
»Incluso podría realizar una sesión de ejercicios matutinos —añadió alegremente Thagraine cuando se quedaron solos. Se frotó las manos y se dirigió hacia popa.
Quintall lo agarró por el hombro.
—Aguarda —dijo el robusto hombre; Thagraine se giró para mirarlo—. Todos nosotros hemos degustado las dulzuras de la señorita Pippin —explicó Quintall—, excepto nuestro hermano Avelyn.
Tres pares de ojos se clavaron en el joven monje, que se sintió empequeñecer.
—Ve tú —propuso nervioso el joven monje a Thagraine, antes de haber considerado mínimamente sus alternativas—. Estoy fatigado por estos días de tormenta.
—¡Un momento! —dijo Quintall enérgicamente, deteniendo a Thagraine antes de que hubiera dado un solo paso—. ¿Entonces vas a unirte a los barrileros? —preguntó Quintall dirigiéndose a Avelyn.
Los ojos de Avelyn se llenaron de curiosidad. Había oído antes aquel término, y sabía que Quintall y los demás lo utilizaban con los marineros ordinarios, pero no tenía ni idea de su significado. El hecho de oírlo, empleado obviamente en un contexto sexual, incrementó aun más la confusión del pobre Avelyn.
—Sí —observó Quintall con calma—, podría ser más de tu gusto.
Thagraine y Pellimar rieron entre dientes; Avelyn notó que habían tratado de sofocar la risa, lo cual era por lo menos un detalle compasivo hacia él.
—No sé de qué me estás hablando, hermano Quintall —replicó con franqueza, apretando las mandíbulas—. Quizá podrías explicarme qué quiere decir «barrilero».
Aquello provocó un sonoro bufido de Pellimar; Thagraine le dio un fuerte codazo.
Avelyn puso cara de disgusto e incredulidad; ver a otros miembros de su orden comportándose de una forma tan… infantil —era la única palabra que pudo encontrar para describirlo— lo apenaba mucho.
—¿Ves ese barril? —preguntó alegremente Quintall, señalando a través de la cubierta despejada hacia un solitario barrilete.
Avelyn asintió con gravedad, nada contento con el cariz que tomaban las cosas.
—Tiene un pequeño agujero en un lado —prosiguió Quintall— para aquellos que no pueden utilizar a una mujer.
Avelyn respiró profundamente, intentando calmar su creciente enfado.
—Por supuesto, tendrás que pagar por tu cita nocturna —finalizó Quintall.
—¡La noche que estarás dentro del barril! —aulló Thagraine, y los tres estallaron en carcajadas.
Avelyn no veía absolutamente nada gracioso en aquella broma ridícula, ni tampoco los escasos miembros de la tripulación que estaban lo bastante cerca como para oír los insultos. Para Avelyn se trataba de la misión más sagrada, la más importante obligación de la iglesia abellicana, y profanarla de aquella manera, permitiéndose una orgía a bordo, era seguramente blasfemo.
—El padre abad Markwart dio el visto bueno a la mujer —dijo Quintall de repente, con severidad, como si hubiera leído los pensamientos de Avelyn, una hazaña no demasiado difícil habida cuenta de la expresión agria del hombre—. En su sabiduría, conoce la dureza de los días a bordo durante estos viajes y quiere que lleguemos a Pimaninicuit sanos de mente y cuerpo.
—¿Y de alma? —preguntó Avelyn, pero Quintall soltó un bufido ante tal cuestión.
—La elección es tuya —finalizó Quintall.
Avelyn no lo creía así, en absoluto. Lo habían invitado al banquete, por así decirlo. Sus actos ahora tendrían serias consecuencias que afectarían a las futuras relaciones con los tres compañeros.
Si no lo respetaban, no podía esperar de ellos lealtad y, dado el creciente nivel de celos entre los cuatro desde que habían sido elegidos Preparadores…
Avelyn dio un paso audaz, interponiéndose entre Quintall y Thagraine. El robusto hombre retrocedió de buen grado, con una sonrisa satisfecha en su atezado rostro —aun más oscuro por una barba de una semana—, pero Thagraine avanzó su brazo para detener a Avelyn.
—Después de mí —dijo el monje con firmeza.
Demasiado enojado para discutir, Avelyn deslizó el brazo por debajo del de Thagraine, después lo disparó hacia arriba y pegó un brusco tirón para hacerle perder el equilibrio. Entonces se soltó y se lanzó contra las piernas de Thagraine y lo dejó tumbado cuan largo era sobre la cubierta. Como no deseaba continuar la pelea, Avelyn se levantó y se fue antes de que el monje caído pudiera responder.
