5

Los elegidos de Dios

El hermano Avelyn daba vueltas a la manivela con energía; tanto la madera como el hombre gruñían a cada vuelta. «¿Cuándo acabará por aparecer el cubo?», se preguntaba el joven novicio.

—Más deprisa —insistía Quintall, el compañero de trabajo y de estudio de Avelyn.

La clase había sido dividida por fechas de nacimiento; Avelyn y Quintall habían sido puestos juntos únicamente porque habían nacido la misma semana y no por una cuestión de compatibilidad física o emocional. Desde luego, no armonizaban en absoluto. Quintall era el más bajo de los veinticinco novicios, mientras que Avelyn estaba entre los más altos. Ambos eran corpulentos, pero Avelyn era desgarbado y torpe, en tanto que Quintall era musculoso, un verdadero atleta.

También tenían caracteres opuestos: Avelyn era tranquilo, respetuoso y pacífico; y Quintall un «cohete», como solía llamarlo con acierto maese Siherton, el superintendente de la clase.

—¿Está cerca? —preguntó Avelyn después de algunas vueltas de manivela sin resultado alguno.

—A medio camino —respondió fríamente Quintall—; quizá menos.

Avelyn exhaló un profundo suspiro y siguió moviendo los doloridos brazos.

Quintall soltó un gruñido de disgusto; a esas horas él ya habría subido el cubo y los dos habrían podido estar gozando de la comida del mediodía. Pero le tocaba a Avelyn darle a la manivela, y los capataces eran muy suyos en esas cuestiones. Si Quintall intentaba mover a hurtadillas la manivela, les podría costar a ambos la comida.

—Es un impaciente —comentó maese Jojonah, un hombre gordo de unos cincuenta años, de amables ojos marrones y abundante cabello castaño en los que no se veía ni una cana; tenía la piel tostada y tersa, a excepción de un abanico de patas de gallo, que él llamaba «arrugas de credibilidad».

—Un cohete —repuso maese Siherton, alto, anguloso y delgado, aunque sus anchos hombros le sobresalían considerablemente del flaco cuello. Las facciones de Siherton encajaban a la perfección con su categoría de supervisor de clase, de responsable y educador de los hermanos recién ingresados. De rasgos firmes y marcados, tenía unos ojos pequeños y oscuros que se empequeñecían aun más en aquellas muchas ocasiones en que miraba de soslayo con aire amenazador a los jóvenes estudiantes.

»Quintall desborda pasión —añadió con evidente admiración.

Jojonah lo miró con curiosidad. Se encontraban en la cámara más alta de la abadía, una habitación larga y estrecha cuyas ventanas daban por un lado a las rugientes olas del océano y por otro al patio de la abadía. Los veinticuatro hermanos recién llegados —un novicio había tenido que abandonar por motivos de salud— estaban en el patio, atendiendo a sus tareas, pero los dos superiores discutían sobre Avelyn y Quintall, a quienes consideraban novicios excepcionales.

—Avelyn es el mejor de la clase —comentó Jojonah, sobre todo para calibrar la reacción de Siherton.

El más alto de los dos se encogió de hombros por toda respuesta.

—Muchos opinan que es el mejor que hemos tenido en muchos años —insistió Jojonah. Era cierto; la increíble dedicación que mostraba Avelyn era la comidilla de Saint Mere Abelle.

—Carece de pasión —replicó Siherton con un nuevo encogimiento de hombros.

—¿Y no será porque está más cerca de Dios? —repuso Jojonah, pensando que por fin había atrapado a Siherton.

—Quizá sea porque ya está muerto —dijo secamente el fraile más alto volviéndose para mirar a su oponente.

Maese Jojonah recogió velas pero aguantó firmemente la penetrante mirada. No era un secreto que Quintall era el favorito de Siherton de la más importante de las promociones, pero le sorprendió aquel insulto a Avelyn, el predilecto de los demás padres, incluyendo, como era sabido, al padre abad Markwart.

—Hoy hemos recibido la noticia de que su madre ha muerto —dijo sin alterarse Siherton.

Jojonah miró de nuevo hacia el patio, donde Avelyn se entregaba al trabajo como si nada hubiera pasado.

—¿Se lo has dicho?

—No me he tomado la molestia de hacerlo.

—¿A qué juego macabro estás jugando?

—¿Acaso le importaría? —replicó Siherton—. Diría que ahora ella está con Dios y que por tanto es feliz; y luego continuaría como si tal cosa.

—¿Te estás burlando de su fe? —preguntó Jojonah con acritud.

—Desprecio su falta de humanidad —repuso Siherton—. Su madre ha muerto; ¿acaso le importará? Creo que no. El hermano Avelyn está tan encerrado en la torre de marfil de su fe que nada puede desequilibrarlo.

—Esa es la gloria de la fe —dijo Jojonah en tono apacible.

—Yo diría que es despreciar la vida —replicó Siherton mientras se asomaba a la ventana—. ¡Eh, hermano Quintall!

Ambos novicios interrumpieron el trabajo y miraron hacia la ventana.

—Ve a comer —ordenó maese Siherton—. Y tú, hermano Avelyn, ven a reunirte conmigo en mi…, en las habitaciones de maese Jojonah.

Siherton se apartó de la ventana y miró a Jojonah.

—Vamos a comprobar si tu héroe tiene algo de corazón —comentó Siherton con toda frialdad, encaminándose hacia la escalera que conducía a las habitaciones de los padres.

Jojonah lo contempló un rato, preguntándose cuál de los dos, Siherton o Avelyn, carecía realmente de corazón.

—Estás utilizando esa muerte de la forma más indigna —dijo Jojonah al alcanzar a Siherton tres pisos más abajo.

—Tiene que saberlo —repuso Siherton—. No perdamos la oportunidad de calibrar al hombre en el que pronto quizá depositemos una responsabilidad muy grande.

Jojonah agarró a Siherton del hombro y lo obligó a detenerse.

