7

La sangre de Mather

—¡La sangre de Mather! —gruñó despectivamente Tuntun, una joven elfa tan pequeña que bien podía esconderse tras un arbolillo de tres años.

La melodiosa voz de Tuntun, que se tornaba chillona cuando se excitaba, hizo que los demás se agacharan y que algunos incluso se llevaran las manos a sus puntiagudas y sensibles orejas. Tuntun fingió no notarlo. Sus azules ojos parpadearon, y sus transparentes alas se agitaron, al tiempo que cruzaba los brazos sobre sus pequeños y puntiagudos pechos.

—¡El sobrino de Mather! —replicó Belli’mar Juraviel, sin apartar los ojos de Elbryan, que se movía entre las ruinas de su casa. A Juraviel no le hacía falta mirar a Tuntun para saber la postura que había adoptado, porque era más que habitual en la obstinada elfa.

—Su padre luchó valientemente —comentó un tercer elfo—. Si no hubiese sido por el fomoriano…

—Mather habría matado al fomoriano —lo interrumpió Tuntun.

—Mather empuñaba Tempestad —dijo Juraviel severamente—. El padre del muchacho sólo tenía una cachiporra.

—Mather habría estrangulado al fomoriano solamente con…

—¡Basta ya, Tuntun! —cortó Juraviel.

Incluso cuando gritaba, la voz del elfo sonaba como el límpido tañido de una campana. Pero ni a Juraviel ni a los demás elfos les preocupaba el volumen de sus voces, porque, aunque Elbryan se encontraba apenas a unos quince metros, habían levantado un escudo protector para el sonido y ningún oído humano podría haber captado nada más que unos pocos gorjeos, chirridos y susurros, sonidos que podían sin duda atribuirse a cualquier animalillo.

—La señora Dasslerond ha declarado que ese joven es una buena elección —añadió Juraviel procurando calmarse—. Tú no eres quién para poner pegas.

Tuntun sabía que era inútil discutir, así que mantuvo su postura desafiante y comenzó a golpetear el suelo con el pie, sin dejar de observar a Elbryan y sin gustarle en absoluto lo que veía.

Tuntun no sentía demasiado cariño hacia los enormes y torpones humanos. Incluso Mather, un hombre al que había adiestrado y tratado durante más de cuatro décadas, la había sacado muchas veces de sus casillas con su pretenciosa resolución y estoicismo. Ahora, mirando a Elbryan, aquel jovencito lloriqueante, Tuntun apenas podía soportar la perspectiva de siete años de adiestramiento.

Además, ¿por qué el mundo necesitaba guardabosques?

Belli’mar Juraviel ahogó una risita, pues disfrutaba viendo nerviosa a Tuntun. Sin embargo, sabía que la muchacha le haría la vida imposible si se burlaba de ella, así que dio un salto, batió las alas y se elevó unos cuatro metros por encima del suelo; luego se posó en una rama, una atalaya ideal para observar los movimientos del joven que iba a reemplazar a Mather.

El dolor había agotado las fuerzas de Elbryan, y el joven se había quedado dormido. Seguía en la casa, abrazado a su madre y acariciando sus cabellos, cuando lo habían vencido las primeras oleadas de sueño. Se despertó a las primeras luces del alba… con una resolución.

Salió de la casa con los ojos aún húmedos de lágrimas y el cuerpo de su madre en los brazos.

Hizo de tripas corazón ante aquel paisaje de desolación y sacó fuerzas de flaqueza para llevar a cabo un deber, el deber de enterrar a los muertos. Enfundó la espada, se hizo con una pala y comenzó a cavar. Primero enterró a sus padres, uno junto a otro, y la tarea de llenar la tumba, de arrojar la fría tierra sobre los cuerpos de sus seres más queridos, casi acabó con él.

Luego siguió con los cadáveres de Thomas Ault y de otros hombres, y sólo entonces el fatigado joven se dio cuenta del alcance de la tarea emprendida. Dundalis había tenido más de cien habitantes; ¿cuánto tiempo le llevaría enterrarlos a todos? ¿Y los cuerpos de los jóvenes que habían sido asesinados en la colina? ¿Y la otra patrulla que había combatido en la pineda del valle entre el musgo caribú?

—Un día —decidió Elbryan, e incluso su propia voz le sonó extraña en aquella surrealista situación. Tardaría un día en recoger los cuerpos, en reunirlos para enterrarlos todos juntos. Un día sería suficiente.

