Y así naturalmente llegó el día en que el piso de Jerry en Konigsgaten 5, Eskilstuna 2, Suecia, fue visitado. Al volver a casa de una sesión, encontró a su agraciada esposa charlando amablemente con la señorita Brunner. Sentadas las dos en un diván, sorbían el excelente café de Maj-Britt. La salita era soleada, pequeña pero acogedora, bien arreglada pero sin ostentación. Podría verlas desde la puerta. Dejó en el vestíbulo el estuche de la guitarra y se quitó la chaqueta de pana fina, la puso en una percha, la colgó en el armario, y entró, extendiendo la mano, a saludar a su vieja amiga con una sonrisa confiada.
—Señorita Brunner. Qué buen aspecto tiene usted. Un poco cansada, quizá… pero bien. ¿Cómo marcha el gran proyecto?
—Casi terminado, señor Cornelius.
Jerry se echó a reír.
—Pero ¿qué hace usted con él ahora?
—Ese es el asunto —sonrió ella, dejando la taza blanca sobre la mesa ratona. Llevaba un vestido negro sin mangas de excelente tela rústica, y un gracioso sombrero de caza sobre los largos cabellos rojos. El borde del diván sostenía un paraguas de hombre apretadamente arrollado, y al lado de ella había una cartera de cuero negro y un par de guantes negros. Jerry tuvo el presentimiento de que se había vestido así para la acción, pero no pudo adivinar qué clase de acción ni si lo involucraba a él directamente.
—La señorita Brunner llegó hace alrededor de media hora, Robby —le explicó Maj-Britt en voz baja, no muy segura de haber actuado con sensatez—. Le dije que te esperaba de un momento a otro y decidió quedarse.
—La señorita Brunner y yo hemos mantenido estrechas relaciones comerciales en el pasado. —Jerry le sonrió a la señorita Brunner—. Pero ahora tenemos muy poco en común.
—Oh, no sé. —La señorita Brunner le devolvió la sonrisa.
—Vamos, perra —dijo Jerry—. Fuera de aquí… vuélvase a sus cuevas y a su farsa. —Hablaba rápidamente en inglés, y Maj-Britt no entendió qué decía, aunque al parecer recibió el mensaje.
—Por fin ha encontrado algo que cuidar y proteger, ¿eh, Jerry? Aunque quizá sólo sea un travesti de algo que perdió.
—Discúlpeme, señorita Brunner —dijo Maj-Britt, con cierta frialdad, como defendiendo a su marido—, pero ¿por qué llama usted «Jerry» y «señor Cornelius» a Herr Flanders?
—Oh, son viejos sobrenombres. Lo llamábamos así a veces. Una broma.
—Ja, ja. Ya veo.
—No se engañe, señorita Brunner —continuó Jerry—. Me siento muy bien.
—Entonces es usted el que se engaña, y más de lo que yo había sospechado.
—Señorita Brunner —Maj-Britt se puso de pie, muy tiesa—. Parece que me equivoqué al pedirle que esperara…
La señorita Brunner miró a la joven alta, de arriba abajo. Una mano se le enroscó en el mango del paraguas. Arrugó el ceño, pensativa.
—Usted y el profesor Hira —dijo—. Buen par de conexiones. Podría apostar por usted, querida.
Jerry decidió intervenir. Tomó el paraguas y trató de romperlo sobre las rodillas: fracasó, y lo arrojó a un lado. Él y Maj-Britt miraron fijamente a la señorita Brunner, crispando los puños. La señorita Brunner se encogió de hombros con impaciencia.
—¡Jerry!
—Lo mejor que puede hacer es volverse al Laplab —dijo él—. Allí la necesitan a usted.
—Y a usted… y a esto. —La señorita Brunner señaló a Maj-Britt.
Los tres respiraban rápidamente.
Al cabo de un rato de silencio, la señorita Brunner dijo: —Algo tiene que pasar.
Pero Jerry aguardaba, deseando que la tensión estallase, lo que parecía casi inevitable, pues aunque luego se sintiera más débil, el estallido mismo lo sacaría de la situación que la señorita Brunner quería crear.
No hubo tal estallido. Jerry no se atrevía a mirar ni siquiera de reojo a Maj-Britt, temiendo que ella pareciera asustada. Las cosas iban de mal en peor. Afuera el sol se estaba poniendo. El estallido tenía que producirse antes que el sol se ocultara del todo.
—¡No te muevas! —gritó Jerry sin mirar a Maj-Britt. La señorita Brunner rió entre dientes, divertida.
El sol se puso. La señorita Brunner se incorporó en la penumbra grisácea y extendió el brazo hacia Maj-Britt. A Jerry se le llenaron los ojos de lágrimas cuando oyó el grito profundo, desgarrador.
—¡No! —Dio un paso adelante, y alcanzó el brazo de la señorita Brunner en el momento en que ella tomaba la mano trémula de Maj-Britt.
—Es… es… necesario. —La señorita Brunner se retorció de dolor cuando las uñas de Jerry se le hincaron en la carne—. ¡Jerry!
—Ohhhhhh… —Jerry retiró la mano.
Maj-Britt y Jerry se miraron con desesperación.
—Vamos —les dijo la señorita Brunner amablemente pero con firmeza, tomándolos de la mano y caminando entre los dos—. Todo será para bien. Vamos a buscar al profesor Hira.
Los llevó desde la puerta hasta el automóvil que estaba esperándolos.