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—No, claro que no era mi hijo. —La señorita Brunner hojeaba ansiosamente la carpeta. Estaban en la oficina de ella en Casa del Grande. Jerry la observaba sentado sobre la mesa. Balanceó los pies.

—Y ahora me lo dice.

—Trate de no ser tan hijo de perra, gatito. —De pronto ella sonrió mientras sacaba un documento y lo escudriñaba—. Este es el material que necesito. ¡Felicitaciones!

—Felicitaciones ¿eh? Usted y su maldita pistola.

—No fue mi dedo el que apretó el gatillo.

—No esté tan segura.

—Serénese, señor Cornelius. Usted no es el Jerry Cornelius que yo conocí.

—Puedo decirlo otra vez. ¡Usted y su maldita pistola!

—¡Blam! ¡Blam! —La señorita Brunner dejó los papeles sobre la mesa—. Lo que le pasa es que está cansado, señor Cornelius. Tuve que mandarlo a usted. No había nadie más que pudiera reconocer el material.

—¡Tenía que haber sido más franca!

—No podía. ¿Podría usted?

—No es justo.

—Mírese. Está usted lloriqueando, gallina. Lloriqueando.

—Mierda, usted está empu… —Jerry se recobró—. No estoy seguro de ser feliz, señorita Brunner.

—¿Qué es la felicidad, señor Cornelius? Lo que usted necesita es un cambio.

—Ya no lo necesito, señorita Brunner. Puede estar segura.

—Un cambio de ambiente, no otra cosa. No le queda nada más que hacer, por un tiempo. Lo tengo todo listo. Durante unos cuantos meses el trabajo será de rutina. También yo podría aparecerme, cuando haya puesto las cosas a punto.

—¿A dónde quiere que vaya?

—A ninguna parte. Es cosa suya.

—Lo pensaré.

La señorita Brunner se acercó a Jerry y le tomó la cara entre las manos.

—¿Cómo puede? ¿Qué tiene usted para pensar? Las cintas magnetofónicas resecas, las ropas cansadas… ¡Sólo le quedo yo!

Jerry le apartó las manos.

—¿Sólo usted?

—Se está debilitando rápido. No bastante gente, no bastantes estímulos. ¿Qué tiene para seguir viviendo, usted, vampiro maldito?

—¡Vampiro yo! Usted… Dimitri, Marek, y Jenny, ¿y cuántos más? También yo, quizá…

—Qué realista está hoy, señor Cornelius. Mírese un poco… ¡pura autocompasión y emoción!

—¿Es contagioso, entonces?

—No me lo deje junto a la puerta.

—Usted también tiene su buena hipocondría. —Se dejó caer de la mesa y sintió que las piernas se le doblaban—. ¡Por Dios, no me gusta!

—Ya sé que en parte es culpa mía —dijo ella con una voz más dulce, y se puso a acariciarle el brazo—. Cálmese, cálmese. Llore si le hace bien.

Lloró; no le hizo bien. Estaban devorándolo, hábilmente, y él sabía bastante como para darse cuenta. Se separó de ella gimoteando y corrió fuera del cuarto. Cuando la puerta se cerró silenciosa, automáticamente detrás de él, la señorita Brunner recogió la vacía Smith & Wesson con un suspiro que era mitad decepción, mitad satisfacción.

—Me está dando mucho crédito —dijo en voz alta—. Sólo espero que las cosas se ajusten al plan, o estaremos perdidos.

Jerry guiaba un Snow Trac a la velocidad máxima de 20 kilómetros por hora, a través de unos campos abruptos hacia la aldea distante donde esperaba conseguir una plaza en un autobús de turismo. Iba hacia el sur, alejándose del sol.

Para él, Europa más allá de Suecia no era aún la fría arena de la señorita Brunner, sino un mar hirviente de caos que pronto llegaría a Finlandia y Dinamarca, si ya no había llegado. No sólo se sentía físicamente enervado; tenía la mente mal engranada y le estallaba en todos los sistemas, invadida de pronto por colores sombríos y fragmentos de sueños y recuerdos. Sólo una pequeña porción operaba aún lógicamente, y la lógica nunca había sido su fuerte. No estaba huyendo ni yendo a parte alguna, y simplemente se movía… quizá en busca de una presa, como los mosquitos que zumbaban alrededor de la cabina del vehículo, quizá no.

