Hacía calor; Elbryan notó primero una sensación suave y húmeda en la piel. Poco a poco fue recuperando la conciencia, como si regresara de un apartado lugar. Durante un buen rato siguió acostado disfrutando de aquella reconfortante sensación de calor, al borde de la conciencia. Para el muchacho que había presenciado aquella espantosa carnicería era preferible aquel estado de semiinconsciencia.
Cuando el recuerdo de Dundalis, de sus padres muertos, derribó sus defensas arrebatándole la calma y la tranquilidad, el joven abrió los ojos, de color verde oliva.
Estaba en un terraplén cubierto de musgo, una suave pendiente que le había permitido tener la cabeza a un nivel más alto que los pies. Lo rodeaba una espesa y templada niebla que era una caricia para el cuerpo y un alivio para los sentidos, y no se veía nada a más de un metro de distancia. Apoyándose en los codos, Elbryan cayó en la cuenta de que también los sonidos quedaban atrapados y amortiguados por la niebla. Comprendió que se encontraba en un bosque pues las hojas caídas le cubrían los tobillos. Su instinto —algo que flotaba en el aire, quizás el aroma— le indicó que no era la ladera que conducía desde Dundalis a la cima de la sierra, la ladera en la que había topado con…
¿Con qué?, se preguntaba Elbryan, no encontrando explicación acerca de qué o quiénes podían ser aquellas delicadas criaturas aladas.
Pese a los cardenales, resultado de su lucha con los trasgos, pese a las heridas leves y a la incomodidad de la noche que había pasado en las ruinas de su casa, no sentía en los miembros ni dolor ni entumecimiento. Se incorporó y giró sobre sí mismo hasta colocar las piernas debajo. Lentamente se puso en cuclillas y observó con detenimiento la zona intentando adivinar dónde se encontraba.
Era un bosque viejo, a juzgar por los troncos nudosos y retorcidos de los árboles cercanos que se vislumbraban entre la niebla. En el cielo, el sol parecía una mancha gris. «El oeste», decidió Elbryan tras contemplarlo un rato, pues su instinto y su sexto sentido se empeñaban en clasificar las cosas. El muchacho creía que el sol estaba en el oeste, a medio camino entre el mediodía y el ocaso.
No faltaba mucho tiempo para que la noche lo rodeara. Se puso en pie, pero un poco encorvado pues se sabía vulnerable a pesar de la espesa niebla. Su mente racional le aconsejaba salir de ella para poder observar la zona, pero los sentidos físicos le impedían abandonar el abrigo de la bruma.
Desoyó los sentidos y echó a andar ladera arriba para salir de aquella manta gris. Caminaba deprisa, y a menudo tropezaba y se maldecía a sí mismo en silencio cada vez que hacía un ruido. Durante unos minutos avanzó entre la niebla, y salió de ella tan repentinamente que casi tropezó del susto. En el preciso instante en que se aclaró el aire en torno, lo abofeteó un viento impetuoso, no a ráfagas sino con una fuerza constante. Elbryan miró los pocos metros que lo separaban de la inmóvil niebla, ladera abajo. Le pareció como si aquella niebla de algún modo detuviera los vientos, o por lo menos escapara a ellos; pero ¿cómo era posible?
Los ojos de Elbryan se abrieron desmesuradamente ante otro inexplicable misterio cuando observó la pendiente que ascendía y ascendía más y más desde el punto donde se encontraba, atrayéndolo y haciendo que se sintiera totalmente insignificante y minúsculo. Sabía que no estaba en ningún lugar cercano a Dundalis, pues la montaña no se parecía en nada a las suaves y boscosas colinas de su país. Estaba en la cara oeste de una montaña, en una cordillera enorme e impresionante, mirando hacia un valle oval cubierto de niebla y situado entre imponentes picachos. Más arriba, no muy lejos, Elbryan vio nieve en aquella montaña y en todas las demás, una nieve que muy bien podía ser perpetua.
Sacudió la cabeza con un gesto de desamparo. ¿En qué lugar de Corona se encontraba? ¿Y cómo había llegado hasta allí?
Los ojos del joven se abrieron aun más y miró en torno con desesperación.
—¿Estoy muerto? —preguntó al viento.
No hubo respuesta ni señal alguna; sólo el murmullo, la interminable sucesión de susurros misteriosos.
