Las tareas previstas eran muy duras, pues estaban pensadas para encontrar los puntos débiles y eliminar a aquellos que no encajarían con los rigores cotidianos de la orden de Saint Mere Abelle.
Para los cuatro candidatos a Preparadores seleccionados, Avelyn y Quintall, Thagraine y Pellimar —dos estudiantes de la promoción del año 815 del Señor— la vida era aun más difícil. Además de sus deberes diarios como estudiantes de primero y segundo año en la abadía, tenían la tarea adicional de preparar su viaje a Pimaninicuit.
Después de las vísperas, sus compañeros de clase se arrodillaban para rezar durante una hora, pasaban otra escribiendo, y se retiraban temprano para meditar y dormir a fin de recuperar fuerzas para las tareas del día siguiente.
Pero para los cuatro Preparadores empezaba entonces un régimen de cuatro horas de estudio. Cada uno de ellos estaba asignado a un padre, y estudiaban el Halo y los mapas que determinaban la fecha astronómica, que a su vez indicaría un período de lluvias. Aprendían náutica, cómo navegar con ayuda de las estrellas del cielo nocturno, y cómo aquellas estrellas cambiarían si el barco en el que navegaban los monjes cruzaba determinadas latitudes. Aprendieron a hacer nudos de múltiples maneras, necesarios para diversos usos a bordo de los barcos de vela. Aprendieron las normas en la mar, las reglas de las anchurosas aguas, y aprendieron, por encima de todo, las propiedades de varias piedras y cómo debían prepararlas después de la lluvia.
Para Avelyn, las lecciones nocturnas eran la promesa de sus mayores aspiraciones. Pasaba con maese Jojonah la mayor parte de las noches, y consolidó su reputación hasta llegar a ser considerado el más brillante estudiante de Saint Mere Abelle de las últimas décadas. Al cabo de sólo dos semanas sus predicciones de los desplazamientos astronómicos eran perfectas, y en menos de un mes era capaz de recitar todas las piedras mágicas conocidas, desde la adamita a la turquesa, junto con sus propiedades más importantes y los mayores efectos mágicos conocidos de cada una de ellas.
Maese Jojonah miraba al joven hermano con orgullo creciente, y Avelyn reconocía que el anciano lo consideraba su protegido. Era tranquilizador, advirtió Avelyn, pero a la vez le exigía una mayor responsabilidad. Algunos de los otros padres, Siherton en particular, lo observaban atentamente, muy atentamente, buscando un pretexto para censurarlo. A Avelyn le parecía como si se encontrara en medio de una competición entre los dos ancianos.
Aquello preocupaba al joven monje profundamente. Ver tal fragilidad humana en los padres de Saint Mere Abelle chocaba con lo más profundo de su fe. Aquellos eran hombres de Dios, los hombres más próximos a Dios, y aquellas actitudes tan frívolas disminuían el prestigio de la iglesia abellicana. Lo único que debería importar era la consecución de las piedras. Por lo que se refería a sus compañeros Preparadores, jóvenes con los que tendría que competir a fin de ser uno de los dos seleccionados para desembarcar en la isla de Pimaninicuit, Avelyn no establecía rivalidad alguna.
Se alegraba tanto de los éxitos de los demás como de los suyos. Si demostraban ser los mejores, él lo atribuía, obviamente, a la voluntad de Dios. Los que demostraran ser los dos mejores desembarcarían en la isla; lo que importaba era el éxito del viaje, el logro del mayor don de Dios a la humanidad.
Pronto se hizo evidente a los padres observadores que Avelyn Desbris sería uno de los dos seleccionados. Durante las largas horas de estudio nocturno, ninguno de los otros tres Preparadores consiguió igualarlo; cuando ellos aún estaban enfrascados en los mapas de estrellas, Avelyn ya estaba estudiando los específicos humores que causaban la reacción «mágica», y ya había superado el reconocimiento de las piedras al tacto y a la vista, y el reconocimiento de su intensidad potencial mediante su brillo, forma y color. Después de sólo cinco semanas de un programa de adiestramiento de cuatro años, era prácticamente seguro quién ocuparía el primer lugar entre los Preparadores. Si Avelyn no caía enfermo, los otros tres tendrían que competir tan sólo por la única plaza restante para desembarcar en Pimaninicuit.
