4

El creyente sincero

Elbryan y Pony se quedaron unos segundos petrificados por el terror. La situación era demasiado irreal y excedía todo lo que podían comprender o concebir. Los asaltaron imágenes mezcladas con escenas imaginarias todavía más terroríficas, y en medio de todo ello surgía la absoluta negación, la esperanza de que aquello simplemente no podía estar ocurriendo.

Jilseponie fue la primera en moverse; dio un simple y pequeño paso y tendió el brazo con desamparo. Aquel movimiento casi involuntario pareció romper su trance, y, llamando a gritos a su madre, salió corriendo hacia su casa.

Elbryan pensó en llamarla, pero la indecisión le paralizó la voz y le impidió cualquier acción inmediata. ¿Qué debía hacer? ¿Cuáles eran sus responsabilidades?

¡Un guerrero sabría estas cosas!

Con enorme esfuerzo, Elbryan apartó la mirada del espantoso espectáculo y la dirigió alrededor. Debía organizar a sus amigos; sí, ese era el camino, decidió. Reuniría a sus exploradores, quizás incluso llamaría a los de más edad que patrullaban por el valle, y marcharían hacia Dundalis en apretada formación, para asegurar la defensa.

Pero el tiempo transcurría en su contra. Echó otra ojeada y, dándose la vuelta hacia el valle de árboles de hoja perenne y de musgo caribú, se dispuso a llamarlos, con la confianza de convocar a la patrulla de los exploradores de más edad.

Pero entonces se dejó caer hacia atrás, entre dos pinos gemelos, con el grito sofocado en su garganta. En lo alto de la sierra, delante de él, había visto la cabeza casi calva, las orejas puntiagudas, la piel de color amarillo cretoso de un enemigo. Con dedos temblorosos, Elbryan buscó su corta espada y se hundió todavía más profundamente en el hueco, paralizado por el terror.

Pony no iba armada, pues había dejado su cachiporra en la sierra. No le importaba, ya que realmente no iba a entrar en batalla.

La chica corría para encontrar a su madre y a su padre, para sentir sus abrazos de consuelo, para oír a su madre diciéndole que todo acabaría bien. Quería ser de nuevo una niña pequeña, estrechamente envuelta en sus sábanas, y más estrechamente aun por el abrazo de su madre, al despertar de una pesadilla.

Sin embargo, aquella vez estaba despierta. Aquella vez los chillidos eran reales.

Pony corrió con desesperación, cegada por las lágrimas. Tropezó con la base de lo que ella creyó un árbol; casi se desmayó al notar de repente que se movía, y un gigante fomoriano con un enorme garrote en la mano se alejó de ella dando una gran zancada.

Si la muchacha hubiera tenido el más mínimo aire en los pulmones, habría chillado, y el gigante habría advertido entonces su presencia y la habría aplastado allí mismo.

Pero su objetivo era el pueblo y no una insignificante chiquilla, y con unas cuantas zancadas dejó a Pony muy atrás. La chica logró ponerse en pie, cogió un par de piedras de tamaño adecuado para poder lanzarlas y echó a correr por un camino paralelo al del gigante pero no demasiado cercano. En el momento en que llegó al campo de batalla, cuando vio la confusión, la fiereza de la lucha, los cuerpos muertos en el camino, dejó de ser una chiquilla. Recordó su adiestramiento y se esforzó en pensar con claridad. Los trasgos pululaban por doquier, y Pony advirtió por lo menos otros dos gigantes de casi cinco metros de altura y quizá cuatrocientos cincuenta kilos de músculos cincelados. ¡Sus amigos y sus familias no podían vencer! Aquella parte racional y adulta de Pony —la parte que sabía que el tiempo de protegerse de las pesadillas con las sábanas se había acabado hacía mucho— le mostró sin lugar a dudas que Dundalis no podía sobrevivir.

—El plan B —susurró en voz alta, utilizando las palabras para serenar los pensamientos.

Las reglas de supervivencia, que se enseñaban a cada muchacho de los asentamientos de las Tierras Agrestes, establecían que la primera prioridad en cualquier catástrofe era salvar el pueblo.