Lo siguió la risa de Quintall.
El capitán Adjonas salió de su habitación mientras Avelyn se acercaba. Miró al aturdido monje y luego, a través de la cubierta, a los otros tres. Su sonrisa burlona hablaba por sí misma cuando volvió a mirar a Avelyn; simplemente se llevó la mano al gran sombrero de plumas y continuó su camino.
Avelyn no se volvió. Se detuvo en la puerta del cuarto de estar y levantó la mano para llamar; luego pensó que era totalmente ridículo y entró directamente.
La cogió por sorpresa, sin nada encima más que una sucia camisa de dormir. Pegó un salto cuando él entró bruscamente, y se cubrió con la ropa de cama tirando de esta hacia arriba.
No era lo que Avelyn esperaba, y ciertamente en nada se parecía al monstruo de sus sueños. Era más joven que él, probablemente de no más de veinte o veintiún años, de cabello negro y largo, y ojos azules que ya hacía tiempo que habían perdido la viveza. Su cara parecía diminuta enmarcada por su abundante cabellera; pero era mona, si no guapa, y tenía el cuerpo pequeño y esbelto. Avelyn imaginó que aquella delgadez se debía a falta de comida y no al empeño de ser elegante.
La joven miró a Avelyn con curiosidad y su miedo se desvaneció enseguida.
—Uno de los monjes, ¿no? —preguntó con voz gutural—. Dijo que serían cuatro, pero creía que los había visto a todos… —Hizo una pausa y sacudió la cabeza, aparentemente confusa.
Avelyn tragó saliva con fuerza; sus parejas le eran tan indiferentes que ni tan sólo sabía cuántos la habían visitado.
—¿Lo eres?
—¿Qué?
—Un monje.
Avelyn asintió.
—Bueno, no hay más que hablar —dijo ella, y dejó caer las sábanas en la cama; luego cogió la bastilla de su camisón corto e hizo amago de quitárselo.
—¡No! —la detuvo Avelyn, al borde del pánico. Observó magulladuras en las piernas de la chica, pues su mirada se había desplazado hacia abajo a pesar de sus buenas intenciones. Y la suciedad de la mujer lo violentó, aunque él no estaba mucho más limpio; le sorprendía cuán difícil era estar bien lavado en medio de tanta agua.
—Todavía no —se apresuró a puntualizar Avelyn, viendo la expresión asombrada de la mujer—. Quiero decir… ¿cómo te llamas?
—¿Cómo me llamo? —repitió, y entonces pensó en ello y rio entre dientes—. Tus amigos me llaman señorita Pippin.
—Tu nombre auténtico —insistió Avelyn.
La mujer lo miró largo y tendido, evidentemente confusa y sorprendida pero también un poco intrigada.
—De acuerdo entonces —dijo al fin—. Llámame Dansally. Dansally Comerwick.
—Yo soy Avelyn Desbris —contestó el monje.
—Bueno, ¿estás listo entonces, Avelyn Desbris? —preguntó Dansally, subiendo un poco más la bastilla y adoptando una pose burlona.
Avelyn consideró la situación desde dos puntos de vista totalmente distintos. Una parte de él quería aceptar su ofrecimiento, tirársele encima y aplastarla debajo de él; pero otra parte —la parte a la que Avelyn había dedicado más de media vida de fervientes esfuerzos para elevarse él y todos los de su clase por encima de aquel nivel, por encima del sometimiento a los instintos animales sin reflexión, sin raciocinio— no podía aceptarlo.
—No —dijo de nuevo; se acercó a ella y retiró con suavidad la mano de la mujer, de forma que su camisón se deslizó hacia abajo cubriéndole las piernas.
—¿Qué quieres hacerme? —preguntó la mujer, confusa.
—Hablarte —respondió Avelyn con calma.
—¿Hablarme? ¿Y qué quieres decirme? —inquirió, y un malicioso e impúdico brillo le asomó a los ojos azules.
—Dime de dónde eres —sugirió Avelyn—. Háblame de tu vida antes de esto.
Si le hubiera pegado, no se habría sentido más herida.
—¿Cómo te atreves? —exclamó.
Avelyn no pudo disimular una sonrisa. Parecía insultada, como si hubiera querido intimar demasiado con ella, y, sin embargo, ¡ella le había ofrecido de buen grado lo que debería haber sido lo más íntimo de todo! El monje levantó las manos y retrocedió un paso.
—Por favor siéntate, Dansally Comerwick —ofreció, indicando la cama—. No voy a hacerte ningún daño.
—Estoy aquí por una razón —replicó ella secamente, pero se sentó al borde de la cama.
