—La mesa del rincón —exclamó Graevis Chilichunk, el camarero y el propietario del Camino de la Amistad, que tenía fama de ser la mejor posada en toda la gran ciudad de Palmaris. El Camino de la Amistad, o el Camino, como lo llamaban normalmente, no era un establecimiento grande; contaba solamente con una docena de pequeñas habitaciones privadas y un solo dormitorio común en la parte reservada a los huéspedes en el piso superior, y una taberna con capacidad a lo sumo para unas cien personas, la mayor parte de pie. Pero Graevis, un hombre gordo y calvo, que sonreía constantemente, de carcajada fácil, lleno de entusiasmo y con el más cálido de los corazones, había convertido aquel lugar en el mejor de los más económicos, por así decirlo.
Los visitantes nobles de Palmaris, en su mayoría, se alojaban en establecimientos de más categoría, cercanos al castillo del duque; pero para los enterados, para los mercaderes menos importantes y para los frecuentes viajantes, no había mejor lugar en el mundo que el Camino de la Amistad. En el Camino, una simple moneda de plata proporcionaba una comida caliente; y una sonrisa sincera, tanto si se trataba de un cliente de pago como si no, conseguía algún cuento maravilloso de Graevis o de alguno de los demás, clientes habituales o empleados. En el Camino, la chimenea estaba siempre encendida, las camas siempre eran suaves y las canciones sonaban con fuerza.
La joven suspiró profundamente, reflexionó un momento y trató con mucho empeño de borrar el habitual ceño de su rostro mientras se dirigía hacia los tres hombres que la habían llamado desde la mesa del rincón. Era consciente de que los ojos de los tres estaban clavados en ella mientras se aproximaba; los hombres siempre la miraban de aquella manera. Le faltaban algunos años para cumplir los veinte, pero tenía el cuerpo de una mujer cinco años mayor que ella. No era alta, poco más de metro sesenta, pero eso sólo hacía que su cabellera dorada pareciera aun más espesa y larga. Se la sacudió pasándose la mano mientras cruzaba la habitación, pues el sudor y la grasa de la comida que acababa de ayudar a preparar le escurrían por el cuello.
—¡Qué muchacha más guapa! —dijo en un arrullo uno de los hombres—. Sé amable conmigo —añadió haciéndole un guiño obsceno.
La joven —la gente del Camino la llamaba Gata Extraviada— trató con escaso éxito de disimular su ceño. Sin embargo, era superior a sus fuerzas y lo ocultó con una mueca que ella creyó que debía de haber parecido, por lo menos en parte, una sonrisa. No es que el borracho sentado estuviera mirándola precisamente a la cara; su mirada no parecía dirigirse tan arriba.
Otro suspiro profundo la tranquilizó. Pensó en Graevis, el querido Graevis, el hombre que la había rescatado de un pasado que no podía recordar, el hombre que había tomado a su cargo a una chiquilla destrozada y, con su cálida sonrisa y su afectuoso corazón, la había ayudado a curarse, al menos lo suficiente para que pudiera volver a desenvolverse con normalidad. Fuera de su campo visual, notó los movimientos —que parecían una danza— de Pettibwa Chilichunk, la bulliciosa esposa de Graevis. Cuando había entablado conocimiento con ella, Gata la había encontrado simple.
Pettibwa se reía constantemente y bailaba con la bandeja de una mesa a otra. Cada vez que se detenía, la pellizcaban; todos los clientes que se marchaban por la noche la abrazaban, pero todo aquello no parecía importarle. Al contrario, le encantaba. Si disponía de una mano libre cuando un hombre la pellizcaba en sus anchas nalgas, ella a su vez lo pellizcaba también; a menudo agarraba a un hombre sobre la marcha mientras iba de mesa en mesa y se lo llevaba bailando con ella por toda la habitación. Y todo ocurría de manera tan festiva que no parecían tomarlo en serio ni Graevis ni los acompañantes de sus parejas en tan poco sospechosa danza.
A Gata le costó bastante tiempo conocer la auténtica naturaleza de Pettibwa. La mujer no era tan simple, ni mucho menos; sólo sentía un extraordinario amor por la vida y por el prójimo.
