13

Corriendo veloz por una larga, muy larga carretera

Elbryan se quedó inmóvil al oír el crujido de la nieve bajo sus pies. Respiró lentamente y dejó que esa sensación se extendiera por su cuerpo en tensión, relajándole los músculos para lograr una armonía sólida, un equilibrio más perfecto. Veía el lomo del ciervo sobresalir del desnivel más cercano. El animal no levantó la cabeza: no había oído el ligero ruido.

¡Pero Elbryan sí que lo había captado!

El joven hizo una pausa y ponderó el alcance de sus progresos. El último otoño, el cuarto de su estancia en Andur’Blough Inninness, no habría sido capaz de acercarse a aquella criatura esquiva a menos de quince metros. Tampoco habría sido capaz de notar el paso en falso que acababa de dar.

Los elfos lo habían hecho trabajar duro, muy duro. Continuaba la diaria recolección de piedras de leche, aunque ahora ya tomaba siempre la comida caliente y eludía con habilidad las trampas más astutas de los elfos. No le quedaba mucho tiempo libre, porque los elfos habían dedicado sus tardes a darle lecciones sobre animales y plantas. Había aprendido a identificar las diferentes plantas y sus propiedades, a menudo medicinales. Había aprendido a caminar casi sin ruido, aunque todavía se consideraba torpe al compararse con los gráciles elfos. Había aprendido a comprender y reconocer la perspectiva de los animales que lo observaban para poder ocultarse mejor en el bosque. Había aprendido a mirar el mundo con los sentidos de cada uno de los animales, y ahora comprendía los miedos y necesidades de todas las criaturas. Ya no le tenían miedo ni las ardillas ni los conejos, y había conseguido que comieran de su mano. Y, en cuanto a los ciervos, quizás el animal más asustadizo de todos…

Apenas estaba a seis pasos en terreno abierto, y el ciervo no notaba su presencia.

Se concentró en la tarea que tenía entre manos, en los seis pasos más difíciles de todos. Observó el aire en torno, la brisa ligera en la cara. El invierno aún persistía en aquella parte de Andur’Blough Inninness, pero se iba suavizando. El ciervo tenía ciertas dificultades para encontrar hierba entre el moteado manto de nieve, y quizá la búsqueda de semejante tesoro le había hecho bajar un poco la guardia.

Elbryan no pudo reprimir una ancha sonrisa. Ardía en impaciencia, y esperaba poder tocar al animal aquella vez. Dio un paso, luego otro… con excesiva rapidez y con poco tiempo para encontrar el punto de equilibrio.

El ciervo alzó la cabeza y enderezó las orejas; la sonrisa de Elbryan se desvaneció. Echó a correr a toda velocidad y coronó el suave risco. Se lanzó de cabeza en un intento desesperado de alcanzar al animal, aunque sabía muy bien que aquella apresurada precipitación no era lo que Juraviel y Tuntun esperaban de él.

¿Quedaría su victoria desvirtuada?

No hubo lugar a discusiones, en cualquier caso, pues Elbryan no consiguió acercarse lo bastante al esquivo ciervo para tocarlo. De un simple salto el animal salió huyendo y desapareció tan rápidamente entre la espesura del bosque que rodeaba la pequeña pradera, que quedó fuera del campo visual de Elbryan incluso antes de que se recuperara de tan precipitada arremetida.

El joven se incorporó para sentarse y se hundió en la hierba húmeda. Juraviel apareció de repente con una burlona sonrisa y asintiendo con la cabeza.

¡Elu touise! —exclamó Juraviel y dio al joven una palmada en la espalda—. ¡Muy cerca!

—Perdí el control —dijo Elbryan, deprimido—. En el último y más crucial momento, mi impaciencia pudo más que mi movimiento.

—Ah, pero olvidas algo importante —replicó el elfo—. Mantuviste el control casi todo el rato y lograste acercarte mucho.

—¡No pude tocar al ciervo!

—Pero te has aproximado al objetivo —gritó Juraviel—; sólo acabas de empezar, joven amigo mío. No pienses en el fallo sino en el triunfo. Nunca habías conseguido acercarte tanto; pero lo intentarás de nuevo, y, cuando lo hagas, tendrás más experiencia y moderarás tu impaciencia.

