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La muerte inesperada

Elbryan Wyndon se levantó antes del amanecer y se vistió rápidamente, tanteando con torpeza su ropa bajo la roja luz de los rescoldos de la chimenea. Se pasó una mano por el despeinado pelo lacio, una melena de color castaño claro que se doraba bajo el sol del verano. Buscó el cinturón y el puñal, que como siempre había colocado cerca de la cama, y se sintió fuerte cuando se sujetó ceremoniosamente el arma a la cintura con una correa.

Cogió la prenda de más abrigo que pudo encontrar y salió precipitadamente a la oscuridad y al aire frío, tan ansioso que apenas se acordó de cerrar la puerta de la cabaña. El pequeño pueblo fronterizo de Dundalis estaba aún silencioso y tranquilo, gozando del bien ganado reposo que sigue al duro trabajo diario. También Elbryan había trabajado duro el día anterior —más que de costumbre— ya que varios hombres y mujeres del pueblo se habían internado en el bosque, y los muchachos y las chicas habían recibido el encargo de mantener todo en orden. Eso significaba recoger madera y cuidar los fuegos, reparar las cabañas —¡que siempre parecían necesitar reparaciones!— y recorrer el perímetro del resguardado valle que albergaba el pueblo, para vigilar si había huellas de osos, de felinos peligrosos o de manadas de lobos cazadores.

Con sus casi trece años, Elbryan era el mayor de aquellos niños, el líder del grupo, por así decirlo; eso lo hacía sentirse importante, como un hombre hecho y derecho. Aquella sería la última vez que se quedaba, cuando los cazadores emprendían la expedición más importante de la temporada. La siguiente primavera cumpliría trece años, el final de la infancia en aquel duro territorio del salvaje norte. En la siguiente primavera Elbryan saldría a cazar con los adultos; los juegos de la infancia quedaban atrás.

Por supuesto que estaba cansado por los días de trabajo precedentes, pero se sentía tan emocionado que no consiguió conciliar el sueño. El tiempo se había vuelto invernal. En cualquier momento los hombres estarían de vuelta, y Elbryan se proponía salir a su encuentro y encabezar la comitiva hasta el pueblo. Que los muchachos y las chicas más jóvenes lo observaran y le manifestaran el respeto que le profesaban, y que los ancianos vieran que, bajo la mirada vigilante de Elbryan, el pueblo había estado bien atendido durante la ausencia de los hombres.

El muchacho salió de Dundalis a paso ligero a pesar del cansancio, pasando entre las oscuras sombras de las pequeñas cabañas de una sola planta.

—¡Jilly!

La llamada no sonó muy fuerte, pero así lo pareció en el aire calmado de la mañana.

Elbryan se dirigió a la esquina de la casa siguiente, sonrió ante su propio ingenio y miró en torno con curiosidad.

—¡Podría ser hoy! —protestó una chica joven, Jilseponie, la mejor amiga de Elbryan.

—No lo sabes, Jilly —arguyó su madre, que se encontraba de pie en la entrada de la cabaña.

Elbryan trató de disimular la risa; la chica odiaba aquel apodo, Jilly, aunque casi todo el mundo en el pueblo la llamaba así. Prefería simplemente «Jill». Pero ella y Elbryan usaban el apodo Pony, su nombre secreto, el favorito de Jilseponie por encima de todos los demás.

La risa se convirtió en una amplia y abierta sonrisa; Elbryan no sabía la causa, pero siempre se sentía feliz cuando veía a Pony, aunque tan sólo un par de años antes se habría burlado de ella y de todas las otras chicas del pueblo y las habría perseguido sin parar. Una vez había cometido el error de atrapar a Jilseponie sin que sus compañeros estuvieran cerca y le tiró de la melena con demasiada fuerza para probar su captura. Ni siquiera vio cómo se acercaba el puño; no vio nada salvo lo ancho que, de repente, le pareció el cielo azul derrumbado de espaldas en el suelo.

Ahora podía ya reírse de aquella embarazosa situación, a solas o incluso con Pony. Tenía la sensación de que a ella le podía contar cualquier cosa y de que no lo juzgaría ni se burlaría de sus sentimientos.

