Veinticinco hombres estaban en fila, cubiertos con gruesos hábitos marrones de voluminosas mangas y amplias capuchas con que se cubrían el rostro. Serenos y humildes, mantenían las cabezas inclinadas, los hombros encorvados y las manos recogidas delante, de forma que no se veía en toda la fila ni un dedo, ni la menor porción de carne entre los pliegues de los hábitos.
—Piedad, dignidad, pobreza —salmodiaba el viejo padre abad Dalebert Markwart con voz nasal.
Se encontraba de pie, solo, en el balcón situado sobre la entrada principal de Saint Mere Abelle, el más importante monasterio de todo el reino de Honce el Oso, en la templada zona del norte de Corona. Construida en medio de los rocosos acantilados de la costa sudeste, Saint Mere Abelle había permanecido solemne y oscura durante casi un milenio, mientras generación tras generación de monjes incorporaban sus trabajos de construcción y artesanía a la ya enorme estructura. Las murallas de piedra gris parecían crecer desde la sólida roca, como una extensión del poder de la tierra. Achaparradas torres aseguraban cada esquina de la muralla; estrechas ventanas mostraban que aquel lugar se había construido tanto para sombrías reflexiones como para defensa.
Las partes visibles del monasterio eran impresionantes; la muralla del lado mar se fundía con la pared del acantilado a lo largo de más de un kilómetro y medio. Pero las construcciones interiores no se podían ver desde el exterior, pues estaban enterradas bajo tierra, un conjunto de túneles y cámaras subterráneas, muchas ahumadas a causa de las antorchas permanentemente encendidas y otras sorprendentemente limpias y relucientes. Setecientos monjes vivían allí junto con unos doscientos criados, la mayor parte de los cuales no salían jamás, con excepción de rápidas visitas casi siempre para comerciar en el mercado de la villa, a unos cinco kilómetros tierra adentro.
Los veinticinco novicios estaban en fila, dispuestos por orden de altura. Avelyn Desbris, alto y corpulento, se hallaba casi al final, con veintidós delante y sólo dos detrás. Apenas oía al abad por el constante rugir del viento que serpenteaba sin descanso entre los peñascos. Pero a Avelyn no le importaba lo más mínimo. En efecto, durante la mayor parte de los veinte años que contaba, el joven había soñado con aquel día, había puesto sus miras en la orden de Saint Mere Abelle del mismo modo que un general concentraría sus esfuerzos en su siguiente conquista. Ocho años de estudio, ocho años de penoso aprendizaje, habían conducido a Avelyn hasta aquel momento; era uno de los veinticinco jóvenes que quedaban de los dos mil que habían emprendido a los doce años el noviciado, rivalizando desesperadamente por ser admitidos en aquella promoción del año 816 del Señor.
Avelyn se atrevió a echar una furtiva ojeada por debajo de la capucha al puñado de mirones que se alineaban en la calle ante la puerta principal del monasterio. Su madre, Annalisa, y su padre, Jayson, estaban entre ellos, aunque su madre había caído enferma y probablemente no podría regresar a su casa en el pueblo de Youmaneff, a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros tierra adentro. Avelyn sabía con toda certeza que aquella era la última vez que la veía, y posiblemente también la última vez que veía a su padre. Avelyn era el más pequeño de diez hermanos y sus padres rondaban los cuarenta cuando él había nacido. El hermano que le precedía le llevaba siete años, de modo que, cuando Avelyn fue lo suficientemente mayor para entender el concepto de familia, la mitad de sus hermanos habían abandonado el hogar paterno. Así pues, no se sentía unido a ninguno de ellos, pero había sido muy feliz y había estado muy unido a sus padres, más que cualquiera de sus hermanos. El lazo de cariño era singularmente estrecho con Annalisa, una mujer humilde y espiritual que siempre había animado al menor de sus hijos para que siguiera el camino del Señor.
Avelyn bajó la mirada, temeroso del castigo si era sorprendido atisbando por debajo de la capucha. Se contaba que algunos estudiantes de Saint Mere Abelle habían sido expulsados por mucho menos. Se imaginó a su madre aquel día lejano cuando le había comunicado que iba a ingresar en el monasterio; recordaba las lágrimas que había vertido y su sonrisa amable, casi divina.