—Avelyn ha demostrado que es digno de ella durante ocho años —le recordó—. Sin que lo supiera, ha sido sometido a un escrutinio constante en los últimos cuatro años. ¿Qué más quieres, Siherton?

—Debe demostrar que es en verdad un hombre —gruñó el otro padre—. Debe demostrar que es capaz de sentir. En la espiritualidad hay algo más que piedad, amigo mío. Hay emoción, cólera, pasión.

—Durante ocho años —repitió Jojonah.

—A lo mejor en la promoción siguiente…

—Será demasiado tarde —dijo el padre Jojonah en voz baja—. Los Preparadores deben ser seleccionados de esta promoción, o de una de las tres anteriores, y ningún hombre entre los setenta y cinco admitidos en los últimos tres años ha mostrado las prometedoras condiciones de Avelyn Desbris.

Jojonah hizo una pausa y estudió largo rato a su compañero. Siherton sabía que Jojonah tenía razón, y pareció que esa evidencia lo obligaba a encarar la realidad. Sus argumentos contra Avelyn serían tenidos en cuenta a su debido tiempo, pero caerían en saco roto ante las preferencias de la abadía. E, incluso con argumentos fiables, la posición de Siherton, que rayaba en cólera, en desafuero, parecía fuera de lugar.

—¡Vaya, querido Siherton, estás celoso! —adivinó Jojonah poco después.

Maese Siherton gruñó y echó a andar hacia la puerta del cuarto de Jojonah.

—Nuestra desgracia es haber nacido entre las lluvias —dijo Jojonah comprendiendo sinceramente la frustración de Siherton—. Pero tenemos un deber que cumplir. El hermano Avelyn es el mejor de todos.

Estas palabras se clavaron profundamente en Siherton. Se detuvo junto a la puerta, inclinó la cabeza y cerró los ojos evocando al joven Avelyn. Siempre trabajando o rezando; no lo imaginaba de otra forma. ¿Era fuerza o debilidad?, se preguntaba Siherton; y se preguntaba también sobre la peligrosa posibilidad de implicar a alguien tan devoto en las preciosas piedras. Había cuestiones prácticas relacionadas con la magia que no encajaban con un hombre de una fe tan profunda, con un hombre tan convencido de entender los deseos de Dios.

—Al padre abad Markwart le agrada mucho ese joven —comentó Jojonah.

A Siherton no le quedó más remedio que admitirlo, y comprendió que perdería todos los debates que se entablaran en torno a la selección de Avelyn como uno de los Preparadores. Sin embargo, el puesto de segundo Preparador permanecía vacante, y el alto maese decidió que a partir de ese momento dedicaría todas sus energías a un candidato más de su agrado. Alguien como Quintall, un joven lleno de fuego y vida. Y, precisamente por causa de esa pasión, de esa vehemencia tan mundana, un hombre al que se podía controlar.

No se sorprendió, sus labios no temblaron.

—Le ruego que me diga, maese Siherton: ¿fue una muerte apacible? —se oyó preguntar a sí mismo.

Maese Jojonah se alegró al oír una pregunta tan compasiva. La falta de respuesta inicial de Avelyn ante la noticia de la muerte de su madre parecía reforzar la tesis de Siherton.

—El mensajero dijo que murió mientras dormía —se apresuró a contestar.

Maese Siherton miró a su igual con severidad, considerando la mentira, pues el mensajero, un muchacho joven, sólo había dado la noticia de la muerte sin más detalles. Maese Jojonah ni tan sólo había hablado con el mensajero. En una extraña muestra de compasión, mientras Jojonah lo miraba con dureza por el rabillo del ojo, Siherton lo dejó correr.

Avelyn inclinó la cabeza, aceptando la noticia.

—Querrás irte enseguida —ofreció Siherton— para reunirte con tu padre ante la tumba de tu madre.

Avelyn lo miró fijamente con incredulidad.

—O puedes decidir quedarte —indicó inmediatamente Jojonah, al ver la trampa. Si Avelyn abandonaba el monasterio por cualquier causa, tendría que esperar hasta el año siguiente para entrar. Su vuelta estaría garantizada, pero habría perdido su candidatura a Preparador, aunque él no tenía ni idea de que se le hubiera ofrecido tal candidatura ni tan sólo de que tal cosa existiera.

—Supongo que mi madre ya debe de estar enterrada —respondió Avelyn a Siherton— y mi padre habrá seguramente dejado su tumba para volver a casa. Dado el poco tiempo transcurrido desde su partida de Saint Mere Abelle, le queda todavía un largo camino por recorrer.

Maese Siherton se inclinó hacia Avelyn, observándolo con explícita dureza.

—Tu madre ha muerto, muchacho —dijo lentamente, acentuando cada sílaba—. ¿No te importa?

Las palabras golpearon con fuerza al joven Avelyn. ¿Si le importaba? Deseaba pegar al alto padre sólo por haber insinuado lo contrario. ¡Ardía en deseos de encolerizarse, destrozar la habitación y a quienquiera que intentara detenerlo!

Pero Avelyn sabía que eso sería un perjuicio para Annalisa, un insulto a la memoria de aquella mujer afectuosa. La madre de Avelyn había vivido bajo la luz de Dios. Avelyn tenía que creer en ello porque, de no ser así, toda la vida de ella, y su propia vida, no serían más que una mentira. La recompensa a tal vida, a tan buen corazón, era una existencia mejor en un lugar mejor. Annalisa estaba ya con Dios.

Este pensamiento alentó al joven. Enderezó los hombros y miró sin pestañear al imponente maese Siherton.

—Mi madre sabía que no ocurriría en casa —dijo serenamente, dirigiendo sus palabras a Jojonah—. Todos lo sabíamos; siguió viviendo, enferma, sólo para verme entrar en la orden de Saint Mere Abelle. Su mayor dicha era que yo entrara en la iglesia abellicana, y le robaría esta dicha si ahora me marchara —y aspiró dando más fuerza a sus palabras.