Si esto no era factible, la siguiente tarea era salvar tantos individuos como fuera posible: el plan B.

Deslizándose entre las sombras, Pony dio un rodeo por detrás de las casas más cercanas, dobló la esquina, y se quedó completamente paralizada.

En la calle principal de Dundalis, justo al otro lado de la casa junto a la que se encontraba, se desencadenaba una cruel batalla. Pony vio primero a Olwan Wyndon, destacado en medio de la fila de los humanos, dando órdenes y disponiendo en círculo un grupo de veinte hombres y mujeres, ya que los enemigos venían casi de todas direcciones. El primer instinto de Pony fue reunirse con el grupo, pero enseguida comprendió que nunca podría conseguirlo. Apretó el puño, esperanzada, al ver que Olwan Wyndon aplastaba la cabeza de un trasgo y lo derribaba.

Luego contuvo la respiración cuando advirtió que, detrás de Olwan, un hombre se defendía fieramente mientras dos trasgos lo atacaban con lanzas puntiagudas.

Su padre.

Elbryan contuvo la respiración, jadeó una vez, y la contuvo de nuevo. No sabía qué hacer; en silencio, se maldijo a sí mismo por lo que ya había hecho.

En el hueco entre los pinos gemelos, había perdido de vista a su enemigo: ¡el primer error, a menudo fatal!

Tenía que esforzarse por vencer el terror, tenía que superar la emoción y la barrera física y recordar las muchas lecciones que su padre le había dado. Un guerrero conoce a su enemigo, localiza a su enemigo y vigila cada uno de sus movimientos. En silencio, repitió obsesivamente esta letanía y con extrema cautela asomó la cabeza por detrás del pino. Dudó momentáneamente en el postrer instante, convencido de que el trasgo estaba justo al otro lado, con el arma dispuesta para aplastarlo tan pronto como echara una mirada furtiva alrededor.

Un guerrero conoce a su enemigo…

Desplazándose un tanto logró ver el campo más allá de los pinos; casi se desplomó de alivio al ver que el trasgo no se había movido y que seguía lejos, frente a él, al norte del valle. El alivio se transformó con rapidez en abatimiento cuando Elbryan se dio cuenta del significado de la posición de la criatura. Habían avistado a la patrulla en el valle, incluso quizá ya habían entrado en combate con ella, y habían puesto a aquel trasgo como centinela, para advertir cualquier potencial refuerzo humano mientras sus compañeros saqueaban el pueblo.

Este pensamiento provocó tanta ira en el joven que pudo superar el miedo. Apretó con más fuerza la corta espada y lentamente sacó una pierna.

Sin vacilar, pues si lo hacía sabía que el coraje seguramente lo abandonaría, Elbryan abandonó la protección del árbol. Medio caminando, medio arrastrándose, se fue acercando al trasgo, y rápidamente salvó la tercera parte de la distancia.

En ese momento le entraron ganas de regresar, de correr hacia el hueco y taparse la cara. Pero los sonidos que provenían de su hogar lo alentaron, así como el olor a madera quemada que el viento arrastraba hasta la sierra. Con una mueca de determinación, Elbryan redujo a la mitad la distancia que lo separaba de su enemigo, esta vez sin tentaciones de retroceder. Exploró el terreno y, tan pronto como tuvo la certeza de que la criatura estaba sola, se enderezó y corrió a toda velocidad.

En cinco zancadas llegó hasta el trasgo, el cual no lo oyó acercarse hasta el último segundo.

Había empezado a girarse, cuando la espada de Elbryan se descargó pesadamente sobre su cabeza.

La espada rebotó con fuerza. Elbryan se sorprendió de la potencia del impacto y de que la espada no hubiera partido el cráneo del trasgo. Durante un terrible instante creyó que no lo había herido con suficiente gravedad y que la criatura se revolvería y lo ensartaría con su tosca lanza.

Desesperadamente, el joven se apartó a un lado como pudo, tratando de adoptar una postura defensiva.