—¡Padre! —gritó Elbryan y dio tres pasos vacilantes hacia la derecha, como si así pudiera lograr algo—. ¡Pony!
No hubo respuesta.
El corazón se le aceleró y la sangre le circuló furiosamente. De pronto comenzó a jadear presa del pánico. Echó a correr, primero hacia la izquierda, luego hacia arriba y, cuando esa dirección le resultó difícil, hacia la derecha, sin dejar de llamar a gritos a su padre, a su madre, a todos los demás.
—No estás muerto —dijo una dulce y melodiosa voz a sus espaldas.
Elbryan se detuvo un buen rato para recobrar el aliento y reponerse. De algún modo sabía que quien le hablaba no era humano, que ninguna voz humana podía ser tan dulce y perfecta.
Despacio, concentrándose tan sólo en la respiración, se dio la vuelta.
Allí estaba una de las criaturas que había visto en el claro del bosque; era un poco más baja que él y seguramente no pesaba más de la mitad de su peso. Sus miembros eran delgados, pero robustos y huesudos como los de Jilseponie de pequeña; no parecían escuálidos, no más que las flexibles ramas de un sauce combado. Tampoco aquella criatura tan diminuta parecía débil. Nada más lejos de la verdad; su firmeza y elástica solidez hacían pensar a Elbryan que aquel diminuto enemigo sería más difícil que cualquiera de los trasgos con los que había luchado, quizá más difícil aun que el gigante.
—Vuelve aquí abajo donde se está más caliente —le aconsejó la criatura a Elbryan—, entre la bruma, donde el viento no sopla.
Elbryan miró hacia el valle y se dio cuenta por vez primera de que no sobresalían copas a través del toldo gris, como si todos los árboles se hubieran detenido exactamente en aquel nivel. Elbryan tuvo la inequívoca sensación de que la niebla y las copas estaban conectadas de algún modo.
—Ven —dijo la criatura—. No estás muerto y tampoco en peligro. El peligro ha pasado.
Elbryan se estremeció ante la referencia a la tragedia de Dundalis. Sin embargo, la forma en que se pronunciaron aquellas palabras —con franqueza y sin ningún engaño aparente— le permitió cierto relajamiento. En lugar de considerar a la diminuta criatura como un enemigo potencial, la miró bajo una luz distinta. Se fijó por vez primera cuán delicada y hermosa parecía, con formas angulosas perfectamente esculpidas y con un pelo tan dorado que a su lado incluso la espesa y lustrosa melena de Pony resplandecería con menos brillo; era como si luciera por sí misma, con una luz interna que diera al flujo de cabellos reflejos trémulos y relucientes. Los ojos de la criatura no eran menos espectaculares; parecían dos estrellas doradas, con un brillo de infantil inocencia, pero también de profunda sabiduría.
La criatura empezó a bajar por la pendiente pero se detuvo al borde de la niebla, al advertir que el joven no se había movido para seguirla.
—¿Quién eres? —llegó la pregunta obvia.
—Soy Belli’mar Juraviel —contestó la criatura con una sonrisa encantadora y sincera, y lo invitó de nuevo a ir hacia la niebla; incluso dio otro paso, de modo que su brillo desapareció en la grisura.
—¿Quién eres? —dijo Elbryan con más confianza. Sospechaba que la criatura confirmaría que era un elfo, pero se dio cuenta de que tan sincera y esperada respuesta le daría de hecho poca información ya que no sabía en realidad qué era un elfo.
La criatura se detuvo de nuevo y se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Tan poco sabes?
Elbryan miró con fiereza a Juraviel, sin humor para charlas crípticas.
—Me temo que el mundo no tiene remedio —prosiguió Juraviel—. ¡Pensar que nos han olvidado en sólo un siglo!
El ceño fruncido de Elbryan dejó paso a la curiosidad.
—¿Realmente no lo sabes?
—¿Saber qué? —estalló Elbryan, desafiante.
—Algo aparte de vuestra raza —aclaró Juraviel.
—¡Conozco a los trasgos y a los gigantes fomorianos! —replicó Elbryan, cada vez más irritado.
