En Dundalis las cosas no tardaron en tranquilizarse. Cuando los días que siguieron al retorno de la partida de caza se diluyeron en una semana sin incidentes y luego en otra, la preocupación por el trasgo muerto quedó relegada a un segundo plano ante la inminencia real del comienzo del invierno. Había mucho por hacer: la última cosecha, preparar la carne, reparar las viviendas y limpiar las chimeneas. A medida que transcurrían los días, el peligro de los trasgos parecía más remoto, y disminuía el número de hombres y mujeres que salían de la ciudad a patrullar.
Elbryan y sus amigos, algunos de seis o siete años, vieron llegada su oportunidad. Para los adultos, el espectro de los trasgos se traducía en una cautela moderada y luego en una preocupación molesta. Para los más jóvenes, cuya imaginación era mucho más viva y cuyo espíritu de aventura no había sido atemperado aún por ninguna desgracia real, pensar en un ataque de los trasgos se traducía en emoción, deseos de lucha y de tiempos heroicos. Elbryan y sus amigos se habían brindado a patrullar desde el mismo día en que regresó la partida de caza. Cada mañana, se acercaban a los jefes del poblado, que los rechazaban con cortesía y les encomendaban alguna tarea más trivial. Incluso Elbryan, que ingresaría en el reino de los adultos la siguiente primavera, había pasado casi toda la semana con la cabeza metida en una chimenea sucia.
Pero el joven no perdía ni la fe ni la esperanza. Sabía que los adultos se estaban cansando de patrullar y que se iban reafirmando en el convencimiento de que el incidente del trasgo había sido una casualidad, un simple encuentro desgraciado, y que aquellas criaturas a las que habían puesto en fuga no regresarían al escenario de la lucha y menos aun seguirían las huellas de los hombres hasta el pueblo, situado a unos cinco kilómetros.
Transcurridas dos semanas sin incidentes y sin haber visto trasgo alguno, salvo algunos rumores sin fundamento que no fueron tenidos en cuenta ni siquiera por los aldeanos más timoratos de Dundalis, Elbryan captó en la voz de su padre que había disminuido la preocupación. Por eso no se sorprendió cuando aquella mañana, en lugar de sacudir la cabeza, Olwan extendió en el suelo un mapa de la comarca y explicó a su hijo dónde debían situarse él y sus amigos.
Sí se sorprendió en cambio, y agradablemente, cuando Olwan le entregó la espada de la familia, una corta y gruesa hoja que medía unos sesenta centímetros. No era un arma impresionante —su hoja mostraba muchas muescas y estaba bastante herrumbrosa—, pero era una de las pocas espadas auténticas del pueblo.
—Asegúrate de que cada miembro del grupo va bien armado —dijo Olwan severamente—. Y comprueba que todos conozcan el valor y el peligro de sus armas.
Olwan sabía lo que aquello significaba para su hijo, y, si hubiera sonreído o dejado ver de alguna manera que las patrullas ya no eran realmente necesarias, habría robado algo a Elbryan, una experiencia importante que el joven ansiaba vivir.
—¿Crees que es prudente dejar salir a los niños con armas? —preguntó Shane McMichael a Olwan, acercándose al hombretón tan pronto como Elbryan se fue—, ¿o incluso dejarlos salir?
Olwan soltó un bufido y encogió los musculosos hombros.
—No podemos dedicar hombres y mujeres a esta tarea —replicó—, y la otra patrulla se encuentra en el valle, camino que probablemente tomarán nuestros enemigos, si es que vienen. —Olwan soltó otro bufido, un resoplido de inquietud que sorprendió a McMichael, que había considerado siempre a Olwan la cabeza más fría y fiable de todo el pueblo.
»Además —prosiguió Olwan—, si los trasgos y los fomorianos se acercan tanto a Dundalis como para que los puedan ver mi hijo y sus amigos, dará igual que los niños estén en los bosques como en el pueblo.
