10

Hecho con el material más duro

Elbryan se enrolló los pantalones sobre las rodillas —¡no estarían mucho tiempo de este modo sus gastados y harapientos pantalones!— y metió la punta del pie en el agua oscura.

Fría. Siempre estaba fría; el muchacho no sabía ni siquiera por qué se molestaba cada mañana en comprobarlo antes de meterse.

Desde algún lugar de la espesa maleza detrás de él, oyó una llamada: «¡Manos a la obra!».

Las palabras no fueron pronunciadas en la lengua común de Honce el Oso, sino en la cantarina y melodiosa lengua de los elfos, una lengua que Elbryan ya empezaba a comprender.

El joven miró con dureza por encima del hombro en la dirección de la voz, aunque sabía que no vería a ninguno de los Touel’alfar. Llevaba en Andur’Blough Inninness tres meses; había visto cómo el invierno se instalaba en el país justo fuera del valle de los elfos y en unos pocos lugares dentro del valle encantado. Elbryan no sabía exactamente dónde se encontraba Andur’Blough Inninness, pero sospechaba que estaba en algún lugar de las latitudes septentrionales de Corona, más allá del límite de las Tierras Agrestes de Honce el Oso. Según sus cálculos, el solsticio de invierno había pasado, y sabía que Dundalis, o lo que quedaba del pueblo, debía de hallarse bajo más de medio metro de nieve. Se acordaba bien de los trabajos y la actividad de Dundalis en invierno, del viento racheado lanzando partículas heladas contra la cabaña, de los montones de nieve acumulada por el viento, a veces tan espesos que él y su padre tenían que agujerearlos para salir afuera.

En Andur’Blough Inninness todo era muy diferente. Algún poder mágico, probablemente el mismo hechizo que producía el cotidiano manto de niebla, convertía el invierno en una estación más templada y suave. El confín septentrional del valle estaba cubierto de nieve, pero tan sólo de unos pocos centímetros de espesor, y la pequeña charca se helaba —Elbryan había visto una vez a unos cuantos elfos bailando y jugueteando sobre el hielo—. Pero muchas de las plantas más resistentes conservaban los matices del verano, muchas flores continuaban abriéndose, y la ciénaga cubierta de carrizos, el único lugar del valle que Elbryan odiaba, no se helaba. El agua estaba muy fría, pero no mucho más de lo que estaba el primer día que le habían ordenado meterse en ella, cuando todavía era otoño.

El joven tomó aliento y metió un pie, esperó hasta que cedió el entumecimiento y luego metió el otro. Cogió su cesto, soltó una maldición cuando una de las perneras del pantalón se le mojó y echó a andar entre los carrizos; incluso acabó por encontrar agradable el lodo frío bajo los pies.

—¡Manos a la obra!

El grito casi familiar surgió de un arbusto y fue repetido por voces diferentes y en lugares diferentes, unas veces en la lengua de los elfos, otras en la de los humanos. El joven sabía que los elfos se burlaban de él. Siempre estaban burlándose, siempre riñéndolo, siempre echándole en cara sus defectos demasiados numerosos.

Dicho sea en su honor, Elbryan había aprendido a hacer caso omiso de ellos.

Al apartar una mata de carrizos, Elbryan encontró la primera piedra del día flotando cerca del fondo. La cogió y la echó al cesto; luego se dirigió hacia un montón cercano formado por una docena de piedras flotantes. Localizó las que estaban demasiado cerca de la superficie y las sumergió intentando saturar un poco más aquellos pedruscos esponjosos antes de cogerlos. Cuando las estrujara para extraerles el líquido, los elfos seguramente lo reñirían por lo poco que había conseguido.

Formaba parte del invariable ritual de todos los días.

Cuando hubo llenado el cesto, Elbryan lo acarreó hasta la orilla y cogió otro. Y así continuó toda la santa mañana, como todas las mañanas: el muchacho recorría con tiento la helada ciénaga hasta llenar diez cestos de piedras de leche.

