Datos terminales

El primer ser humano apto para todo se metió el detonador debajo del brazo y retrocedió lentamente, desenrollando los cables que conducían hasta los sótanos de la casa. A una distancia adecuada puso la caja en el suelo y levantó el émbolo.

—¡Cinco!

—¡Cuatro!

—¡Tres!

—¡Dos!

—¡Uno!

Cornelius Brunner apretó el émbolo, y el falso castillo Le Corbusier se partió en dos, y estalló, con una llamarada, escupiendo goterones de humo y de fuego. La ladera del acantilado tembló, volaron los escombros, y mientras las llamas rugían elevándose, el humo descendía flotando y oscurecía la aldea.

Los brazos cruzados, la cabeza echada hacia atrás, Cornelius Brunner contemplaba las ruinas en llamas.

—Asunto concluido. —Suspiró.

—Buen trabajo.

—Sí.

—¿Ahora qué?

—No estoy seguro. Quizá primero el Oriente Medio.

—¿O los Estados Unidos?

—No, no todavía, pienso.

—Necesito dinero. América podría ser el mejor lugar para conseguirlo.

—Tengo ganas de ir a Oriente. Hay trabajo allí.

—En Camboya habrán empezado las lluvias.

—Sí; creo que no nos vendría mal caminar ¿no?

—Hay tiempo de sobra. No quiero apresurarme.

Cornelius Brunner se dio vuelta y miró la pendiente del acantilado, se dio vuelta otra vez y miró nuevamente la casa en ruinas, miró el mar, miró el cielo.

—Ajá.

Un hombre con la barba crecida, enfundado en un uniforme andrajoso, jadeaba subiendo la pendiente.

—Monsieur… ¡ah! —llamó.

—Monsieur-Madame —le corrigió cortésmente Cornelius Brunner.

—¿Es usted el responsable de esta destrucción?

—Indirectamente, sí.

—¡Todavía quedan leyes en el país!

—Aquí y allá. Aquí y allá.

—Tengo la intención de arrestarlo.

—Estoy más allá del arresto.

—¿Más allá? —El oficial arrugó el ceño.

Cornelius Brunner se le acercó. Le acarició el brazo.

—¿Qué hora es, señor? Mi reloj se ha parado.

El oficial se miró la muñeca, expuesta por un desgarrón de la manga.

—¡Ay! ¡El mío también!

—Mala suerte —canturreó Cornelius Brunner, y lo miró a los ojos.

Una sonrisa dulce y tierna asomó a los labios del oficial, y se sonrojó en extasiada fascinación mientras Cornelius Brunner le sacaba los pantalones.

Los pantalones volaron a lo lejos. Cornelius Brunner dio vuelta al oficial, le besó el trasero, le dio una cariñosa palmada en la espalda, y de un empujón lo envió corriendo cuesta abajo. El hombre corría alborozado, sonriendo siempre, la chaqueta andrajosa y los faldones de la camisa flotando al viento.

Un momento después, el primer ser humano apto para todo echaba a andar, silbando, rumbo al este.

—Un mundo sabroso —reflexionó, entusiasmado—. ¡Un mundo muy sabroso!

—¡Usted lo ha dicho, Cornelius!

Michael Moorcock

Notting Hill

Enero de 1965