Elbryan observó al elfo larga e intensamente, alegre por sus palabras. Mirado de aquella manera, había motivos para celebrarlo. No había tocado al ciervo, era cierto, pero sus progresos desde los últimos torpes intentos eran notorios.

Justo cuando la sonrisa del joven empezaba a ensancharse, Tuntun se abrió paso entre la maleza, por el lugar por donde había desaparecido el ciervo. Se plantó ante Elbryan y acercó su diminuta mano a la cara del joven.

Elbryan percibió olor a ciervo en los dedos.

—Sangre de Mather —soltó con un bufido sarcástico Tuntun mientras se iba; era su frase habitual, de la que Elbryan estaba harto desde hacía años. Miró de nuevo a Juraviel buscando soporte, y sorprendió al elfo tratando con empeño de disimular una sonrisa burlona.

Elbryan suspiró profundamente. Trató de contemplar sus progresos con objetividad. ¿Habría podido algún hombre de Dundalis, habría podido incluso su padre, acercarse tanto al ciervo? Pero Elbryan no volvería a estar nunca más con aquellas gentes, y cuando medía sus progresos con los elfos de Andur’Blough Inninness, excepto los relativos a la fuerza física, se sentía como un novato. Era duro para el joven darse cuenta de lo poco que había aprendido comparado con lo mucho que le quedaba por aprender.

Juraviel le ofreció una mano y Elbryan la tomó, aunque en realidad el elfo no podía hacer gran cosa para ayudar al corpulento hombre a ponerse en pie. Poco quedaba de mozo en el cuerpo de Elbryan. Medía un metro noventa de altura, era musculoso, y sus cien kilos fuertes y sin grasa triplicaban el peso medio de un elfo. No es que Juraviel y los demás no fueran fuertes; una y otra vez Elbryan se asombraba ante la fuerza que podía abrigar un elfo en su pequeña estructura, ¡una fuerza que pudo percibir demasiado a menudo en los pinchazos de los ataques con espada durante las sesiones de entrenamiento!

Juntos, con Tuntun cerca pero fuera de la vista por suerte —para ella misma y para Elbryan—, la pareja disfrutaba del agradable día mientras caminaban hacia el extremo sur del valle encantado, la parte de Andur’Blough Inninness adonde el invierno no llegaba nunca. No paraban de charlar; Juraviel era el que más hablaba, explicando tal planta y tal otra, comentando los modos de vendar una herida, y luego volviendo a comentar lo que Elbryan había hecho bien y lo que había hecho mal en su empeño por alcanzar al ciervo. Tales eran los métodos de Juraviel, y sus técnicas de conversación tan encantadoras y absorbentes que Elbryan apenas se daba cuenta de que aquellas charlas cotidianas, anecdóticas y divertidas eran quizá la parte más importante de su formación.

Caminaban tomando senderos al azar, cogiendo a menudo bifurcaciones, y a veces parecía que andaban en círculo o que simplemente se dirigían a dondequiera que los condujera el sendero.

Elbryan todavía no sabía orientarse en aquella zona, pero poco a poco iba comprendiéndola mejor. En ocasiones Juraviel lo dejaba guiar y lo corregía siempre que se equivocaba —lo cual ya no ocurría con frecuencia—, y la pareja no tardó en llegar al vallecito llamado Caer’alfar, la Casa de los Elfos. Era un lugar de hierba espesa, con hileras de árboles y casas construidas en las ramas por encima del suelo; un lugar de flores y canciones, donde el bosque no era tan tupido y el cielo podía verse desde muchos puntos. Se hallaba en el centro exacto de la niebla que emblanquecía Andur’Blough Inninness durante la luz diurna, pero aun así Caer’alfar casi nunca estaba cubierto; era un pequeño agujero aislado en el gran toldo gris, inobservable desde cualquier lugar salvo desde aquella baja pradera, en la que los elfos podían disfrutar tanto del sol como de las estrellas.