La luz de la vela se derramaba sobre el camino, iluminando débilmente a la chica. A Elbryan le gustaba la imagen: día a día encontraba mayor placer al mirar a Pony. Era cinco meses menor que Elbryan pero lo sobrepasaba en altura; medía un metro cincuenta y siete, mientras que el joven, con profundo horror, todavía no había alcanzado la codiciada marca del metro y medio. El padre de Elbryan le había asegurado que los muchachos Wyndon solían tardar en crecer. Envidia aparte, Elbryan encontraba que Pony tenía un magnífico aspecto. Su porte era erguido pero no rígido, y era capaz de correr más y de pelear mejor que cualquiera de los muchachos de Dundalis, incluido Elbryan. Además, una delicada aura flotaba en torno a ella, una delicadeza que Elbryan, de pequeño, había considerado debilidad, pero que de mayor consideraba singularmente turbadora. El pelo, que Jilseponie parecía cepillar constantemente, era dorado, sedoso, tan espeso como para hundir en él una mano; ondulaba sobre sus hombros y su espalda con atractivo movimiento. Los ojos, enormes, eran del azul más brillante y claro que Elbryan jamás había visto, como grandes esponjas empapadas en las visiones del ancho mundo y capaces de reflejar los diferentes estados de ánimo de la chica. Cuando los ojos de Pony mostraban tristeza, Elbryan lo notaba en su corazón; cuando se iluminaban con chispeante alegría, los pies de Elbryan se ponían a bailar automáticamente.

Los labios eran anchos y gruesos, y los muchachos se burlaban a menudo de ellos; decían que, si alguna vez los pegaba a una ventana, ¡quedarían firmemente adheridos allí durante toda la eternidad! Elbryan ya no tenía ganas de bromear cuando miraba los labios de Pony; sentía su suavidad, tan incitante…

—Estaré de vuelta a la hora de comer —aseguró Pony a su madre.

—Los bosques de noche son peligrosos —replicó exasperada su madre.

—¡Tendré cuidado! —respondió desdeñosamente Pony, incluso antes de que la mujer acabara la frase.

Elbryan contuvo la respiración, pensando que la madre de Pony, a menudo severa, regañaría con dureza a la chica. Sin embargo, la mujer se limitó a suspirar y, con resignación, cerró la puerta de la cabaña.

Pony suspiró también y sacudió la cabeza como para mostrar su última frustración respecto a los adultos. Luego dio media vuelta y se alejó; un momento después, se sobresaltó cuando Elbryan saltó de repente delante de ella.

Instintivamente, la chica alzó el puño, y Elbryan retrocedió con prudencia de un salto.

—Llegas tarde —dijo él.

—Llego temprano —replicó Pony—, demasiado temprano; y estoy cansada.

Elbryan se encogió de hombros y señaló con la cabeza el camino en dirección norte; luego condujo a la chica a paso rápido. A pesar de sus quejas relativas al horario, Pony no sólo caminó a su ritmo sino que incluso lo adelantó, obviamente tan entusiasmada como él. El entusiasmo se convirtió en completa alegría cuando dejaron atrás la ciudad y emprendieron la ascensión a la sierra. Pony se aventuró a mirar hacia atrás en dirección al sur, y se detuvo, asombrada y sonriente, señalando el cielo nocturno.

—El Halo —dijo sin aliento.

Elbryan se volvió para seguir su mirada, y tampoco pudo evitar un gesto de sorpresa.

En una extensión que abarcaba la parte sur del firmamento, a más de medio camino hacia el horizonte, aparecía el Halo de Corona, el cinturón celeste, una sutil tela de colores, rojo y verde, azul y púrpura intenso, una lisura palpitante, como un arco iris viviente. El Halo era visible a veces en los cielos de verano, pero sólo durante los momentos más oscuros de las cortas noches, cuando los niños, e incluso los adultos, estaban profundamente dormidos. Elbryan y Jilseponie lo habían visto en muy pocas ocasiones, pero nunca con tanta nitidez como aquella vez, nunca tan brillante.