Aquella era la parte más llevadera del día, porque después tenía que acarrear los pesados cestos, uno por uno, durante poco menos de un kilómetro hasta el hoyo donde amontonaban las piedras. Debía darse prisa porque si perdía tiempo tenía que sufrir continuos insultos de los elfos. «Ocho kilómetros con carga, ocho kilómetros de vacío», le había dicho Belli’mar al explicarle la tarea. Irónicamente, a Elbryan el viaje cargado le parecía el más soportable, pues a menudo los elfos le tendían trampas cuando regresaba a la ciénaga. No eran trampas particularmente malévolas: sólo pretendían ponerlo en dificultades, no herirlo: un cordel para hacerlo tropezar, un poco de lodo disimulado en algún rincón para hacerlo resbalar. Cuando caía en alguna trampa, lo peor era oír las carcajadas mientras intentaba zafarse de lo que lo sujetaba, fuera un arbusto espinoso o unas hebras de seda que usaban los elfos y que —como no tardó en comprobar— podían ser tan pegajosas como la tela de una araña.

De regreso a la ciénaga para cargar el décimo cesto, lo esperaba la recompensa a las tareas de la mañana. Allí, todos los días, tomaba la comida del mediodía, aunque en los primeros tiempos era ya tarde avanzada cuando podía saborearla. Los elfos preparaban una enorme mesa en la que humeaba estofado y venado, a veces aves de caza asadas, y té muy caliente que reconfortaba al joven de pies a cabeza. Siempre preparaban comida caliente, y Elbryan no tardó en entender por qué. Los elfos disponían la comida todos los días exactamente a la misma hora; pero, si él no se daba la prisa suficiente, tolque ne’pesil siq’el palouviel, es decir, «el humo abandonaría el estofado», según lo había reprendido a menudo una elfa particularmente antipática pero de apariencia delicada, llamada Tuntun. Por eso Elbryan corría con su noveno cesto, consciente de que las piedras que le cayeran al suelo no servirían para nada aquel día. Tras dejar con sumo cuidado la cesta en el hoyo, el joven corría a toda velocidad hacia la ciénaga. Al principio tomaba la comida fría, pero poco a poco, a medida que se fue familiarizando con el terreno y sus piernas se fueron haciendo más fuertes, a medida que aprendió a localizar y por tanto evitar las diabólicas trampas de los elfos, logró comer caliente.

Aquel día, decidió Elbryan, el té le iba a quemar la lengua. Bajó el noveno cesto al hoyo de acuerdo con lo planificado, tomó aliento profundamente, aclaró sus ideas y recordó la última disposición de la carrera de obstáculos de los elfos. Sólo era la tercera vez en todas aquellas semanas que Elbryan lograba descargar el noveno cesto antes de que se sirviera la comida. En aquellas dos primeras ocasiones, el esperanzado muchacho había sido víctima de trampas élficas todavía más maliciosas. «Esta vez no», dijo con serenidad y determinación, y echó a correr.

Se manchó de barro en una curva cerrada; sin aflojar la marcha, saltó por encima de una piedra en un recodo de la pista y consiguió evitarla de un salto, para ir a caer más allá de la zona peligrosa. Con la ayuda de un rayo de sol oblicuo que se colaba por un agujero entre las ramas pobladas de hojas, atisbó una serie de casi translúcidos hilos, tendidos para que tropezara a una altura variable desde el tobillo hasta la rodilla, que cruzaban el sendero de parte a parte. Elbryan consideró la posibilidad de abandonar el sendero y meterse entre la maleza; pero se detuvo y pensó que sólo tenía que evitar aquella trampa obvia.

—Hoy no —refunfuñó Elbryan; bajó la cabeza y empezó a correr a toda velocidad. Aguzó la vista, fijando los ojos en un punto justo un paso más adelante, y siguió su camino levantando mucho los pies, para saltar por encima de los hilos.

Oyó una carcajada detrás de él mientras aceleraba la marcha, e intuyó en ella cierta dosis de admiración.

En un par de minutos, su objetivo —la ciénaga, el cesto, la comida— apareció a su vista, abajo, en el último tramo del camino. En aquel trecho, unas piedras altas alineadas a ambos lados del sendero le impedían salir de él a menos que diera un rodeo muy grande por entre la maleza.