Docenas de elfos se habían reunido allí aquel día; algunos hacían ejercicios con armas de entrenamiento, otros bailaban. Algunos estaban apoyados en los árboles o tumbados cómodamente en la hierba suave, bebiendo su dulce vino questel ni’touel. Aquí y allí se discutía sobre el valor de los alcoholes y sobre la cantidad que debían reservar para la venta, pues pronto partiría la caravana de la primavera; la constituía un grupo de elfos que se marchaban para mantener secretos contactos con los pueblos fronterizos.

Con todo, la pacífica escena tocó una fibra sensible de Elbryan y lo hizo sentirse extranjero, si bien percibía que de alguna manera pertenecía a aquel lugar. Había ido a Caer’alfar regularmente desde fin de año, y a los elfos ya no les llamaba la atención que se paseara por allí. Ya no era un extraño —incluso asistía a sus fiestas nocturnas de cantos y danzas—, y, no obstante, seguía siendo obviamente distinto. A Elbryan le parecía que toda su vida había vivido momentos semejantes, pues muchos años antes, en Dundalis, cuando su padre y su madre invitaban amigos a casa, algunas veces le permitían que se acostara tarde; otras hasta lo autorizaban a participar en sus juegos de dados durante un ratito antes de retirarse. ¡Qué mayor se había sentido! Y, sin embargo, de hecho todavía no formaba parte del juego, del grupo. Sus padres y sus amigos adultos lo aceptaban con unas sonrisas que —según advertía ahora—, manifestaban cierto aire de superioridad.

Lo mismo ocurría con los elfos. Nunca podría ser verdaderamente uno de ellos.

Él y Juraviel continuaron su conversación hasta que Tuntun se acercó y, mirando a Elbryan con ironía, se dio palmaditas en las mejillas y en el mentón. Elbryan comprendió la insinuación, al igual que Juraviel, y el elfo hizo una seña al joven para que se fuera a su casa. Por encima de todo, los elfos eran muy meticulosos en su aseo personal. Se esperaba de Elbryan que se bañara todos los días, que conservara sus vestidos limpios, y, dado que su barba era todavía raleada y desigual, se esperaba que se afeitara para mantener la cara limpia. Aquella era la única tarea que el joven parecía eludir siempre —hasta que Tuntun inevitablemente lo ponía de relieve—, aunque, con los cuchillos increíblemente afilados de los elfos, el afeitado no era ni doloroso ni problemático.

Elbryan se fue gruñendo a su aposento, una baja y amplia casa construida sobre las robustas ramas inferiores de un grueso olmo. Tomó su jofaina, su toalla y su cuchillo; pero, antes de empezar, recordó que todavía no había preguntado a Juraviel cuándo volverían a acosar al ciervo, algo que el impaciente joven se moría de ganas de saber.

Bajó de su casa arbórea y se dirigió a Caer’alfar. Al ver a Juraviel hablando con otro elfo por el camino, Elbryan sonrió furtivamente y se agachó. ¡Quizá la única criatura más difícil de sorprender que el cauteloso ciervo era el elfo de los bosques! Utilizando toda su experiencia se abrió camino entre los árboles y cruzó corriendo los espacios abiertos, buscando resguardo siempre que podía. Los otros elfos apenas se dieron cuenta, enfrascados en sus juegos, y Juraviel y su compañero no parecieron advertir nada.

Elbryan apoyó la espalda sobre un árbol a poco más de tres metros y medio de la pareja y estudió su próximo movimiento.

—Tan sólo a seis zancadas —dijo Juraviel en la lengua propia de los elfos—. Quizá cinco; y el ciervo no lo advirtió.

—¡Buen trabajo! —felicitó la otra.

Elbryan estuvo a punto de desmayarse de sorpresa. Aquella voz, melódica y más aguda que la de Juraviel, era la de la señora Dasslerond, la Gran Señora de Caer’alfar y de todo Andur’Blough Inninness. ¡Y estaba hablando de él! Elbryan respiró acompasadamente y prestó muchísima atención, pues, aunque podía comprender aquel lenguaje melódico, se le escapaban muchas palabras sueltas si no ponía mucho cuidado. Ahora que la señora Dasslerond hablaba de él no quería perderse detalle.