Entonces escucharon una lejana flauta, una música suave, una melodía perfecta; flotaba en el aire frío, apenas perceptible.

—El fantasma del bosque —susurró Pony, pero Elbryan pareció no oírla. Pony repitió las mismas palabras en voz baja. El fantasma del bosque era una conocida leyenda en las Tierras Boscosas. Mitad hombre y mitad caballo, era el vigilante de los árboles y el amigo de los animales, en particular de los caballos salvajes que corrían por los vallecitos del norte. Por un instante, el hecho de pensar que tal criatura no se encontraba tan lejos asustó a Pony, pero pronto sus temores se desvanecieron ante la pura belleza del Halo y la encantadora música; ¿cómo podía suponer algún peligro alguien, o algo, capaz de tocar tan maravillosamente?

La pareja permaneció en la ladera de la sierra durante largo rato, sin hablar, sin mirarse, sin darse cuenta siquiera de la presencia del otro. Elbryan se sentía totalmente solo, en comunión con el universo, como una pequeña parte de su majestad, como un pequeño pero perpetuo parpadeo en la eternidad. Su mente derivó desde la sierra, desde la sólida tierra, desde experiencias sensibles de su existencia, hacia una desconocida y estimulante alegría espiritual. El nombre de «Mather» llegó hasta él fugazmente, aunque no supo por qué razón. En aquel momento le parecía no saber nada y, a la vez, saberlo todo: los secretos del mundo, de la paz, de la eternidad; todo se encontraba allí, ante él, con toda la sencillez de su verdad. Sintió una canción sin palabras en su corazón, y calor en todo el cuerpo, aunque en aquel momento él no formaba parte de aquella forma corpórea.

La sensación pasó… demasiado rápidamente. Elbryan exhaló un profundo suspiro y miró a Pony. Estaba a punto de decir algo pero se contuvo, al advertir que también ella estaba inmersa en algo que estaba más allá del lenguaje. De repente, Elbryan se sintió más cercano a la chica, como si ambos hubieran compartido algo muy especial y muy íntimo. ¿Cuántos podrían mirar el Halo y apreciar semejante belleza?, se preguntaba. Ciertamente, decidió, ninguno de los adultos de Dundalis con sus quejas y gruñidos, y ninguno de los otros niños, demasiado enfrascados en sus tonterías, serían capaces de ponderar tales sensaciones.

No, era su experiencia y la de Pony, exclusivamente suya. Observó cómo la chica regresaba despacio, de nuevo, a la realidad circundante: la sierra, la noche y su compañero. Casi podía ver cómo su espíritu fluía para volver a su esbelto cuerpo, un cuerpo que día a día se iba desarrollando más y mejor.

Elbryan reprimió la súbita e inexplicable urgencia de correr hacia Pony y besarla.

—¿Qué? —preguntó ella; a pesar de la oscuridad, veía confusión, incluso horror, en la cara de Elbryan.

El muchacho miró a lo lejos, enojado consigo mismo por permitirse tales sentimientos. Pony era una chica, después de todo, y, aunque Elbryan admitía abiertamente que era una amiga, encontraba verdaderamente horribles esos sentimientos tan intensos.

—Elbryan —preguntó ella—, ¿era la canción del fantasma del bosque?

—No la he oído nunca —repuso Elbryan; pero, pensándolo bien, había sin duda oído la distante melodía de una flauta.

—¿Entonces qué era? —insistió Pony.

—Nada —replicó malhumorado él—. Vamos. No tardará mucho en alborear.

Reemprendió la ascensión a marchas forzadas, gateando incluso de tanto en tanto y abriéndose paso entre la alfombra de hojarasca. Pony se detuvo y lo observó, confundida al principio. Poco a poco se fue dibujando una sonrisa en su rostro y las mejillas se le tiñeron de suave rubor. Creía conocer los sentimientos contra los que estaba luchando Elbryan; eran los mismos que ella había combatido aquel mismo año, no hacía mucho.

Pony había ganado la batalla y había acabado por aceptar —e incluso saborear— tan íntima sensación, el calor que la embargaba cuando miraba a Elbryan. Abrigaba la esperanza de que Elbryan libraría la batalla galante con resultados similares a los suyos.

