Las horas eran interminables; se levantaban al alba y se acostaban pasada la media noche. Los hermanos Avelyn, Quintall, Pellimar y Thagraine aprendían a sobrevivir, incluso a medrar, con tan sólo cuatro horas de sueño. Les enseñaron las formas más intensas de meditación, de modo que veinte minutos de descanso les procuraban la recuperación necesaria para seguir con el adiestramiento unas cuantas horas más. Durante el día estudiaban con los compañeros aprendiendo las responsabilidades y las expectativas religiosas, las obligaciones diarias de la abadía y las técnicas de combate. Después de vísperas, venían las lecciones sobre las piedras sagradas: el procedimiento de recogida, la ceremonia de preparación justo después de la recogida y las variadas propiedades mágicas de cada clase de piedra. Además, a los cuatro les enseñaban los caminos del mar y se pasaban muchas horas en un pequeño bote balanceándose en las frías y amenazadoras aguas de la Bahía de Todos los Santos.
Avelyn no podía emular a sus tres compañeros en las cuestiones relativas a la lucha o al mar; y, en el adiestramiento religioso, el joven se sentía más y más frustrado. Le parecía que, a medida que cada uno de los ritos iba arraigando profundamente en él, perdía algo de su misterio y por tanto de su carácter sagrado. ¿Las quince órdenes sagradas del Señor, las reglas de rectitud, habían sido realmente inspiradas por Dios, o eran simplemente reglas para mantener el orden en una sociedad civilizada? Cuestiones semejantes habrían destrozado a Avelyn si no hubiera sido por el adiestramiento que tenía lugar después de la puesta del sol. En efecto, en las Piedras del Anillo el joven hallaba satisfacción a sus ideales. Los deseos humanos de control y orden no podían reducir el significado de los misterios de las piedras mágicas a una explicación racional. Para Avelyn, esas piedras eran realmente el don de Dios, el poder mágico de los cielos, la promesa de vida y gloria eternas.
Por eso soportaba las brutales horas del día, las luchas en las que Quintall casi siempre le ganaba. Al principio del tercer año, las envidias entre los cuatro comenzaron a hacerse evidentes.
Avelyn y Thagraine habían sido proclamados oficialmente los Preparadores, los dos monjes que desembarcarían y se internarían en la isla de Pimaninicuit para coger y preparar las piedras, en tanto que Quintall y Pellimar permanecerían a bordo e irían a la isla sólo si uno de los escogidos desfalleciera. Los viajes por mar no eran seguros en el año 821 del Señor, el año de la lluvia de piedras, y podría suceder que hubiera de recurrirse a sustituciones.
Quintall era el mejor de los cuatro en las artes marciales. Era muy fuerte, y su robusto cuerpo, con un centro de gravedad bajo que favorecía su equilibrio, le proporcionaba la ventaja necesaria para castigar a Avelyn una y otra vez. En más de una ocasión el larguirucho Avelyn estuvo convencido de que Quintall quería matarlo. ¿Qué mejor manera para lograr desembarcar en Pimaninicuit?
Tal idea inquietaba a menudo al pacífico Avelyn Desbris, y llegó a la irónica conclusión de que la furia de Quintall no era más que una prueba de que él y no el robusto y colérico monje era el elegido ideal para desembarcar en Pimaninicuit. Avelyn estaba sinceramente seguro de que, si la situación hubiera sido a la inversa, si Quintall y no él hubiera sido el escogido para desembarcar en la isla, él le habría prestado de corazón todo su apoyo, se habría consolado con la idea de que también él participaba en el viaje y habría confiado plenamente en la elección de los padres, que eran los mejores jueces. Además, por la noche, y sobre todo en las ocasiones en que los alumnos escogidos cogían en sus manos las piedras, el hermano Avelyn demostraba que la elección había sido un acierto. Al cuarto año, nadie, ni siquiera los padres, podía sacar más partido con menos esfuerzo de la magia de las piedras que Avelyn. Incluso el escéptico padre Siherton tuvo que admitir que Avelyn era sin duda el elegido, el señalado por Dios, para desembarcar en Pimaninicuit,
pese a las reservas que seguía teniendo respecto a él como ser humano. Siherton seguía sintiendo simpatía hacia Quintall y presionaba para conseguir que el joven fuera incluido como sustituto de Thagraine, no de Avelyn. Al tercer año, maese Siherton se reveló además como un valioso mediador entre los dos rivales de la promoción del año 816 del Señor, y consiguió con halagos que Quintall moderara sus celos respecto a Avelyn.