—También en la lucha —prosiguió la elfa— está perdiendo la mayor parte de la torpeza propia de su condición humana. ¡Y qué combinación de poder y gracia poseerá cuando con su gran estatura aprenda a manejar la espada como un elfo!

Elbryan atisbó desde el árbol y vio que Juraviel asentía con la cabeza. Abandonó entonces, su propósito de sorprender a la pareja; aprovechando su habilidad para escabullirse sigilosamente, volvió a su casa arbórea —que estaba más cerca del suelo que del cielo— para afeitarse y prepararse para la siguiente sesión de entrenamiento; de repente se propuso firmemente ganarla.

Al anochecer, Elbryan se encaminó a la pradera, rodeada de altos pinos y cubierta por un toldo estrellado. Sólo llevaba consigo un largo y ligero palo, su arma. El elfo ya estaba allí, y Elbryan suspiró aliviado cuando comprobó que no se trataba de Tuntun.

Nunca podría pillar a Tuntun con la guardia bajada; a la elfa le encantaban las sesiones de entrenamiento y se comportaba como si fueran su foro personal para castigar al joven. Después de sus primeros encuentros, Elbryan se preguntaba qué era lo que provocaba en la malhumorada elfa el deseo de castigarlo. El joven no tardó en darse cuenta de que no había ninguna razón particular: simplemente se debía a que no era elfo.

Su oponente aquella noche era Tallareyish Issinshine, un elfo mayor y bastante calmado. Era de temperamento tranquilo y raramente hablaba con Elbryan, aunque, según Juraviel, Tallareyish tenía una de las voces mejores para cantar de todo Andur’Blough Inninness. Elbryan se había entrenado con él sólo una vez, muy al principio de su formación, y el elfo lo había vencido con bastante facilidad.

—Esta vez no lo hará —dijo entre dientes el joven mientras avanzaba decidido hacia el centro de la pradera. Se dirigió a un punto situado a un metro y medio del duendecillo e inclinó la cabeza, cosa que a su vez hizo Tallareyish, en señal de respeto.

Elbryan puso su largo palo en posición horizontal delante de él; el elfo correspondió cruzando ante él dos palos más pequeños, réplicas de las ligeras espadas de los elfos.

—Que luches bien —dijo Tallareyish, la frase ritual para iniciar una pelea.

—Y tú también —contestó Elbryan, y se lanzó sobre él, lleno de furia y determinación. Su experiencia había mejorado; así se lo había oído decir a Juraviel, y ahora era la ocasión de ver hasta qué punto.

Empezó con una astuta finta, perforando el aire, simulando dirigir el palo hacia adelante como si fuera a arrollar al diminuto elfo, y entonces se detuvo bruscamente y desvió con fuerza su arma hacia un lado. Tuvo que suponer naturalmente hacia qué lado se giraría el ágil Tallareyish, y, aunque supuso correctamente que el elfo se iría hacia la derecha, su fuerte golpe fue rechazado no una sino tres veces, antes de que ni siquiera pudiese acercarse para dar en el blanco.

Tallareyish contraatacó, y las espadas de madera danzaron y dibujaron ochos en el aire para dispararse de repente hacia adelante con virulencia. Elbryan no podía mirarlas y tratar de reaccionar. Tenía que anticiparse, y así lo hizo, girando con rapidez el palo en el sentido de las agujas del reloj, luego en sentido contrario, de nuevo en el sentido de las agujas del reloj y finalmente otra vez en sentido contrario. Apenas veía los ataques del elfo, pero se consoló al oír los chasquidos producidos al chocar su palo contra los del elfo.

—¡Buen trabajo! —comentó Tallareyish, arreciando el ataque con cada palabra.

Los verdes ojos de Elbryan centellearon de orgullo. No obstante, no perdió la concentración, y supo que tenía que abandonar su posición defensiva. Había pasado muchas horas con Juraviel jugando al juego de los elfos llamado pellell, bastante parecido a una partida de damas de tres filas, y había aprendido bien la importancia de tomar la iniciativa. Hasta aquel momento, Tallareyish lo dominaba a placer, forzaba el ataque, pero Elbryan quería invertir la situación.