Alcanzó a su amigo en la cresta de la sierra. Tras ellos yacía Dundalis, silenciosa y oscura. El mundo entero parecía tranquilo; no se oía el canto de los pájaros ni el susurrar del viento. Se sentaron juntos, y aun así separados por una distancia de medio metro y por el muro levantado por la confusión de Elbryan. El chico no se movía, apenas parpadeaba; miraba fijamente el ancho valle que se abría ante él, pese a que la oscuridad reinante no le permitía distinguirlo.

Pony, en cambio, se mostraba más animada. Clavó los ojos en Elbryan hasta ponerlo nervioso, y luego desvió la mirada y la fijó en el pueblo: tan sólo una lucecilla brillaba en una casa; después miró el Halo, que allá en el sur se iba desvaneciendo deprisa en el cielo. Aún se distinguían sus hermosos colores, pero aquel momento supremo de belleza, de íntima reflexión, había pasado.

Volvía a ser Jilseponie, tan sólo Jilseponie, sentada en la cumbre con su amigo a la espera de su padre y de los demás cazadores. El alba se iba acercando; Pony se dio cuenta de que ya se podía ver el pueblo y se alcanzaban a distinguir las diferentes casas, incluso las estacas del corral de Bunker Crawyer.

—Hoy —dijo Elbryan de repente con una voz que la obligó a volverse y mirarlo. Parecía haber recobrado la calma; las sensaciones perturbadoras se habían desvanecido con la noche—. Volverán hoy —anunció asintiendo con la cabeza.

Pony sonrió con entusiasmo, esperando que estuviera en lo cierto.

Siguieron sentados en silencio mientras en torno se iba haciendo de día. En el anchuroso valle, el muro de oscuridad dejaba paso a aislados puntos de sombras dibujados por los árboles de hoja perenne, hileras y más hileras de árboles antiquísimos, los antiguos soldados de Corona que se mantenían orgullosamente en pie, aunque en su mayor parte no alcanzaban a doblar la altura de Elbryan. La nitidez del panorama desde aquella perspectiva, bajo aquella luz ascendente, sorprendió a los dos compañeros. La tierra alrededor de los árboles recogía la luz de la mañana y la retenía ávidamente, pues el sotobosque no era oscuro sino blanco y espeso, como una almohadilla formada por musgo caribú. A Elbryan —como a todos los muchachos— le encantaba aquello. Cada vez que miraba la blanca alfombra, deseaba quitarse los zapatos y los pantalones y correr sobre ella, descalzo y con las piernas desnudas, para sentir su suavidad en las espinillas y notar cómo le cosquilleaba en los dedos de los pies. ¡En muchos lugares, el musgo caribú le llegaba incluso a la altura de las rodillas!

Deseaba hacerlo, tal como había deseado muchas veces de pequeño: quitarse los zapatos y toda la ropa…

Se acordó de su compañera, de sus recientes sensaciones, y le volvió la espalda, ruborizándose intensamente.

—Si vuelven antes de que el sol esté demasiado alto, los veremos a un kilómetro y medio de distancia —observó Pony. No obstante, la chica no estaba mirando hacia adelante, sino hacia la sierra situada detrás de ellos, al sur. El otoño había avanzado mucho, y todas las hojas de los árboles, en particular las de los arces plateados, brillaban con tonalidades que iban desde el rojo resplandeciente al naranja y al amarillo, y coloreaban toda la sierra.

Elbryan se alegró de que la chica, distraída, no advirtiera cómo se había ruborizado.

—Bajan por aquel lado del valle —asintió con entusiasmo, captando la atención de Pony y señalando la amplia y suave pendiente de la cara nordeste del valle—. ¡A un kilómetro y medio! —añadió.

Su cálculo resultó muy optimista, pues la nitidez del panorama había confundido su sentido de la distancia. Por supuesto, descubrieron con gran contento a los cazadores que regresaban —una línea de pequeñas figuras muy alejadas de ellos—, pero no hasta que el grupo hubo alcanzado el fondo del valle en forma de cuenco.