Los primeros tres meses del año 821 del Señor estuvieron preñados de emoción y esperanza en Saint Mere Abelle. Casi todos los días, cuando el tiempo era lo suficientemente apacible para que los jóvenes monjes salieran al patio, los alumnos observaban las oscuras aguas de la Bahía de Todos los Santos y sacudían la cabeza cuando veían un iceberg flotando, aunque siempre comentaban que no duraría mucho. Cuando ya estaba cerca Bafway, el tercer mes cuyo final marcaba el equinoccio de primavera, los comentarios se convirtieron en una competición por ver quién sería el primero en avistar las velas cuadradas del barco fletado.
Bafway resultó un mes largo y tranquilo. Pasó el equinoccio de primavera y, cada vez que parecía que el tiempo mejoraba, llegaba otro frente frío desde Alpinador y sembraba la bahía de helados y amenazadores caballetes blancos.
Cuando pasó el cuarto mes, Toumanay, los apagados susurros se convirtieron en abiertas discusiones en las que participaban los hermanos más viejos e incluso algunos padres; y los más viejos y experimentados admitían que aquel era un tiempo sagrado y que sin duda un barco había puesto rumbo a Saint Mere Abelle. El único secreto que subsistía era el siguiente destino del barco, pues sólo los padres y los cuatro monjes elegidos conocían el nombre mágico de Pimaninicuit.
Los pensamientos del hermano Avelyn estaban dedicados exclusivamente a la isla y al largo viaje que le aguardaba. Apenas pensaba en los peligros, aunque, por lo que había estudiado, sabía que en ocasiones los monjes que habían zarpado hacia Pimaninicuit no habían regresado jamás, engullidos por tormentas, por powris o por las enormes serpientes del océano Miriánico. Incluso en los viajes a Pimaninicuit llevados a cabo con éxito, que eran los más, uno o más de los cuatro monjes no habían regresado pues las enfermedades eran moneda corriente a bordo. Pese a ello, la atención de Avelyn se centraba en el destino del viaje, en la isla. Inspirándose en los textos que había estudiado, imaginaba jardines exuberantes y flores exóticas, se veía a sí mismo en un jardín bajo una lluvia de piedras multicolores mientras una música divina sonaba en torno; se veía corriendo con los pies desnudos sobre las piedras, revolcándose en ellas, gozando de su Dios.
Naturalmente, Avelyn sabía que eran fantasías absurdas. Cuando cayera la lluvia de piedras, él y su compañero Preparador se esconderían bajo tierra para protegerse de la lluvia de meteoritos. Incluso después de que cesara la lluvia, los dos tendrían que esperar un buen rato antes de coger las piedras calientes, y después tendrían que trabajar tan frenéticamente que no quedaría tiempo para hacer una pausa y contemplar a Dios.
Pero, a pesar de la dura realidad y de las muchas posibilidades de no sobrevivir, Avelyn esperaba con la mayor ansiedad que en el horizonte lluvioso aparecieran señales de aquellas velas cuadradas. Según sus creencias, aquello era la cumbre de su existencia, el mayor gozo que un monje de Saint Mere Abelle podía conocer, la mayor proximidad a Dios alcanzable antes de la muerte.
Había transcurrido la mitad de Toumanay, cuando apareció la carabela de dos mástiles surcando velozmente las agitadas aguas en dirección al resguardado puerto de Saint Mere Abelle. Avelyn pasó la mañana entera rezando en silencio, tal como se le indicó; después fue llamado por fin a los aposentos del padre abad Markwart, y se sintió tan profundamente débil que maese Jojonah tuvo que tenderle un brazo para ayudarlo. Los otros tres elegidos estaban ya en el amplio despacho cuando llegaron Avelyn y Jojonah. Todos los padres de Saint Mere Abelle estaban allí, junto con el padre abad y dos hombres que Avelyn no conocía, uno alto y esbelto, el otro más bajo, más viejo, y tan delgado que Avelyn se preguntó si habría comido en un mes. Avelyn comprendió enseguida que el hombre más alto era el capitán del bajel fletado. Se erguía con aire de superioridad, en una posición correcta y con la mano en el estoque dorado. Tenía una cicatriz llamativa que le bajaba desde la oreja hasta la barbilla y que a Avelyn le pareció gallarda en cierto modo, y, a diferencia de su desaliñado compañero, iba bien afeitado a excepción de un bigote arreglado con esmero y con las puntas curvadas hacia arriba. Los ojos eran de color marrón oscuro, tan oscuro que la pupila apenas se distinguía del iris; el cabello era largo, negro y rizado, y llevaba bajo el brazo un sombrero grande plegado, con las alas vueltas hacia arriba y una pluma a un lado. El resto de su indumentaria, aunque usada, era rica, particularmente una chaqueta de brocado dorado y un tahalí con joyas incrustadas. Esto último llamó poderosamente la atención de Avelyn pues advirtió que al menos una de las joyas, un pequeño rubí, era algo más que ornamental.