Atravesó su volteante palo hacia la derecha en el sentido de las agujas del reloj, luego lo atravesó de nuevo, y aún una tercera vez, y a cada giro deslizaba el pie cada vez más hacia la derecha. Tallareyish se lanzó en pos de él y avanzó un paso con el pie izquierdo. Elbryan se puso tenso.

Otro paso con el pie derecho.

Elbryan tomó el largo palo con ambas manos para detener su giro, y lo lanzó en diagonal hacia la izquierda; luego lo soltó de la mano izquierda, lo apoyó contra la cadera derecha con el codo e hizo un barrido delante de él, con lo que forzó a Tallareyish a ceder un paso hacia el lado y desvió el arma de madera del elfo.

Impaciente, el joven se precipitó a través del espacio ganado, unos pocos pasos más allá del flanco derecho de Tallareyish; luego giró rápidamente agarrando el palo por la parte inferior con ambas manos y volvió a hacer un barrido.

El palo silbó en el aire pero no dio en el blanco, y los ojos de Elbryan expresaron una profunda decepción al ver que Tallareyish había seguido perfectamente su movimiento y había escapado situándose justo detrás de él. Elbryan no se sorprendió, por tanto, cuando los palos del elfo lo alcanzaron, aunque no muy fuerte, en el trasero y en la parte posterior de la rodilla. Casi se le dobló la pierna, pero se las arregló para oscilar sobre sí mismo, al tiempo que su palo todavía volaba en un desesperado y amplio arco.

Tallareyish se agachó para esquivarlo e impelió sus dos armas, tratando de pinchar dos veces la barriga del muchacho, aunque fracasaron ambos ataques. El elfo se abalanzó enfurecido de repente, mientras Elbryan detenía el curso de su palo y con un golpe seco equilibraba la situación: una recuperación magnífica…

… y que podría haber funcionado contra un humano o un trasgo. Tallareyish, sin embargo, se agachó por debajo del palo e incluso consiguió situarse de nuevo frente a Elbryan. El elfo se arrojó de cabeza entre las piernas muy abiertas del joven, que gritó y empezó a darse la vuelta; Tallareyish se irguió detrás de él y lanzó ambos palos sobre los hombros.

Elbryan no pudo acabar de darse la vuelta, y los palos del elfo lo golpearan en los riñones. Las piernas del joven se doblaron a causa del dolor. Continuó el giro, pero ya con una rodilla en el suelo y la visión borrosa, por lo que ni siquiera advirtió que Tallareyish se había movido otra vez.

El siguiente golpe alcanzó al joven en los omóplatos y lo tumbó boca abajo sobre la hierba húmeda.

Elbryan permaneció tumbado durante largo, largo rato, con los ojos cerrados y los pensamientos confusos. ¡Había ido tan lleno de esperanza y había caído tan duramente!

—Buen trabajo —oyó decir encima de él; era la voz de Juraviel.

El joven se puso boca arriba y abrió los ojos. Se sorprendió de que Tallareyish ya no estuviera allí, de que Juraviel aparentemente estuviera hablándole a él y de que, por alguna razón que no acertaba a comprender, estuviera felicitándolo.

—¿Saludas a menudo a los cadáveres? —preguntó sarcásticamente Elbryan, con una mueca de dolor.

Juraviel se limitó a reír.

—Te oí —dijo acusadoramente Elbryan.

El elfo dejó de reír y adoptó una expresión seria, comprendiendo la repentina gravedad y frustración en el tono del joven.

—A ti y a la señora Dasslerond —especificó Elbryan—. Dijisteis que también había progresado mucho en la lucha.

La expresión de Juraviel no cambió apenas, ya que no comprendía adónde quería llegar Elbryan.

—¡Tú dijiste eso! —acusó el joven, frustrado.

—Por supuesto —replicó Juraviel.

—Pero aquí estoy.

Elbryan se puso de rodillas y tiró a un lado el palo, que en aquellos momentos le parecía sólo una pieza de madera sin ninguna utilidad. Consiguió ponerse en pie con esfuerzo, mientras se llevaba la mano al riñón.