Aquella imagen, aquella aceptación, se había quedado grabada en el pensamiento de Avelyn con tanta fuerza como si estuviese pintada y mágicamente iluminada bajo sus párpados. ¡Qué joven y emocionada se había mostrado Annalisa! Los últimos años habían sido para ella muy penosos, pues había sufrido una enfermedad tras otra. Sin embargo, estaba decidida a contemplar aquel día, y Avelyn comprendió que, cuando hubiera pasado, cuando él hubiera ingresado en Saint Mere Abelle, la mujer abandonaría su lucha contra la muerte.
Tanto Avelyn como Annalisa lo aceptaban. Ella había alcanzado su meta, había vivido la vida en el espíritu de la generosidad. Avelyn sabía que lloraría cuando le llegara la noticia de su muerte, pero sabía también que serían lágrimas de egoísmo, lágrimas por sí mismo y por la pérdida sufrida, y no por Annalisa, que estaría en un lugar mucho mejor.
El rechinar de las enormes puertas al abrirse sacó al joven de sus meditaciones.
—¿Deseáis entrar al servicio de Dios? —preguntó el abad Markwart.
—Sí, lo deseamos —respondieron al unísono los veinticinco.
—Entonces, manifestad vuestro deseo —pidió el padre abad—. ¡Pasad por la vía de los que sufren de buen grado!
La fila caminó hacia adelante arrastrando los pies.
—Dios mío, nuestro Dios, único Dios —cantaban, y elevaron sus voces todavía más cuando el primero de la fila alcanzó la vía y, paso a paso, avanzó entre las dos hileras de monjes, los que quedaban de las promociones de los dos años anteriores, todos ellos armados con pesadas paletas de madera.
Avelyn escuchó los palmetazos, los gruñidos involuntarios, incluso algún quejido aislado de los estudiantes más jóvenes que ocupaban los primeros puestos de la fila. Se reconcentró aun más en sí mismo, cantó con todas sus fuerzas, y escuchó sus propias palabras, aferrándose a la fe y alzando con ella un muro de abnegación. Tan profunda era su meditación que ni tan sólo advirtió los primeros golpes, y los palmetazos que luego lo alcanzaron le parecieron algo sin importancia, un dolor pasajero, diluido en la definitiva dulzura que le esperaba. Toda su vida había querido vivir al servicio de Dios; toda su vida había soñado con ese día.
Había llegado su hora, su día. Penetró en la vía sin pronunciar otro sonido que no fuera el de su canto, controlado y afinado.
Este hecho no pasó inadvertido al abad Markwart, ni tampoco a ninguno de los otros monjes que observaban la iniciación del año 816 del Señor. Ninguno de los demás de la fila de Avelyn podía decir lo mismo; nadie, en varios años, había pasado por la vía de los que sufren de buen grado con tan mínima queja.
Las enormes puertas de piedra de Saint Mere Abelle se cerraron de golpe con tal estruendo que causaron un tremendo sobresalto a Annalisa Desbris. Su marido la sostuvo con firmeza, al comprender su dolor, a la vez físico y emocional.
Annalisa sabía que jamás volvería a ver a su hijo en este mundo. Lo había destinado al servicio de Dios para satisfacer sus profundas convicciones, pero el dolor de la separación definitiva desgarraba su débil corazón, robaba la fuerza a sus frágiles brazos y piernas.
Jayson la sostenía en todo momento. También él tenía lágrimas en los ojos; pero, a diferencia de las de Annalisa, que eran de alegría, las lágrimas de Jayson provenían de una mezcla de emociones que iban desde la simple tristeza hasta el enojo. No se había opuesto nunca abiertamente a la decisión de Avelyn, pero, en privado siempre se había preguntado, con su habitual sentido práctico, si su hijo no estaba simplemente desperdiciando su vida.
Sabía que no podía contárselo a la delicada Annalisa. Una simple palabra podía destrozarla.
Jayson únicamente esperaba poder llevarla de regreso a casa, a su propia cama, antes de que ella muriera.
Avelyn dejó de pensar en sus padres cuando el grupo de novicios cruzó el patio, azotado por el viento, y penetró en el gran vestíbulo de entrada del monasterio. El joven emitió un sonido involuntario, un grito sofocado de asombro y placer.