Gata la quería tanto como había amado a su propia madre; al menos así lo creía, ya que, aunque no podía acordarse de su propia madre, le resultaba imposible imaginar que pudiera querer más a otra persona. Algunas veces tal pensamiento la ponía aun más triste de lo que habitualmente estaba.
Tomó el encargo de los tres hombres, lo habitual —tres jarras de la cerveza más barata—, y volvió al mostrador. Se detuvo en seco cuando el hombre que le había guiñado el ojo le propinó en el trasero una sonora palmada y soportó impertérrita sus risotadas. Le entraron ganas de darse la vuelta y derribarlo al suelo, y cualquiera que conociera el temperamento de Gata sabía que podría haberlo hecho con toda facilidad; pero sus ojos se encontraron con los de Graevis que, con una amplia sonrisa y un movimiento de cabeza le estaba diciendo que lo dejara estar.
No es que Graevis no le brindara su protección. La había acogido de corazón y la quería tanto como a su hijo, el malhumorado Grady. Ningún hombre podría aprovecharse de Gata mientras a Graevis le restara aliento, y lo mismo podía decirse de Pettibwa; pero en el Camino una palmada en el trasero no era nada grave, especialmente teniendo en cuenta el comportamiento cotidiano de la bulliciosa propietaria.
Sin mirar atrás, la joven se abrió paso entre los parroquianos para ir a buscar las bebidas.
—Considéralo un cumplido, cariño —comentó Pettibwa con su «acento plebeyo», mientras trajinaba en el mostrador.
—Tendré que lavar mi vestido por la mañana —repuso Gata Extraviada con un acento no tan marcado como el de la mujer, aunque se le había pegado un tanto durante los cuatro años que llevaba entre los Chilichunk.
—¡Bah, siempre tan seria! —replicó Pettibwa, pellizcando la mejilla de la joven—. De sobra sabes que despiertas ciertos sentimientos en los hombres.
La joven se sonrojó y desvió la mirada.
—No, no eres guapa, ¿verdad? —susurró Pettibwa con una sonrisa burlona, mientras le acariciaba los cabellos—. Tan sólo con que sonrieras, pequeña, el mundo entero te sonreiría también.
La joven cerró los ojos y sintió la suave caricia en el pelo. ¿La había acariciado así su madre? Intuía que sus cabellos eran mucho más cortos en aquellos lejanos días en que ella era una niña y el mundo parecía una espléndida aventura, en aquellos lejanos días en que los demonios tan sólo vivían en los relatos que se contaban junto al fuego para poner la piel de gallina o eran criaturas imaginarias con las que los niños podían entablar batallas.
El ensimismamiento duró poco tiempo, y Gata se reincorporó al bullicio de la estancia. Sonrió dócilmente a Pettibwa, que le correspondió con un guiño. La mujer cogió la bandeja y se alejó para mezclarse en el jolgorio que empezaba a un paso de la barra.
—Si te molesta, dímelo —le dijo Graevis mientras colocaba ante Gata tres cervezas—. No tienes que bromear con él si no quieres.
Gata Extraviada asintió otra vez con una débil sonrisa. Sabía que Graevis hablaba sinceramente; era ella quien controlaba la situación, no los parroquianos. Pero también conocía el ambiente del Camino, y lo último que la joven deseaba en el mundo era ponerles las cosas difíciles a Graevis y Pettibwa, sus salvadores.
Cogió la bandeja y atravesó la estancia hasta la mesa del rincón sin derramar una gota. El parroquiano borracho le hizo un guiño y soltó una carcajada con la garganta entorpecida por la bebida.
—Quizá podamos reunirnos cuando el fuego de la chimenea se vaya apagando —aseguró más que preguntó—. Tengo una moneda de oro para gastar.
De nuevo soltó otra ronca carcajada, coreada esta vez por los otros dos compinches.
Gata no le hizo caso y dejó las jarras sobre la mesa.
—Dos monedas, pues, y más vale que te las merezcas —añadió el repugnante sujeto; como Gata continuó sin hacerle caso, la agarró con violencia del brazo.
Con la otra mano, la muchacha le cogió el pulgar y se lo dobló hacia atrás con tanta rapidez que el hombre, embrutecido por la bebida, apenas pudo entender lo que estaba sucediendo. El caso es que de pronto el sujeto perdió el equilibrio y se encontró sentado en el suelo, mientras la joven camarera se escabullía fuera de su alcance. Sus amigotes aullaron regocijados.
