14

Jilly

Gata Extraviada se quedó más que sorprendida y desconcertada cuando su salvador en potencia entró en el Camino la semana siguiente. En su honor hay que reconocer que el caballero no la abordó de forma directa, ni la miró con malicia ni le hizo comentario alguno que hubiera podido molestarla.

Por su lado, Gata se mantuvo distante y sonrió tímidamente una o dos veces pero casi siempre mirando hacia otro lugar. En parte se alegraba de que el apuesto joven hubiera regresado, pero a la vez se sentía bastante incómoda con la situación. Le faltaba poco para cumplir diecisiete años, había dejado de ser una niña, y a buen seguro el apuesto joven le inspiraba pensamientos inquietantes y perturbadores.

El hombre se marchó pronto y al salir se llevó la mano a la gorra a modo de saludo fijando en Gata sus ojos castaños iluminados con una alegre chispa; la joven se sintió a la vez aliviada e inquieta por el hecho de que aquel segundo encuentro hubiera acabado tan bruscamente. Pero se encogió de hombros y se entregó a sus tareas sin dedicar más tiempo a pensar en el extraño.

La semana siguiente el hombre volvió al Camino.

De nuevo se mostró extremadamente cortés, como un perfecto caballero, y se abstuvo de presionar a Gata para que le ofreciera algo más que un simple saludo. Pero la observó con más atención y, siempre que la joven lo miraba, los ojos de él se cargaban de intensidad.

Sus intenciones se iban haciendo cada vez más evidentes.

Aquella noche, sola en su habitación, a Gata Extraviada le costó trabajo alejarlo de sus pensamientos. Se preguntaba qué sería de su vida en los años venideros, lejos quizá de Pettibwa y Graevis. Se atrevió a imaginar una vida sin tener que trabajar en el Camino de la Amistad, una vida en su propia casa, con sus hijos. Esta idea la llevó indefectiblemente a imágenes de su propia niñez, de su madre…

Gata Extraviada sacudió la cabeza con violencia como si tratara de rechazar tan perturbadores y nebulosos recuerdos. De pronto sus fantasías se transformaron en algo horrible que contrastaba con su vida actual. Su lugar estaba en el Camino, junto a Graevis y Pettibwa. Aquella era su casa y, aunque todavía no se diera cuenta, aquel lugar era su escudo contra recuerdos demasiado terribles para encararlos.

Pero el joven apuesto volvió a aparecer la noche siguiente y también la semana siguiente, de modo que, como era de esperar, comenzaron a circular rumores de que una camarera le había robado el corazón. Gata Extraviada intentó hacer caso omiso de los rumores y las miradas de soslayo, pero incluso Pettibwa le hizo más de una vez un gesto a Gata con la cabeza en dirección al galán, con una sonrisa socarrona y descarada.

—¿Quieres atender en mi lugar al hombre que está en la mesa junto a la ventana? —le preguntaba a menudo la taimada mujer, que siempre encontraba a mano alguna excusa.

Gata Extraviada no tenía más remedio que acercarse al hombre y preguntarle con frialdad qué le apetecía, dejando muy claro que se refería a comida o bebida. Justo es reconocer que el joven no la acosaba en modo alguno sino que se limitaba a pedir un poco de vino.

A la semana siguiente acudió otra vez a la taberna. Frustrada al parecer por el comportamiento de la joven, Pettibwa fue más directa al insistir en que era Gata quien debía servir al hombre. Aun más desalentador para la joven resultó el hecho de que Pettibwa se ausentara unos instantes del Camino y regresara con Grady.

—Creo que esto está durando demasiado —oyó Gata que la mujer le decía a su hijo. Grady se echó a reír y miró a Gata. Luego se separó de su madre, cogió a Gata de la mano y la arrastró hasta el hombre que se había convertido en un cliente asiduo.

Gata se resistía y tiraba hacia atrás hasta que se dio cuenta de que la mitad de los parroquianos la miraban y se reían, pues habían entendido lo que estaba sucediendo. Entonces se soltó de Grady.