Redujo la marcha al paso, optando por ser prudente al considerar que unos pocos segundos más no cambiarían gran cosa la calidad de la comida.

Habían cavado un hoyo —¿cómo lo habían conseguido hacer tan rápido?— y lo habían cubierto astutamente con una capa de polvo y hojas caídas, sobre un entramado de troncos. Pese al hoyo, el sendero tenía casi la misma apariencia de siempre.

Casi la misma.

Elbryan se agachó y afirmó bien los pies, con la intención de tomar velocidad y saltar la trampa. Pero se detuvo en el preciso instante en que iba a echar a correr al captar en la brisa el eco de una risita ahogada.

Una sonrisa le iluminó el rostro y agitó el dedo ante la maleza.

—Buen trabajo —los felicitó; después se acercó al borde de lo que parecía un hoyo y apartó el disimulado entramado.

Descubrió entonces que la auténtica trampa estaba unos pasos más allá del hoyo aparente. Si hubiera salvado de un salto el entramado, habría caído pesadamente en el hoyo de verdad.

Ahora le tocaba reír a Elbryan, mientras calculaba las dimensiones de la trampa; después la saltó con agilidad y se dispuso a recorrer los últimos metros del sendero que lo separaban de la comida.

—¡Esta vez me he librado! —aulló, sin que le respondieran ni risas ni sonido alguno desde la maleza—. ¡Ne leque towithel! —repitió en el idioma elfo.

Elbryan rebasó el último árbol, pensando que estaba a salvo.

Pero algo le pasó silbando debajo de la barbilla. Oyó un ruido sordo a su lado y al volverse vio medio enterrada en un árbol una de aquellas delgadísimas flechas de los elfos. Una segunda saeta, que silbó detrás, le hizo darse la vuelta de un respingo, y sólo cuando distinguió el filamento plateado que colgaba de aquella flecha comprendió lo que sucedía.

Oyó una tercera y una cuarta saeta, peligrosamente cerca.

—¡No hay derecho! —gritó el joven intentando moverse y descubriendo que aquellos pegajosos hilos se lo impedían. Miró con desesperación hacia la maleza… y hacia el estofado, a pocos metros de distancia.

Oyó silbar más flechas con hebras colgantes que iban tejiendo una red en torno a él impidiéndole llegar hasta la comida.

—¡No hay derecho! —repitió a gritos mientras la emprendía con las hebras. Consiguió romper algunas; un par de flechas se desprendieron del árbol y algunas hebras se soltaron. Pero de poco le sirvió, porque las hebras sueltas se le quedaban colgando de la ropa y lo entorpecían aun más.

Mientras se debatía silbó otra flecha, que lo alcanzó en el antebrazo. Sus protestas se transformaron en un gruñido de dolor; dejó de resistir en vano y se apretó el brazo.

—¡Cobardes! —gritó, totalmente frustrado—. ¡Parecéis trasgos! ¡Sólo un cobarde dispararía desde las ramas! ¡Sólo un cobarde descendiente de trasgos atacaría a alguien que no tuviera armas con las que defenderse!

La siguiente flecha le arañó la nuca dejándole un hilillo de sangre.

—¡Basta ya! —exclamó un vozarrón tras la maleza, una voz que Elbryan reconoció. Y, desde luego, se puso muy contento al oírla.

Por doquier surgieron protestas, risas, burlas.

—¡Basta, Tuntun! —ordenó otra vez Belli’mar Juraviel, al tiempo que salía de entre los arbustos y se acercaba a Elbryan.

Tuntun, con el arco en la mano, surgió del otro lado del camino y se apresuró a seguir a Juraviel.

—Tranquilo, amigo mío —le dijo Juraviel al pobre Elbryan, que se afanaba en vano sin lograr otra cosa que enredarse aun más—. Las hebras no se soltaran hasta que lo ordene Tuntun.

Juraviel se volvió y dirigió una mirada furibunda a la elfa, que exhaló un suspiro de resignación y murmuró entre dientes unas palabras.

Casi al instante, las hebras empezaron a desprenderse de Elbryan, con excepción de las que iban del árbol al arbusto, donde Tuntun las había atado, y las que el joven se había enrollado inadvertidamente en torno a sus miembros. Por fin, con la ayuda de Juraviel, Elbryan quedó libre y al instante se volvió hacia Tuntun; sus verdes ojos relampagueaban amenazadoramente.