Gata aguantó sus insultos, pero no pudo dejar de pensar que Pettibwa se las hubiera arreglado de otra forma, mucho mejor. Pettibwa habría exclamado que dos monedas era un insulto para una mujer de su talento, y quizás habría continuado diciendo que ella nunca se acostaría con un hombre que no supiera el significado de la palabra «baño».
Pettibwa habría salido del lance de forma delicada y sutil, y habría conseguido que la broma se volviera contra el rudo sujeto poniéndolo en ridículo pero con tanta astucia que ni él mismo se habría dado cuenta hasta verla fuera de su alcance, al otro lado de la estancia.
En cambio, ahora el hombre seguía farfullando insultos. Gata oyó la palabra «puta», y no se sorprendió demasiado al ver a Graevis, seguido de algunos clientes habituales, atravesar la habitación con aspecto amenazador.
Gata soportó las inevitables excusas que el sujeto le ofreció falsamente después de que le retorcieron el brazo. Luego el sujeto se marchó pues no tenía ganas de ver cómo Graevis lo arrojaba a la calle sin muchas contemplaciones y después hacía lo mismo con sus dos miserables amigotes.
Quizá lo peor de todo para la joven fue la hueste de hombres ansiosos de defender su honor que le ofrecían desde castigar al rudo sujeto hasta su propia vida. Uno en particular, vestido con elegancia, de ojos castaños chispeantes de inteligencia y maneras que denotaban noble cuna, le hizo un gesto con la cabeza y le dirigió una sonrisa, invitándola a que lo proclamara su paladín. La joven lo miró un buen rato —la forma como estaba sentado, la forma como se movía— y no le cupo la menor duda de que sabía perfectamente cómo manejar el estoque que le colgaba en la cadera. Una simple palabra de ella, y el joven haría papilla a los tres borrachos.
Gata lo sabía, y sabía que otros muchos también la defenderían. Debería haberlo considerado un cumplido, pero Gata Extraviada odiaba ser el centro de atención, odiaba a los protectores, a los pretendidos héroes que, a excepción de Graevis, deseaban exactamente lo mismo que el borracho.
Sus maneras eran más caballerosas, menos directas, pero Gata sabía que pretendían lo mismo que el borracho había querido comprar con oro.
Trabajó durante otra hora y, al ver que no recuperaba la sonrisa, Graevis le ofreció amablemente que lo dejara por aquella noche. Gata se resistió, temiendo que su ausencia acarrearía mas trabajo sobre las espaldas de Pettibwa, pero la mujer rechazó esa idea y casi forzó a Gata a cruzar la puerta lateral y a entrar en las habitaciones privadas de la familia. Gata miró hacia atrás, agradecida, y por encima del ancho y redondeado hombro de Pettibwa, vio de nuevo al joven guapo y bien vestido, que la miraba y levantaba el vaso de vino en un aparente brindis por ella.
Se escabulló al sentirse repentinamente incómoda.
El bullicio de la habitación común desapareció tan pronto como se cerró la pesada puerta, y la joven se sintió feliz en soledad, aunque un momento después advirtió que Grady Chilichunk estaba en la casa, yendo y viniendo en su pequeña habitación.
Gata suspiró de nuevo; la última cosa que deseaba era dedicar un rato a Grady por corto que fuera. Era un hombre guapo de treinta años, casi el doble de la edad de Gata, con penetrantes ojos marrones; físicamente, en todos los aspectos, era la viva imagen del padre en sus años de juventud; pero, en opinión de Gata, no podía tener un temperamento más distinto del de Graevis. Desde los primeros días de la estancia de la joven en la casa, Grady la hizo sentir incómoda. No de un modo grosero, como el borracho en el bar, ni tampoco embarazoso, como el joven guapo. En cuatro años Grady no había mirado ni una sola vez a la atractiva joven de forma lasciva. Siempre fue correcto con su hermana adoptiva, demasiado correcto, rígido incluso; y, a medida que la joven había ido ampliando su visión del mundo, llegó a comprender que Grady la veía como una amenaza a lo que él consideraba sus derechos hereditarios.