—Bueno, vamos allá —murmuró Gata de mala gana, como si se tratara de un capitán powri que la llevara a la cubierta de su bote barril.

El caballero sonrió al reconocer a Grady.

—Encantado de saludarlo, maese Bildeborough —dijo Grady con una reverencia.

—Igualmente, maese Chilichunk —repuso maese Bildeborough, aunque no se molestó en levantarse y se limitó a saludar con una inclinación de cabeza.

—Creo que ya conoce usted a mi… —Grady intentaba encontrar la palabra adecuada; a Gata, roja como un tomate, le entraron ganas de darle un pescozón.

»… mi hermana —terminó por fin Grady—. Mi hermana adoptiva, claro.

—Claro —asintió Bildeborough—. Es demasiado hermosa para ser tu hermana de sangre.

Grady se mordió los labios, pero sin duda había escaso parecido entre él y Gata Extraviada.

La joven era indudablemente muy hermosa, incluso vestida de camarera. Sus cabellos eran largos y dorados, los ojos de un hermoso tono azul sorprendentemente claro, y la piel ligeramente tostada tenía la suavidad de la seda. Todo en ella era armonioso: la nariz, los ojos y la boca perfectamente proporcionados; las piernas y los brazos largos y delgados pero en modo alguno escuálidos. Los andares realzaban su belleza pues caminaba con agilidad y ligereza.

—Se llama Gata Extraviada —dijo Grady mirando a la joven con cierto desprecio—. O al menos es el nombre que le puso mi padre cuando la encontraron.

—¿Eres huérfana? —preguntó Bildeborough en un tono sinceramente compasivo.

Gata asintió y con su expresión indicó al caballero que no insistiera en aquel aspecto; él, naturalmente, obedeció.

—Gata —continuó Grady—, te presento a maese Connor Bildeborough de Chasewind Manor. El padre de maese Bildeborough es hermano del barón Bildeborough, que gobierna las tierras que están más allá del condado de Palmaris, el tercero por debajo del duque, y ambos por debajo del mismísimo rey.

Gata sabía que debía mostrarse más impresionada, pero la verdad era que nunca le habían importado las cuestiones relativas a la alta sociedad. Le sonrió al hombre —cosa que ya era mucho en ella—, y él le devolvió la sonrisa.

—Te agradezco que me hayas presentado —dijo Connor a Grady en un tono que era una invitación a que se marchara. Grady ardía en deseos de hacerlo y al pasar detrás de la joven prácticamente la empujó al regazo del hombre. Luego hizo una leve reverencia y se alejó a toda prisa dedicando a su madre una amplia sonrisa.

Gata dio un paso atrás, echó una mirada por encima del hombro y se recompuso el vestido. Sabía que estaba muy sonrojada y se sentía una completa imbécil, pero Connor Bildeborough no era un novato en el arte del cortejo.

—Durante todas estas semanas he venido al Camino de la Amistad con la esperanza de que estuvieras otra vez en peligro —dijo cogiendo a Gata totalmente desprevenida.

—Vaya un deseo —replicó la joven con sarcasmo.

—Bueno, solamente quería demostrar que me complacería mucho salvarte.

Gata no pudo reprimir una mueca. A su orgullo no le agradaban aquellos aires de superioridad —ella no había pensado jamás que necesitara ayuda—, pero de nuevo logró controlar su instinto defensivo repitiéndose a sí misma que aquel hombre en verdad no pretendía hacerle daño alguno.

—¿No se supone que es así como debe ocurrir? —preguntó Connor en tono risueño; echó la mitad del vino en un vaso vacío que había en la mesa y tendió a Gata el otro del que todavía no había bebido—. ¿La joven damisela raptada por desalmados, salvada por el galante héroe?

Gata no pudo descifrar el tono de sus palabras, pero estaba casi segura de que no había burla en ellas.

—Bobadas —siguió diciendo Connor—. Quizá vine con la esperanza de meterme en algún apuro, por así decirlo, para que tú pudieras salvarme.

