Ella volvió en sí, perdida la esperanza de ver otra vez el vasto cielo. Abrió los ojos azules y agitó frenéticamente las manos para librar el pequeño agujero del espeso hedor a madera quemada.
Un rayo de sol sesgaba el humo, como una débil saeta de luz que llamara a la joven al mundo de los vivos. Ella lo siguió como en un sueño, y tendió la mano con cautela para tocar una madera que al caer había taponado parcialmente el agujero.
La madera estaba caliente; Jilseponie comprendió entonces que había estado mucho tiempo inconsciente. Se dio cuenta de que podía apoyar el brazo contra la viga si ponía la manga entre la carne y la madera caliente.
La joven empujó con fuerza, pero la viga no cedió. Con la tozudez que la caracterizaba hizo acopio de coraje para tensar los músculos; se apoyó sobre las piernas dobladas con toda la firmeza de que fue capaz y empujó otra vez gimiendo por el esfuerzo.
El sonido de su propia voz la paralizó. ¿Qué ocurriría si los trasgos aún seguían allí? Volvió a sentarse inmóvil, aguzando el oído, sin atreverse siquiera a respirar.
Oyó el graznido de los pájaros, carroñeros sin duda. Pero no llegó hasta sus oídos ningún otro ruido: ni el quejido de algún superviviente, ni la sibilante voz de un trasgo, ni los guturales gruñidos de los gigantes fomorianos.
Sólo los pájaros que se alimentaban de los cuerpos de sus amigos asesinados.
Tan horripilante pensamiento la animó a ponerse en movimiento. Se apoyó de nuevo en las piernas y empujó con toda la energía que le quedaba, demasiado encolerizada para considerar las consecuencias si sus gemidos llegaban a oídos de los trasgos.
Logró levantar y desplazar la viga un par de centímetros, pero no pudo sostenerla y la madera cayó otra vez pesadamente con un ruido sordo. Pony estaba segura de que no podía volver a moverla y ni siquiera lo intentó. Comenzó a retorcerse y apretujarse; logró sacar un brazo, luego la cabeza y un hombro; se quedó así un momento para recobrar el aliento, aliviada al sentir otra vez el sol en el rostro.
Pero su alivio desapareció en cuanto echó una ojeada en torno. Sabía lógicamente que aquello era Dundalis, pero no lo reconocía en absoluto. Lo único que quedaba de la casa de Elbryan eran unas cuantas vigas y los cimientos de piedra; Dundalis estaba reducida a un montón de vigas y piedras.
Y cadáveres. Desde donde estaba, Pony sólo veía dos: un trasgo y una anciana; pero el hedor de los cadáveres era tan espeso como el humo de los incendios. Una voz en su interior le decía que volviera a meterse en el agujero y llorara hecha un ovillo hasta morir, porque era preferible la muerte, tanto si conducía al cielo o a la oscuridad total. Permaneció un buen rato medio fuera y medio dentro, oscilando entre la histeria y la desesperanza. Resolvió deslizarse en el agujero, pero algo, una voz interior que no podía entender, se lo impidió.
Empezó otra vez a culebrear, a desgarrarse el vestido y arañarse la piel, a moverse y retorcerse con frenesí, hasta que al fin logró salir del agujero. Permaneció un buen rato tumbada de espaldas en el suelo, mientras le bullían en el cerebro mil posibilidades que no conducían más que a la desesperación.
Con un esfuerzo enorme, Pony se puso en pie y caminó entre los escombros a que habían quedado reducidas las casas de Olwan Wyndon y Shane McMichael. La calle principal seguía igual: pavimentada con losas en cuyos intersticios se había aplastado la tierra para un mejor drenaje; era lo único que confirmaba a Pony que estaba en Dundalis, en las ruinas de lo que había sido su pueblo.
No quedaba nada en pie. Ni rastro de vida: ni una persona, ni un caballo. Con cierto alivio, Pony comprobó que tampoco había rastro de trasgos o gigantes vivos. Sólo había buitres, docenas y docenas de buitres. Algunos volaban en círculo; la mayoría, posados en tierra, se estaban dando el gran festín, desgarrando una piel que Pony había tocado, aún caliente, el día anterior, y picoteando unos ojos que habían compartido con ella miradas y pensamientos.
Pony se estremeció al imaginar el combate en la calle, lo último que había visto hacer a su padre. Había muchos cadáveres; vio a Olwan desplomado y destrozado en el mismo lugar donde lo había visto caer. Después ya no pudo mirar más, temerosa de encontrar entre los cadáveres a Thomas Ault, su querido padre. Sin duda había muerto, se dijo Pony, como su madre, como Elbryan, como todos los demás.