No se trataba de que a Grady le importara mucho el Camino de la Amistad; casi nunca estaba allí. No obstante, le gustaba el dinero que el establecimiento aportaba, y la joven había comprendido ya que, si Graevis y Pettibwa le dejaban el Camino de la Amistad a ella, aunque sólo fuera una parte, Grady no estaría contento.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó saliendo de su habitación. Su correcta forma de hablar contrastaba vivamente con el dialecto callejero de sus padres. Gata comprendió que Grady se veía a sí mismo superior a aquel lugarejo. Se imaginaba a sí mismo como un hombre importante y frecuentaba los establecimientos más caros de las cercanías del castillo del duque, e incluso había estado en el castillo en muchas ocasiones. A Gata le chocó pensar que él debía de conocer a los caballeros más elegantes del bar, y que quizás hasta el propio duque había estado en el Camino invitado por Grady.
—¿No tienes trabajo? —inquirió él.
Gata se mordió el labio, irritada por su tono de superioridad.
—He hecho más yo en esta noche que tú en las dos últimas temporadas —replicó ella.
Grady la miró con dureza.
—Algunos están hechos para trabajar en esta vida —repuso sin alterarse—, otros para vivir y disfrutar.
Gata decidió que no valía la pena discutir. Sacudió la cabeza, arrojó el delantal sobre el respaldo de una silla cercana y, tomando su capa, salió a la noche de Palmaris.
Soplaba una brisa fría del golfo, que gemía mientras serpenteaba entre las muchas casas de dos y tres pisos de la gran ciudad. Palmaris era la segunda en tamaño de todo el reino de Honce el Oso, sólo superada por Ursal, la sede del trono, situada río arriba; aunque ninguna ciudad tenía reputación de ser tan populosa como las grandes y pobladas ciudades del meridional reino de Behren. Para Gata Extraviada, que había crecido en el límite de las Tierras Agrestes, en un pueblo donde diez personas juntas eran consideradas una multitud, el lugar, al principio, la había dejado boquiabierta. Incluso después de casi cuatro años, cuando conocía cada calle, a qué lugares ir, cuáles evitar, y cuando la oscura imagen del gran Masur Delaval y el olor de salmuera y el viento cargado de humedad vigorizante le habían llegado a ser familiares, todavía no podía considerar que aquel lugar era su casa. Aun, rodeada del amor de los Chilichunk, el lugar no era su casa, no podía sustituir la difusa imagen de una cabaña que todavía le resultaba muy querida.
Quería a Graevis y a Pettibwa, incluso a Grady, pero ellos no eran, no podían ser, sus padres, y Grady no podría jamás ser un verdadero amigo como intuía que lo había sido alguien en el pasado.
Gata Extraviada se estremeció mientras los pensamientos la transportaban hacia atrás en el tiempo. Tenía muchos bloqueos; sólo podía recordar imágenes difusas, una determinada mirada, un beso que ni siquiera sabía seguro si había ocurrido realmente… Y el nombre, todos los nombres, se habían ido de su mente. ¡Aquello era lo peor de todo! ¡No podía recordar el nombre de su amigo, no podía recordar su propio nombre!
—Gata Extraviada —susurró con desagrado, contemplando cómo el aire frío de la noche se llevaba el vaho de su aliento, y deseando que con él se fuera también el apodo. Sabía que se lo habían puesto con afecto, con toda la compasión posible por su desgraciada situación, y por eso lo había aceptado sin rechistar.
La joven se dirigió a la parte trasera de la posada, que daba a un oscuro callejón que no le inspiraba temor alguno, y subió por un canalón hasta una parte no inclinada del tejado del Camino de la Amistad. Ante ella se extendían las luces de Palmaris y, encima, las del cielo estrellado. Era su lugar secreto, su lugar de contemplación. Acudía a él siempre que sus obligaciones le permitían aislarse con sus recuerdos para intentar averiguar quién era y de dónde había venido.
Se veía a sí misma caminando sin rumbo por un pueblo, sucia y herida, cubierta de hollín y de sangre. Recordaba la amabilidad y ternura con que la habían acogido, las interminables preguntas que le habían planteado y que ella no había podido contestar. Luego vino el largo viaje en una caravana de mercaderes, que habían cambiado artículos artesanales con los habitantes de los pequeños pueblos fronterizos por pieles y troncos que se utilizarían como mástiles de los barcos construidos en Palmaris. Graevis Chilichunk estaba en esa caravana; iba al norte de las Tierras Agrestes para conseguir un vino especial que se llamaba pasmo. Se había hecho cargo de la pobre niña perdida —él le había puesto el nombre de Gata Extraviada— y los aldeanos habían estado más que contentos de partir con la huérfana y con muchos de sus paisanos más desvalidos pues temían un ataque similar al que había padecido el poblado vecino, el poblado de Gata.