—¿Y por qué tendría yo que hacerlo?

Gata apenas podía creer que hubiese pronunciado tales palabras, pero su terror se desvaneció al ver que Connor se echaba a reír de buena gana.

—Es verdad, ¿por qué? —dijo—. Al fin y al cabo, llegué un poco tarde para librarte de los tres hombres que te siguieron, y, como te dije aquella noche, creo que ellos necesitaban más ayuda que tú.

—¿Te estás burlando de mí?

—Estoy expresándote mi admiración, señorita —replicó Connor con cierta vacilación.

—¿Tengo que desmayarme, entonces? —preguntó Gata cada vez más descarada y sarcástica—. ¿Debería salir corriendo del Camino en busca de dos pícaros complacientes para satisfacer tu orgullo?

El hombre se echó a reír otra vez con ganas, y Gata se sorprendió coreando sus carcajadas.

—Tienes mucho sentido del humor —comentó Connor—. ¡No hay duda de que tienes algo de un poni salvaje!

La risa de Gata se apagó en cuanto oyó la comparación. Algo que no podía comprender se revolvió en su interior luchando por salir al exterior.

—Lo siento —se apresuró a disculparse Connor—. No quería ofenderte.

Gata quiso decir que no la había ofendido en absoluto, pero no podía articular palabra.

—Te aseguro de corazón que mi comentario no se refería en modo alguno a tu virtud, que no me atrevería a poner en cuestión —siguió diciendo Connor con sinceridad.

Gata hizo un gesto de asentimiento y esbozó una sonrisa.

—Tengo trabajo… —empezó a decir.

—¿Te apetecería dar un paseo cuando hayas terminado? —se atrevió a preguntar Connor—. He tardado varias semanas, más de un mes, en enterarme de cómo te llamas. ¿Te apetecería dar un paseo?

Gata no supo qué contestar.

—Tengo que pedirle permiso a Pettibwa —repuso para ganar tiempo.

—Voy a asegurarle que soy digno de confianza —aseveró Connor al tiempo que hacía amago de levantarse.

Gata lo detuvo apoyando una mano en su hombro, y el joven pareció sorprenderse de su fuerza.

—No hace falta —le aseguró—. No hace falta.

Le sonrió, dejó ante él el vaso de vino que no había probado y se marchó.

—¡A fe mía que es guapo! —exclamó Pettibwa cuando poco después Gata se reunió con ella en la pequeña cocina que había tras el mostrador. La mujer palmoteó con sus gordezuelas manos sonriendo de oreja a oreja; luego palmoteó otra vez y dio a Gata un vigoroso abrazo.

—No me había dado cuenta —contestó Gata fríamente, sin corresponder al abrazo y tratando de mantener el rostro inexpresivo.

Sin soltarla, Pettibwa se apartó a la distancia que le permitían los brazos, y la observó con curiosidad.

—¿No?

—Me has puesto en un aprieto.

—¿Yo? —exclamó con aire inocente Pettibwa—. Hija mía, si por ti hubiera sido, nunca habrías encontrado a alguien apropiado. ¿Por qué actúas como si todos los hombres fueran malos? —Le guiñó un ojo con picardía—. No me vayas a decir ahora que no has sentido una agradable sensación en la barriga y una especie de hormigueo, cuando mirabas a maese Bildeborough.

Gata se sonrojó; era la confirmación que Pettibwa necesitaba.

—No hay por qué avergonzarse —le dijo la mujer—. Es lo más natural del mundo.

Con un dedo tiró del escote del vestido de Gata hacia abajo y sacudió la mano para que los pechos de la joven zangolotearan.

—Y ¿para qué te crees que sirven estos? —preguntó con sorna.

Los ojos de Gata expresaron auténtico horror.

—Para que los toquen los hombres y los niños se alimenten —dijo la mujer con un guiño—. ¡Y no se puede tener lo segundo sin lo primero!

—¡Pettibwa!