Embargada por la desesperanza, la muchacha estuvo a punto de caer, pero de nuevo la mantuvo en pie su contumaz instinto. Vio gran número de trasgos muertos, incluso un par de gigantes. Un grupo en particular, un montón de monstruosos cadáveres en medio de la calle, planteaba un curioso enigma. Habían caído como si hubieran formado un círculo defensivo, y, sin embargo, no había cerca ningún cuerpo humano. Sólo trasgos y un gigante, empapados en la sangre que había manado de unas heridas pequeñas que se veían en todos los cadáveres. Pony pensó acercarse para investigar aquello, pero le faltó estómago.
Permaneció inmóvil, con la mirada fija, embargada por un entumecimiento que le paralizaba las emociones. El enigma quedaría sin resolver, pues Pony estaba demasiado exhausta para ponderarlo, para pensar siquiera en algo; se sentía demasiado derrotada y sucia para hacer otra cosa que no fuera salir tambaleándose del pueblo, dirigirse hacia el sur, luego torcer al oeste en la primera bifurcación y seguir hacia el sol poniente.
Sólo la guiaba un instinto subconsciente. Prado de Mala Hierba era el pueblo más cercano, pero Pony no creía que aquel lugar hubiera corrido una suerte diferente. Seguramente todo el mundo había sucumbido a la destrucción; todos los hombres debían de haber muerto, y los buitres estarían picoteando y despedazando sus cadáveres.
Poco después, a medida que anochecía, su sexto sentido la alertó de que no estaba sola. A su derecha notó un ligero movimiento en un arbusto. La muchacha sabía que podía tratarse de una ardilla, pero en su corazón sabía que no lo era.
A su izquierda captó una especie de risilla, una vocecilla, un tenue susurro.
Pony siguió adelante, maldiciéndose por no haber tenido la precaución de coger un arma antes de marcharse de Dundalis. No importaba, se dijo; quizá de esa forma, sin posibilidad de defenderse, el fin sobrevendría más rápidamente.
Así que prosiguió la marcha mirando al frente, sin hacer caso de los ruidos que le indicaban que no estaba sola, que seguramente los trasgos se escondían tras los árboles, la observaban, se reían de ella, la examinaban con detalle, incluso discutían entre ellos sobre quién iba a gozar del placer de matarla… y de los placeres que precederían a la muerte.
Este pensamiento casi la derribó al suelo al acordarse de Elbryan, de los momentos que habían precedido al desastre, del beso…
Entonces se echó a llorar, pero siguió avanzando con la espalda erguida.
No obstante, no podía evitar las lágrimas, ni el sentimiento de culpabilidad, ni el dolor.
Dormitó al pie de un árbol, en un lugar desprotegido junto a la carretera, temblando por el frío y por las pesadillas que temía la perseguirían para siempre.
Pero cuando despertó, afortunadamente, aquellos sueños se habían desvanecido, y no pudo evocar imágenes del pueblo, ni de su familia ni de sus amigos. Lo único que sabía era que se encontraba junto a la carretera, sin saber ni cómo ni dónde.
Sabía que estaba física y emocionalmente enferma, pero lo más inmediato escapaba de su memoria consciente.
Ni siquiera sabía cómo se llamaba.
El gigante estaba allí, de bruces sobre la sangre y el polvo, en el mismo lugar donde Elbryan lo había visto por última vez, a poca distancia de donde él se había desmayado. Lo último que recordaba era que el monstruo se disponía a aplastarlo con su garrote, y ahora estaba muerto.
Y también lo estaban una docena de trasgos esparcidos aquí y allá.
Elbryan se incorporó y, al frotarse la cara, vio la herida y la sangre seca en una de sus manos.
Sus pensamientos retrocedieron hasta Pony y el beso junto a los pinos gemelos en lo más alto de la sierra. Luego volvieron a concentrarse en el presente: aquellos minutos de horror, los trasgos en los bosques, el pobrecito Carley, el humo de Dundalis; Jilseponie corriendo, corriendo hacia la ciudad sin dejar de gritar. Todo había sido tan irreal, había sucedido con tanta rapidez… En el increíble espacio de unos minutos, el mundo de Elbryan se había venido abajo.
Sentado en el suelo, miraba asombrado al gigante muerto de forma misteriosa, consciente de que nada volvería a ser como antes.
Logró ponerse en pie y se acercó temerosamente al gigante, aunque la sangre derramada y la total inmovilidad eran prueba fehaciente de que estaba muerto. Se arrodilló junto a la cabezota del gigante y examinó sus numerosas heridas.
Eran pinchazos, como heridas de flechas pero mucho más pequeñas. Elbryan recordó el zumbido, que le hizo evocar la imagen de un enjambre de abejas. Tuvo el valor de observar más de cerca, incluso de tocar con el pulgar el borde hinchado de una herida y tirar de la piel.
—No hay saetas —comentó en voz alta intentando encontrar algún sentido a todo aquello.
Pensó otra vez en abejas, quizás en abejas gigantes, que clavaban una y otra vez su aguijón y después se alejaban volando. Volvió a sentarse y comenzó a contar los pinchazos; comprobó que el gigante tenía por lo menos veinte heridas en la cara y otras muchas en el corpachón de cuatro metros y medio.