Gata se apoyó en una chimenea manchada de hollín, y el calor de los ladrillos alivió un tanto el frío de la noche.
¿Por qué no podía recordar cómo se llamaba su pueblo o el pueblo donde la había encontrado Graevis? En muchas ocasiones había estado a punto de preguntárselo a Pettibwa y a Graevis, pero nunca había llegado a hacerlo pues una parte de ella tenía miedo de los recuerdos. Tampoco sus padres adoptivos la habían animado a recordar; Gata les había oído una noche decidir que dejarían que la niña se curara cuando llegara su momento, sin forzarla.
—Quizá no recupere nunca la memoria —había dicho Pettibwa—. Quizá sea lo mejor.
—Además ahora tiene un nuevo nombre —asintió Graevis—. Aunque, si llego a pensar que le iba a quedar para siempre, habría escogido otro.
Se habían echado a reír; no es que se burlaran sino que mostraban su alegría por poder ayudar a quien tanto lo necesitaba.
Gata los quería de corazón. Sin embargo, empezaba a pensar que ya iba siendo hora de averiguar quién era y de dónde había venido. Miró al cielo. Habían aparecido algunos retazos de nubes que daban una perspectiva diferente a las estrellas todavía visibles. A menudo se podían mirar las cosas familiares desde un punto de vista diferente, pensó la joven. Se dejó absorber por el manto de la noche, utilizándolo para filtrarse a través de sus dolorosas barreras. Había visto aquel cielo durante toda su vida, y aquella presencia familiar le trajo otro lugar a la memoria.
Se vio ascendiendo una boscosa ladera, se vio mirando a su pueblo en un resguardado valle, y se vio dirigiendo su mirada al cielo meridional, a los suaves colores del Halo.
—El Halo —murmuró Gata; y se dijo que no había visto aquel fenómeno desde que vivía en Palmaris. Frunció el ceño con inquietud. ¿Existían cosas como el Halo, o su recuerdo era pura fantasía?
Si existía, su memoria estaba en lo cierto y por tanto había dado con otro recuerdo de su perdida vida.
Pensó en regresar de inmediato al Camino e informarse acerca del Halo, pero un sonido agudo y metálico la sacó de su ensimismamiento.
Alguien estaba escalando por el canalón.
Gata no se alarmó hasta que vio aparecer una cara sucia y familiar por encima del reborde del tejado.
—Ah, encanto —dijo el borracho del bar—, así que has subido aquí para reunirte conmigo.
—Ocúpate de tus asuntos —le advirtió Gata, pero el hombre se apoyó en el reborde y se encaramó al tejado.
—Oh, voy a ocuparme de mis asuntos —repuso, y entonces Gata oyó que otro hombre subía por el canalón y se dio cuenta de que se encontraba en un apuro. La habían seguido, los tres, y la chica sabía muy bien lo que pretendían.
Rápida como indicaba su apodo, la joven dio un salto y golpeó con la rodilla el pecho del borracho, que cayó sobre el tejado. Gata se escabulló de sus garras y le pegó dos veces en la cara.
Luego recibió con una patada en la cara al segundo intruso, que se golpeó la cabeza en el reborde del tejado; sin darle tiempo a protestar, Gata volvió a patearlo en la mandíbula.
Con un gemido el hombre se hundió en la oscuridad y cayó pesadamente encima del tercer intruso, y ambos fueron a dar con sus huesos sobre los guijarros de la calle. Con dos patadas había despachado a dos hombres, pero le había llevado demasiado tiempo. Gata apenas había comenzado a darse la vuelta para encararse con el primero, cuando los brazos del borracho la rodearon, la inmovilizaron y la estrujaron con fuerza.
La joven sintió el aliento caliente en la nuca, sintió el olor a cerveza barata.
—Quieta, quieta, encanto —le susurró—. Si no te resistes, te gustará aun más.
Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, mejor dicho, lo intentó, pero ella echó hacia atrás la cabeza y lo golpeó en la cara dejándolo aturdido.