Observaron, parloteando alborotadamente, y trataron de contarlos y de adivinar quién era el guía; pero no resultaba fácil ya que la hilera de cazadores zigzagueaba entre las sombras de los árboles.

—¡Una pértiga! —gritó, de repente, Elbryan al descubrir la línea que parecía unir a dos de los hombres.

—¡Otra! —añadió alegremente Pony, y batió palmas con júbilo cuando aparecieron más.

Los cazadores regresaban con las piezas cobradas —alces, renos, ciervos de cola blanca— colgando de las pértigas, y a la pareja oteadora le pareció que aquella cacería había sido realmente espléndida. La paciencia se les agotó de golpe; se pusieron en pie de un salto y atajaron pendiente abajo para salir al encuentro del tropel de cazadores.

Desde la cresta de la sierra, el valle daba sensación de amplitud; pero, a medida que iban descendiendo, Elbryan y Pony recordaron hasta qué punto podía ser un lugar intrincado y amedrentador. Al bajar entre los rechonchos pero anchos pinos y piceas, la visibilidad quedaba reducida a unos metros en todas direcciones; los dos compañeros no tardaron en separarse, y perdieron algún tiempo en volver a reunirse orientándose por la voz y más tiempo aun en discutir sobre qué dirección tomar para reunirse con sus padres.

—El sol está al sureste —hizo notar Elbryan a Pony, enderezando los hombros para tomar las riendas de la situación. Aunque el sol todavía no había ascendido lo suficiente como para asomar por encima del límite del valle, podían con toda certeza calcular su posición.

—Los cazadores vienen del nordeste; por tanto, lo único que hemos de procurar es tener siempre el sol tras el hombro derecho.

A Pony le pareció muy lógico, así que se mostró dispuesta a dejarse guiar por Elbryan, y se abstuvo de comentar que si gritaban sus padres los oirían y les indicarían dónde se encontraban.

Elbryan echó a andar muy decidido, sorteando las espesas coníferas y sin mirar atrás para comprobar si Pony lo seguía. El muchacho apretó el paso al oír a los cazadores, y el corazón le dio un vuelco al reconocer la voz de bajo de su padre, aunque aún no podía oír lo que estaba diciendo.

Pony le dio alcance e incluso lo adelantó; se abrió paso entre dos espesos pinos apartando las ramas, y se encontró de pronto en un claro junto a la partida de cazadores.

Ante la reacción de sorpresa, casi salvaje, de los hombres, Elbryan se detuvo en seco y Pony se agazapó para protegerse. El chico apenas oyó la malhumorada regañina de su padre; con ojos como platos miraba el cuerpo de un reno macho, un ciervo, conejos y…

Elbryan y Jilseponie se quedaron inmóviles, aturdidos. Sus padres, que se habían acercado a sus traviesos hijos para regañarlos por haberse alejado tanto de Dundalis, no les dijeron nada pues se dieron cuenta de que lo que colgaba de la cuarta pértiga les serviría sobradamente de lección.

El sol estaba alto, el día en todo su esplendor, y el pueblo despierto, cuando Elbryan y Pony al frente de la partida de caza regresaron a Dundalis. Los comentarios iban de la emoción al más puro miedo y asombro a medida que los habitantes del pueblo hacían inventario de las presas, especialmente de la que pendía de la última pértiga, una pequeña forma humanoide.

—¿Es un trasgo? —preguntó una mujer inclinándose para observar los repugnantes rasgos de aquella criatura: frente aplastada, nariz larga y afilada, ojos diminutos, redondos y en aquel momento vidriosos, de un amarillento enfermizo. Las orejas eran puntiagudas en la parte superior y en la inferior tenían un lóbulo fláccido y grueso que sobresalía varios centímetros de la cabeza. La mujer se estremeció al observar la boca, una maraña de colmillos de color amarillo verdoso torcidos hacia adentro. La barbilla era estrecha, pero la quijada ancha y musculosa. No era difícil imaginarse la fuerza de un mordisco de aquella criatura o el dolor al intentar liberarse de aquellos dientes repugnantes.

—¿Son realmente de este color? —preguntó otra mujer, y se atrevió a tocar la piel de la criatura—. ¿O se volvió así después de morir?