La elfa lo miraba sin inmutarse, sonriendo como si tal cosa.

—¡Me gané esa comida! —rugió el joven.

—Pues ve a comerla —replicó Tuntun, al tiempo que resonaban risotadas en todos los arbustos—. No hay cuidado de que te quemes la lengua.

—Elbryan —dijo Juraviel al ver que el joven apretaba los puños.

Tuntun alzó la mano hacia el elfo, rogándole con el gesto que le permitiera a ella hacerse cargo de la situación. Juraviel sabía lo que se avecinaba y, aunque no le agradaba porque creía que era demasiado pronto, habida cuenta del entrenamiento del muchacho, en cierto modo estaba de acuerdo con que la lección podría resultar útil.

—Ardes en deseos de atacarme —se burló Tuntun.

Elbryan estaba furioso pero no podía, en conciencia, golpear a aquella diminuta criatura que pesaba la mitad que él, y que para colmo era una chica.

Tuntun levantó el arco tan rápidamente que Elbryan no pudo seguir el movimiento y disparó una flecha hacia el sendero. La flecha fue a parar a la bandeja del estofado y la volcó.

—Hoy no podrás comer nada —se limitó a decir.

Los nudillos de Elbryan se habían puesto blancos y los músculos de la mandíbula tensos.

Hizo amago de dar media vuelta con la idea de pasar por alto los insultos; pero, antes de que pudiera hacerlo, Tuntun lo golpeó con el arco en la parte posterior de la cabeza.

Elbryan lanzó un amplio gancho de izquierda mientras se encaraba con la elfa. Se sentía humillado; Tuntun agachó la cabeza ante aquel predecible golpe, y le atizó dos veces muy seguidas un golpe en la parte interior de cada rodilla.

Elbryan se tambaleó pero se recompuso; Tuntun arrojó con brusquedad su arco, levantó las manos vacías y lo invitó a atacarla.

El muchacho no sabía qué hacer. El bosque estaba en silencio, totalmente silencioso, y Juraviel no hizo ningún movimiento ni le dio indicación alguna acerca de lo que tenía que hacer.

El joven se dio cuenta de que era él quien tenía que decidir, y se agachó con las manos abiertas por completo, guardando un perfecto equilibrio. Esperó largo rato, hasta que Tuntun se relajó, y entonces saltó como un gato cazador.

Sólo capturó aire, nada más, y ni siquiera advirtió que la elfa no estaba delante de él hasta que la oyó revolotear detrás, y notó una serie de agudos pinchazos en la parte posterior de la cabeza.

Se dio la vuelta, pero Tuntun se giró con él, y de este modo siguió detrás de él golpeándolo en la parte superior de la espalda. Furioso, Elbryan pudo por fin situarse de lado y dejar cierto espacio entre él y su esquiva oponente.

—¡La sangre de Mather! —dijo sarcásticamente Tuntun—. ¡Pelea como podría hacerlo cualquier humano torpón!

Juraviel quería responder que Mather se había encontrado exactamente en la misma situación durante los primeros años de aprendizaje, pero lo dejó correr. Decidió permitir que Tuntun se divirtiera aquel día; su victoria sería mucho más dulce cuando Elbryan demostrara al fin de lo que era capaz.

En el momento preciso, Elbryan se dio la vuelta, esta vez midiendo los pasos, sin dejar de mirar a la elfa. Tuntun se posó otra vez en el suelo y se balanceó lentamente, agitando las manos.

Elbryan vio una oportunidad y se lanzó al ataque: un gancho con la izquierda, un paso y un derechazo cruzado. Tenía la intención de encoger el brazo izquierdo, que había fallado, y, con un movimiento de hombros, cargar el peso sobre el derecho. Tenía la intención de hacer un montón de cosas, de continuar el golpe combinado con un bloqueo de hombro o una rápida sucesión de ganchos si se le presentaba la ocasión. Sin embargo, tan pronto como extendió el brazo izquierdo y su puño voló hacia la oscilante cabeza de Tuntun, comprendió que su oportunidad había pasado.