Shane McMichael no discutió ese argumento, aunque no pudo evitar que lo angustiara. Honce el Oso había vivido en paz durante muchos años, y los trasgos y los gigantes malvados se habían alejado de los pensamientos de la mayoría de la gente para convertirse en poco más que cuentos junto al hogar; así pues, Dundalis no tenía construcciones de defensa. El pueblo ni tan sólo estaba amurallado, a diferencia de otros asentamientos más antiguos cercanos a las Tierras Agrestes, y los aldeanos apenas contaban con armas. Los doce cazadores se habían llevado consigo más de la mitad del total de las armas de los cien habitantes de Dundalis. Shane McMichael se dijo que Olwan tenía razón, y se estremeció ante aquella idea; si los trasgos se acercaban lo suficiente para ser atisbados por Elbryan y los demás, todo el pueblo estaría en peligro.
Olwan echó a andar, y McMichael se calmó y se dispuso a seguirlo. Realmente no creía que apareciera trasgo alguno; nadie en el pueblo hablaba de cosas tan tenebrosas, salvo el viejo pesimista Brody Amable.
Las patrullas empezaron aquel día con veinticinco muchachitos que recorrieron el borde del valle en forma de cuenco que albergaba Dundalis. Había otra patrulla, un puñado de jóvenes algo mayores, que se aventuraron mucho más lejos, bajando por entre los pinos y el encrespado musgo caribú, en dirección nordeste. Cada miembro del grupo saludó con respeto a sus compañeros más jóvenes al cruzarse con ellos en el límite del valle; algunos comentaron que la patrulla de Elbryan sería la vía de comunicación con el propio pueblo. Después de un intercambio de cumplidos, ni siquiera el transcurso de interminables horas sin incidentes pudo debilitar la emoción de los jóvenes. Elbryan y sus amigos no habían quedado fuera: esta vez no los habían tratado como a meros niños.
A medida que pasaban los días —y el tiempo se iba enfriando a la vez que el viento tendía más a soplar del norte—, los veinticinco del grupo de Elbryan perfeccionaban las rutas de la patrulla. Elbryan los dividió en cuatro equipos de cinco y uno de tres; este último debía moverse de grupo en grupo para recabar información, mientras que Pony y él se ocupaban de la seguridad de todos y recorrían la sierra más alta situada al norte de Dundalis para vigilar el valle de árboles de hoja perenne y de musgo caribú. Al principio surgieron algunas quejas en relación con esta organización, sobre todo por parte de los muchachos de más edad, cada uno de ellos convencido de que debía ser el segundo de Elbryan. Incluso algunos llegaron a mofarse de Elbryan por su relación cada vez más estrecha con Pony, incitándolo a «montar el Pony» y a otras ordinarieces parecidas.
Elbryan se lo tomó todo bien, salvo los insultos a Pony; comunicó inmediatamente a los bromistas que aquello les traería serias y dolorosas represalias. No obstante, habiendo admitido al fin, ante sí mismo y ante los demás, que Pony era su mejor y más fiable amiga, no se preocupó por las burlas.
—Dejemos que los niños se diviertan —susurró Elbryan a Pony con talante de adulto mientras los grupos se dividían.
Cuando la dejó sola y salió a buscar leña seca para construir una protección contra el viento, Pony lo miró maliciosamente con una cálida sonrisa que le iluminaba la cara.
Algo más miraba al joven desde la atalaya de uno de los más gruesos pinos de la sierra; se movía ágilmente de rama en rama y saltaba a los árboles cercanos como una exhalación. Vigilaba cada movimiento de Elbryan y estudiaba con intensidad al joven líder.
Por muy alerta que estuvieran Pony y Elbryan, la criatura era invisible e imperceptible.
Aunque hubieran mirado con atención hacia donde se encontraba, sus movimientos eran tan gráciles —y siempre disimulados por las ramas de pino— que no habrían atribuido el balanceo de las ramas a otra cosa que no fuera el movimiento del viento o, quizás, a alguna ardilla gris.
Transcurrió otra semana sin novedad alguna. El trabajo en el pueblo se desarrollaba con toda tranquilidad para afrontar el invierno. En la sierra y en el valle, el aburrimiento se convirtió en el principal enemigo. Elbryan perdió a una docena de su patrulla al principio de la segunda semana; los más jóvenes explicaron que sus padres los necesitaban en casa y que no los dejarían salir.