El único recuerdo que tenía Gata Extraviada de su pasado no era ni una imagen ni un nombre, sino un sentimiento, una profunda y frustrada cólera. En aquellos momentos, en el tejado del Camino de la Amistad, en Palmaris, dejó aflorar ese recuerdo. Dejó correr libremente las lágrimas y los gritos sin respuesta, y los canalizó en un grado de violencia que el borracho jamás había visto antes.
Le arañó los brazos; trabó un brazo entre su torso y el brazo del borracho, y retorciéndose y revolviéndose le propinó sin cesar patadas.
—Será mucho mejor si te resistes —gritó el borracho, sin darse cuenta de que la joven tenía la cabeza peligrosamente cerca de uno de sus puños.
Gata Extraviada le clavó los dientes en los nudillos y mordió con todas sus fuerzas.
—¡Puta! —aulló el sujeto mientras levantaba la otra mano para golpearla.
Pero la había soltado. Viéndose libre, Gata se dio la vuelta y se agachó; recibió el golpe en la espalda, entre los hombros, pero ni siquiera lo notó en medio del torbellino de emociones que la arrastraba. Se revolvió contra él y lo atacó otra vez arañándole la cara y buscándole los ojos. El hombre braceó para protegerse, y Gata aprovechó la ocasión para propinarle otra cabezada.
Luego lo agarró del pelo. El hombre le dio un fuerte puñetazo en una sien, pero la muchacha se limitó a soltar un alarido de fiera y tiró hacia abajo con ambas manos mientras de un salto doblaba una pierna. Oyó el crujido del hueso cuando su rodilla chocó con la cara del hombre. El borracho salió disparado hacia atrás y cayó al suelo, pero Gata todavía no había acabado con él. Se le echó encima sin dejar de gritar y le puso la rodilla en la garganta.
—Me rindo —gimoteó el hombre—. Te dejaré marchar.
La cuestión era precisamente esa: Gata no iba a dejarlo marchar. Le propinó una soberana tunda; lo pateó, lo mordió, lo arañó. Por fin, molido a golpes y sangrando por docenas de heridas, el borracho logró ponerse en pie, se precipitó de cabeza hacia el reborde del tejado y desapareció.
Gata, desde el tejado, vio una luz en el callejón. Se acercó al reborde suponiendo que uno de los compinches del sujeto subía por el canalón, y esperaba que así fuera para darle su merecido.
Pero se detuvo sorprendida. El borracho yacía inmóvil entre gemidos sangrando por las numerosas heridas y con la cabeza abierta. El hombre al que de una patada había derribado del canalón estaba también abajo, sentado contra el muro de un edificio al otro lado del callejón, con una mano se aferraba a la pared, y con la otra se sostenía la espinilla. Al caer la pierna se le había hecho astillas; Gata vio la punta de un hueso saliéndole por la piel.
El tercer borracho estaba de pie con las manos en alto, de cara a la pared que estaba justo debajo de Gata, con la afilada punta de un estoque apretada contra el centro de su espalda.
—Oí un grito —dijo el hombre bien parecido del Camino, el de los brillantes ojos castaños y resplandeciente sonrisa—. Me marché poco después que tú —le explicó—, pues ya no había nada digno de ser contemplado.
Gata sintió que se sonrojaba.
—Quería hacerme el héroe —dijo recogiendo su estoque y saludando con él a la joven—. Por lo que veo, parece que salvé a estos tres borrachos.
Gata Extraviada no supo qué responder. Su cólera desapareció y se alejó del callejón para volver a la soledad del tejado.
Al cabo de unos embarazosos minutos, el hombre la llamó; pero, antes de que ella pudiera responder, oyó el bullicio que producían Graevis y otros muchos al precipitarse al callejón.
Gata Extraviada no quería encararse con ellos. Se sentía desconcertada, avergonzada, y sólo deseaba estar sola. Se dio cuenta de que no le era posible y de que tampoco podía bajar por el otro lado del edificio mientras la estuviera buscando frenéticamente la mitad de Palmaris. Exhaló un profundo suspiro, se dirigió hacia el canalón y bajó por él; sin mirar a nadie, tan pronto como vio a Pettibwa se refugió en su pecho, y le rogó en un susurro que la llevara a su habitación.