Tuntun se dio la vuelta para eludir el puñetazo, movió la cabeza para esquivar el derechazo de Elbryan, y con la mano derecha le agarró la muñeca y se la empujó hacia afuera, en tanto que con la izquierda le asía la parte exterior del codo. Cuando el brazo de Elbryan estuvo inmovilizado, y antes de que el joven pudiera dar un paso y defenderse, Tuntun giró la muñeca y la dirigió hacia abajo.

Elbryan no tuvo más remedio que dejarse llevar siguiendo el impulso hacia la izquierda, cayó pesadamente y fue a parar a un arbusto cercano. En su honor hay que decir que no opuso resistencia al revolcón ni intentó amortiguar la caída. Volvió a la carga y se lanzó contra las piernas de Tuntun.

La elfa se enderezó y se inclinó sobre la cabeza y los hombros del muchacho que la atacaba.

Su fuerza sorprendió a Elbryan, pues no pudo vencer la resistencia de la elfa, y se sorprendió aun más cuando Tuntun juntó las manos y las dejó caer con todas sus fuerzas sobre la zona sensible justo debajo de su omóplato derecho.

El joven sintió que las fuerzas abandonaban aquel lado de su cuerpo. Se derrumbó otra vez, apenas consciente de que la elfa se había liberado de su agarro. Notó que ella daba un brinco, oyó el revoloteo de las alas y se arrodilló lo más deprisa que pudo, consciente de su vulnerabilidad. Oyó una risita y luego sintió un estallido de dolor cuando Tuntun, que se había dado media vuelta y había aterrizado sobre un pie justo entre los tobillos del joven, le dio una patada con el otro entre los muslos y lo alcanzó en la ingle.

El muchacho se derrumbó apretándose la entrepierna y gimiendo, con la súbita sensación de que se mareaba.

—¡Tuntun! —oyó que protestaba Juraviel, y le pareció como si la voz del elfo viniera de muy lejos.

—Lucha como un humano —respondió Tuntun indignada.

—¡Es que es un humano! —le recordó Juraviel.

—Razón de más para patearlo.

Las risas que resonaron en el bosque le produjeron a Elbryan tanto dolor como la patada en la ingle. Se quedó tumbado en el suelo largo rato, con los ojos cerrados, en posición fetal.

Por fin abrió los ojos y rodó hasta donde estaba Juraviel. El elfo le tendió la mano, pero Elbryan la rechazó tozudamente.

—Aprende a resistir las pullas, amigo mío —le dijo Juraviel—. No se puede conseguir nada sin dolor.

—Lame la ensangrentada gorra —gruñó Elbryan; era un insulto corriente entre los humanos, aunque hacía referencia a los powris. Elbryan apenas sabía lo que era una «ensangrentada gorra», y por tanto para él no estaba claro el significado de la maldición.

Pero sí lo estaba para Juraviel, pues el elfo había combatido muchas veces, durante siglos, con los salvajes y malvados powris. Teniendo en cuenta el dolor y la vergüenza sufridos por el muchacho, Juraviel pasó por alto el insulto.

Elbryan se dirigió torpemente hacia la comida y recuperó lo que pudo. Después, cogió el último cesto y se dispuso a recorrer el kilómetro que lo separaba del hoyo.

Juraviel lo seguía en silencio, a discreta distancia. Deseaba sacarle el máximo partido a la lección de Tuntun, pero no estaba seguro de que Elbryan estuviera en disposición de aprender.

Mientras caminaba, llegaban hasta Elbryan de vez en cuando risitas ahogadas procedentes de las sombras del bosque. Pero el joven hacía caso omiso de ellas, ni siquiera las oía, perdido en la autocompasión y consumido por la frustración y la rabia. Se sentía solo y aislado, y pensaba que le habría ido mejor si aquellos elfos no hubieran acudido a salvarlo del fomoriano.