—¡Vamos! —volvió a la carga Pettibwa—. Estoy segura de que lo encuentras guapo, ¿y quién no? Y bien educado; y además nada en oro. ¡Sobrino del mismísimo barón! Grady lo pone por las nubes, y tú sabes que, según cuenta Grady, ese hombre pone por las nubes a Gata Extraviada. Seguro que cuando te mira le brillan los ojos y sus pantalones se…

—¡Pettibwa!

La mujer soltó una sonora carcajada, y Gata aprovechó esa interrupción en la conversación para considerar sus palabras. Grady tenía mucho interés en aquel asunto, según decía Pettibwa, pero Gata sabía que eso tenía poco que ver con la conducta de su aspirante a pretendiente. Si ella se relacionaba con un noble, la ganancia de Grady sería el doble. En primer lugar, gozaría del prestigio de relacionarse con la nobleza y le abrirían las puertas a todos los acontecimientos sociales importantes; pero, sobre todo, con las necesidades de Gata cubiertas por un dinero ajeno, ella no reclamaría parte alguna en el lucrativo Camino de la Amistad.

Así pues el entusiasmo de Grady por ese enlace tenía escaso peso ante los ojos de Gata, pero la euforia de Pettibwa era demasiado grande para no tomarla en cuenta. Pese a sus descaradas palabras, era evidente para Gata que a su madre adoptiva le encantaba la perspectiva de que la cortejara una persona tan influyente y elegante como maese Connor Bildeborough de Chasewind Manor.

Pero ¿qué pensaba Gata? Esa era la verdadera cuestión, lo único que en verdad importaba, pero la joven no podía clarificar sus pensamientos en aquellas condiciones, mientras Pettibwa reía con más alegría que nunca.

—Me ha pedido que vaya a dar un paseo con él cuando haya acabado mi trabajo —admitió Gata.

—Pues ve —dijo Pettibwa—. Y, si quiere besarte, deja que lo haga —añadió dándole unas palmaditas en la mejilla.

»Pero estos —añadió tirándole de nuevo del escote y zarandeando los pechos de Gata otra vez—, estos tendrán que esperar un poco.

Gata se sonrojó otra vez y desvió la mirada intentando no mirar hacia abajo. Los pechos se le habían desarrollado tarde, con dieciséis años bien cumplidos, y, aunque a ojos de cualquiera eso sólo había servido para aumentar su belleza y su atractivo, ella se sentía incómoda con ellos. Representaban otro aspecto de la muchacha, el aspecto femenino, sensual y sexual; un aspecto que el espíritu libre y adolescente de Gata no estaba aún preparado para admitir. Graevis acostumbraba luchar con ella y la había ayudado a desarrollar su habilidad en las artes marciales; pero, cuando los pechos le crecieron, el hombre dejó de hacerlo. Era como si hubiesen levantado un muro entre Gata y su querido padre adoptivo, como si fuesen una señal de que ella había dejado de ser su niña.

En verdad, Gata no había sido nunca «su niña». Su padre había sido otro hombre, en un lugar muy lejano, en un lugar que Gata no podía recordar.

Todavía no estaba preparada para crecer, por lo menos no en todos los aspectos.

Y, sin embargo, no podía desdeñar los requerimientos del apuesto Bildeborough si no quería romper el corazón de Pettibwa.

Por tanto salió con él de paseo y realmente lo pasó muy bien, pues comprobó que era tan agradable hablar con Connor como mirarlo. El hombre dejó que ella llevara la voz cantante y que la conversación siguiera los derroteros que ella escogía, evitando cuidadosamente plantearle preguntas demasiado personales. Ella le contó solamente que no era hija de los Chilichunk, sino que la habían adoptado en un pueblo lejano que, según decía Graevis, se llamaba Pradera de Mala Hierba.

—¿Has oído alguna vez un nombre tan absurdo? —le preguntó un tanto avergonzada.

Luego continuó explicándole que no sabía dónde había vivido hasta aquel momento y que no sabía quién era su familia ni su nombre verdadero.