Pero ¿y después?, se preguntaba Elbryan. ¿Qué haría cuando hubiera acabado con aquella tarea?, ¿adónde iría? Pensó en Prado de Mala Hierba, a un día de marcha, caminando deprisa. Pensó en perseguir a los trasgos, si es que lograba encontrar sus huellas. Elbryan desechó inmediatamente tal idea, pues sabía que la cólera y los deseos de venganza que lo consumían podían obnubilarlo y destruirlo. Tenía muy claro lo que debía hacer después: por mucho que le doliera la posibilidad de lograrlo, sabía que tenía que buscar el cuerpo de Jilseponie Ault, su querida Pony.

Y así se puso manos a la obra, sacando cadáveres de las ruinas de las casas, reuniéndolos y disponiéndolos uno al lado del otro en el campo de lo que había sido la granja de Bunker Crawyer.

Transcurrió medio día, pero Elbryan no se acordaba de comer. La búsqueda de Jilseponie lo mantenía en un estado creciente de agitación a medida que transcurrían las horas. Pronto se saltó los cuerpos más cercanos, dejándolos donde yacían y se concentró en su búsqueda, pues advirtió que en su desesperación estaba, quizá, siendo ineficaz y no tenía tiempo que perder. Tal carnicería atraería sin duda a otros carroñeros —felinos grandes y osos, a lo mejor— y Elbryan no estaba seguro de que los trasgos no volverían. Así que se apresuró a acarrear cadáveres, mientras seguía removiendo escombros y dando patadas a montones de trasgos muertos para ver quién podía estar debajo.

Intentó ir tomando nota mentalmente de los muertos acarreados, trató de identificarlos con la gente de Dundalis ordenando sus nombres casa por casa.

La tarea lo sobrepasaba; no podía tener la certeza de la identidad de tantos cuerpos carbonizados. Uno de ellos podía ser el de Pony.

A media tarde, Elbryan sabía que estaba derrotado, sabía que no podía abrigar la esperanza de enterrar adecuadamente todos los cadáveres; tenía cuarenta alineados en el campo, así que decidió enterrar a esos únicamente. El resto…

Elbryan suspiró abatido. Tomó la pala, se fue al campo y empezó a cavar. Transformó el dolor que lo embargaba en rabia y se encarnizó con la tierra como si hubiera sido ella, y no los trasgos, quien hubiera asaltado Dundalis para robarle todo lo que en este mundo le era familiar y agradable. Todo, todos los seres queridos.

Sus músculos se resentían, pero él hacía caso omiso; su estómago gemía por falta de comida, pero él no lo oía.

Incluso Tuntun estaba impresionada por su resistencia.

Aquella noche, Elbryan se dispuso a dormir al pie de la sierra, fuera de Dundalis.

—Pony —dijo en voz alta, necesitando escuchar una voz, cualquier voz, aunque fuera la suya.

Los elfos que lo rodeaban en silencio hicieron una pausa y aguzaron el oído, curiosos. Tuntun creyó que el muchacho estaba llamando a su montura, pero Juraviel, que había observado atentamente al muchacho y a sus amigos, sabía la verdad.

—Por favor, no estés muerta —decía Elbryan al viento suave. Cerró los ojos, humedecidos de nuevo con lágrimas por su madre y por su padre, por todos sus amigos y por toda la comunidad—. Puedo sobrevivir a esto —decía Elbryan con determinación—, pero sólo contigo.

Estaba tumbado en el suelo y cruzó los antebrazos sobre la cara.

—Te necesito Pony, te necesito.

—Un joven muchacho muy necesitado —observó Tuntun.

—Ten un poco de compasión —la reprendió Juraviel.

A poca distancia, Elbryan se incorporó de pronto, confuso.

Juraviel miró con fiereza a Tuntun, pues la agria actitud de esta los había forzado a pronunciar aquellas palabras antes de levantar el escudo protector de sonido.

Elbryan desenvainó su corta espada, escrutando las sombras con cautela.

—Venid y enfrentaos a mí —ordenó, y no había temor en su voz.

Tuntun asintió con la cabeza.

—Oh, qué valiente —dijo con sarcasmo.

Juraviel asintió pero su admiración era sincera. El joven había dejado repentinamente de ser un chico, había pasado por el dolor y por el miedo. Sin duda era valiente —no estaba representando un papel—, y se enfrentaría de buen grado a cualquier enemigo que encontrara sin miedo a la muerte.