De regreso al hoyo, Elbryan emprendió la tarea más dura. Cogió una de las piedras empapadas y la estrujó con todas sus fuerzas sobre el hoyo. Cuando la porosa piedra hubo soltado la alimenticia agua de la ciénaga, Elbryan la dejó junto al cubo y cogió otra. Muy pronto, antes de que hubiera vaciado el primer cesto, los antebrazos le empezaron a doler por el esfuerzo.

Juraviel se acercó al depósito y metió las manos a modo de taza. Observó un momento el color del agua y luego la olió. La combinación del agua de la ciénaga y las piedras de leche, como las llamaban los elfos, producía uno de los jugos más dulces de Corona. Con él fabricaban los elfos el embriagador vino que llamaban questel ni’touel, que era conocido en el mundo entero como «pasmo»[2]. La connotación a ciénaga que sugería la palabra se había perdido por completo entre los humanos, que creían que el término hacía alusión al estado en que quedaba la mente tras unos sorbos del potente bebedizo. No es que muchos humanos hubieran probado el elixir, pues los elfos no comerciaban abiertamente con él. Sus contactos con el ancho mundo de los hombres eran discretos y escasos, pero los elfos lo utilizaban para obtener artículos de capricho, objetos curiosos en general y canciones de los pocos bardos humanos que se aventuraban en el valle.

—Buena cosecha la de hoy —comentó Juraviel con la esperanza de alegrar al cariacontecido joven.

Elbryan gruñó por toda respuesta. Cogió otra piedra, la sostuvo sobre el depósito y la estrujó con todas sus fuerzas con la esperanza de que el jugo exprimido salpicara a Juraviel.

Pero el elfo era demasiado rápido y cauto. No obstante, movió la cabeza, agradablemente sorprendido al calibrar cómo la fuerza del muchacho había aumentado en unas pocas semanas.

Pensó en dejarlo solo, pero decidió intentar por última vez calmarlo y ayudarlo a sacar algún provecho de tan vergonzosa y dolorosa lección.

—Es bueno que tengas tanto valor —le dijo—, y todavía mejor que sepas dominarte.

—No hay que tirar demasiado de las riendas —repuso Elbryan, rezongando más que hablando. Para poner más énfasis, cogió la piedra siguiente y, en lugar de sostenerla sobre el hoyo, la arrojó a un arbusto cercano, en un gesto que no tenía más finalidad que el desafío. Incluso si se decidía a ir a recogerla, el líquido de la piedra estaría corrompido y no podría aprovecharse.

Juraviel se quedó mirando largo rato el lugar donde había caído la piedra. Trató de ver las cosas desde el punto de vista de Elbryan, trató de entender su frustración, trató de recordar la terrible tragedia que había sufrido el muchacho la estación pasada.

Aquello no era bueno. Fuera lo que fuera lo que había sucedido aquel día y las semanas anteriores, aquella tozudez sólo podía conducir al desastre. De repente y con asombrosa rapidez, Juraviel dio un saltito con un aleteo y se encaró con Elbryan. Con una mano le cogió el cabello de la parte de atrás de la cabeza y con la otra le inmovilizó la barbilla. El joven, que al menos era tan fuerte como el elfo, levantó los brazos para defenderse, pero no tuvo siquiera oportunidad de ofrecer la menor resistencia, pues Juraviel hizo un movimiento rotatorio con las manos y obligó a Elbryan a torcer la cabeza. Aprovechando la ventaja, logró que el muchacho perdiera el equilibrio y siguió retorciéndole la cabeza, forzándolo a inclinarse sobre el hoyo. Se echaría a perder un poco de jugo, pero Juraviel decidió que valía la pena.

Sumergió la cabeza de Elbryan en el líquido; luego la sacó y la volvió a sumergir. La tercera vez lo mantuvo bajo el agua tanto rato que al muchacho le pareció haber estado varios minutos; cuando lo sacó y lo soltó, el aturdido joven cayó al suelo jadeando desesperadamente.

—Soy tu amigo —le dijo en tono terminante Belli’mar Juraviel—. Procuremos ver la situación desde la misma perspectiva. Estás entre los Touel’alfar, no entre los hombres. Te han traído a Andur’Blough Inninness para ser adiestrado como guardabosque. Estos son los hechos; una vez que se ha empezado, no hay manera de volver atrás. Si fracasas, si no demuestras que eres digno de nuestra amistad, no podrás regresar a tu mundo con la experiencia que habrás adquirido sobre nuestro país y nuestras costumbres.