—Para que nos sintamos mejor —dijo Avelyn asintiendo con la cabeza—. Y para sentirme mejor necesito conversar contigo. Me gustaría conocerte.
—¿Para salvarme? —preguntó sarcásticamente Dansally—. ¿Para decirme dónde me he apartado del recto camino y guiarme de nuevo a él?
—Nunca he pretendido juzgarte —aseguró Avelyn con franqueza—, pero por supuesto me gustaría comprender eso, que aparentemente no puedo entender.
—¿Entonces, no te has divertido nunca un poquito? —inquirió, de nuevo con aquel brillo burlón—. ¿No has tenido un poco de comezón?
—Soy un hombre —replicó con calma Avelyn—. Pero no creo que mi acepción de este término y la de mis compañeros sean ni tan siquiera parecidas.
Dansally, que no era una mujer estúpida, reconsideró su posición y digirió aquellas palabras. Había pasado sola los cuatro días de tormenta, a excepción de las visitas regulares de Quintall, que nunca parecía tener bastante. En realidad, sin embargo, Dansally se había sentido sola desde hacía mucho tiempo, durante todo el viaje a Saint Mere Abelle y el que había seguido y desde muchos años antes.
Le costó no pocos halagos, pero al fin Avelyn consiguió que la mujer contestara a sus preguntas y hablara con él como si fuera una amiga. Pasó casi dos horas con ella, sentado y conversando.
—Ahora tengo que regresar a mis obligaciones —dijo finalmente Avelyn. Le dio una palmadita en la mano y se encaminó a la puerta.
—¿Estás seguro de que no quieres quedarte un poco más? —preguntó Dansally. Avelyn miró hacia atrás y la vio tumbada lánguidamente en la cama, con los ojos azules centelleando.
—No —contestó calmado, respetuoso. Hizo una pausa breve, considerando la situación global—. Pero te pediría un favor.
—No te preocupes —replicó Dansally con un guiño, antes de que pudiera formular su petición—. ¡Tus amigos te mirarán con respeto, no lo dudes!
Avelyn le devolvió la sonrisa afectuosamente; la consideraba digna de toda confianza. Se alejó andando bajo la luz del sol verdaderamente aliviado, pero no en el sentido que los demás, en particular Quintall, podrían haber pensado.
Avelyn visitó a Dansally al menos tan a menudo como los demás; se sentaba a su lado, conversaba, reía, e incluso una noche Dansally lloró sobre su hombro. Había perdido un niño, así se lo dijo, que había nacido muerto, y su marido, ultrajado, la echó a la calle.
Tan pronto como aquella historia hubo desbordado tumultuosamente sus sentimientos, Dansally se apartó bruscamente de Avelyn y se sentó mirándolo de hito en hito. No podía creer que se hubiera abierto tanto con él. Aquello la hacía sentir bastante incómoda, pues Avelyn, con sus vestidos puestos, la había conseguido de una forma que los demás jamás podrían, le había tocado una parte muy íntima.
—Era un perro —dijo Avelyn—, ni más ni menos. Y un tonto, Dansally Comerwick, pues ningún hombre podría imaginar una compañera mejor.
—He aquí al hermano Avelyn Desbris —dijo Dansally con un gran suspiro—, salvándome de nuevo.
—Apostaría a que necesitas ser salvada menos que la mayoría —replicó Avelyn. Sus palabras, la sinceridad de su tono, la dejaron sin habla. Bajó la vista, y las lágrimas brotaron otra vez.
Avelyn fue hacia ella y la abrazó.
El Corredor del Viento iba a toda vela, dirigiéndose al sudoeste desde la parte meridional del Brazo de Mantis, con rumbo directo a Puerto Libre. Adjonas primero le hizo dar un amplio viraje, y explicó que no sería prudente navegar demasiado pegados a la traicionera bahía Falidean, donde el agua puede subir más de doce metros en veinte minutos y la resaca de la tremenda marea alta podría empujar un barco de vela contra una galerna y destrozarlo contra las rocas.
Permanecieron en Puerto Libre muy poco tiempo, pero un puñado de marineros bajaron a tierra en bote. El Corredor del Viento aprovechó la siguiente marea para alejarse del imprevisible y peligroso lugar, y pronto entraron en el puerto de Entel.
Entel era la tercera ciudad de Corona, después de Ursal, la sede del trono, y de Palmaris. Los muelles eran lo bastante largos y con aguas suficientemente profundas para que pudiera atracar el Corredor del Viento, y Adjonas dio permiso a todo el mundo para bajar a tierra en dos turnos.