El trasgo se tambaleó de un modo raro, soltó el arma y cayó de rodillas. La cabeza se balanceaba de un lado a otro. Elbryan vio la hendidura brillante y roja, la blancura del hueso partido, el cerebro grisáceo. El trasgo dejó de moverse; la barbilla le cayó sobre el pecho y se quedó arrodillado, completamente muerto.

Muerto.

Elbryan sintió que se le revolvían las tripas. El peso de su primera muerte cayó sobre él y le hizo doblar la espalda. De nuevo fue el olor a madera quemada lo que le aclaró la cabeza. No tenía tiempo para reflexionar, y la idea de que habría podido capturar al trasgo en lugar de matarlo le pareció perfectamente ridícula.

Miró hacia el valle y observó consternado que allá abajo se libraba una lucha. Volvió a mirar la batalla, mucho más importante, que tenía lugar en Dundalis.

Miró hacia donde sus padres estaban luchando, hacia donde Pony había corrido.

—Pony —susurró en voz alta el joven, desesperado, y, antes de darse cuenta cabal de lo que estaba haciendo, vio cómo los árboles iban pasando borrosamente mientras bajaba a toda velocidad la pendiente hacia Dundalis.

Pony siguió dando la vuelta a la casa, avanzando palmo a palmo hacia la batalla; se preguntaba cómo podría atravesar el anillo de trasgos para reunirse con su padre. Un grito agónico dentro de la casa la paralizó; se apoyó en el muro. Por un instante consideró dónde se encontraba, de quién era aquella casa y ahogó un sollozo.

—No hay tiempo para esto —se reprendió a sí misma y fijó su atención en la batalla que se libraba en la calle. De nuevo le flaquearon las piernas, pues, aunque muchos trasgos yacían muertos o se desangraban en el suelo alrededor del anillo de defensores, también habían caído varios humanos; y las filas de los trasgos, a pesar de las bajas, seguían prietas y parecían no haber disminuido.

Por encima de todos se alzaba Olwan, orgulloso y fuerte e inquebrantable; aporreaba a otro trasgo, golpeándole el cráneo; luego, levantó el arma y gritó para infundir ánimo a los demás. Pony parpadeó con curiosidad, pues el arma de Olwan no bajaba: parecía subir, subir, subir… Entonces vio la mirada llena de dolor del hombre, y miró más arriba, hacia el brazo extendido de Olwan.

La mano del gigante le cubría por completo el antebrazo. La pared de la casa le impidió ver la ascensión del hombre; quería chillar para que alguien ayudara al desgraciado Olwan, quería gritar por el simple hecho de gritar.

Y entonces divisó de nuevo a Olwan, que volaba y caía convertido en una masa informe justo en medio de los denodados luchadores. Las filas se separaron y cada cual corrió por su lado; la mayoría no consiguió dar más que un par de zancadas antes de verse arrollados por un enjambre de trasgos. Por fortuna, Pony enseguida perdió de vista a su padre. Trató de evitar la bandada, vio a otra persona —la mujer que le había enseñado a leer y escribir— que caía al suelo y la lanza del trasgo que iba a su encuentro. Se dio la vuelta y, tambaleándose, se dirigió a la parte trasera de la casa con las manos sobre el estómago revuelto.

Ya no había ninguna línea de defensa, ni focos de resistencia organizada. Todo era confusión, alaridos y gritos de dolor. Pony no sabía hacia dónde ir, hacia dónde correr. De nuevo vio en su mente la imagen de Olwan muerto, y la última visión de su padre.

Volvió la cabeza hacia el camino, con la esperanza de que su padre volvería a buscarla, de que, de alguna manera, conseguiría atravesar aquella confusión para sacarla del peligro y hacer que todo fuera mejor, como había hecho siempre.

Como una burla grotesca a esta esperanza, un trasgo dobló aquella esquina y se acercó amenazadoramente a la chica. Pony pegó un grito, tiró una de sus piedras a la criatura y echó a correr.

La rabia la retuvo allí, en la parte trasera de la casa; fortaleció su ánimo y calculó los pasos del trasgo. Cuando la espantosa criatura doblaba la esquina, la chica lanzó el codo hacia atrás con toda su fuerza, y lo alcanzó directamente debajo de la barbilla.