El adiestramiento cotidiano no resultaba ni fácil ni atractivo para Avelyn. Encontraba aburridos e incluso triviales los numerosos rituales de oración, en comparación con las revelaciones que descubría todas las noches. Las ceremonias con velas, la cuerda del cubo de agua, el transporte de piedras para las nuevas secciones de la abadía, el honor de pertenecer a la promoción del año 816 del Señor, no se podían comparar con los misterios de las piedras donadas por Dios. Lo peor de todo, y lo más intenso, era el adiestramiento físico. Todos los días, desde la salida del sol hasta el mediodía y sin más que una hora de descanso —media para comer y media para rezar—, los estudiantes se reunían en el patio para asistir a una lección de artes marciales o corrían descalzos por las escabrosas murallas de la abadía o nadaban en las heladas aguas de la Bahía de Todos los Santos. Durante meses aprendieron a caer y a rodar; fortalecieron los cuerpos golpeándose y golpeándose unos a otros hasta que la piel se les insensibilizaba. Se familiarizaron con las llaves de ataque y defensa repetidas lenta e interminablemente hasta grabar en sus doloridos músculos la memoria de los movimientos. Durante el primer año debían estudiar las técnicas de la lucha sin armas, pegando con los puños y agarrando. Luego pasarían al manejo de las armas. Fuera con armas o sin ellas, debían defenderse del contrincante golpeándolo sin piedad. La perfección física era la meta; se decía que un monje de Saint Mere Abelle podía vencer a cualquier hombre, y los padres parecían decididos a mantener intacta esa reputación.
Avelyn no era el peor de su clase, pero en verdad no estaba cerca del mejor: Quintall. El novicio bajo y rechoncho se entregaba a los entrenamientos marciales con tanta impaciencia como la que Avelyn mostraba en los estudios durante la noche. A medida que avanzaba el año, mientras Avelyn se alejaba de los otros tres candidatos Preparadores, llegó a temer los combates diarios con cualquiera de sus compañeros, especialmente con Quintall. Se suponía que no debían albergar ira contra el oponente sino respeto, y que debían aprender uno del otro, pero Quintall gruñía cada vez que los padres lo emparejaban con Avelyn.
Avelyn comprendía los motivos de Quintall, sabía que aguardaba ese momento para pasar cuentas por la rivalidad en el trabajo nocturno. No podía vencer a Avelyn en los estudios de las Piedras del Anillo, pero durante el día lograba cierta compensación. En la mayoría de las maniobras, se suponía que los monjes no debían emplear toda su fuerza, pero Quintall a menudo dejaba a Avelyn sin aliento; y, si bien no se permitían golpes por encima de los hombros, en más de una ocasión Quintall propinó un «golpe de serpiente» en la garganta de Avelyn haciéndolo caer de rodillas sin resuello.
—¿Así es como piensas llegar a la isla? —le preguntó Avelyn después de uno de esos accidentes; los fingidos descuidos se habían repetido con excesiva frecuencia, y Avelyn había llegado a la conclusión de que Quintall quería ganar la competición de esa manera.
La mirada con que le respondió el novicio no aquietó demasiado sus sospechas. Avelyn jamás había visto una expresión tan maligna como la de Quintall, y se le puso la piel de gallina al pensar que no faltaba demasiado para que empezara el entrenamiento con armas, durante el cual las heridas podrían ser mucho más graves.
Lo que le preocupaba más era que, si él podía darse cuenta de lo que estaba pasando, también podían hacerlo los padres, que observaban de cerca cada uno de los movimientos de los estudiantes. La orden de Saint Mere Abelle daba mucha importancia al entrenamiento físico; quizá se esperaba que Avelyn aprendiera a defenderse contra semejantes tácticas. Quizás aquel adiestramiento era un complemento del adiestramiento nocturno que Avelyn consideraba más importante. Al fin y al cabo, si no podía sobrevivir en el patio de la abadía, ¿qué posibilidades iba a tener en el imponente y salvaje océano?
Contempló cómo Quintall se alejaba de él con paso seguro e incluso orgulloso. Avelyn juntó las manos e, inclinando la cabeza, cerró los ojos y empezó a urdir su defensa para la próxima vez que tuviera que emparejarse con Quintall.