—Amarillos y verdes —contestó con firmeza un viejo, aunque no había participado en la cacería.

Elbryan observó al encorvado y arrugado anciano, llamado Brody Amable, aunque los niños solían llamarlo «Cuerpo Agarrador»[1] con fingido horror, y se burlaban de él y salían corriendo. El viejo Brody era un tipo gruñón, enfadado con el mundo y con sus propios achaques, un blanco fácil para los niños, siempre dispuesto a perseguirlos pero nunca lo suficientemente rápido para alcanzarlos. Elbryan cayó en la cuenta por primera vez en el verdadero nombre del viejo y casi estuvo a punto de echarse a reír ante la contradicción del apellido con el aspecto malhumorado de Brody.

—Seguro que es un trasgo —continuó diciendo Brody, que obviamente estaba disfrutando de la atención que todos le dispensaban—, y grande además; son amarillos y verdes —añadió en respuesta a la segunda pregunta de la mujer—, tanto vivos como muertos, aunque este se está volviendo rápidamente de color gris.

Remató sus palabras con una risita, un sonido preñado de profundo desprecio que pareció dar credibilidad a sus conocimientos sobre la raza de los trasgos. Rara vez se veían trasgos; por eso muchos los consideraban más un mito que una realidad. Incluso en Dundalis, y en otros pueblos fronterizos escondidos en las Tierras Boscosas, en los confines de las Tierras Agrestes, no se habían visto duendes desde tiempos que los lugareños no podían ni recordar… con la aparente excepción de Brody Amable.

—¿Habías visto alguna vez trasgos? —le preguntó Olwan Wyndon, el padre de Elbryan, y el tono de voz y la acción de cruzar sus robustos brazos sobre el pecho demostraba que abrigaba serias dudas al respecto.

Brody Amable lanzó un bufido.

—¡Lo he contado muchísimas veces! —rabió el viejo.

Olwan Wyndon asintió, pues no deseaba animar a Brody a uno de sus legendarios ataques de desafueros. Sentado junto a la chimenea, en la casa común del pueblo, Brody había contado relatos interminables sobre su juventud, sobre luchas contra trasgos, e incluso contra gigantes fomorianos, durante los primeros tiempos de Dundalis, cuando se señalaba con estacas el territorio para los colonos. La mayoría lo escuchaba con cortesía pero, en cuanto Brody miraba hacia otro lado, ponían los ojos en blanco y sacudían la cabeza.

—Dicen que en Prado de Mala Hierba vieron un trasgo —comentó un hombre haciendo referencia a un pueblo situado a unos treinta kilómetros en dirección oeste.

—Fue un niño quien lo contó —se apresuró a recordarles Olwan Wyndon, silenciando los nerviosos murmullos antes de que ganaran fuerza.

—Bueno, hay mucho que hacer y tenéis que contarnos muchas cosas —intervino la madre de Pony—. Será mejor que lo dejemos para la casa común, después de que hayamos cenado un estofado de venado.

Olwan asintió, y la gente fue dispersándose poco a poco; sólo quedó un rezagado observando al trasgo que, efectivamente, se estaba poniendo de color gris. Elbryan y Pony permanecieron un rato junto al cuerpo contemplándolo con curiosidad. A Pony no le pasó por alto un burlesco resoplido de su amigo.

—Tan pequeño como un niño de ocho años —explicó el muchacho señalando con desprecio al trasgo. Era en cierto modo una exageración, pero, desde luego, el trasgo no medía más de metro veinte y seguramente no pesaba mucho más que los cuarenta y un kilos de Elbryan.

—A lo mejor es un niño —apuntó Pony.

—Ya has oído lo que ha dicho Cuerpo Agarrador —replicó Elbryan con una mueca, pues el ridículo apodo le sonó a absurdo—. Dijo que era un trasgo grande —y remató sus palabras con otro bufido.

—Tiene un aspecto salvaje —insistió Pony inclinándose para observar de cerca al trasgo. No le pasó por alto un tercer bufido de Elbryan—. ¿Te acuerdas del tejón? —preguntó con tranquilidad para echar por tierra la fanfarronada del chico—. No abultaba ni la tercera parte del trasgo.