»La orden de Saint Mere Abelle, en el año 816 del Señor —siguió diciendo el hermano Avelyn sin el menor temblor de voz—. Este es mi sitio; y la visión que permitió a Annalisa Desbris abandonar este mundo en paz.

Maese Jojonah asintió con la cabeza ante un razonamiento tan sereno y lógico, y al mismo tiempo le impresionó, incluso le espantó, la profunda fe del joven. Era evidente que Avelyn había querido muchísimo a su madre y, con todo, su reacción era sincera. En ese aspecto, Jojonah entendía el punto de vista de Siherton. O Avelyn estaba en contacto directo con Dios o el joven no tenía idea de lo que era un ser humano.

—¿Puedo retirarme? —preguntó Avelyn.

La pregunta cogió a Jojonah por sorpresa, y mientras la consideraba se dio cuenta de que, quizás, el estoicismo de Avelyn no era demasiado sólido…

—Estás excusado por hoy de tus obligaciones —contestó el padre.

—No —repuso Avelyn sin la menor vacilación; bajó la cabeza al darse cuenta de que sus palabras habían contravenido la orden de un superior, una falta que podría suponerle la expulsión de la abadía—. Por favor, permítame que cumpla con mis obligaciones.

Jojonah miró a Siherton, que sacudió la cabeza disgustado y abandonó la habitación sin pronunciar palabra.

Jojonah confiaba en que el joven Avelyn tuviera cuidado las semanas siguientes, pues maese Siherton procuraría echarlo al menor motivo. El bondadoso padre tardó en responder para asegurarse de que Siherton estaría lejos de allí cuando Avelyn abandonara la estancia.

—Como quieras, hermano Avelyn —asintió Jojonah al cabo de un rato—. Puedes retirarte. Te quedan pocos minutos para la comida del mediodía.

Avelyn hizo una reverencia y salió de la habitación.

Jojonah apoyó las manos en el escritorio y permaneció largo rato con los ojos clavados en la puerta cerrada. ¿Qué le ocurría a Avelyn que realmente preocupaba a Siherton?, se preguntaba. ¿Se trataba, tal como Siherton pretendía, de la aparente falta de humanidad del joven? ¿O era algo más profundo? ¿Era Avelyn tal vez un modelo superior, un espejo misterioso sostenido ante todos los monjes de Saint Mere Abelle, un testamento de fe verdadera que resultaba una rareza en aquellos tiempos aun en la sagrada abadía?

Tales pensamientos asaltaron a maese Jojonah al tiempo que contemplaba la habitación decorada, el hermoso tapiz que había encargado a la galería de Porvon dan Guardino, uno de los artistas más respetados en todo el mundo. Examinaba la hoja de oro que resaltaba la dura madera labrada de las vigas de la habitación, la rica alfombra procedente de algún país exótico, las sillas acolchadas, las múltiples chucherías y baratijas del amplio estante para libros, cada una de ellas con un valor en oro superior al que pudiera ganar un trabajador corriente durante un año.

«Piedad, dignidad, pobreza»: tal era el voto ofrecido al entrar en la orden de Saint Mere Abelle. Jojonah echó de nuevo un vistazo en torno, y recordó que la mayoría de los otros padres, incluso algunos de los inmaculados del décimo año, disponían de aposentos adornados con mayor riqueza.

«Piedad, dignidad, pobreza».

Sin embargo, el pragmatismo también debía formar parte del voto; esas eran las palabras del padre abad Markwart, y así lo habían declarado los anteriores priores de la abadía de más de dos siglos de existencia. En Honce el Oso, riqueza era igual a poder, y sin poder ¿cómo podía esperar la orden tener influencia sobre las vidas de la gente corriente? ¿No estaba Dios mejor servido por la fuerza que por la debilidad?

De esta forma tan insensata se había aceptado el argumento que permitió la relajación de algunos aspectos del sagrado voto.

Por tanto, maese Jojonah podía entender por qué un estudiante como Avelyn Desbris acobardaba tanto a maese Siherton.

Aquella noche, Avelyn se retiró a su habitación completamente exhausto, tanto física como emocionalmente. Había pasado todas las horas de vigilia pidiendo trabajo, ofreciéndose para las partes más difíciles de cada tarea. Había perdido la cuenta de los cubos que había izado del pozo, unos quince, y después de aquel pesado trabajo se había dedicado a sacar piedras sueltas de la parte superior de la muralla de la abadía, cerca del extremo norte, tirando de ellas y apilándolas con esmero para que los albañiles pudieran continuar el trabajo al día siguiente.

Sólo la llamada a vísperas, la ceremonia que proclamaba la llegada del atardecer, había interrumpido la frenética actividad de Avelyn. Se fue con calma al servicio religioso; luego prescindió por completo de su cena y se retiró a su aposento, una minúscula pieza cuadrada con un sencillo taburete, que también servía de mesa para la vela de Avelyn, y un camastro, poco más que una tabla plana y una sábana, que se desplegaba desde una pared.

Ahora se había acabado el trabajo y el dolor había vuelto. A pesar de su abatimiento, Avelyn Desbris apenas pudo dormir. Imágenes de su madre inundaban sus pensamientos; se preguntaba si ahora podría tener una visión de ella, una aparición de su espíritu antes de que ocupara su lugar en el cielo. ¿Vendría Annalisa a despedirse de su hijo menor, o había dado ya el adiós definitivo a Avelyn en el patio exterior de Saint Mere Abelle?

Avelyn rodó fuera del camastro y manipuló el pedernal y el acero hasta que logró encender la vela. Dio un vistazo alrededor bajo aquella luz difusa, como si aguardara que Annalisa apareciera de pie en un rincón, esperándolo.

Ella no apareció, para mayor frustración de Avelyn.

El joven estaba sentado al borde del camastro, cabizbajo, con las manos descansando en los doloridos muslos. Sintió que las primeras lágrimas se le escapaban de los ojos y trató de frenarlas.