Avelyn intentó no mirar fijamente, sin entender por qué aquel hombre, que no pertenecía a la orden de Saint Mere Abelle, ostentaba una piedra sagrada y ¡en presencia del padre abad Markwart! Seguro que el padre abad y los otros padres reconocían lo que era realmente la joya.
Avelyn se calmó pronto, diciéndose que sin duda reconocían la joya y que ello no parecía preocuparles. Quizá, razonaba el joven hermano, le habían dado la piedra como pago por el barco, o quizá sólo se la habían prestado para que lo ayudara en un viaje tan peligroso. Avelyn se olvidó del asunto.
El más viejo de los dos hombres captó la atención de Avelyn por su constante manera furtiva de mirar; sus saltones ojos no paraban de lanzar miradas nerviosas de uno a otro hombre, y su cabeza se balanceaba sobre un cuello que parecía demasiado delgado para sostenerla. Sus vestidos parecían casi tan viejos como él y le sentaban tan mal que Avelyn podía ver la piel oscura y tostada debajo de ellos. Iba sucio y empercudido, y llevaba el pelo corto y mal arreglado y la barba descuidada. Avelyn había oído una vez la expresión «perro salado» aplicada a los marineros y, por supuesto, la encontró adecuada para aquel hombre.
—Hermano Quintall, hermano Pellimar, hermano Thagraine y hermano Avelyn —dijo el padre abad señalando a cada monje, y cada uno de ellos a su vez saludó a los huéspedes con una inclinación de cabeza—. Os presento al capitán Adjonas del magnífico barco Corredor del Viento y a su segundo, Bunkus Smealy.
El orgulloso capitán permaneció inmóvil, pero Bunkus se inclinó hacia cada uno de ellos con tanta violencia que casi perdió el equilibrio; y lo habría perdido de no ser por su proximidad al enorme escritorio del padre abad.
—El capitán Adjonas conoce bien su trabajo —acabó Markwart—, y podéis creer que el suyo es el mejor barco del Miriánico.
—La marea será favorable una hora después del amanecer —dijo Adjonas con voz clara y potente, una voz característica de un hombre de su oficio, pensó Avelyn—. Si no aprovechamos la marea, perderemos un día entero —añadió el severo hombre endureciendo la mirada dirigida a los cuatro monjes para dejarles claro que el barco era su dominio—. No sería prudente perderlo. Navegaremos con tiempo desfavorable al menos hasta doblar por el sur la Bahía de Todos los Santos. Cada día que pasemos en el lejano norte aumenta sensiblemente la probabilidad de un completo fracaso.
Los cuatro monjes jóvenes intercambiaron miradas; Avelyn comprendía los deseos del capitán y realmente se sintió aliviado por su forma de mandar a pesar de encontrarlo frío. Observó que sus tres compañeros no parecían compartir sus impresiones; Quintall, en particular, hizo un gesto abiertamente en contra como si estuviera ofendido por el hecho de que un simple capitán de barco se hubiera dirigido a él en un tono tan imperioso.
El padre abad Markwart, percibiendo también la repentina tensión, se aclaró la garganta ostensiblemente.
—Tenéis permiso para comer pronto —dijo a los cuatro— y retiraros a vuestras habitaciones; hoy estáis dispensados de todos vuestros deberes y de todas las ceremonias. Poneos en paz con Dios y preparaos para la tarea que os espera.
Abandonaron el despacho, sin acompañantes, y Quintall empezó a quejarse abiertamente incluso sin aguardar a que la puerta se cerrara detrás de ellos.
—El capitán Adjonas se equivoca si cree que va a mandar él —afirmó el robusto monje, ante los gestos de asentimiento de Thagraine y Pellimar.
—Es su barco —dijo simplemente Avelyn.
—Un barco fletado —replicó Quintall con brusquedad—. Adjonas manda en su barco para ejecutar la tarea por la que se le ha pagado, pero no manda sobre nosotros. Métetelo en la cabeza. En el Corredor del Viento, tú y Thagraine respondéis sólo ante Pellimar, y Pellimar responde sólo ante mí.