Pony se dio la vuelta y saltó sobre él; violentamente le asestó puñetazos con ambos puños y le pegó rodillazos con crueldad. Con más fuerza de la que podría indicar su pequeño cuerpo, el trasgo al fin la empujó hacia un lado y blandió la lanza.

—¡Elbryan!

La llamada provocó que el chico interrumpiera su carrera con un resbalón; se agarró al tronco de un arce, giró en torno al árbol y se volvió en dirección a la voz.

Carley dan Aubrey, uno de los exploradores más jóvenes, se le acercaba tambaleándose, con el rostro ceniciento y ambas manos fuertemente apretadas sobre el costado derecho. Elbryan vio una mancha oscura cerca de aquellas manos.

—¡Elbryan! —gritó de nuevo el chico de nueve años, y dio un traspié; Elbryan corrió a su encuentro y lo cogió mientras caía.

Enseguida se puso a inspeccionar la herida, forzando a Carley a que apartara las manos.

Elbryan hizo una mueca, y el herido gimió y casi vomitó, cuando la mano de Elbryan rozó la punta rota de una lanza que le sobresalía del costado. Elbryan retiró la mano temblorosa y miró fijamente con ojos desorbitados la sangre brillante que ahora la cubría. Carley se apretaba de nuevo la herida, pero no cabía esperar que pudiera detener la hemorragia.

Elbryan trató de mantener la calma, de pensar con claridad. Tenía que quitarse su propia camisa y, de algún modo, usarla para taponar la herida. ¡Y con rapidez! Se quitó bruscamente el abrigo y el chaleco de piel y se desabrochó la camisa blanca. Entonces vio a un trasgo que se acercaba corriendo; blandía la mitad de una lanza como si fuera una porra y se abalanzaba amenazadoramente sobre él. Elbryan agarró con fuerza su corta espada y trató de mantenerla levantada delante de él, pero retrocedió mientras el trasgo se le venía encima. El choque fue duro, y Elbryan cayó de espaldas.

Rodaron juntos por el suelo; la espada de Elbryan, levantada contra el costado de la criatura, había conseguido hacerle un pequeño corte pero el ángulo era malo, y el agarro del trasgo, sorprendentemente poderoso, le impedía herirlo de consideración.

Rodaron pendiente abajo, dándose puñetazos; el repugnante rostro del trasgo, con sus dientes torcidos y la larga y puntiaguda nariz, estaba a pocos centímetros de la cara de Elbryan. De pronto la criatura empezó a dar cabezazos al muchacho, y este sintió que su nariz crujía, y notó que su sangre manaba. Luchó con dureza, pero el trasgo no le permitía asestar un buen golpe.

Elbryan tiró con más fuerza, esta vez con la otra mano, incrementando el radio de giro. Se le trabaron los tobillos en el tronco de un árbol, pero pataleó para liberarse pues prefería seguir rodando y el trasgo había quedado justo encima de él. La criatura seguía agarrándolo con tenacidad, dominándolo, y de nuevo empezaron a rodar de costado cuan largos eran. En la primera vuelta, Elbryan se percató de una nueva posibilidad, y en la segunda desplazó hacia afuera, el codo del brazo con el que sujetaba la espada, de forma que este se hincó en el suelo y quedó bien asegurado.

Cuando el trasgo dio la vuelta, su propio peso le clavó la espada de Elbryan.

La criatura se revolvió como una fiera, pataleando y sacudiéndose como un pez fuera del agua. Al principio Elbryan trató de defenderse; pero, cuando le pareció fútil, pasó al ataque, girando y retorciendo la hoja con brutalidad.

La pareja fue a parar violentamente hasta el tronco de otro árbol, y el trasgo de pronto dejó de golpear. Elbryan, aturdido y sin aliento, se sentía a punto de desmayarse. Obligó a su mente a concentrarse en la terrible lucha y, liberando su espada, empezó a tajar salvajemente, hiriendo al trasgo una y otra vez. Se escabulló de debajo de la criatura, pero continuó atacándola con fiereza, con brutalidad; sus golpes nacían del más absoluto terror. Al fin se detuvo, al darse cuenta de que el trasgo estaba muerto; se arrodilló sobre él y trató de recuperar un aliento que parecía no iba a recobrar jamás.