A las órdenes de Quintall, los cuatro monjes salieron a visitar la ciudad. Pellimar sugirió que visitaran la abadía local. Thagraine y Avelyn asintieron, pero el pragmático Quintall descartó aquella opción, temiendo que cualquier conversación acerca de lo que habría podido llevar a los cuatro monjes de Saint Mere Abelle a aquel lejano sur podía acarrear preguntas incómodas. Los secretos de Pimaninicuit eran de dominio exclusivo de Saint Mere Abelle; según maese Siherton, las otras abadías de la iglesia abellicana poco sabían del origen de las piedras mágicas.
Avelyn recordó lo que maese Jojonah le había contado la primera vez que habían hablado acerca de la isla, el severo aviso relativo a que comunicar incluso su nombre a cualquier persona sin permiso del padre abad Markwart era motivo de pena de muerte, y estuvo de acuerdo con el razonamiento de Quintall.
Así que pasaron el día paseando y maravillándose de las vistas de la gran ciudad, de las espesas filas de flores exóticas que crecían en las tres líneas de césped en el centro de la plaza, de los relucientes edificios blancos, del concurrido bazar, el mayor mercado al aire libre que habían visto en su vida y que pasaba por ser el mayor de todos los de Honce el Oso. Incluso los colores vivos y brillantes de los vestidos de los habitantes de Entel les chocaron por poco usuales. La ciudad, era sabido, se parecía más a las del exótico Behren que a cualquiera de las de Honce el Oso, y Avelyn, después de un día de ver una maravilla tras otra, decidió que, por supuesto, también le gustaría visitar Behren.
—En otra ocasión, quizá —susurró, mirando por encima del hombro mientras regresaba a bordo del Corredor del Viento y el sol iluminaba todavía la ciudad.
Una vez reabastecido, el Corredor del Viento zarpó al día siguiente, con las velas llenas de viento y marea favorable, y navegó veloz hacia el sur.
Avelyn vio cumplido su deseo antes de lo esperado, pues el capitán Adjonas, sin mediar explicación alguna, puso proa hacia el siguiente puerto, Jacintha, sólo a una veintena de millas hacia el sur, al otro lado de la cadena de montañas que dividía los reinos.
Los tres monjes, nerviosos, miraron a Quintall en busca de respuestas, pero no obtuvieron ninguna, ya que había sido cogido con la guardia baja como los demás. Decidido, se dirigió al capitán para pedirle una explicación.
—Nadie conoce las aguas meridionales mejor que los marineros de Behren —explicó Adjonas—. Qué vientos podemos coger, qué problemas podríamos afrontar. Tengo amigos allí, valiosos amigos.
—Tenga cuidado de que sus preguntas no lleven a sus contactos a pensar en Pimaninicuit —susurró con solemnidad Quintall.
Adjonas se enderezó, y su cara enrojeció de golpe, haciendo que su llamativa cicatriz fuera todavía más impresionante. Pero Quintall no se movió ni un milímetro.
—Lo acompañaré cuando… vaya a ver a sus amigos —puntualizó Quintall.
—En ese caso no se vista con sus hábitos delatores, hermano Quintall —replicó Adjonas—. No podré garantizar su seguridad.
—Ni yo la suya.
La pareja, junto con Bunkus Smealy, salió a última hora de la tarde, seguidos desde la borda por las nerviosas miradas de los tres monjes y los treinta tripulantes. Pellimar alivió su tensión con una visita a la mujer —para satisfacción de Avelyn, sus compañeros todavía no sabían su nombre real—, pero Avelyn y Thagraine permanecieron en la borda, mirando la puesta de sol y luego las luces de los edificios que bordeaban el puerto.
Al fin se oyó el ansiado golpeteo de los remos, y los tres hombres sanos y salvos subieron a bordo.
—Nos iremos por la mañana al alba —dijo Adjonas bruscamente a Smealy y al tripulante más próximo cuando los tres subieron a cubierta.
Thagraine y Avelyn intercambiaron miradas serias, dado el tono poco habitual del hombre y la mirada severa en la cara de Quintall.
—Las aguas no están limpias, según todos los informes —explicó Quintall a sus hermanos.
—¿Piratas? —preguntó Thagraine.
—Sí, y también powris.
Avelyn suspiró y volvió a mirar el exótico paisaje, las capas de luces que emergían de la oscuridad desde la gran cordillera conocida con el nombre de Cinturón y Hebilla. Se sentía muy lejos de casa, y con el vasto y abierto Miriánico amenazante delante de él y la noticia de los fieros powris, empezó a comprender que todavía le quedaba mucho camino por recorrer.
También él visitó a Dansally aquella noche. El hermano Avelyn necesitaba una amiga.