En unos instantes, los nervios de Elbryan empezaron a resentirse un poco. Se desplazó hasta el árbol más cercano, se puso al acecho y luego corrió hacia el siguiente. Los elfos, por supuesto, tenían pocos problemas para mantenerse delante de él, en silencio y fuera de su vista. Después de unos minutos, el joven empezó a relajarse; pero, a pesar de la fatiga, se daba cuenta de que no debía permanecer tan vulnerable en aquel espacio abierto. No pudo encontrar por allí cerca ningún lugar adecuado para defenderse, pero quizá podría reforzar el suyo. Se puso a trabajar con serenidad, metódicamente, utilizando el cordón de su camisa, su cinturón, cualquier cosa que pudo encontrar para convertir los arbolitos en trampas.

Los elfos vigilaban cada movimiento, algunos con respeto, otros con una actitud de total superioridad. Las trampas de Elbryan no podían atrapar una ardilla; ciertamente cualquier elfo podía ir corriendo hasta una de ellas y desatarla antes de que se disparara, restaurarla y huir corriendo por el otro lado.

—¡La sangre de Mather! —observó Tuntun más de una vez.

Juraviel, el principal patrocinador de Elbryan además de la señora Dasslerond, no le hizo ni caso. Se acordó de Mather al principio de su legendaria carrera de guardabosque, un chico más bien torpe, no más apto y probablemente incluso con menos recursos que Elbryan.

En una hora, el joven hizo lo que pudo, y no era mucho. Encontró un pino alto con ramas colgando hasta muy abajo, se deslizó debajo de ellas y se encontró dentro de una tienda natural. Sólo la más aguda de las miradas podía descubrirlo bajo aquel toldo protector, pero naturalmente su campo visual resultaba muy limitado. Apoyó la espalda en el tronco del árbol y dejó la espada sobre su regazo. Importunado por la sensación de que no estaba solo y creyendo que estaría a salvo si resistía hasta el alba, trató enérgicamente de mantenerse despierto. Pero el abatimiento lo venció, sus párpados se cerraron, y se quedó dormido sentado.

Los elfos se iban acercando.

Algo despertó a Elbryan; ¿música?, ¿una suave canción que apenas podía percibir? No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido. ¿Era muy temprano?, ¿o había dormido hasta bien avanzado el día?

Incorporándose sobre las rodillas, avanzó a gatas hasta el extremo del toldo protector y, con sumo cuidado, apartó una de las ramas.

La luna, Sheila, estaba allá arriba, pero no justo encima de él. Elbryan trató de calcular cuánto rato había dormido y supo que no habían sido más de un par de horas. Hizo una pausa y escuchó con atención; seguro que había algo por allí afuera que escapaba de su vista.

Una suave melodía vibró en su oído, en algún lugar, en el límite de su conciencia. Era serena y dulce, pero eso no bastaba para tranquilizar a Elbryan.

La música continuaba y continuaba; a veces parecía aumentar de volumen, como si sus enemigos estuvieran a punto de atacarlo desde las sombras, pero entonces disminuía hasta llegar a ser casi inaudible una vez más. Elbryan apretó la empuñadura de la espada con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. No era Pony quien estaba allí afuera, lo sabía; no era nada humano. Para el joven que acababa de sobrevivir a un ataque de trasgos, tal conclusión sólo podía significar una cosa.

Debía permanecer escondido. Sabía que su mejor defensa frente a los trasgos radicaba en pasar inadvertido; su única esperanza era conseguir mantenerse lo más lejos posible de ellos. Pero lo espoleaba pensar en su familia y amigos asesinados, pensar en Pony. Pese a sus muy reales temores, Elbryan quería vengarse.

—Te dije que era valiente —susurró Juraviel a Tuntun cuando Elbryan se deslizó hacia afuera por debajo de las ramas de pino.

—Más bien estúpido —corrigió Tuntun sin vacilar.

De nuevo Juraviel hizo caso omiso del insulto a Elbryan. Tuntun también había creído al principio que Mather era estúpido. Juraviel hizo una señal a sus compañeros y partieron.

La persistente canción mágica, que permanecía en el límite de su conciencia, sedujo a Elbryan bastantes minutos. Luego cesó de pronto, y el repentino silencio fue para el muchacho como el despertar de un sueño. Vio que se encontraba de pie en medio de un claro casi circular, un pequeño prado rodeado de árboles altos. La luna brillaba sobre las ramas situadas más hacia el este, lanzando rayos oblicuos sobre él; se dio cuenta de lo insensato que había sido y de lo vulnerable que era en aquel momento. Se agachó y se dirigió hacia el extremo del claro, pero se detuvo casi inmediatamente y se irguió, con la mirada atenta y la boca abierta.