Elbryan no dejó de advertir que cada uno de esos «soldados» parecía contento por ser relevado de la pesada tarea de patrullar.
Elbryan continuó su diligente trabajo, aunque tuvo que reorganizar las rutas para cubrir más terreno, ya que sólo le quedaban tres de los cinco equipos y un par de mensajeros.
—Mañana perderemos a Shamus. Su madre me dijo esta mañana que hoy sería la última vez que saldría —dijo Pony al tiempo que se sentaba en una hendidura en lo alto de la sierra, protegida del viento frío por un par de esbeltos pinos. El día tocaba a su fin, y nubes grises se arremolinaban y escondían el sol de la tarde.
Elbryan jugueteó en la tierra con la punta de la espada.
—Su grupo queda entonces reducido a cuatro —comentó flemático.
Pony captó la frustración en su voz, aunque el chico procuró disimularla. Elbryan veía que su primer mando se iba debilitando; sus soldados lo abandonaban para dedicarse a reparar los tejados o a apuntalar graneros. Pony lo comprendía, pero lógicamente tenían que conformarse con la situación.
—Los hacen regresar a casa porque no ha aparecido enemigo alguno —le recordó amablemente—. Es preferible eso a que la patrulla hubiera sido realmente necesaria.
Elbryan la miró con un destello en sus verdes ojos, ya por naturaleza brillantes.
—A lo mejor sí fuimos necesarios —se apresuró a añadir Pony, intentando salvar el orgullo herido del joven—. ¿Cómo sabemos que los trasgos no se han aventurado a acercarse a Dundalis?
Elbryan ladeó la cabeza y se acarició los espesos y lacios mechones de cabello castaño.
—Quizá sus exploradores estuvieron cerca de nosotros —siguió diciendo Pony—. Quizá vieron nuestras patrullas y se dieron cuenta de que no era la mejor ocasión para atacar el pueblo.
—Somos tan sólo unos niños —repuso Elbryan malhumorado.
Pony sacudió la cabeza.
—Todos, a excepción del más pequeño de nuestro grupo, abultamos más que un trasgo —replicó sin dudarlo, y la certeza de este hecho pareció dar cierta credibilidad a su razonamiento—. ¿Acaso no es el mejor ejército aquel al que los enemigos no se atreven a atacar?
Elbryan no contestó, pero una chispa familiar le iluminó los ojos. Volvió a clavar la mirada en el suelo para observar el tosco dibujo que estaba trazando con la punta de la espada.
Pony sonrió satisfecha con la sensación de que había hecho lo debido. La enorgullecía ayudar a Elbryan y preocuparse por sus emociones. En realidad no creía que los trasgos se hubieran acercado lo bastante para divisar las patrullas, y tampoco lo creía Elbryan, pero al menos de aquella forma el chico podía tener alguna base para creer que no había sido en vano su primer esfuerzo por algo realmente importante según el criterio de los adultos. El simple hecho de que no pudieran estar absolutamente seguros de la presencia de los trasgos le proporcionaba a Elbryan el coraje que necesitaba.
Pony se atrevió a tender la mano hacia él; el momento de intimidad era demasiado propicio para desaprovecharlo. Tomó el mentón de Elbryan y, con toda delicadeza, lo obligó a mirarla.
—Has hecho un maravilloso trabajo estos días —dijo suavemente.
—No he estado solo —empezó a replicar, pero ella lo interrumpió poniéndole un dedo de su mano libre sobre los labios. Sólo entonces Elbryan advirtió lo cerca que estaban uno de otro, con las caras separadas apenas por unos centímetros. De repente sintió calor, un poco de vértigo, un poco de miedo.
Pony se acercó aun más… ¡y lo besó! ¡En los labios! Elbryan se sintió aterrorizado y conmovido a la vez. Pensó que debía apartarse bruscamente, escupir al suelo y gritar «¡veneno de mujer!», ya que era la respuesta esperada y la que había tenido en todas las otras ocasiones en que Pony o cualquiera de las otras chicas habían intentado besarlo.