Un quejido de Carley dan Aubrey lo devolvió a la realidad. Remontó con rapidez la pendiente y llegó al fin junto al muchacho.

—Tengo frío —musitó Carley quedamente.

Elbryan se arrodilló, observó la herida, tocó la lanza y se preguntó si podría librarlo de ella.

Miró al muchacho y retuvo el aliento.

Pero Carley estaba muerto.

Pony se alejó corriendo, tropezó y se cayó, pero siguió a gatas: todo valía para huir. El trasgo estaba detrás de ella; podía imaginarlo blandiendo su lanza, dirigida a su vulnerable espalda. Gritó y se cayó boca abajo en una esquina. Advirtiendo que no había recibido golpe alguno, se levantó y siguió corriendo.

En la parte trasera de la casa, Thomas Ault, el padre de Pony, arrancó su puñal y dejó que el trasgo muerto cayera al suelo. Apesadumbrado, miró hacia la esquina por donde su hija había desaparecido, esperando y rogando que como fuera pudiera escapar.

Thomas había hecho todo lo que había podido. Sentía la punzada de los lanzazos que había recibido, en la espalda, en el costado, uno especialmente profundo en el muslo. Oía los pasos de la bandada de trasgos perseguidores que acortaban la distancia.

Rezó para que Pony pudiera escapar.

Antes de que Elbryan pudiera reiniciar el regreso a Dundalis, vio unas sombras entre los árboles de la zona por donde Carley había aparecido, y supo que no se trataba de sus otros amigos; instintivamente comprendió que los otros habían caído. Se alejó lentamente, en silencio, del cuerpo de Carley y se escondió tras un enorme árbol.

Siete trasgos aparecieron a la vista, trotando con agilidad pendiente abajo. Gritaron y rieron cuando descubrieron el cadáver del muchacho; luego arreciaron los gritos al descubrir a su compañero caído, sin detenerse siquiera al pasar por su lado.

Elbryan ardía en deseos de salirles al encuentro y matarlos a todos. Pero la prudencia refrenó su rabia, y permaneció escondido mientras pasaban de largo. Luego los siguió empuñando la espada sangrienta, con la esperanza de que alguno de ellos se separara de sus compinches.

Allá abajo, en el pueblo, el humo se iba espesando. Los gritos habían disminuido, pero, al atravesar una zona desde la que se dominaba todo Dundalis, Elbryan vio que el lugar seguía infestado de invasores.

El joven sabía que no había esperanza, que el pueblo estaba perdido y que sus amigos, sus padres, su Pony estaban muertos.

Aun sabiéndolo, Elbryan no aminoró el paso y siguió adelante. Estaba más allá del dolor, más allá de la lógica, incapaz de derramar una lágrima. Iría a Dundalis y mataría a todos los trasgos que pudiera.

Pony vio los muertos, vio los moribundos. No sabía por qué no la habían cogido todavía; pero, mientras corría de una sombra a otra, de un edificio incendiado al contiguo, sabía que su suerte no duraría mucho. No había esperanza de salvar a nadie. Lo único que deseaba ahora era huir, huir lejos.

¿Pero cómo? Las calles estaban invadidas por los trasgos. Tropeles de aquellos horripilantes seres se metían en las casas, las saqueaban y las incendiaban. No mostraban la más mínima piedad; Pony vio cómo una mujer suplicaba por su vida, se ofrecía a sí misma a los trasgos que la rodeaban.

Ellos la derribaron a hachazos.

Pony comprendió que el nudo se iba apretando. A medida que los aldeanos morían, más y más trasgos corrían por doquier. Miró en torno intentando encontrar algún sitio por donde salir de la ciudad y huir hacia el bosque. Pero no había escapatoria, no había forma de salir de Dundalis sin ser vista. Y además había trasgos en los bosques, iban llegando más y más por momentos.