Los sueños y los recuerdos eran contradictorios, y cuando pensaba que quizá todos estaban equivocados, incluso Baxter, que la razón de todo era muy simple, se sentía enfermo y más débil que nunca. Sin embargo, si la explicación era que estaban locos, muchos compartían esa locura, y la señorita Brunner tenía el poder de convertir en realidad sus propias fantasías. Había ocurrido antes. Recordó las familias que había visto en camino a Wamering, y aquella imagen se superpuso a la de la palpitante pirámide de carne del Friendly Bum.

Llegó a Kvikkjok y no había autobuses, sólo un par de estudiantes del hotel turístico en un Volvo prestado, de regreso a Lund. Encontró en los bolsillos algunas libras y se las ofreció para que lo llevasen hasta Estocolmo. Se le rieron en la cara del dinero.

—No vale un pito. Pero te acercaremos.

Los estudiantes eran pulcros, altos, de cabello corto, pantalones planchados y chaquetas sport. Lo trataban con condescendencia, y les encantaba exhibirlo como juguete. Jerry lo sabía. Le parecía exasperante, pero trataba de pasarlo por alto. La melena larga y las prendas vistosas de Jerry los divertían, y como jóvenes cultos que eran lo llamaban Robinson Flanders. Se detuvieron en la ciudad lacustre de Ostersund y decidieron quedarse allí un par de días, pues se sentían inexplicablemente cansados. Jerry, por el contrario, se sentía mucho mejor.

Para cuando llegaron a Uppsala, Jerry había seducido a los dos jóvenes suecos sin que ninguno de los dos se enterase de la seducción del otro. Casi no se dieron cuenta de hasta qué punto los tenía en su poder hasta el día en que Jerry se marchó con el Volvo, abandonándolos en la ciudad de las torres gemelas decididos a no decir a nadie quién les había robado el auto.

Tuvo más suerte en Eskilstuna, donde se entendió con una joven maestra que vivía en la ciudad y a quien había recogido en el camino. Empezaba a salir del atolladero. Estaba un poco arrepentido del incidente de los dos estudiantes, pero había sido un caso de emergencia. No había pánico ahora, y la joven estaba orgullosa de su delicado amante inglés, lo llevaba a fiestas en Eskilstuna y Estocolmo. Consiguió trabajo como corrector de pruebas de artículos científicos publicados en inglés por una editorial universitaria de Estocolmo. Era un trabajo liviano y muy interesante y le permitió comprarse alguna ropa nueva —él mismo indicó cómo tenían que cortarla—, algunos discos, y hasta parte del alquiler. Ella se llamaba Maj-Britt, y era tan alta, frágil y pálida como él, de largos cabellos rubios y grandes ojos celestes. Una hermosa pareja.

Se hicieron muy populares, Jerry Cornelius y Maj-Britt Sandstróm. Los jóvenes con quienes se trataban —estudiantes, maestros y profesores en su mayoría— pronto imitaron el estilo de Jerry; y él apreció el halago, y se sintió mucho más cómodo.

En un gesto de gratitud, luego de vivir en Eskilstuna casi un año, se casó con Maj-Britt. Los excesos del pasado lo habían ablandado más de lo que suponía, y aunque se había recuperado bastante, estaba casi enamorado de ella, y ella de él. Tocaba la guitarra en un grupo semi-profesional que se hacía llamar Modern Pop Quintet —órgano, bajo, tambores, alto—, y se pagaba sus propios gastos como un buen marido: El grupo se puso de moda, y pronto Jerry le dedicó todo el tiempo posible. Era casi como en los viejos días, pero ahora no se sentía perdido en medio de las grandes multitudes, como le había ocurrido en Londres. Aquí era él quien señalaba nuevos rumbos y su nombre aparecía en el Svenskadagbladet y los otros periódicos, tan a menudo y ocupando tanto espacio como los caudalosos análisis sobre el estado de podredumbre de Europa. También en estos artículos lo mencionaban a menudo. Se había convertido en un símbolo.

Ebrio de nostalgias, publicidad y admiradores, Jerry ya no soñaba con el Laplab y la señorita Brunner y se felicitaba por haber encontrado una isla que podría durarle, con suerte, hasta los primeros años de la edad madura. Había tomado la precaución de conservar el nombre que le pusieran los estudiantes, Robinson Flanders.

La señorita Brunner se mantenía informada. Encerrada en el palacio rupestre, leía los periódicos.