Juraviel tenía respuesta para aquello, una observación que habría cuestionado tal conocimiento haciendo mención de la escasa previsión de Dundalis: si aquel muchacho conocía aquellas razas malignas, ¿por qué el pueblo estaba tan mal preparado para afrontar un simple asalto de un grupo de ellos? El elfo se guardó educadamente la pregunta para sí mismo, ya que comprendió que las heridas del muchacho eran demasiado dolorosas.
—¿Acaso te parezco una de esas criaturas? ¿Soy un trasgo o un fomoriano? —preguntó con calma Juraviel, y aquella voz melódica echaba por tierra cualquier posible comparación con los graznidos y gruñidos de los monstruos.
Elbryan se mordió el labio un momento, tratando de encontrar una respuesta apropiada. Al fin, sacudió la cabeza.
—Ven —lo invitó Juraviel, y el diminuto personaje se volvió otra vez hacia la niebla.
—No has contestado a mi pregunta.
Cuando Juraviel lo miró, tenía una expresión más severa.
—No hay respuesta que pueda expresarse con simples palabras —explicó—. Podría decirte un nombre, y tú podrías haberlo oído antes, pero te daría poca información auténtica y mucha mítica.
Elbryan ladeó la cabeza, obviamente perdido.
—Tus prejuicios asociados al nombre entrarían en conflicto con tu percepción —prosiguió Juraviel—. Me preguntaste mi nombre y yo te lo di de buen grado, ya que no tenías prejuicios acerca de las palabras «Belli’mar Juraviel». Me preguntas quién soy, y esto no te lo puedo decir. Es algo que Elbryan Wyndon de Dundalis debe descubrir por sí mismo.
Antes de que el joven, sobrecogido, pudiera preguntar cómo conocía su nombre, la criatura se giró, se metió en la niebla y desapareció de su vista. Elbryan se balanceó sobre los talones, dando vueltas a aquellos pensamientos. Entonces se dio cuenta de que de nuevo se encontraba solo y perdido por completo. No había muchas alternativas, y ninguna era mejor que la de seguir a la criatura, quienquiera que fuese.
Elbryan corrió pendiente abajo, de nuevo hacia la grisura, y encontró a Juraviel sonriente, esperándolo más allá del límite de la niebla, pero muy cerca de este. Al principio, el joven se preguntó por qué no había visto la figura desde fuera de la niebla, pero después advirtió que tampoco había visto los árboles, a pesar de que ahora los veía a su lado, altos y gruesos, sólo a cinco pasos dentro de la niebla.
Demasiadas preguntas, decidió el joven, y no quiso conocer las respuestas en aquel momento; su curiosidad estaba saturada.
Juraviel descendió por la pendiente a paso ligero, seguido a corta distancia por Elbryan. Un poco más abajo salieron del toldo de niebla, y Elbryan pudo apreciar el valle arbolado. De nuevo se quedó sorprendido al advertir que se sentía reconfortado y sereno a pesar de todo lo que había sucedido, a pesar de sus muy reales temores. Ya no se sentía perdido, y si estaba muerto —y de nuevo pensaba que así era— ¡la muerte no era tan mala!
En cuanto al bosque, el joven Elbryan se dijo que se trataba del lugar más bello que había visto nunca. El monte bajo era exuberante y espeso; pero, a medida que avanzaban, parecía abrirse para formar un suave sendero que, aunque daba la impresión de acabarse un metro delante de ellos, continuaba aparentemente en la dirección que Belli’mar Juraviel elegía. La criatura no seguía ningún camino, pensó Elbryan, sino que estaba haciendo uno, caminando a través del monte bajo con la misma facilidad con que un hombre podría vadear una charca poco profunda. Tan pronto como se recuperó de aquel espectáculo, Elbryan se sintió pasmado esta vez a causa de las miríadas de brillantes colores y delicados aromas, de los gorjeos de los innumerables pájaros, de la encantadora canción de un arroyo invisible, del balido de alguna criatura distante. El lugar, en conjunto, era una canción; cada sentido de Elbryan estaba al límite, y se sentía vivo como jamás se había sentido antes.