Avelyn no supo qué contestar. El orden de jerarquías para el viaje había sido establecido de aquella forma. Mientras Thagraine y Avelyn, en calidad de Preparadores, eran primordiales en la misión, a Quintall y Pellimar se les había concedido la categoría más alta durante la travesía. Avelyn lo comprendía y aceptaba, pues, si las cosas se ponían difíciles durante el viaje, como era de esperar, Quintall sería el mejor preparado para manejar cualquier situación puesto que era el más preparado de los cuatro en el aspecto físico.
Avelyn abandonó el grupo y se dirigió a su habitación, tal como el padre abad había ordenado. Había recorrido un trecho del corredor, y hasta él llegaban aún las quejas. Supuso que Quintall y los demás seguirían quejándose un buen rato, mucho después de que él se hubiera arrodillado junto a su sencillo camastro y se hubiera sumergido en sus plegarias.
La ceremonia de la mañana fue la más impresionante que Avelyn había visto en los cuatro años y medio que llevaba en Saint Mere Abelle. Más de ochocientos monjes —todos los miembros de la orden, inclusive unos ochenta que no vivían en la abadía sino que trabajaban como misioneros a lo largo de la Bahía de Todos los Santos— se alinearon en los muelles y entonaron a coro una conocida canción. Las campanas de la abadía repicaban y atraían a los curiosos que vivían en el cercano pueblo de Saint Mere Abelle. La ceremonia comenzó antes del alba y fue ganando en intensidad mientras el sol relucía en el horizonte sobre las aguas y las plegarias se sucedían una tras otra.
Los cuatro marineros del bote del Corredor del Viento, que golpeteaba contra el muelle de madera, asistían a la ceremonia con rostros sonrientes y aire divertido y, desde luego, nada emocionados. Cuando se hizo totalmente de día, Avelyn vio a los treinta hombres que componían la tripulación alineados en la cubierta de la carabela, que estaba anclada en el puerto a unos cincuenta metros de la orilla.
Avelyn se dio cuenta de que a los marineros los traía sin cuidado la importantísima misión, excepto lo que habían cobrado en oro y otras chucherías que el abad Markwart había incluido en el trato. Avelyn pensó otra vez en la piedra sagrada incrustada en el tahalí del capitán Adjonas, y tal pensamiento lo perturbó no poco. Si aquel hombre, como toda su tripulación, no era en absoluto religioso, no había razón alguna para que poseyera semejante gema.
Avelyn comprendió que aquello era el primer indicio, y sospechó que el largo viaje —esperaban estar fuera unos ocho meses— sería difícil en otros aspectos además del puramente físico.
El segundo de a bordo, Bunkus Smealy, interrumpió la ceremonia aproximadamente una hora después del alba con el malhumorado grito de «¡Hora de zarpar!».
El abad Markwart, que estaba muy cerca del bote, lo miró y después se volvió hacia los reunidos, que súbitamente se habían callado. Hizo una seña a Siherton, y este condujo a los cuatro hermanos hasta el borde del muelle.
—¡Que Dios os bendiga! —les fue diciendo a medida que se embarcaban en el bote.
Avelyn casi se cayó por la borda al golpearse la pierna contra el muelle. Captó la mirada que entrecruzaron Siherton y Quintall. El hermano parecía disgustado, pero Siherton permaneció imperturbable e indicó en silencio al irritado Quintall que sus responsabilidades estaban por encima de sus sentimientos.
Avelyn sorprendió esa mirada y la que Quintall le dirigió al padre, y comprendió que, aunque Quintall lo odiaba y estaba celoso de él, lo protegería a toda costa durante el viaje de ida y vuelta a la isla.
O por lo menos en el de ida.
Las canciones seguían resonando en el puerto mientras Quintall los precedía por la escalerilla de cuerda que los conduciría a la cubierta del Corredor del Viento, donde los aguardaba el capitán Adjonas con su habitual expresión severa.
—Con su permiso, señor —le dijo en tono neutro Quintall, tal como le habían ordenado.
Adjonas hizo un leve movimiento de cabeza, y Quintall avanzó hacia él con los otros tres monjes a remolque.
Avelyn permaneció un rato junto al pasamanos de la borda —una hermosa barandilla a la altura de la cintura que rodeaba la cubierta de popa— y observó cómo los muros de Saint Mere Abelle se empequeñecían y se iban desvaneciendo las voces que entonaban una alegre canción de despedida. Muy pronto las escabrosas montañas de la costa se convirtieron en una mancha gris. El Corredor del Viento, cuyo palo mayor parecía tan alto e impresionante en el resguardado puerto, se había convertido en una cosilla insignificante en medio del vasto Miriánico.