Todos los problemas cotidianos desaparecían en cuanto Avelyn se entregaba a su verdadero trabajo, generalmente bajo la tutela de maese Jojonah. Algunas veces aquel trabajo implicaba estudios exhaustivos, lecturas de un texto tras otro y ejercicios de recitación tan rápida que con frecuencia Avelyn continuaba recitando después de haberse retirado a dormir. Otras noches, Avelyn y maese Jojonah iban al tejado y se apretujaban para defenderse de la brisa helada del mar. Sentados, contemplaban las estrellas. A veces se cruzaban alguna pregunta, pero casi siempre guardaban un silencio tan espeso como la noche. Las enseñanzas de maese Jojonah eran vagas en el mejor de los casos, pero Avelyn llegó a comprenderlas en su corazón. A fuerza de contemplar el cielo nocturno y reconocer el menor centelleo de luz, llegó a familiarizarse con las estrellas de modo que no sólo conocía sus nombres sino que podía darles otros que él mismo inventaba.
A Avelyn le encantaban esas noches. Se sentía muy cerca de Dios, de su madre muerta, de toda la humanidad, vivos o muertos. Se sentía una parte de la más vasta y alta verdad, en comunión con el universo.
Pero el callado respeto que le infundía la contemplación de las estrellas ocupaba un distante segundo lugar en la lista de obligaciones preferidas. Su entusiasmo real y su corazón resplandecían las noches en que él y maese Jojonah estudiaban las piedras. Había casi cincuenta tipos distintos en la abadía, cada uno con sus propiedades particulares, y cada piedra poseía su propia y particular intensidad. Algunas piedras tenían múltiples utilidades: la hematites, por ejemplo, podía usarse para simples experiencias extracorporales, para poseer otro cuerpo, para dominar un espíritu ajeno y también para curar heridas físicas de otra persona.
Avelyn aprendió todos los usos de todas las piedras, y poco a poco fue sensibilizando sus dedos a los humores mágicos que poseían las piedras que tocaba. Si cogía dos piedras iguales, podía rápidamente percibir cuál era la más poderosa.
Jojonah asentía como si semejantes aciertos fueran lo natural y lógico en cualquier estudiante, pero en realidad al padre no dejaban jamás de asombrarlo los progresos de su alumno. Sólo había en la abadía otros cuatro monjes —tres padres y, el cuarto, el propio abad Markwart— que fuesen capaces de distinguir la intensidad mágica, y esa facultad había sido decisiva para la promoción de Dalebert Markwart a la jerarquía más alta, pues su rival principal no pudo determinar la intensidad mágica de determinadas piedras.
Y, ante los asombrados ojos de Jojonah, un joven novicio, un hombre con sólo veinte inviernos, llevaba a cabo hazañas que podrían poner en apuros los poderes del abad de Saint Mere Abelle.
—Es una noche nublada —se atrevió a comentar Avelyn una fría noche de noviembre mientras subía tras maese Jojonah la escalera de la torre hacia la atalaya donde solían mirar las estrellas.
Maese Jojonah no se molestó en contestar y siguió escaleras arriba; Avelyn sabía que era preferible no insistir.
El novicio se quedó más que sorprendido cuando, al llegar a lo más alto de la torre, advirtió que los estaban esperando maese Siherton y el padre abad. Siherton tenía en las manos un pequeño diamante del que surgía suficiente luz para que Avelyn pudiera distinguir claramente las facciones del monje. El novicio hizo una reverencia y mantuvo la mirada clavada en el suelo incluso después de enderezarse, concentrando la atención en las junturas negras de las losas que se distinguían perfectamente a la clara luz del diamante. Llevaba varios meses en la abadía y sólo había visto al padre abad un puñado de veces, normalmente a la hora de vísperas, cuando los superiores más ancianos presidían la celebración.
Los tres padres se dirigieron hasta el extremo de la torre hablando entre ellos. Avelyn intentó no escuchar, pero captó retazos de la conversación, sobre todo quejas de Siherton acerca de que aquello no se atenía al estricto procedimiento.
—No es una prueba ni necesaria ni sensata para un estudiante de primer año —argumentaba el fornido padre de rostro aguileño.
—No se trata de una prueba, sino de una demostración —replicó Jojonah alzando la voz sin darse cuenta.
—Una demostración de presunción, más bien —gruñó Siherton—. La plaza ya está asegurada —añadió—. ¿Por qué seguir presionando?