Connor la acompañó hasta la puerta trasera del Camino de la Amistad. No intentó besarla, ni siquiera en la cara; se limitó a cogerle la mano y a llevársela a los labios.

—Volveré —le prometió— pero sólo si así lo deseas.

Antes de que ella pudiera considerar la cuestión y sus implicaciones, se sintió hipnotizada por la forma como las pestañas del joven se cerraban sobre sus hermosos ojos castaños. Era alto —aproximadamente uno ochenta y cinco— y delgado, pero su cuerpo era fuerte y musculoso. Cuando le rozó suavemente el brazo, la asaltó una extraña emoción, un sentimiento vagamente familiar que no había experimentado desde hacía varios años.

—¿Puedo volver, Gata? —preguntó él.

—No —repuso ella, y el rostro de Connor se ensombreció—. Gata no —se apresuró a añadir con una curiosa expresión en la cara—, Jilly.

—¿Jilly?

—O Jill —replicó la joven, que parecía sinceramente confusa—. Jill. Jill, no Gata. Me llamaban Jill.

Su excitación iba en aumento a cada palabra, y también la de Connor.

—¡Tu nombre! —exclamó—. ¡Has recordado tu nombre!

—Gata no; nunca más —dijo Jill en tono firme—. Me llamo Jilly, Jill. ¡Estoy segura!

Entonces él le dio un beso fugaz en los labios, pero retrocedió al punto como disculpándose, como dándole a entender que había sido un impulso involuntario, una consecuencia de su repentina alegría.

Jill no dijo palabra.

—Debes decírselo enseguida a Pettibwa —le aconsejó Connor señalándole con la barbilla la puerta que quedaba detrás de la joven—, aunque me fastidia mucho tener que dejarte ahora.

Jill asintió e hizo ademán de entrar, pero Connor la cogió por los hombros y la obligó a mirarlo.

—¿Puedo volver al Camino de la Amistad? —le preguntó con aire grave.

Jill pensó en contestarle cortésmente que la taberna era un local público, pero se mordió la lengua y se limitó a asentir sonriéndole con amabilidad. Luego siguió un momento tenso, pues Jill —y probablemente también Connor— no sabía si intentaría besarla otra vez.

No lo hizo. Tomó su mano entre las suyas y se la apretó con efusión; luego dio media vuelta y se alejó.

Jill no supo si alegrarse o no de semejante despedida.

Pettibwa recibió las noticias con sincera alegría; Jill tenía miedo de que la mujer se sintiera herida por el hecho de que ella se hubiera desembarazado del nombre que Graevis le había puesto.

Pero sucedió todo lo contrario; Pettibwa reaccionó con lágrimas de alegría.

—No era adecuado seguir llamándote Gata cuando has dejado de ser una niña —dijo echándosele encima y abrazándola tan fuerte que la joven apenas pudo impedir que ambas cayeran al suelo.

Jill se acostó aquella noche llena de cálidas sensaciones, algunas agradables, otras demasiado intensas, demasiado inquietantes e incomprensibles. Sus pensamientos iban y venían entre el descubrimiento de su nombre verdadero y su vivencia con Connor. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en una sola noche! Muchas emociones y recuerdos habían aflorado a la superficie. Ahora sabía cómo se llamaba: Jill, aunque sabía que casi siempre la llamaban Jilly.

¡Y aquella sensación que había experimentado cuando Connor estaba tan cerca de ella!

¿Cómo podía sudar tanto en una noche tan fría?

También aquella sensación parecía evocar algo del pasado, algo magnífico y terrorífico a la vez.

Se sentía incapaz de identificarlo y no lo intentó. Ahora ya sabía su nombre y sospechaba que aquel simple hecho comenzaría a despertar en ella otros recuerdos. Y así, turbada por un verdadero revoltijo de emociones, excitada por la confusión propia de la juventud, mezcla de temor y calidez, de felicidad y terror, la joven, que había dejado de llamarse Gata Extraviada, se quedó dormida en medio del más dulce de los sueños y de la más espantosa de las pesadillas.