El lugar no estaba muy iluminado, y disponía sólo de unas cuantas ventanas minúsculas en la parte superior de los altos muros. Había antorchas ardiendo, dispuestas a intervalos regulares, y las macizas vigas que soportaban el techo parecían bailar con el resplandor. Avelyn jamás había visto una estancia tan enorme, y no le cabía en la cabeza el esfuerzo que debía de haber supuesto construir aquel vestíbulo. El pueblecillo de Youmaneff, donde había nacido, cabía allí dentro si se prescindía del establo para los caballos.
Los tapices que adornaban la habitación eran magníficos y fascinantes; reproducían escenas con millones de detalles en cada palmo: paisajes dentro de paisajes, líneas sutiles e imágenes pequeñísimas, que captaron la atención y la curiosidad de Avelyn hasta el punto de no poder dejar de mirarlos. Los tapices cubrían casi por completo las paredes, dejando sólo espacio para las ventanas y para las vetustas panoplias de armas relucientes: espadas y lanzas, hachas enormes, largas dagas y cientos de astiles rematados con garfios y puntas afiladas que Avelyn desconocía.
Había armaduras de diferentes tipos con el aspecto de centinelas silenciosos: desde la de chapas de madera solapadas del viejo Behrenese a la imponente cota de malla para la brigada Corazón Intrépido de Honce el Oso, la guardia personal del rey, quienquiera que fuera en aquel momento.
Junto a uno de los muros se alzaba una gigantesca estatua, de unos cuatro metros y medio, vestida con una chaqueta de cuero, guarnecida de pieles y adornada con placas de metal claveteadas y pesadas anillas de hierro. Un fomoriano, se dijo Avelyn con un estremecimiento, vestido con la indumentaria de guerra característica de aquella belicosa estirpe. Junto a él, en claro contraste, se veían dos diminutas figuras: una medía la mitad que Avelyn, y la otra era un poco más alta, pero ambas delgadas y ágiles. La más baja llevaba una túnica de cuero y un escudo de brazo, mangas de metal que se enganchaban en los pulgares y cubrían desde la muñeca hasta el codo. Avelyn lo identificó por la gorra roja: era el maniquí de un powri. Los crueles powris, una especie de enanos, eran conocidos también como «gorras sangrientas» por la espantosa costumbre de empapar sus gorras, hechas de piel humana, en la sangre de sus víctimas hasta que adquirían un brillante tono rojo.
La estatua que estaba junto a la del powri, y que lucía un par de alas casi transparentes, debía de representar un elfo, el misterioso Touel’alfar. Sus miembros eran delgados y largos, y su armadura una reluciente cota de eslabones de plata. Avelyn se moría de ganas por acercarse y observar las austeras facciones y la maravillosa artesanía de la armadura. Pero semejante pensamiento y el potencial castigo que pudiera acarrearle lo devolvieron al lugar donde se encontraba y le recordaron que habían transcurrido algunos segundos, quizá minutos, sin que se diera ni cuenta. Enrojeció y bajó la cabeza echando una furtiva mirada en torno. Pero no tardó en calmarse al comprobar que sus compañeros estaban igualmente embobados y que al padre abad y a los demás monjes no parecía importarles.
Avelyn cayó en la cuenta de que se daba por supuesto que los novicios se sentían sobrecogidos, y esta vez miró en torno sin disimulo. Ahora comprendía la verdadera naturaleza de aquel lugar: la orden de Saint Mere Abelle no era famosa sólo por la piedad y humildad de sus monjes sino por su antigua reputación de valientes guerreros. Los ocho años de noviciado de Avelyn habían incluido solamente una instrucción rudimentaria en las artes marciales, pero él había supuesto que las condiciones físicas de la hermandad y su habilidad en la lucha se incrementarían una vez que hubieran ingresado en el monasterio.
Para Avelyn era una distracción más que otra cosa. Todo lo que deseaba aquel joven amable e idealista era servir a Dios, fomentar la paz, curar y consolar. Para Avelyn Desbris, nada en el mundo, podía pesar más que aquella meta, ni siquiera los tesoros escondidos de un dragón o el poder de un rey.
Ya se encontraba al otro lado de las enormes puertas de piedra de Saint Mere Abelle; había llegado su hora. Por lo menos eso creía.