—Aquí estás —aceptó Juraviel— luchando mejor de lo que nadie, Tuntun incluida, hubiera creído posible.

—Aquí estoy —lo corrigió inexorablemente Elbryan— escupiendo hierba.

Juraviel se rio con ganas, algo que obviamente no gustó al joven.

—Dos de tres —señaló el elfo.

Elbryan sacudió la cabeza, sin comprender nada.

—Artimañas de Tallareyish —explicó Juraviel—. El ataque entre tus piernas. Sólo funcionan dos de tres intentos; el tercero es un completo desastre.

Elbryan se calmó y consideró aquel punto de vista. No le agradaba su reducida probabilidad —sólo uno de tres—, pero le sorprendió el mero hecho de haber forzado a Tallareyish a emplear una llave tan desesperada, y cualquier llave que tiene razonables posibilidades de ser un completo fracaso lo es.

—Y, de los dos que funcionan, sólo uno consigue un golpe fuerte —prosiguió Juraviel—. Es más, ahora has visto «la inmersión en la sombra», tal como la llamamos, y nunca más te dejarás atrapar por ella.

—Tallareyish estaba preocupado —dijo Elbryan con serenidad.

—Tallareyish estaba casi derrotado —precisó Juraviel—. Ejecutaste la estratagema de tu palo en la cadera a la perfección y no cometiste error alguno en la duración de cada paso. Incluso cuando Tallareyish corrió a situarse detrás de ti se vio forzado a desequilibrarse; esto fue la causa de la escasa contundencia de sus golpes. Tu giro y tus golpes siguientes lo hubieran forzado, como mínimo, a un cuerpo a cuerpo, y ningún elfo desea esta lucha con alguien de tu talla y fuerza.

—Así que se lanzó de cabeza —concluyó Elbryan.

—Ya estaba tambaleándose, en cualquier caso —explicó Juraviel—. Y sólo eso permitió que tu potente golpe pasara por encima de su cabeza. —El elfo soltó una risita—. ¡Si lo hubieras cogido de pleno me temo que Tallareyish todavía estaría tumbado boca abajo en el prado!

Elbryan esbozó una sonrisa. ¡Pensar que casi había ganado! ¡Pensar que había conseguido desequilibrar a uno de aquellos ágiles elfos!

—Cuando al principio empezamos los entrenamientos cualquier elfo de Caer’alfar podía derrotarte con facilidad, sin apenas esfuerzo —le recordó Juraviel—. Nos costaba mucho cada noche encontrarte un rival, pues nadie, salvo Tuntun, quería perder el tiempo peleando contigo.

Elbryan soltó una risa sofocada, sin sorprenderse de que la predecible Tuntun disfrutara con la idea de golpearlo.

—Ahora tus oponentes se seleccionan cuidadosamente, pues te ofrecemos distintos estilos de lucha, precisamente los que creemos que te van a proporcionar retos más difíciles. Has llegado lejos.

—Me queda mucho todavía.

Juraviel no quería discutir aquel punto.

—Escuchaste mi conversación —replicó—. Nuestra señora no estaba exagerando cuando hablaba de tu potencial, joven amigo. Con tu gran fuerza, y el baile de la esgrima de los elfos, podrás medirte con cualquier hombre, con cualquier elfo, con cualquier trasgo, con cualquier fomoriano. Llevas con nosotros cuatro años y una estación. Aún te queda tiempo.

La última frase provocó en Elbryan una extraña sensación. Por supuesto estaba agradecido por aquellas palabras amables y optimistas, y se sentía mejor, mucho mejor, respecto a su derrota frente a Tallareyish. Pero ahora lo inquietaba otra cosa. ¿Qué ocurriría luego? Elbryan había llegado a considerar su vida con los elfos como una situación permanente; se había imaginado que viviría en Andur’Blough Inninness el resto de sus días mortales. La idea de salir del valle encantado, quizá la de volver a convivir con sus semejantes, lo asustaba.

Pero también lo atraía.

De repente el mundo parecía mucho más ancho.