Su mente luchó contra aquella percepción. Se forzó a sí mismo a recordar Dundalis, a revivir el horror que había encontrado en aquella lucha a muerte. Pensó escapar, aunque no sabía adónde podía ir ni tan sólo por qué deseaba hacerlo. Miró las ramas bajas de un árbol vecino y se imaginó el arma que podría construir con una de ellas, aunque un arma, cualquiera que fuese, le parecía ciertamente fuera de lugar. Su testarudez duró algunos minutos, como una última manifestación de su poderosa fuerza de voluntad. Pero ni siquiera los recuerdos de la reciente tragedia podían retener con firmeza a Elbryan mientras caminaba por vez primera a través de los bosques que eran la casa de los elfos, de la gente de Belli’mar Juraviel. Era imposible tener pensamientos tenebrosos en el lugar donde el pueblo de Juraviel bailaba y jugaba.
—¿Puedes decirme por lo menos dónde me encuentro? —preguntó un aturdido Elbryan minutos después, mientras Juraviel avanzaba como en trance, al parecer completamente olvidado del joven.
Después de dar una docena de aquellos pasos saltarines, la criatura se detuvo y se dio la vuelta.
—En vuestros mapas, si es que está en ellos, este lugar se llama simplemente el Valle de la Niebla.
El nombre no significaba nada para Elbryan, pero estaba contento de saber que por lo menos podría encontrarlo en algún mapa. Si aquello era cierto, entonces probablemente no estaba muerto.
—En realidad, esto es Andur’Blough Inninness, el Bosque de la Nube, aunque pocos de los tuyos reconocerían este nombre, e incluso aquellos que lo hicieran no lo admitirían.
—¿Siempre hablas tan enigmáticamente?
—¿Siempre haces preguntas tontas?
—¿Qué hay de tonto en querer saber dónde me encuentro? —preguntó Elbryan enfadado.
—Ya te lo he dicho —replicó un reposado Juraviel—. ¿Te ha servido de algo? ¿Te sientes más a gusto ahora que sabes que estás en un lugar que no conoces?
Elbryan refunfuñó suavemente, y se pasó ambas manos por su brillante pelo castaño.
—Lo que ocurre —prosiguió el elfo con aires de superioridad— es que los humanos deben nombrar todas las cosas, deben situarlas en un mapa y colocarlas en algún orden en grupos y categorías, de forma que creen haber encontrado alguna manera de controlar lo que no se puede controlar. Un falso sentido de religiosidad, supongo.
—¿Religiosidad?
—Arrogancia —clarificó Juraviel—. ¡Mi joven humano —dijo de repente, emocionado, mientras batía sus delicadas manos en jubilosa burla—, estás en Andur’Blough Inninness!
Elbryan arrugó la cara y se encogió de hombros.
—Ni más ni menos —dijo Juraviel secamente, y reemprendió su camino.
Elbryan suspiró y lo siguió.
Transcurrió media hora sin que nada ocurriera; Elbryan iba caminando mirando en torno, impresionado por la belleza y la riqueza de Andur’Blough Inninness. A menudo, no obstante, la mirada del muchacho derivaba hacia la curiosa criatura que lo guiaba.
—¿Te sirve eso para algo? —preguntó impulsivamente revelando sus pensamientos antes de darse siquiera cuenta de que estaba hablando.
Juraviel se detuvo y miró a Elbryan, que con aire avergonzado estaba inmóvil en medio del camino y lo señalaba con el dedo.
La sonrisa de Juraviel lo tranquilizó.
—Una pregunta lógica —comentó la criatura, entendiendo la curiosidad de Elbryan—, por fin —añadió con exagerado alivio.
El rostro de Elbryan se ensombreció.
—Pero ¿por qué quieres saberlo? ¿Quizá para ganar ventaja en una batalla? —fue la respuesta del siempre elusivo Juraviel—. No me refiero a que tú y yo tengamos que combatir, desde luego —se apresuró a añadir al notar que los músculos de Elbryan se tensaban.
Aquellas palabras calmaron al muchacho, y entonces Juraviel continuó:
—A no ser durante… —entonces se interrumpió y dejó en el aire la broma.
Muy nervioso y con la sensación de estar fuera de lugar tanto física como emocionalmente, Elbryan exhaló un profundo suspiro para liberarse de la ansiedad que sentía. Se esforzó por echarse a la espalda temores y negros pensamientos y concentrarse sólo en el presente. Quizá se trataba de pura y simple resignación, quizás el joven había llegado a la conclusión de que de todas formas no podía hacer nada de nada; no obstante, para Juraviel era prometedor el cambio que había experimentado el muchacho. Desde luego, cierto distanciamiento emocional le resultaría saludable a un joven que había pasado por tanto y al que aguardaban todavía muchas experiencias.