No quiso hacerlo; esta vez no tenía la menor intención de apartarse. Se dio cuenta de que había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que Pony había intentado besarlo, al menos un año. ¿Había temido ella su reacción? ¿Había supuesto que él habría escupido y gritado «veneno de mujer», una respuesta que todos los muchachos del pueblo habrían conocido?
¿O había notado que, hasta aquel momento, él no estaba maduro para recibir un beso? Era eso, decidió el muchacho durante el dulce beso, mientras sus bocas cerradas se tocaban apenas, prolongando más y más el momento. Pony lo conocía muy bien, mejor de lo que él mismo se conocía. Su última semana juntos, a solas durante casi todas las horas del día, los habían acercado todavía más.
Y ahora aquello. Elbryan no quería que se acabara jamás. Se revolvió inquieto en su asiento, en un primer momento sin soltar la espada; pero, advirtiendo que resultaría incómodo e incluso peligroso, la dejó caer al suelo. Se atrevió a pasar los brazos por la espalda de Pony, se atrevió a atraerla hacia él, y sintió las incitantes curvas y formas del cuerpo de la chica contra el suyo. Luchó contra el pánico, pues no sabía qué hacer, dónde poner las manos, si es que las tenía que poner en algún sitio.
Sólo sabía que no deseaba que el beso terminara y que deseaba algo más, aunque no estaba seguro de qué podría ser. Quería estar más cerca de Pony, física y emocionalmente. Aquella era su Pony, su amiga más querida, la chica —mejor dicho, la joven mujer— que él había llegado a amar.
La próxima primavera se convertiría en un adulto; Pony, en una mujer el otoño siguiente, y poco después él pediría su mano…
Como aquella idea le daba miedo, intentó alejarla e interrumpió el abrazo para tomar aliento.
Pero de nuevo se disiparon sus temores, perdido en un torbellino de calor al mirar los resplandecientes ojos azules de Pony y su sonrisa, que irradiaba una sinceridad y alegría que jamás había visto antes. Pony lo atrajo hacia ella y se besaron otra vez abrazándose con confianza creciente.
El beso pasó de la curiosidad a la pasión y luego a la ternura. Se les arrugaron los vestidos, que parecían más un obstáculo que una necesidad. Aunque el aire era helado, Elbryan tenía la sensación de que seguiría teniendo calor incluso desnudo. Sus manos se movieron, perdido ya el miedo de tocar a Pony. Le acarició el cuello, deslizó la mano por el costado y por la parte exterior de su robusta pierna. Ella abrió la boca un poco más, y el muchacho, sorprendido, sintió la lengua sobre sus labios, suave e incitante.
Aquel era el instante más precioso de toda la joven vida de Elbryan…
Y de repente desapareció, destruido por un grito aterrorizado y aterrorizador. Los jóvenes se separaron y se pusieron en pie de un salto. Con ojos desorbitados miraron ladera abajo hacia el pueblo, y vieron hormigueantes siluetas y un extenso penacho de humo —¡demasiado extenso para proceder de alguna chimenea!— que se elevaba de una de las casas.
Los trasgos habían llegado.
A cientos de kilómetros de distancia, en un paraje maldito barrido por el viento llamado Barbacan, en una recóndita caverna de una montaña llamada Aida, el Dáctilo sentía la guerra. La criatura demoníaca oía los gritos de quienes morían en Dundalis, aunque no sabía dónde se estaba librando la batalla. El ataque era quizás obra de algún malvado jefe trasgo o de alguna de las muchas bandas de powris que, actuando por propia iniciativa, sembraban la desgracia entre los despreciables seres humanos.
El Dáctilo no podía estar seguro, pero no importaba. Se había despertado, surgiendo de las tinieblas, y su influencia se estaba extendiendo por Corona. Los trasgos, los powris y cualquier otra estirpe que rindiera vasallaje al demonio habían sentido ese despertar que les había dado el coraje necesario para entrar en acción.
La monstruosa criatura dobló las enormes alas y se sentó en el trono de obsidiana que le había servido de tumba. Sí, en la piedra se sentían tenebrosas y potentes vibraciones. Era la sensación de la guerra, de la agonía de los hombres.
Era magnífico estar despierto.