Dio una vuelta circular completa y vio cómo docenas de criaturas de un aspecto para él desconocido penetraban en el perímetro del claro. No eran más altos que él y pesaban bastante menos que sus cuarenta kilos. Eran de estructura ligera, delicados y hermosos, con una piel que casi parecía translúcida a la luz de la luna, rasgos angulosos y orejas puntiagudas.

—¿Elfos? —susurró Elbryan. El nombre le llegaba desde algún lugar lejano de su memoria; eran protagonistas de leyendas tan remotas que el joven, aturdido, no tenía ni idea de cómo comportarse ante aquellas criaturas.

Los elfos se dieron las manos y empezaron a andar en círculo alrededor de él, y sólo entonces Elbryan advirtió que estaban cantando. Las sílabas llegaban a él con claridad, aunque formaban palabras que no podía comprender, distantes sonidos melódicos que de alguna manera reconocía como parte de la mismísima tierra. Sonidos tranquilizadores, pero que aumentaban el pánico del desafiante Elbryan. Echó un vistazo en torno, tratando de fijarse en cada una de las criaturas con objeto de averiguar quién era el jefe.

El ritmo aumentó. A veces se daban las manos, y otras veces se soltaban, se alejaban unos de otros, y giraban dando graciosas piruetas. Elbryan no podía concentrarse; cada vez que se fijaba en un individuo, algún movimiento al fondo de su campo visual o alguna nota más alta en el coro lo distraía. Y, cuando volvía a mirar al punto original, el elfo individual se había esfumado, integrándose en el conjunto de criaturas, todas ellas seguramente parecidas unas a otras.

La danza se intensificó, los pasos, los giros. Cuando los elfos se separaban para realizar sus piruetas, los que no giraban se levantaban del suelo como por arte de magia —ya que, a la luz de la luna, Elbryan no podía ver sus delicadas alas— y flotaban y revoloteaban para aterrizar de nuevo en el mismo lugar.

Demasiadas imágenes asaltaban al pobre Elbryan. Trató de rechazarlas, cerró los ojos, y varias veces blandió la espada e inició un ataque, con intención de romper el anillo y escapar hacia el bosque. Pero era inútil, ya que, si bien empezaba a avanzar en línea recta, enseguida se veía inevitablemente arrastrado por el flujo de los bailarines y giraba en círculo hasta que la multitud de imágenes y la dulce melodía lo absorbían por completo.

Se dio cuenta de que se le había caído la espada al suelo y que sería una buena idea recuperarla; pero la canción…

¡La canción! Había algo en ella que le impedía irse. Más que percibirla con el oído, la sentía como una tierna vibración a lo largo de todo el cuerpo. Lo acariciaba y lo atraía. Le hacía evocar imágenes de un mundo más joven, un mundo más claro y más brillante; le decía que aquellas criaturas no pertenecían a la raza de los perversos fomorianos, que eran amigos en quienes se podía confiar.

Elbryan, lleno de dolor y rabia, rechazó aquella idea con fiereza y resistió de pie mucho más tiempo de lo que habría sido de esperar en un simple ser humano. Gradualmente, sin embargo, su resolución y su resistencia se fueron debilitando. Y aceptó la invitación de la tierra suave.

Estaba tumbado; eso fue lo último que pensó.

—La sangre de Mather —refunfuñó Tuntun mientras la caravana de elfos se ponía en marcha con Elbryan; lo transportaban en una cama flotante tejida con hilo de seda, plumas y música.

—Puedes continuar diciendo ese latiguillo —replicó Juraviel. Mientras hablaba, el elfo tocó con los dedos una piedra verde, una serpentina, y sintió sus sutiles vibraciones. Normalmente una magia tan trivial no serviría frente a alguien tan experto como Tuntun, que había visto el nacimiento y la muerte de varios siglos; pero la elfa estaba claramente distraída a causa de su aversión por el trabajo de aquella noche.

—¡Voy a seguir diciéndolo! —insistió Tuntun, pero su jactancia se perdió en el susurro de un arbolito al agitarse. La ágil hembra trató de deslizar su pie fuera de la trampa que Elbryan había tendido con su cinturón, y se cayó al suelo de forma bastante poco ceremoniosa, a pesar de que batía sus alas con energía.

La mirada que dirigió a Juraviel, cuando este soltó una carcajada, fue casi amenazadora.

Sabía, cuando hubo atado los cabos sueltos, que era imposible que ella hubiera caído en una trampa tan rudimentaria a menos que hubiera intervenido algo de magia.

No le costó mucho suponer quién era el responsable de tal magia.