Con una sonrisa amplia, Juraviel agitó las alas, inclinó las rodillas y se elevó medio saltando medio volando hasta la rama más baja de un arce cercano.
—Sirven —proclamó Juraviel— para dar brincos y atenuar caídas. Pero no podemos volar como los pájaros. —Volvió a posarse en el suelo con el rostro repentinamente serio, como si pensara en sus propias palabras—. Es una pena.
Elbryan asintió mostrando su conformidad. ¡Qué magnífico sería poder volar! Se imaginaba el viento, el verde toldo de las copas de los árboles a sus pies…
—No te resultará desagradable tu estancia aquí, a menos que tú procures que lo sea —se apresuró a decirle Juraviel con tono severo antes de que el rostro de Elbryan se iluminara con una sonrisa.
El joven miró con curiosidad a la criatura, sorprendido por el repentino cambio de actitud.
—Has de saber que entre mi pueblo hay quienes creen que no perteneces a la comunidad —continuó diciendo Juraviel con tono grave—. Hay quienes no ven en ti semejanza alguna con Mather.
—No conozco a nadie con ese nombre —replicó Elbryan con todo el valor de que fue capaz.
De nuevo experimentó aquella sensación de distanciamiento, conscientemente buscada, el convencimiento de que nada tenía que perder, de que ya lo había perdido todo.
Juraviel hizo un ligero gesto con los hombros.
—Ya lo conocerás —aseguró—. Ahora escúchame, jovencito. No eres un prisionero, pero tampoco eres libre. Mientras permanezcas en Andur’Blough Inninness, deberás controlar tu conducta en tanto dure tu adiestramiento.
—¿Adiestramiento? —repitió Elbryan, asombrado, pero Juraviel no perdió tiempo en escucharlo.
—Allá tú si te desvías de las normas. No pidas otra oportunidad cuando la implacable justicia de los Touel’alfar caiga sobre ti.
La amenaza era clara y contundente. Elbryan, con aquel típico orgullo de los Wyndon, enderezó los hombros y tensó la mandíbula, gesto que Juraviel pareció no notar en absoluto. Al joven le sonaba el nombre con el que Juraviel se había referido a su pueblo, Touel’alfar, y estaba seguro de haberlo oído en los relatos sobre elfos.
—Ahora debes descansar —ordenó Juraviel—. Cuando salga el sol te indicaré tus obligaciones. Y descansa todo lo que puedas —remató con tono serio y sombrío—, porque tus obligaciones son muchas y desde luego te resultarán duras.
Elbryan tuvo ganas de gritarle que haría lo que le viniera en gana y cuando le viniera en gana. Deseaba proclamar a voces su independencia; pero, antes de que pudiera emitir una palabra, Juraviel dio un salto y emprendió un corto vuelo. La delicada criatura se posó en una rama y de otro salto desapareció en la espesa maleza con tanta rapidez, que Elbryan parpadeó y se restregó los ojos.
Allí estaba, solo en el valle de Andur’Blough Inninness, dudando de lo que había visto, dudando de cuanto le había sucedido. Echaba de menos a su padre y a su madre. Echaba de menos a Pony. Deseaba que la patrulla hubiera tenido la oportunidad de prevenir al pueblo antes de que sobreviniera el desastre de los trasgos. Deseaba…
Deseaba muchas cosas, todas a la vez. Se dejó caer en el suelo y luchó contra las emociones que lo embargaban; no quería llorar.
Desde la perspectiva de Juraviel, el primer encuentro había resultado bastante bien. Sabía que surgirían muchas dudas en torno a Elbryan, sobre todo por parte de Tuntun, y sabía qué difícil podía llegar a ser Tuntun… Pero, después de haber hablado con el joven, Juraviel estaba más convencido, si cabe, de que el muchacho era verdaderamente de la estirpe de Mather, y un apropiado aprendiz de guardabosque. Elbryan poseía el mismo espíritu travieso que Mather, y en su interior latía el mismo amor y la misma pasión por la vida. El joven era capaz de controlar todo aquello, de conseguir el distanciamiento preciso… y, sin embargo, no había podido resistir la tentación de preguntar por las alas; ansiaba saber, y, cuando lo consiguió, no pudo menos que imaginar el portento de poder elevarse por los aires. En la expresión de su rostro, Juraviel había leído los maravillosos ensueños de Elbryan y los había saboreado tanto como el muchacho.