Llorar sería una debilidad, razonaba Avelyn, una falta de fe. Si lo que creía, lo que verdaderamente llevaba en su corazón, no podía sostenerlo a la hora de la muerte, entonces ¿qué valor tenía? La iglesia abellicana, las antiguas escrituras, prometían el cielo a aquellos que eran dignos de ello, y ¿quién podía ser más digno que la afectuosa y generosa Annalisa Desbris?

Una lágrima rodó por la mejilla de Avelyn, luego otra; dejó caer la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

Un sollozo le sacudió los hombros inclinados; trató de sofocarlo, trató de rechazarlo. Recitó sin interrupción la plegaria de la muerte, la plegaria de la fe, la plegaria de la promesa eterna, forzando la voz para mantenerla firme.

Todavía brotaron más lágrimas, cada vez que la voz se le quebraba por un sollozo.

Repitió las plegarias una y otra vez. Rezaba de corazón, solapando las palabras con imágenes de su madre, a menudo entonando su nombre entre líneas de verso. Se encontró en el suelo, pero no sabía cómo había llegado hasta allí. En el suelo y acurrucado como un niño, llamaba a su madre, rezaba por su madre.

Al fin, después de más de una hora, Avelyn se recompuso, se sentó de nuevo en el camastro, y respiró profundamente varias veces para evitar los últimos sollozos. Reflexionó profundamente durante largo tiempo, consideró su dolor y exploró su alma para analizar la debilidad que se había introducido en su fe.

Con suficiente rapidez, obtuvo la respuesta, y se alegró. No estaba llorando por Annalisa, advirtió, pues, obviamente, mantenía la certeza de que había pasado a disfrutar de una existencia mejor. Estaba llorando por él mismo, por sus hermanos y hermanas, por su padre, por todos aquellos que habían conocido a Annalisa Desbris y que jamás volverían a gozar de su presencia en esta vida.

Avelyn podía aceptarlo; su fe estaba intacta y sólida, y no había profanado la memoria de su madre. Se movió para apagar la vela, pensó en otra cosa y se echó en el camastro. Sus ojos seguían buscando el espíritu de su madre en los rincones de la oscura habitación.

Quizá la reencontraría en sus sueños.

Dos hombres se alejaron silenciosamente de la puerta cerrada de la habitación del hermano Avelyn.

—¿Estás satisfecho? —preguntó maese Jojonah a maese Siherton cuando estuvieron lejos.

Por supuesto que Siherton se alegraba de haber oído llorar a Avelyn, de saber que el joven sentía emociones humanas, pero sus sollozos no habían cambiado la severa actitud del padre hacia Avelyn. Saludó a Jojonah con una inclinación de cabeza y se fue.

—He recibido la bendición del padre abad Markwart para mostrar las piedras al joven hermano Avelyn —anunció Jojonah.

Siherton se detuvo en seco, retuvo la irritada protesta que le subía a la garganta, y luego saludó de nuevo inclinando muy ligeramente la cabeza y siguió su camino.

Ya era un hecho. El hermano Avelyn Desbris sería uno de los Preparadores.

Avelyn intentó mantener la cabeza inclinada y los ojos dirigidos al suelo, como correspondía a su humilde situación, pero no podía dejar de advertir algunas de las maravillas que lo rodeaban mientras seguía a maese Jojonah a través de los ventosos pasillos del Laberinto del Abad, el más privado y reverenciado lugar de todo Saint Mere Abelle, y, desde luego un sitio que un novicio no esperaría visitar durante su primer año.

Las explicaciones de Jojonah respecto a la torre fueron parcas; comentó sólo que una zona necesitaba limpieza. A las pocas semanas de su estancia en la abadía, Avelyn se había familiarizado con la rutina monacal lo suficiente para comprender que estudiantes mucho mayores y más experimentados que él eran los seleccionados para cualquier tarea en el Laberinto del Abad, incluso las domésticas. También sabía que no había ocurrido nada especial y que maese Jojonah tenía a su disposición muchos estudiantes mayores.

Sin embargo, se abstenía de preguntar, pues no le correspondía a él preguntar nada a los padres. Sólo debía obedecer, y así lo hacía; caminaba tan serenamente como podía junto al hombre rechoncho, con la cabeza inclinada pero echando alguna que otra ojeada a las maravillas que lo rodeaban: las hojas de oro que bordeaban cada lado de las puertas, las fantásticas e intrincadas tallas de las vigas de madera, los diseños de las baldosas del mosaico, las tapicerías… Era tal la riqueza de detalles, que Avelyn imaginó que podría pasarse horas y horas embelesado ante una sola de ellas.

Maese Jojonah hablaba constantemente, aunque no decía nada de interés: superficiales observaciones acerca del tiempo, una tormenta que se había desencadenado hacía veinte años, el fallecimiento de su panadero favorito en la ciudad de Saint Mere Abelle, una sorprendente insinuación acerca de la lujuriosa esposa del hombre. Ninguna de ellas distraía la atención de Avelyn de las maravillas del lugar, aunque algo escuchaba, pues temía perderse alguna pregunta dirigida a él.

Se detuvieron frente a una pesada puerta, ¡y qué puerta! Avelyn no pudo menos que elevar los ojos hacia aquella obra, hacia los paneles y paneles de tallas pintadas, escenas de batallas, Saint Abelle en la hoguera, las curativas manos de la madre Bastibule. Escenas de ángeles venciendo a demonios, del poderoso Dáctilo demoníaco gritando en su agonía, consumido por la lava que se derramaba sobre él. Escenas del Halo, el regalo celestial, abarcando todas las demás. Las pinturas comenzaban —si podía decirse que una obra tan perfecta tenía un comienzo— en la esquina inferior izquierda de la puerta y guiaban el ojo del observador hacia arriba a lo largo del portal, hasta la parte superior derecha. Mientras los ojos de Avelyn exploraban aquellas escenas, le pareció como si la historia del mundo, de la fe, se le revelara en imágenes acopladas de forma que una llevaba a la otra con facilidad, pero cada una con tanta personalidad que producía un impacto individual, aunque breve, como el del flujo del tiempo.