Elbryan palideció y desvió la mirada. Aquel mismo año, a comienzos de verano, algunos de los niños más pequeños de la vecindad habían atrapado un tejón. Cuando llegaron con la noticia al pueblo, Elbryan, el mayor del grupo, tomó el mando y se dirigió con los demás al lugar del suceso.

Se acercó audazmente al animal atrapado y vio que este había mordisqueado los lazos de cuero.

Según corría de boca en boca entre los niños, cuando el animal se revolvió contra él enseñando los dientes, Elbryan «huyó tan deprisa que ni siquiera notó que estaba trepando árbol arriba sin siquiera utilizar las manos para asirse a la rama».

Los demás niños también habían echado a correr, pero no se alejaron tanto como para no ser testigos de la definitiva humillación de Elbryan, cuando el tejón, como un enemigo sediento de venganza, había aguardado al pie del árbol, obligando al muchacho a quedarse entre las ramas más de una hora.

«Tejón estúpido —pensó Elbryan—, y estúpida Pony por abrir otra vez esa herida». Se alejó sin decir palabra.

A Pony se le borró la sonrisa de la cara mientras lo veía alejarse, y se preguntaba si no habría ido demasiado lejos con aquella historia.

Aquella noche todos los aldeanos acudieron a la casa común, aunque la mayoría ya se había enterado de la historia del trasgo. La partida de caza se había topado con una banda de seis criaturas, mejor dicho, ambos grupos se habían encontrado frente a frente, apenas a veinte pasos, al salir simultáneamente de la espesa maleza hacia una ribera abierta y rocosa. Después de un instante de sorpresa, los trasgos habían arrojado sus lanzas y habían herido a un hombre. La lucha subsiguiente había sido breve y brutal, con muchos pinchazos y cortes por ambas partes; incluso un par de humanos recibieron mordiscos, antes de que los trasgos, en inferioridad numérica de dos a uno, huyeran y desaparecieran entre la maleza con la misma rapidez con que habían aparecido. La única herida de consideración en ambos bandos había sido la del trasgo muerto: un lanzazo le había acertado el pulmón. El trasgo había intentado huir con sus compañeros, pero cayó sin resuello sobre los arbustos y murió poco después.

Olwan Wyndon contó de nuevo lo sucedido a la concurrencia poniendo buen cuidado en no adornar el relato.

—Empleamos tres días en la búsqueda pero no encontramos el menor rastro de los demás trasgos —dijo para rematar su historia.

Inmediatamente un par de jarras se alzaron en un extremo de la habitación.

—¡A la salud de Shane McMichael! —gritaron ambos bebedores a la vez—. ¡Por el matador de trasgos!

Todos corearon el brindis, y Shane McMichael, un joven tímido y delgado un poco mayor que Elbryan, avanzó de mala gana hasta situarse junto a Olwan, delante de la chimenea. Después de pincharlo mucho, el joven se vio obligado a contar la lucha: cómo había esquivado astutamente el ataque del trasgo y cómo lo había alcanzado de un certero lanzazo.

Elbryan saboreaba sus palabras y veía con los ojos de la imaginación la escaramuza. ¡Cuánto envidiaba a Shane!

Luego la conversación versó sobre lo que otras personas habían visto recientemente, sobre la noticia del trasgo visto en Prado de Mala Hierba e, incluso, sobre unas cuantas historias terroríficas de aldeanos de Dundalis que proclamaban haber observado algunas huellas enormes pero no habían dicho nada sobre ello. Elbryan, al principio, escuchaba absorto cada palabra; pero gradualmente, siguiendo el ejemplo de su padre, llegó a la conclusión de que la mayor parte de los relatos no respondían más que al deseo de llamar la atención. A Elbryan le sorprendía que los adultos se comportaran de esa forma, especialmente en circunstancias tan graves.