No había escapatoria.

Pony se deslizó entre dos casas con la cabeza pegada a la pared. Se preguntó si sería mejor aventurarse a la calle y acabar de una vez.

—Es preferible a esperar —musitó con decisión, pero se dio cuenta de que no podría hacerlo, de que se lo impedía el instinto básico de supervivencia.

Exhaló un profundo suspiro. Sintió calor en las manos mientras también aquella casa comenzaba a arder. ¿Adónde ir ahora?

La joven ladeó la cabeza al advertir de repente dónde se encontraba exactamente. Frente a ella estaba la casa de Shame McMichael; y, justo detrás de ella, la de Olwan Wyndon. La casa de Olwan, la casa de Elbryan. ¡La casa nueva de Elbryan!

Pony recordaba su construcción, hacía solamente dos años. Todo el pueblo se había hecho lenguas de la casa porque Olwan Wyndon la estaba levantando sobre cimientos de piedra.

Pony cayó de rodillas y se puso a arañar la tierra al pie de la casa de Olwan. Los dedos le sangraban y sentía detrás de ella que el calor iba en aumento, pero seguía escarbando desesperadamente.

Entonces su mano llegó hasta una zona abierta; cavó unos cincuenta centímetros hasta que tocó tierra fría y húmeda. Olwan había utilizado bloques voluminosos para los cimientos, y, tal como sospechaba Pony, la casa no había quedado del todo asentada.

El humo se espesaba en torno; la casa de Olwan empezó también a arder. Sin embargo, la chica seguía cavando y agrandando el agujero con la desesperada intención de deslizarse bajo el bloque.

La cólera del joven no tuvo que esperar demasiado tiempo. El grupo de trasgos, aparentemente centinelas que no formaban parte de la fuerza de ataque, no continuó bajando hacia Dundalis sino que se dividió en otros dos que tomaron direcciones opuestas.

Elbryan siguió por la izquierda en pos de tres trasgos. Seguía oyendo los gritos de Dundalis, que ya eran más sollozos desesperados que alaridos de resistencia. Veía los incendios y estaba lo bastante cerca para comprobar que su propia casa estaba ardiendo.

Eso no hacía sino aumentar su furor. Se deslizó cautelosamente entre los árboles y, cuando uno de los trasgos se detuvo y se quedó rezagado, se precipitó sobre él.

Lo mató con celeridad, de un simple espadazo en los riñones, pero el trasgo alcanzó a dar un grito de agonía.

Elbryan liberó su espada y echó a correr, pero ya era demasiado tarde. Los otros dos trasgos se le echaron encima entre aullidos y alaridos, y el muchacho golpeó a diestro y siniestro e interceptó un par de lanzazos. Los ojos de las criaturas, llenos de júbilo y sin compasión alguna hacia el camarada muerto, acobardaron a Elbryan, que trató de no mirarlos y de concentrarse en los lanzazos.

Intentaba retroceder, consciente de que tenía que huir antes de que el otro grupo respondiera a aquellos alaridos, pero uno de los trasgos se le acercó peligrosamente por la izquierda. Elbryan describió un giro con la espada y logró desviar la lanza hacia la derecha, al tiempo que se precipitaba hacia la izquierda ladera arriba para ganar una posición más elevada.

Pero de nada le sirvió esta ventaja pues el joven resbaló al ceder la tierra y perdió pie. El otro trasgo, que corría tras su compañero a toda velocidad, se echó sobre él.

Desesperadamente, Elbryan se echó hacia atrás y dio una patada que detuvo el lanzazo del primer trasgo, tras lo cual se apartó para esquivar al segundo. Dio un espadazo mientras trastabillaba hacia un costado, y le infundió cierta esperanza sentir que acertaba en algo sólido.

Entonces, el mundo empezó a dar vueltas mientras él rebotaba y rodaba. Al fin, consiguió inclinarse hasta detener su rotación y adoptar una posición defensiva. Suponía que al menos uno de los trasgos estaría justo detrás de él.