Cuando Elbryan se disponía a contestar, horrorizado ante la idea de convertirse en un prisionero, Juraviel concluyó en tono sombrío:

—Ni tampoco podrás quedarte.

Los pensamientos de Elbryan se perdieron en la falta de lógica de todo aquello. No podía marcharse pero tampoco quedarse. ¿Cómo podía ser?

El joven se quedó boquiabierto ante la única posibilidad que quedaba, mientras imaginaba que Tuntun se encargaría de su ejecución sin dudarlo un instante, si es que no lo hacía Juraviel.

Aturdido, no pronunció palabra alguna, sino que se puso a trabajar en cuanto Juraviel se marchó.

Aquella noche, Elbryan se sentó en el altozano que ya consideraba suyo, bajo el toldo de estrellas, a solas con sus pensamientos. Imágenes, recuerdos de su vida pasada, de unas pocas semanas que a veces le parecían minutos y otras siglos, se amontonaban en el límite de su conciencia. Trató de concentrarse en el presente, en la simple belleza del cielo estrellado, o en el futuro, en los misterios de infinidad y eternidad. Pero, inevitablemente, eso lo llevaba a pensar en la muerte y en el destino trágico de sus familiares y amigos.

En aquel amasijo de emociones se entremezclaban también sus sentimientos hacia los elfos.

No entendía a aquellas criaturas, tan plenas de alegría y de espíritu infantil en un momento, y tan mortalmente implacables minutos después. ¡Incluso Juraviel! Elbryan había creído que era su amigo, y a lo mejor lo era, en su peculiar forma inhumana, pero la ferocidad con que le había sumergido la cabeza debajo del agua lo asombraba y lo aterrorizaba. Elbryan se había considerado siempre en cierto modo un guerrero; al fin y al cabo, había matado trasgos, aunque su cuerpo estaba aún lejos de alcanzar la madurez total. Sin embargo, en comparación con la rapidez y la agilidad de los elfos, con la flexibilidad de sus movimientos, con el equilibrio perfecto que suplía las deficiencias de peso y fuerza, Elbryan se sentía realmente un novato. Juraviel, que pesaba la mitad que él, lo había dejado fuera de combate con asombrosa rapidez, con un simple movimiento al que Elbryan no había podido oponer resistencia.

Así pues, allí estaba él, en una tierra encantadora y terrorífica, compartiendo el bosque con aquellas criaturas a las que no podía ni entender ni desafiar. Aquella noche, sentado en el altozano, Elbryan se sentía como si estuviera completamente solo en el universo, como si todo en torno —el mundo de los elfos, los trasgos que habían atacado Dundalis y la gente que había conocido en su pueblo— no fueran más que sueños, sus sueños. Elbryan se dio cuenta de la arrogancia de tal idea, fruto de un pecado de orgullo; pero estaba tan nervioso, se sentía tan insignificante y vulnerable que tenía remordimientos de conciencia por ser tan sensible.

En el altozano, bajo aquel cielo, Elbryan se atrevía a jugar a Dios, y aquel juego emocional le permitió al fin quedarse dormido en paz y despertarse con la determinación de seguir adelante, con la plena confianza de que aquel día tomaría la comida caliente. Recogió los cestos y corrió hacia el hoyo.

Y cuando dejó el último cubo vio que su té aún humeaba.

Era un trabajo duro, fatigoso, rutinario, interminable. Pero no dejaba de tener sus recompensas. A medida que los días se trasformaron en meses y los meses en un año y luego en dos, apenas se podía reconocer en Elbryan al jovencito desgarbado a quien Jilseponie había pegado una vez. Las piernas se le fortalecieron y agilizaron de cargar pesos y evitar trampas. Se le ensancharon los hombros y el pecho; y los brazos, sobre todo los antebrazos, se le fortalecieron con músculos de acero.

A la tierna edad de dieciséis años, Elbryan Wyndon era más fuerte de lo que había sido Olwan.

Y Olwan había sido el hombre más fuerte de Dundalis.