El joven no podía explicárselo. Se había dado por muerto, pero no lo estaba. Había creído a Dundalis condenado…
Elbryan se puso en pie de un salto e inspeccionó los cadáveres de los trasgos. Se sorprendió, e incluso se sintió en cierto modo un poco humillado, al comprobar que también los dos contra los que había luchado, aun el que había creído matar con su espada, mostraban asimismo las misteriosas heridas.
—Abejas, abejas, abejas —cantó Elbryan como si entonara una letanía de esperanza, al tiempo que se precipitaba ladera abajo hacia Dundalis. Pero palabras y esperanzas se desvanecieron en un grito ahogado en cuanto divisó el pueblo, mejor dicho, los escombros carbonizados a que había quedado reducido.
Sabía que todos habían muerto. Incluso desde aquella distancia, a unos cincuenta metros del extremo septentrional del pueblo, Elbryan sabía en lo más profundo de su corazón que nadie podía haber sobrevivido a tal catástrofe. Con el rostro ceniciento y el corazón latiéndole aceleradamente —aunque incapaz de insuflar energía a los brazos que le colgaban inertes a los lados o a las piernas que de pronto parecían pesarle cincuenta quilos—, el joven corrió hacia su casa, con la sensación de ser un pobre niño desamparado.
Reconoció a todos los cadáveres que no habían sido presa de las llamas: los padres de sus amigos, un joven poco mayor que él, y los chicos y chicas cuyos padres no les habían permitido formar parte de la patrulla. En el umbral chamuscado de unas ruinas vio un pequeño cadáver, un bulto informe ennegrecido. Elbryan adivinó que se trataba de Carralee Ault, una prima de Pony, pues era el único bebé del pueblo. La madre de Carralee yacía de bruces en la calle a escasa distancia de su hija. Elbryan supuso que la mujer había intentado volver junto a Carralee y que la habían asesinado mientras veía cómo ardía la casa en torno a su hija.
Elbryan se esforzó por dominar el vivo dolor que lo embargaba, consciente de que lo conduciría inexorablemente a la más completa desesperación. Pero le resultó una tarea casi imposible al acercarse a un grupo de trasgos y gigantes muertos en la calle, y llegar a la zona donde la lucha había sido más encarnizada y donde yacía el cuerpo de Olwan, su padre.
Elbryan vio que su padre había muerto con bravura, cosa que no le sorprendió pues conocía su fuerza y su valor. Olwan había muerto luchando.
Pero esto carecía de importancia para Elbryan.
El muchacho se encaminó tambaleante hacia los escombros de su casa. Emitió un ahogado gemido al ver que los cimientos, que tanto enorgullecían a su padre, estaban intactos, aunque el techo y las paredes se habían derrumbado. Entró en las ruinas que todavía humeaban.
Milagrosamente uno de los rincones de la parte de atrás se había salvado de las llamas, y, al venirse abajo el techo, había quedado un espacio intacto.
Apartó una viga —con suma cautela pues oyó crujir lo que aún quedaba del tejado— y se arrodilló para atisbar. Vislumbró dos figuras apoyadas en el rincón.
—Por piedad, por piedad —susurró Elbryan mientras se abría paso con precaución.
La figura más cercana era un trasgo muerto de un golpe en la cabeza. Lo asaltó una esperanza insensata y avanzó a rastras hasta la segunda figura al fondo del rincón.
Era su madre, también muerta; Elbryan dedujo que de asfixia porque no se le veía herida alguna. Aún asía en la mano una pesada cuchara de madera. A menudo, cuando Elbryan y sus amigos acababan con su paciencia, había blandido aquella misma cuchara amenazándolos con pegarles en el culo.
Elbryan recordó que nunca lo había llegado a hacer. Hasta aquel día no la había usado jamás, se dijo mirando el cadáver del trasgo.
Una abrumadora oleada de recuerdos arrolló al joven: vio a su madre blandiendo aquella cuchara, sacudiendo la cabeza ante su indomable hijo y haciendo un guiño a Jilseponie como si ambas compartieran un secreto sobre Elbryan. Se acercó a su madre, se sentó junto a ella y atrajo hacia sí su cuerpo, ya rígido, para abrazarla por última vez.
Entonces rompió a llorar. Lloraba por su madre y por su padre, por sus amigos y por los padres de sus amigos, por todos los habitantes de Dundalis. Lloraba por Pony, sin saber que, si hubiera corrido hacia el pueblo en cuanto se hubo despertado, habría topado con la magullada muchacha caminando tambaleante hacia el sur.
Y también lloraba por él, por la incertidumbre y crueldad de su futuro.
Cuando el sol se puso, aún seguía abrazando a su madre, en aquel rincón de su casa, frágil eslabón con lo que había sido su vida hasta entonces. Y allí permaneció durante toda la fría noche.