Deseaba arrodillarse y rezar, deseaba preguntar quién era el artista —o los artistas, pues ciertamente un hombre solo no podía haber creado todo aquello—; pero, antes de que las palabras le salieran de la boca, se dio cuenta de que el nombre carecía de importancia, porque a ciencia cierta los escultores y pintores que habían hecho aquella maravilla la habían hecho por inspiración divina. Sólo Dios, que llamaba hijos suyos a todos los hombres y mujeres del mundo, podía haberlo hecho.

—¿Sabes algo de las Piedras del Anillo? —preguntó de pronto maese Jojonah, y sus palabras le sonaron a Avelyn ásperas y fuera de lugar. Casi dio un respingo y lo miró sobresaltado, sorprendido de que un padre fuera tan osado como para hablar en presencia de tanta belleza.

»¿Sabes algo? —repitió Jojonah.

Avelyn tragó saliva intentando hallar la respuesta más adecuada. Claro que tenía noticia de las Piedras del Anillo, el regalo del cielo a Saint Mere Abelle, la fuente de toda la magia del mundo. No obstante, Avelyn no sabía demasiado; sólo rumores sobre cómo las piedras caerían de los cielos en las manos de los monjes y serían bendecidas por el padre abad para que sus peculiares poderes se hicieran realidad.

—Nosotros somos los guardianes de las piedras —dijo Jojonah poco después, pues Avelyn no hizo la menor señal de responder.

El joven monje asintió en silencio.

—Es nuestro deber más sagrado —añadió Jojonah acercándose a la puerta y deslizando un pesado pestillo. Avelyn parpadeó; en medio de las maravillas de la puerta, el enorme pestillo le había pasado desapercibido.

—Las piedras son la prueba de nuestra fe —añadió Jojonah, empujando la puerta.

Avelyn permaneció inmóvil como si se hubiera transformado en piedra.

—La prueba de nuestra fe —murmuró para sí, sin poder creer que un padre de Saint Mere Abelle hubiera pronunciado aquellas palabras que rozaban la blasfemia. La fe no necesitaba pruebas… ¡Sin duda el auténtico valor de la fe residía en la lealtad a las creencias sin necesidad de pruebas!

Naturalmente, Avelyn se guardó mucho de manifestar en voz alta lo que pensaba, e incluso sus silenciosas reflexiones se desvanecieron cuando la puerta se abrió sin un chirrido girando sobre los equilibrados y engrasados goznes para revelar una magnificencia inigualable.

La habitación estaba bien iluminada, aunque Avelyn no vio antorcha alguna ni olfateó el olor de madera quemada. Estaban en el sótano, en una de las cámaras interiores de la abadía; por tanto, no podía haber ventana alguna. Pero sin duda había luz en el interior de la habitación, una luz tan clara que hizo pensar a Avelyn en un día sin nubes en pleno verano. La luz llenaba todos los rincones, todas las grietas de las piedras, y se reflejaba esplendorosa en las tapas de cristal de un sinnúmero de cajas esparcidas por la habitación y también en los cientos y cientos de piedras que contenían.

¡Las Piedras del Anillo!

Jojonah entró en la habitación y tras él Avelyn, prácticamente de un tropezón. El joven monje ya no procuraba mantener la vista baja, sino que miraba a diestro y siniestro mientras pasaban junto a las cajas, y se maravillaba ante las gemas, rojas y azules, ante las piedras de color ámbar y ante los cristales violetas. Una caja con aproximadamente una docena de piedras lisas, de un tono gris oscuro pero que de algún modo parecían más negras que la noche, le llamó la atención e hizo que se estremeciera sin saber por qué. En otra caja vio piedras de color claro, que reconoció como diamantes, y se detuvo otra vez al observar que Jojonah también se demoraba para darle tiempo a examinarlas.

Avelyn observó cómo las caras de los diamantes despedían una luz que en cierto modo parecía hundirse en el interior de la piedra arremolinándose en sus cristalinas entrañas. Entonces comprendió la verdad.

—Los diamantes son la fuente de la luz —dijo, y se mordió el labio al caer en la cuenta de que había hablado sin que le preguntaran.

—Bien pensado —aprobó maese Jojonah, y Avelyn se tranquilizó—. ¿Qué sabes de las Piedras del Anillo?

—Son la fuente de toda la magia del mundo —respondió Avelyn.

Jojonah asintió con la cabeza pero dijo:

—No exactamente.

Avelyn lo miró asombrado.

—Las Piedras del Anillo son la fuente de toda la magia blanca —le explicó maese Jojonah.

—De la magia donada por Dios —se atrevió a añadir Avelyn.

Jojonah pareció vacilar —una vacilación inconsciente que Avelyn captó y que recordaría en los años venideros— y luego asintió.

—Pero existen también las Piedras de la Tierra, la fuente de la magia diabólica, el poder de los Dáctilos —dijo Jojonah—. No son muchas, gracias a Dios, ¡y sólo las pueden usar unos demonios que, por ventura, todavía son menos numerosos!

Acabó con una risita sofocada, pero Avelyn estaba muy ensimismado, incapaz de apreciar ningún matiz de humor en una discusión sobre los Dáctilos demoníacos.

Jojonah, con incomodidad, se aclaró la garganta.

—Y también hay magia en los Touel’alfar —dijo—. En su dulce cantar, según cuentan, y en el metal que «crece» en el suelo de sus jardines.

—¿Crece? —preguntó Avelyn.

Maese Jojonah se encogió de hombros; no era importante.

—Háblame de las Piedras del Anillo —indicó—. ¿Quién las recoge?

—Los hermanos de Saint Mere Abelle —contestó Avelyn inmediatamente.

—¿De dónde?

—Caen del cielo, del Halo, en las manos que las esperan de…

Jojonah lo interrumpió con una risa sofocada.

