El técnico miraba ansiosamente el reloj. Luego observó la cámara metálica y los distintos medidores. Ahora todas las agujas estaban quietas. Lentamente, una luz verde parpadeó.
—Ya está —le dijo lacónicamente el técnico a otro técnico muy parecido a él.
La cámara, montada sobre unas zorras automáticas, había sido trasladada muy cerca de DUELO. El amplio semicírculo de la computadora y un amplio semicírculo de científicos y técnicos se unieron formando un círculo completo.
Un reflector enfocó la cámara oval. Los científicos se adelantaron para verificar si todos los registros eran exactos, y retrocedieron, satisfechos.
El dietista de edad madura que había conquistado ese honor mediante una complicada maniobra, cerró la puerta de la cámara.
Todo era quietud, silencio.
Una criatura alta, desnuda, grácil, salió de la cámara. Tenía los cabellos de la señorita Brunner y los ojos del señor Comelius, y la boca ascética de Jerry hacía más delicada la mandíbula voraz de la señorita Brunner. La criatura era hermafrodita y hermosa.
Los científicos y los técnicos murmuraban de admiración, y algunos empezaron a aplaudir y a silbar. Otros lanzaban vítores y pateaban.
—¡Hola, fans! —dijo Cornelius Brunner.
Un grito jubiloso, unánime, potente retumbó en la caverna. Los científicos y los técnicos brincaban alrededor, se palmeaban las espaldas, sonriendo y bailoteando, y al fin se precipitaron en tropel hacia la sonriente criatura que habían creado ellos mismos, la alzaron en vilo y marcharon alrededor de la computadora entonando un canto triunfal sin palabras que al fin se convirtió en un nombre.
—¡Cor-nee-lii-us Bru-un-ner!
—Llámenme Corn —sonrió la criatura y sopló besos a uno y a todos.
Distante al principio, aumentando cada vez más, se oyó el aullido de una o dos sirenas.
Corn prestó atención.
—¡El enemigo está a nuestras puertas! —Con un largo dedo señaló la caverna más exterior—. ¡A la carga!
Levantado por la marejada de millares de exaltados sicofantes, Cornelius Brunner se acomodó sobre los hombros de la multitud, que avanzaba como un torrente impetuoso.
Atravesando la vasta entrada del lago caliente, subiendo cuesta arriba hacia la boca de la caverna, prosiguieron la marcha, rugiendo como truenos, los cuerpos animosos y rápidos.
Las puertas de la caverna se abrieron para ellos, y se precipitaron al aire libre. Montado sobre los hombros de la multitud, Cornelius Brunner reía a carcajadas.
Allí afuera los esperaba un pequeño destacamento militar. Unas pocas armas livianas y carros blindados.
La marea humana ni siquiera advirtió que en un principio los soldados retrocedían, y luego trataban de escapar, y al fin eran engullidos, con armas y carros y todo, mientras la inmensa multitud proseguía marchando triunfalmente.
Cornelius Brunner señaló al suroeste.
—Por allí… ¡primero a Finlandia!
La ola cambió de rumbo pero no de velocidad. Y continuó avanzando unida.
Como un torrente cruzó la frontera, como un enjambre invadió el territorio de Finlandia, cruzó en nutrido rebaño por Alemania Occidental, creciendo continuamente: Cornelius Brunner siempre allí, alto en el centro, alentándola, apremiándola, alabándola. Mientras el nuevo mesías era llevado en andas a través del continente, los miles de seguidores se convertían en millones que abandonaban las ciudades y aplastaban los campos.
El inmenso enjambre llegó a Bélgica, y a la orden del cabecilla diezmó Lieja, despobló Bruselas, y arrastró consigo media nación cuando atravesó Francia.
La voz exuberante de la multitud se oía a centenares de kilómetros de París. Los ecos de los pasos resonaban a trescientos kilómetros. El aura que la envolvía se ampliaba en ondas por el mundo entero.
No era una marcha de millones, era una danza. El coro de voces se alzaba como un canto melodioso. La masa humana cubría unos cien kilómetros cuadrados, y crecía sin cesar.
—¡A París! —gritó Cornelius Brunner, y a París marcharon. Ni una sola vez se detuvieron, salvo los que murieron de excitación.
París fue abandonado, y los cuatro habitantes que quedaban aún se reunieron para ver el diluvio que desaparecía.
—¡Inaudito! —murmuró el Jefe de Estado, rascándose la nariz.
—Tal vez, tal vez —dijo el secretario.
La marea roló y rugió a través de Roma, dejando al Papa, el único residente, sumido en la meditación y la especulación. Al cabo de un rato, el Papá huyó a la carrera del Palacio del Vaticano, y una hora después les daba alcance.
Todas las grandes ciudades de Italia. Todas las grandes ciudades de España y Portugal.
Y entonces, con un dejo de aburrimiento en la voz, Cornelius Brunner dio la última orden.
—¡Al mar!
Rumbo a la costa, hacia las playas, y las olas chocaron cuando la enorme muchedumbre se volcó en el mar.
Seis horas más tarde, sólo una cabeza asomaba sobre las aguas. Era, naturalmente, la cabeza de Cornelius Brunner, que nadaba vigorosamente de regreso a la orilla.
Cornelius Brunner se echó en la arena removida, y descansó. Las olas lamían la costa apacible, y unas pocas aves surcaban el cielo azul.
—Esto es vida —bostezó Cornelius Brunner, cuyo cráneo contenía la suma del saber humano—. Creo que aquí, tanto como en cualquier otra parte, valdría la pena echarse una siesta.
Y Cornelius Brunner se durmió, solo, en una playa abandonada.
Cayó la noche y llegó la mañana, y despertó.
—¿A dónde ahora? —rumió.
—A Normandía. Queda un asunto pendiente allí.
—A Normandía, entonces, y a la Casa de los Cornelius.
Se levantó, flexionó el cuerpo, y galopó tierra adentro por la campiña silenciosa, desierta.