Jojonah golpeó el suelo con un pie y señaló a Siherton con un dedo acusador. Avelyn desvió la vista de tan incómodo espectáculo; le incomodaba ver reñir a los padres, ¡sobre todo al darse cuenta de que discutían sobre él!
Se puso a recitar las plegarias de la noche para no oír nada más. Captó una referencia de maese Jojonah acerca de lo peligrosos que estaban resultando los ejercicios rutinarios de las mañanas.
Por fin, el padre abad Markwart interrumpió la conversación alzando una mano. Condujo a los dos padres hasta donde estaba Avelyn y ordenó al joven que lo mirara.
—Se trata de algo infrecuente —dijo con toda tranquilidad—. Y que quede bien claro, maese Siherton y maese Jojonah, que no es ni una prueba ni una demostración, y que es irrelevante para la decisión que debe tomarse acerca de Pimaninicuit. Baste con decir que servirá sólo para mi propio placer, para satisfacer mi curiosidad.
Luego clavó en Avelyn una mirada serena y reconfortante.
—He oído hablar mucho de ti, hijo mío —le dijo—. Maese Jojonah dice que has hecho muchos progresos.
Avelyn estaba demasiado pasmado para responder.
—¿Has usado las piedras?
A Avelyn le llevó tiempo registrar la pregunta. Luego asintió sin poder articular palabra.
—Has ascendido a bastante altura con la hematites, según cuenta maese Jojonah —siguió diciendo el abad—. Y has encendido las chimeneas de muchas habitaciones con los pequeños cristales de celestita.
Avelyn asintió de nuevo.
—Lo mejor fue la hematites —logró decir.
El abad sonrió con afabilidad.
—Satisface mi curiosidad —le rogó a Avelyn.
Le tendió la mano izquierda y le mostró tres piedras: una malaquita, bordeada de sombras verdes; un ámbar resplandeciente y liso, y un trozo plateado de crisólito, la más grande de las tres, con largas y estrechas rayas paralelas que iban de lado a lado.
—¿Las conoces? —le preguntó Markwart.
Avelyn las clasificó mentalmente. Conocía las propiedades mágicas de las tres, aunque le extrañó que, dada la disparidad de esas propiedades, el padre abad Markwart se las mostrara todas juntas. Asintió con la cabeza.
Markwart le tendió las piedras.
—¿Captas su intensidad? —preguntó mirando a Avelyn a los ojos. El novicio se dio cuenta de que el abad necesitaba saber la verdad, que necesitaba estar absolutamente seguro.
Avelyn cogió las piedras, cerró los ojos y las fue pasando de una mano a la otra para poder calibrar su fuerza mágica. Poco después abrió los ojos, fijó su mirada en el abad y asintió otra vez.
—¿Por qué has elegido esta combinación? —se atrevió a intervenir maese Jojonah.
El abad, cuyos ojos brillaban a la luz del diamante, le impuso silencio con un ademán. Sin embargo, Jojonah hizo amago de volver a protestar; Markwart lo cortó.
—¡Ya te avisé de las condiciones! —gruñó.
Avelyn tragó saliva; nunca había imaginado tanta furia en un hombre tan apacible, en el ser más bondadoso del mundo.
—¡No permitiré que se utilice el rubí cerca de Saint Mere Abelle! —siguió diciendo el padre abad Markwart—. ¡No correré semejante riesgo sólo para alentar el orgullo de uno de tus alumnos!
Miró a Avelyn y sonrió de nuevo, pero había poca amabilidad o consuelo en aquella mueca apremiante.
—¡Si el hermano Avelyn no puede utilizar estas sencillas piedras que le he dado, no tiene ni siquiera derecho a sostener esta otra!
Tendió entonces la otra mano, y la abrió para exhibir la más bella y perfecta gema que Avelyn jamás había visto.
—Corindón —explicó el padre abad—. Un rubí. Antes de dártela, comprende que lo que te pido es por supuesto peligroso.
Avelyn asintió con la cabeza y alargó la mano para coger la gema, demasiado pasmado para apreciar por completo la gravedad de la voz del anciano. Markwart se la entregó.
—El acertijo está ante ti —explicó el padre abad—. No hay barcos. Descífralo.
Dicho esto, caminó hacia el extremo más alejado de la torre e hizo una seña a los dos padres para que se reunieran con él.