—Caen a una velocidad mayor que la del vuelo de una flecha —explicó el padre— y están calientes, amigo novicio, ¡tan calientes como para quemar la carne y hasta el hueso!

Jojonah volvió a reír mientras le describía a Avelyn la imagen de un joven monje de pie en un campo, tan agujereado como un queso de Alpinador, con un gesto de incredulidad en la cara y una serie de piedras incandescentes en el suelo detrás de él.

Avelyn se mordió el labio con fuerza. Se dio cuenta de que Jojonah se estaba burlando de él, pero no podía comprender por qué le estaba contando aquellas cosas.

—¿Dónde las conseguimos? —preguntó de repente Jojonah.

—El Halo —empezó a decir Avelyn, pero se detuvo enseguida al advertir que ya habían tocado aquel tema. Se quedó en blanco y se limitó a encogerse de hombros.

—Pimaninicuit —dijo Jojonah.

La expresión de Avelyn no cambió.

—Una isla —explicó el padre—, Pimaninicuit. Este es el único lugar donde pueden recogerse las piedras sagradas.

Entonces Avelyn nunca había oído nada semejante.

—Si alguna vez pronuncias este nombre ante alguien que no lo conoce, sin el permiso expreso, mejor dicho, la orden expresa de la autoridad del padre abad de Saint Mere Abelle, todos los poderes de la abadía se dedicarán exclusivamente a conseguir tu ejecución.

Entonces Avelyn comprendió por qué nunca había oído antes aquel nombre.

—¿Cuándo las conseguimos? —preguntó Jojonah cambiando de tema tan bruscamente que dejó a Avelyn confundido por completo. De nuevo el joven monje se limitó a encogerse de hombros, esperando saber pero asustado de saber. Había en todo aquello algo muy sagrado, y sin embargo carente de misterio alguno y por eso mismo impío, un estremecimiento de éxtasis combinado con un ligero sabor de necedad que Avelyn Desbris no podía desdeñar.

—Las piedras no caen al suelo a menudo —explicó Jojonah, pareciendo más un erudito que un sacerdote—. No caen con frecuencia pero sí con regularidad.

Se dirigió hacia la pared izquierda del amplio aposento y, mientras se aproximaban, Avelyn pudo ver los murales esculpidos allí; de hecho se trataba de mapas, mapas astronómicos. Avelyn, que en cierta época había pasado horas mirando los maravillosos cielos nocturnos, reconoció algunos de los puntos. Observó el cinturón de cuatro estrellas de Progos-Behemoth el Guerrero, la mayor constelación en la parte norte del firmamento, y las estrellas dispuestas en arco que configuraban el asa de la constelación de El Cubo del Granjero; para verlas tenía que salir por la puerta trasera de la casa de sus padres y alejarse unos pasos pues siempre quedaban justo encima del tejado. En medio, por supuesto, destacaba Corona con su Halo, pues Corona era el centro del universo.

Al acercarse, Avelyn distinguió unas ranuras en el muro. En un primer momento creyó que eran los bordes de las esferas conocidas, pues había oído hablar de teorías que concebían el universo como una serie de esferas celestiales que se solapaban y entrelazaban, burbujas invisibles que sostenían en su sitio los estratos de estrellas. Cuando se dio cuenta de que la mayoría de las ranuras estaban cerca de Corona y de que conectaban el sol, la luna y los cinco planetas, comprendió que tenían una finalidad práctica y no estética, pues servían para que los cuerpos celestiales del mapa-maqueta se movieran. Avelyn observó atentamente la posición de Sheila, la luna, y comprobó que, aunque casi de forma imperceptible, seguía su órbita en torno a Corona.

—Seis generaciones —le explicó Jojonah después de haberle concedido varios minutos de silencio para que estudiara a placer el maravilloso mapa—. O poco menos —añadió cuando Avelyn se volvió hacia él—. Ciento setenta y tres años pasan entre cada una de las donaciones.

—¿Donaciones?

—La lluvia de piedras —le aclaró Jojonah—. Considérate afortunado, amigo novicio, porque durante tu vida se producirá una de esas lluvias.

Avelyn exhaló un hondo suspiro y miró otra vez el mapa, como si esperara que aparecieran entre el Halo y Corona unas finas rayas de lluvia de piedras.

—¿Has visto alguna vez una de esas piedras en acción? —preguntó Jojonah sacando a Avelyn de su embobada contemplación.

El joven clavó en él unos ojos desorbitados por la esperanza y la impaciencia, al tiempo que abría y cerraba los puños.

Jojonah le señaló una caja en medio de la habitación y lo animó a acercarse a ella. Tan pronto como Avelyn hubo dado la espalda al padre, oyó un golpecito seco en la pared y supuso que Jojonah había tirado de alguna palanca, probablemente escondida en el mapa astronómico, para abrir la caja. Poco después, el padre se reunió con él junto a la caja y con sumo cuidado deslizó el cristal que servía de tapadera.

Dentro había varias piedras, todas lisas y pulimentadas. Jojonah tendió la mano y cogió una de las dos resplandecientes piedras grises que había.

—Las piedras del alma —explicó—. Se llaman hematites.

Agarró la piedra fuertemente con la mano derecha, y con la izquierda cogió otra gema, de un color mucho más claro, con una delicada tonalidad verde amarillenta.

—Crisoberilo —dijo—. Una piedra protectora cuando tiene este tono claro. ¡Una elección muy prudente cuando hay que vérselas con la oscura hematites!

Avelyn no entendía demasiado, pero estaba tan sobrecogido por todo aquello que no se le ocurría interrumpir con una pregunta.

Jojonah se metió el crisoberilo en el bolsillo de su grueso hábito y se alejó de Avelyn sin dejar de mirarlo.

—Cuenta hasta diez —le ordenó— para que me dé tiempo a hacer el encantamiento. Luego pon las manos a la espalda y ve levantando los dedos que quieras, en una secuencia lenta y clara de siete números distintos. ¡Procura acordarte de la secuencia!