Era estupendo que el joven pudiera pensar en semejantes cosas pese al trance que estaba viviendo; era estupendo que pudiera seguir adelante con raciocinio y estoicismo. Tuntun estaba equivocada; a Juraviel no le cabía la menor duda: aquel joven tenía carácter.
Elbryan deseaba comer o quedarse dormido; incluso buscó en torno un lugar —un lecho de musgo, quizá— donde poder acostarse. Esa idea se entremezclaba con otros pensamientos veloces que estallaban en un muro de imágenes. Andur’Blough Inninness, con todos sus sonidos y colores, con todas sus vívidas imágenes, lo llamaba, lo atraía. Juraviel no le había dicho que debía permanecer donde estaba, así que Elbryan se levantó, se sacudió la hierba y echó a andar entre los árboles.
Pasó lo que quedaba de tarde mirando y oliendo. Encontró un arroyo repleto de unos peces amarillos que no conocía, y se entretuvo observándolos más de una hora. Vislumbró un ciervo que agitaba su larga cola blanca; pero, en cuanto trató de acercarse, el animal lo olfateó en el aire y desapareció de un salto con la rapidez con que Belli’mar Juraviel se había perdido entre las sombras.
Pese a las maravillas que le brindaba el atardecer, pese al alivio de existir en el presente y no en el espantoso pasado o en el incierto futuro, Elbryan se fue sintiendo más y más abrumado a medida que iba cayendo la noche.
En medio de la niebla que cubría el valle de los elfos se abrió un agujero por el que se veía el color azul oscuro del cielo. Poco a poco el agujero se fue agrandando, sus contornos se fueron desvaneciendo, y Elbryan, que contemplaba aquella maravilla, supo que algo sobrenatural, algo mágico se llevaba la niebla. El cielo no tardó en despejarse del todo, y las estrellas comenzaron a titilar.
Elbryan corrió en busca de un prado pues deseaba contemplar aquel espectáculo con más nitidez. Dio con un altozano desprovisto de árboles y emprendió la ascensión.
La niebla se había replegado a los confines del valle y allí permanecía inmóvil, desdibujando las oscuras siluetas de las montañas, haciendo borroso el límite entre la tierra y el cielo. Elbryan se había detenido en la cumbre del altozano, pero experimentaba la sensación de seguir subiendo, ascendiendo hacia aquellos brillantes y titilantes puntitos. De pronto cayó en la cuenta de que sonaba una música, una melodía bellísima que también parecía arrastrarlo hacia las estrellas para participar de su luz y de su misterio.
Cuando por fin salió del trance, fue incapaz de calcular cuántos minutos, quizás horas, habían transcurrido. Era noche cerrada, y le dolía el cuello por haberlo mantenido tanto tiempo en tan forzada posición.
Aunque volvía a estar en la tierra, en su alma seguía sonando la suave y maravillosa música que emanaba de las sombras, de los árboles, del mismísimo suelo. Mientras oyera aquella canción de elfos no podrían asaltarlo horribles recuerdos, no podría ser presa de temores. Despacio, con determinación, Elbryan emprendió el descenso mirando de vez en cuando hacia el cielo. Luego clavó los ojos en el punto más negro que pudo encontrar para que pudieran acostumbrarse a la oscuridad.
Se detuvo y con sumo sigilo dio una vuelta completa aguzando el oído para localizar aquel sonido. Una vez determinada la dirección echó a andar, decidido a encontrar al cantor.
Muchas veces creyó estar cerca. Muchas veces dobló precipitadamente una revuelta del camino o salió de un salto desde detrás de un árbol con la esperanza de sorprender al elfo cantor; incluso en una ocasión creyó vislumbrar a lo lejos la luz de una antorcha.
La canción se oía con claridad pero sin estridencia, y la entonaban varias voces, aunque Elbryan no vislumbró cantor alguno, no vio ni un elfo ni ninguna otra criatura en lo que quedaba de noche.
Juraviel lo encontró al alba, acurrucado en un agujero al pie de un enorme roble.
Era el momento de empezar.