Avelyn los observó atentamente. El padre abad Markwart parecía perversamente nervioso; el brillo de sus ojos tenía un aspecto casi maníaco y ciertamente aterrador. Ni maese Siherton miraría de semejante modo, y Avelyn tuvo la sensación de que aquel hombre deseaba que fallara. Maese Jojonah era el que estaba más nervioso pero de una manera amable. Avelyn podía oler el miedo del hombre, miedo por la seguridad de Avelyn, y sólo entonces el joven monje ponderó adecuadamente lo que iba a hacer y el riesgo que entrañaba.
—Descífralo —dijo de nuevo el padre abad con premura.
Avelyn inclinó la cabeza y examinó las piedras. El rubí vibraba en su mano, conteniendo su intensidad y su tensión mágicas. Avelyn comprendió lo que podía hacer con aquella gema y, cuando se detuvo a considerar las implicaciones para los otros monjes si utilizaba el rubí en primer lugar, el acertijo no le pareció tan difícil. El padre abad Markwart había expresamente mencionado que no había barcos; Avelyn comprendió adónde se suponía que tenía que ir. Malaquita, ámbar, crisólito, rubí, en ese orden.
Avelyn reflexionó y estudió la secuencia y sus implicaciones. Tendría que tener no una sino dos piedras ya en uso cuando invocara los poderes del rubí. Había utilizado una vez dos piedras juntas, una hematites y un crisoberilo que le permitieron salir de su cuerpo sin incitarlo a tomar posesión de ninguna forma con la que se cruzó. ¿Pero tres?
Avelyn respiró hondo, y deliberadamente preservó sus ojos de la mirada impaciente de los observadores.
«Primero la malaquita», se dijo a sí mismo; se encaminó hacia la baranda de la torre y contempló el mar, negro y atronador, situado a un centenar de metros más abajo. Avelyn agarró con firmeza la malaquita, sintió su hormigueo y su fluir mágico en la mano, luego en el brazo y en todo el cuerpo. Y entonces se sintió más ligero, extrañamente ligero, casi tanto como cuando se había convertido en un espíritu andante gracias a la hematites. Se encaramó a la baranda de la torre, y su cuerpo inició una suave y controlada caída.
Avelyn trató de no pensar en la realidad de su situación, mientras los muros de la torre se deslizaban delante de él. La pared del acantilado debajo de la torre era menos lisa y vertical, y tuvo que impulsarse hacia afuera, tratando de separarse de la abadía.
Mientras se acercaba al embate de las olas, Avelyn puso el ámbar en la mano que sostenía la malaquita e invocó sus poderes.
Se posó con facilidad sobre las olas, y se enfadó consigo mismo por no haber hecho andar a su cuerpo horizontalmente por el acantilado para aterrizar en el muelle. No tenía sentido preocuparse ahora por aquel detalle, decidió; así que mantuvo la malaquita en funcionamiento hasta que recuperó el equilibrio, y luego, respirando profundamente, la soltó.
Ahora sólo tenía en funcionamiento el ámbar, y gracias a él se mantenía sobre el agua. Respirando profunda y pausadamente, acrecentó su confianza en la piedra y caminó por encima de las aguas; sus pies apenas se hundían en aquella superficie ondulante.
Miró por encima del hombro varias veces mientras se alejaba de la abadía. Tuvo que caminar lo bastante para que el uso del rubí no pusiera en peligro el edificio, e incluso todavía más para que los dos padres y el abad pudieran contemplar la prueba desde la torre.
Avelyn invocó el crisólito, una piedra que nunca antes había puesto a prueba. Conocía sus reputadas propiedades, por supuesto, pero jamás había intentado usarlas. Maese Jojonah la había utilizado una vez en presencia de Avelyn, cuando había sacado una gema de una chimenea encendida, y el joven monje se concentró en aquel hecho para poder tener fe en la protección que podía prestarle.
Por fin llegó el momento. Estaba muy lejos de la orilla, y se mantenía firme sobre las retumbantes olas, con el poderoso escudo del crisólito protegiéndolo. Avelyn cogió el rubí.
—A lo mejor se ha hundido bajo las aguas —dijo secamente Siherton—. En tal caso, nos costará mucho trabajo recuperar las piedras.