No estaba. El que Elbryan había acuchillado yacía completamente inmóvil en el suelo; al parecer lo había golpeado más fuerte de lo que había creído. El otro estaba también en el suelo, retorciéndose y gimiendo.

La única explicación que Elbryan pudo encontrar fue que el trasgo, al cargar contra él, había chocado con fuerza contra el suelo o contra un tronco de árbol, en el momento en que el joven había pegado un brinco. «La ocasión la pintan calva», se dijo Elbryan al tiempo que se ponía en pie.

Algo le dio un golpecito en el hombro, ligero al principio, pero de pronto el muchacho salió despedido de nuevo, esta vez de lado. Cayó al suelo rodando hasta chocar violentamente contra el tronco de un árbol. Confundido y aturdido, Elbryan se puso en pie tambaleándose.

Y perdió toda esperanza al ver a un gigante fomoriano que blandía un garrote tan grande como todo el cuerpo de Elbryan, y caminaba hacia él con toda tranquilidad. Elbryan oyó gritos a su espalda y supo que los otros cuatro trasgos estaban cerca.

El joven echó una ojeada a su alrededor; ni un sitio por donde huir, ni un sitio donde esconderse. Se preparó para resistir, utilizando como ayuda el sólido árbol. Cuando el enorme gigante estuvo a una zancada de distancia, Elbryan pegó un brinco, tratando de confundirlo.

Acuchillaba y tajaba con absoluta ferocidad, acercándose a las rodillas del monstruo, acuchillaba de nuevo y se enroscaba entre las piernas del gigante.

Pero el gigante había visto esta estrategia docenas de veces en sus batallas con los pequeños aldeanos. Elbryan consiguió casi colarse entre las piernas del gigante antes de que juntara las rodillas y retuviera al joven con tanta presión que apenas lo dejaba respirar.

Elbryan intentó acuchillar de nuevo al monstruo, pero el gigante lo estrujó todavía con más fuerza, y lo único que el joven podía hacer era gemir. Consiguió girar un tanto, y entonces vio el garrote del gigante levantado sobre su cabeza.

Una sensación enfermiza se apoderó de Elbryan. Inquebrantable hasta el final, acuchilló tan fuerte como pudo y cerró los ojos.

El aire se llenó súbitamente con un extraño y confuso sonido. El gigante aflojó su agarro, y Elbryan cayó. Se escabulló aturdido y echó a correr varios pasos. Continuaba escuchando los silbidos, y por un momento pensó que un enjambre de abejas pululaba en torno. Instintivamente, gritó al sentir una repentina picadura, sacudió la mano y la retiró hacia atrás para protegérsela.

Se volvió hacia el gigante, que saltaba y daba manotazos al aire. Más allá pudo ver a dos de los cuatro trasgos que se acercaban, ambos con extraños espasmos; un momento después cayeron al suelo.

—¿Qué? —se preguntó Elbryan, completamente confundido.

Unos puntos rojos, como una grotesca varicela, cubrían el rostro y los brazos del gigante.

Mirando con más atención, y observando su propia mano herida, Elbryan se dio cuenta de que no habían sido causados por abejas, sino que eran saetas, diminutas flechas que nunca había visto hasta entonces.

¡Miles y miles de pequeñas flechas saturaban el aire!

Pero apenas parecían detener a la gigantesca criatura. El fomoriano se lanzó hacia adelante con un tremendo y horripilante alarido enarbolando su garrote. Elbryan, insignificante e impotente ante el ataque, sostuvo en alto su corta espada, a sabiendas de que no tenía posibilidad alguna de desviar un golpe tan tremebundo.

La descarga siguiente fue concentrada; sesenta flechas se estrellaron contra la cara y la garganta del gigante, sesenta finísimas saetas que parecían en realidad un enjambre de abejas. El gigante se tambaleó una, dos veces, y después una tercera, mientras las flechas se clavaban una tras otra, una docena tras la docena anterior. Por fin, los aguijonazos cesaron y el gigante trató de avanzar hacia su presa. Pero, antes de que pudiera acercarse al joven, se derrumbó, ahogado con su propia sangre.

Elbryan no lo vio; se había desmayado.