El padre cerró los ojos y empezó a salmodiar. Avelyn vaciló un instante, intentando asimilar aquella última novedad. Luego se concentró e hizo lo que se le había ordenado, alternando el número de dedos levantados detrás de la espalda. Entretanto, maese Jojonah seguía con su monótona salmodia sin parpadear siquiera, como si su cuerpo hubiera echado raíces.

Al cabo de un rato, abrió los ojos.

—Siete, tres, seis, cinco, cinco, dos y ocho —dijo con aire de satisfacción.

—¡Has oído lo que estaba en mi mente! —exclamó asombrado Avelyn.

—No —lo corrigió Jojonah—. Abandoné mi cuerpo y me situé detrás de ti. Me limité a mirar mientras ibas levantando los dedos.

Avelyn abrió la boca para responder, pero se abstuvo de hacerlo, aunque su respiración entrecortada y su expresión de incredulidad eran bastante elocuentes.

—¡No es difícil! —dijo maese Jojonah, reventando de satisfacción—. La hematites es un instrumento poderoso; se cuenta entre las piedras más poderosas. Usarla para salir del cuerpo apenas roza la auténtica magia. Cualquier experto en piedras podría conseguirlo. Incluso tú… —la voz de Jojonah se fue desvaneciendo, una broma que no pasó por alto al inquieto Avelyn.

»Hermano Avelyn —dijo el padre con toda seriedad poco después—, ¿te gustaría intentarlo?

Sin siquiera detenerse a considerar tal ofrecimiento, Avelyn asintió con tanta energía que no le cupo duda de que debía de parecer increíblemente estúpido. Sus pies se movieron, también sin que el pensamiento consciente pudiera detenerlos, como si se sintieran atraídos hacia la piedra.

Jojonah apenas pudo reprimir una carcajada ante tal espectáculo y agarró con fuerza la hematites. Avelyn tendió la mano para cogerla pero el padre la retiró.

—Es una piedra de mucho poder —advirtió en tono sombrío—, y podría llevarte a un lugar al que no perteneces. Ten cuidado con los viajes, amigo mío, porque puedes perderte.

Avelyn retiró la mano unos centímetros, preguntándose si no estaba comportándose como un insensato. Pero la tentación era demasiado fuerte y tendió de nuevo la mano; esta vez Jojonah le dejó coger la hematites.

Era de una suavidad inimaginable, casi líquida; y más pesada de lo que Avelyn había supuesto. La acarició repetidamente y sintió dentro de ella algo insondable, una especie de misterio, de magia. Miró a Jojonah y vio que el padre apretaba el crisoberilo contra su corazón.

—Impedirá que nuestros espíritus se crucen —le explicó—. No sería prudente.

Avelyn asintió y retrocedió unos pasos. Jojonah se puso la mano libre a la espalda.

—Todo a su debido tiempo —susurró—. Reconoceré el momento en que entres en el dominio de la magia y entonces comenzaré.

Avelyn apenas lo oyó, pues estaba cayendo en las profundidades de la piedra. Bajo la caricia de sus dedos, la hematites parecía realmente líquida e incitante. Avelyn la contempló un buen rato; después cerró los ojos pero la seguía viendo. Se dilataba por momentos, iba tragando sus manos, luego sus brazos. Después se sintió caer…, caer.

Se resistió y la hematites retrocedió sensiblemente, forzándolo casi a seguirla. Pero Avelyn dominó sus miedos a tiempo y se dejó llevar una vez más.

Sus manos, sus brazos, desaparecieron. Después todo fue grisura, luego negrura.

Avelyn salió de su cuerpo. Miró atrás y se vio a sí mismo con la piedra en las manos. Miró a Jojonah y vio claramente el crisoberilo, que brillaba esplendorosamente y envolvía al padre en una tenue burbuja blanca, una protección que Avelyn sabía que su espíritu no podría traspasar.

Avanzó hacia Jojonah pero evitando topar con él. Se sentía increíblemente ligero, como si pudiera alejarse del suelo y volar.

Detrás del padre, Avelyn observó la secuencia de los dedos: uno, tres, dos, uno, cinco.

—Elévate —oyó que lo animaba maese Jojonah.

Avelyn se sorprendió de que en aquel estado pudiera oírlo. Comprendió la orden y se elevó del suelo subiendo sin esfuerzo alguno hacia el techo.

—No hay ninguna barrera física que pueda detenerte —le indicó Jojonah—. Ninguna barrera.

¿Has visto el tejado? Hay algo sobre el tejado que deberías conocer.

Pese a la emoción que lo embargaba, Avelyn sintió miedo al deslizarse a través del techo de la habitación. Contempló maravillado la estructura flotante de las vigas de madera y el grosor del embaldosado de la habitación superior.

Había allí unos monjes un poco mayores que Avelyn. Avelyn se sintió sonreír, sintió que su cuerpo sonreía en la habitación del piso de abajo, mientras que él pasaba sin que los monjes lo vieran.

Luego la sonrisa se desvaneció, y lo asaltó la tenebrosa tentación de penetrar en uno de aquellos hombres, ¡de ahuyentar su espíritu y adueñarse de su cuerpo!

Pero, antes de que pudiera considerar a fondo tan peligrosa idea, los había dejado atrás y ascendía a través del techo hasta una habitación vacía, y después atravesaba el techo y luego otro y otro y otro, este último mucho más grueso. Entonces se encontró al aire libre, aunque no experimentó ninguna sensación física; no sentía ni el calor del sol ni la brisa fresca del mar. Vio que se elevaba por encima de uno de los puntos culminantes de Saint Mere Abelle, justo encima del tejado. Se elevó un poco más, y lo invadió el temor de que nunca dejaría de subir, de que se deslizaría entre las nubes, hacia el Halo, hacia las estrellas. ¡Quizá brillaría en el cielo convertido en el quinto lucero del cinturón de Progos-Behemoth!