Más tarde surgió una discusión, encabezada por Brody Amable, sobre la estirpe de los trasgos en general: desde los numerosos y pequeños trasgos hasta los peligrosos y desfigurados gigantes fomorianos. Brody hablaba con aires de experto, pero muy pocos en la sala estaban pendientes de sus palabras. Incluso el joven Elbryan se dio cuenta enseguida de que el viejo sabía respecto a los trasgos poco más que los demás, y el chico dudaba de que hubiera visto alguna vez un gigante fomoriano. Elbryan miró a Pony, que, cada vez más intranquila por todas aquellas historias, se encaminaba hacia la puerta.

Antes de que el chico se levantara de su asiento, Pony ya había salido.

—Fanfarronadas —insistió Elbryan al alcanzarla. Era una noche fría y el chico se acercó a Pony para darse calor.

—Pero no podemos negar la existencia del trasgo —replicó Pony señalando el cobertizo donde habían colocado a la criatura—. La historia de tu padre parecía verdad.

—Me refería a Cuerpo…

—Sé a lo que te referías —dijo Pony—, y yo no le creo a él tampoco… no del todo.

En el rostro de Elbryan se pintó la sorpresa ante la coletilla que la niña había añadido a su comentario.

—Hay trasgos —añadió Pony—. Lo sabemos con toda seguridad. Por tanto, los primeros en llegar a los confines de las Tierras Agrestes para establecerse en Dundalis tuvieron por fuerza que luchar.

—¿Los fomorianos? —preguntó Elbryan con aire escéptico.

Pony se encogió de hombros, pues no estaba dispuesta a descartar que hubiera gigantes, sobre todo después de haber visto el cadáver de un trasgo.

Elbryan reconoció tal posibilidad, aunque todavía pensaba que las palabras de Brody Amable encerraban más fanfarronadas que verdad. Pero el muchacho no pudo seguir pensando ni en eso ni en otras impresiones negativas, cuando Jilseponie se volvió a mirarlo y, con la cara a pocos centímetros de la suya, clavó su mirada en los ojos, verde oliva, de él.

A Elbryan le costaba respirar. Pony estaba cerca, muy cerca y… ¡no retrocedía!

Elbryan se dio cuenta de que la muchacha estaba cada vez más cerca; su cabeza se acercaba a la suya, sus labios, tan suaves, casi rozaban los suyos. Lo invadió el pánico y tuvo que luchar con múltiples emociones desconocidas. Una parte de él deseaba salir corriendo, pero la otra, mucho más fuerte y sorprendente, se lo impedía.

La puerta de la casa común se abrió con estrépito, y los dos amigos dieron un respingo y se separaron uno de otro.

Una turba de niños más pequeños que ellos los rodeó.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó uno de ellos.

Elbryan y Pony intercambiaron miradas de curiosidad.

—Debemos prepararnos para cuando regresen los trasgos —comentó otro.

—Los trasgos no vendrán nunca aquí —replicó Pony.

—¡Desde luego que sí! —repuso el niño—. Lo ha dicho Kristeena.

Todos los ojos se clavaron en Kristeena, una niña de diez años que parecía estar siempre adorando a Elbryan.

—Los trasgos volverán en busca de su muerto —se apresuró a explicar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Elbryan incrédulo en un tono que ofendió a la niña.

La niña bajó los ojos y dio una patada en el suelo levantando polvo.

—Mi abuela lo sabe —respondió con una voz repentinamente tímida, y Elbryan se arrepintió de haberla hecho sentir tan incómoda. Toda la pandilla permanecía inmóvil, pendiente de cada palabra de Elbryan.

Pony le pegó un fuerte codazo; le había dicho muchas veces que Kristeena se había encaprichado con él, y la chica mayor, que no veía competencia en una niña de diez años, estaba encantada con la idea.

—Probablemente lo sabe —dijo Elbryan, y Kristeena levantó la vista, sonriendo de repente—. Y parece razonable —se volvió hacia el cobertizo, y los niños más pequeños se arremolinaron a su alrededor, siguiendo su mirada.

»Y si los trasgos vuelven tenemos que estar preparados —decidió Elbryan.

Miró a Pony y le guiñó un ojo, y se quedó sorprendido cuando ella correspondió a su gesto frunciendo severamente el entrecejo.

Quizás era más que un juego.