El padre abad Markwart rio entre dientes, pero maese Jojonah no le veía la gracia.
—El hermano Avelyn es más importante para nosotros que todas las piedras de Saint Mere Abelle juntas —aseveró, lo cual atrajo miradas incrédulas de sus dos compañeros.
—Me parece que te has encariñado demasiado con ese novicio —comentó el padre abad.
Pero el anciano no pudo proseguir porque se le cortó la respiración cuando una tremenda bola de fuego emergió violentamente del mar, y anillos de llamas abrasadoras se esparcieron por doquier a partir de un punto central en donde los tres sabían que se encontraba Avelyn.
—¡Rezad para que la protección del crisólito sea eficaz! —dijo con voz entrecortada Markwart, completamente asombrado por la intensidad y la magnitud de la erupción. ¡El rubí era potente, pero aquello era absurdo!
—¡Os lo dije! —repetía sin cesar maese Jojonah—. ¡Os lo dije!
Incluso Siherton tenía poco que objetar. Miraba, tan impresionado como sus compañeros, mientras la bola de fuego se ensanchaba y se revolvía como si el océano se alzara para protestar con tal violencia que los tres podían oírlo con claridad, y las aguas de la superficie se convertían en vapor que se arremolinaba en una espesa niebla. ¡El hermano Avelyn era poderoso, sin duda!
Y con toda certeza estaba muerto, advirtió Siherton, aunque se sentía demasiado perturbado para manifestarlo en aquel momento. Si Avelyn había concentrado tanta energía suya en el rubí, probablemente había dejado deslizar el escudo del crisólito. En ese caso, ya sólo era una cosa carbonizada, arrastrada por la corriente hasta el fondo del puerto.
Los tres estuvieron esperando largo tiempo; Jojonah se sentía cada vez más afectado, Markwart repetía con resignación «¡Qué pena!», y Siherton parecía estar a punto de reír sofocadamente.
De pronto se oyó un ruido justo debajo de donde se encontraban, un profundo jadeo como el que se emite tras un violento ejercicio. Se precipitaron a la baranda y miraron hacia abajo. Siherton inclinó el diamante, y su luz iluminó al hermano Avelyn, ojeroso pero vivito y coleando; el novicio aferraba con una mano la malaquita y con la otra se apoyaba en el muro impulsando su cuerpo casi ingrávido hacia arriba. Tenía el hábito marrón destrozado y chorreando, y todo él olía a chamusquina.
Cuando llegó al borde de la torre, Jojonah tiró de él.
—Algunas llamas consiguieron pasar —explicó Avelyn temblando, con la cabeza baja de vergüenza y los brazos abiertos para mostrar el desastroso estado de su ropa—. Tuve que abandonar el poder del ámbar por un momento y sumergirme.
Sólo entonces Jojonah se dio cuenta de que tenía los labios morados. Miró fijamente a Siherton y, como este no reaccionaba le arrebató el diamante. La luz se apagó unos instantes, para enseguida volver a brillar con más intensidad aún. Y con más calor. Jojonah acercó el diamante a Avelyn, y el joven monje notó que el calor le iba penetrando en sus doloridos y helados miembros.
—Lo siento —dijo Avelyn al abad Markwart sin dejar de tiritar—. He fracasado —añadió devolviéndole las cuatro piedras.
El abad Markwart se echó a reír con las carcajadas más sinceras que Avelyn jamás había oído. Sin dejar de desternillarse de risa, el anciano se metió en el bolsillo las cuatro piedras; luego apretó el puño vacío y con un anillo que llevaba puesto, adornado con un diminuto diamante, se proporcionó luz. Hizo una seña a Siherton para que lo siguiera, y ambos se dirigieron hacia la escalera.
Maese Jojonah esperó a que desaparecieran; luego obligó a Avelyn a alzar la cabeza para que el joven lo mirara directamente a los ojos, de un suave color castaño.
—Estarás entre los dos escogidos para ir a la isla de Pimaninicuit —le dijo con plena seguridad.
Después condujo a Avelyn abajo, hacia el calor de los pisos inferiores. Avelyn se desnudó y se envolvió en una manta; luego se sentó a solas con sus pensamientos ante la chimenea. Aunque la prueba de las cuatro piedras, el alto muro y el mar helado lo habían agotado, aquella noche no pudo conciliar el sueño.