Rechazó semejante idea, recuperó el ánimo y miró hacia el tejado de la abadía. Desde allá arriba, el monasterio tenía el aspecto de una serpiente gruesa y larga que se deslizaba al borde del acantilado. Avelyn contempló el ajetreo del patio, donde un grupo de monjes jóvenes se afanaban junto al pozo y con los caballos y mulos de la abadía.

—Vuelve —lo invitó una voz lejana, la de maese Jojonah, que llegó hasta Avelyn a través de su cuerpo. El joven se dio cuenta de que no se había desconectado del todo, y se estremeció al pensar qué podría significar una ruptura total con su cuerpo.

Avelyn volvió a sus cabales y concentró su atención en el tejado que tenía justo debajo. Antes lo había contemplado desde uno de los miradores de la abadía, pero no había podido apreciar el dibujo que su actual posición elevada le permitía distinguir: dos pares de brazos esculpidos en el tejado, con las manos en alto y sosteniendo piedras en las palmas abiertas.

El viaje hasta la habitación que estaba justo encima de la cámara de las Piedras del Anillo fue más rápido. Allí volvió a asaltarlo de forma más violenta la tentación de meterse en un cuerpo ajeno. Se sintió arrastrado, y se imaginó la hematites como un ser vivo que lo dominaba, pues susurraba promesas de poder en su oído espiritual.

Avelyn sintió que algo le tocaba la mano —no su mano espiritual, sino la física, la que agarraba la piedra—. Sintió de nuevo la mágica barrera del crisoberilo, y después su espíritu fue empujado a través del techo y penetró en su cuerpo.

Avelyn casi dio un respingo al abrir los ojos físicos y ver tan cerca a maese Jojonah.

—Uno, tres, dos, uno, cinco —se apresuró a decir el joven monje intentando satisfacer la curiosidad del padre.

Jojonah hizo un ademán con la mano y sacudió la cabeza porque no era aquello lo que le interesaba.

—¿Qué has visto?

Avelyn observó que Jojonah tenía las dos piedras en la mano, aunque no recordaba haberle devuelto la hematites.

—¿Qué has visto? —lo apremió acercándosele más aun.

—Brazos —le contestó el novicio—. Dos pares, con las palmas abiertas…

Antes de que pudiera acabar la frase, Jojonah se desmoronó, jadeando, riendo y llorando a la vez. Avelyn jamás había visto semejante reacción y era incapaz de entenderla.

—¿Cómo? —preguntó con la energía necesaria para hacer volver en sí a Jojonah—. Las piedras —aclaró cuando hubo logrado que el otro le prestara atención—, ¿cómo pudo ser?

Jojonah se lanzó a una impetuosa explicación, que no parecía espontánea sino reproducción maquinal de un discurso aprendido. Habló de los humores del cuerpo que se unían a los humores de las piedras para crear una reacción aparentemente mágica. Incluso comparó lo que le había sucedido a Avelyn con las tabletas que se le suministraban a un monje con dolor de estómago para hacerlo eructar o peer.

Mientras lo escuchaba, Avelyn sintió que el misterio se iba desvaneciendo. Por primera vez desde que habían entrado en la habitación, no había reverencia alguna en la voz de Jojonah, tan sólo un seco tono magistral propio de un profesor, que no convenció en absoluto a Avelyn. El novicio no podía explicarse lo que le acababa de ocurrir, pero intuía que toda aquella cháchara sobre «extraños humores» desvirtuaba su experiencia. Había, sin duda, un misterio que ninguna catarata de estrafalarias palabras podía revelar. Maese Jojonah había llamado a la lluvia de piedras «donaciones», y Avelyn encontraba aquel término totalmente inapropiado. Le parecía más adecuado llamarla «bendiciones», decidió el joven en aquel preciso instante. Paseó la mirada en torno admirando piedra tras piedra con una reverencia hacia aquellos regalos de Dios diez veces mayor a la que había experimentado al entrar en la habitación.

—Deberías estar entre los pocos elegidos para llevar a cabo el viaje —afirmó maese Jojonah con una rotundidad que sorprendió a Avelyn.

»A Pimaninicuit —le aclaró Jojonah sonriendo ante la mirada de asombro de Avelyn—. Eres joven y fuerte y estás lleno de la voz de Dios.

Los ojos de Avelyn se llenaron de lágrimas que empezaron a deslizarse por su rostro ante el solo hecho de pensar que podría estar entre los pocos elegidos para acercarse al mayor don de Dios.

Entonces Jojonah le dio permiso para retirarse, y el joven abandonó la habitación abrumado, como si estuviera en trance.

Cuando hubo salido, maese Jojonah depositó las piedras en la caja y la cerró; luego se acercó a la pared y activó el mecanismo oculto para bloquearla. Entretanto, iba ponderando lo que había presenciado. Un monje en el primer año de noviciado no debería haber sido capaz de activar el poder mágico de la piedra, pese a lo que él le había contado sobre la hematites. Incluso en el caso de que un novicio hubiera logrado penetrar en el poder mágico, no habría podido controlarlo, y todo habría quedado en una rápida y fortuita experiencia de salida del cuerpo, que lo habría dejado jadeante, incrédulo y totalmente postrado.

Resultaba increíble que Avelyn hubiera logrado controlar la magia suficiente para ponerse detrás de Jojonah y ver la secuencia de los dedos. Y era realmente asombroso que el joven hubiera podido utilizar las piedras para atravesar el techo de la habitación, alcanzar el exterior de la abadía y ver el dibujo del tejado. Jojonah jamás lo habría creído posible. El padre lamentó su propia debilidad. Llevaba en Saint Mere Abelle más de tres décadas, y sólo desde hacía tres años era capaz de utilizar la hematites de aquel modo.

Jojonah desterró estos sentimientos de autocompasión y sonrió pensando en Avelyn. Sin duda, aquel joven monje tenía que ser uno de los elegidos para ir a Pimaninicuit, un elegido por la gracia de Dios.