Jerry se arrebujó en su gabán mientras el piloto carreteaba la avioneta por el pequeño aeródromo privado a unos tres kilómetros de Kiruna. La montaña de Hierro, fuente de la riqueza de Kiruna, fuente en verdad de Kiruna misma, pronto quedó abajo mientras volaban rumbo al sur.
Aterrizaron en Kent, donde los esperaban un Dodge Dart y un chofer. El chofer, tan silencioso como el piloto, llevó a Jerry a través de una región de vagabundos, humo y disturbios, un paisaje quebrado que Jerry miraba apenas mientras se encorvaba en el asiento, y se dejaba conducir al Wamering Research Institute. El instituto estaba en la costa austral, justo a la salida de una desmantelada estación balnearia. Jerry tenía muchos recuerdos del sitio: los edificios estilo Regencia pintados a la cal, y el olor dulzón de los copos de azúcar y el flan helado, las calles frías y las cercas verdes, luces pálidas en la noche y la silueta del malecón, la música apagada, las cafeterías azules y los autobuses de techo descubierto. Era todavía un niño cuando comprobó que todo esto no le gustaba, y al llegar a la mayoría de edad se había mudado al interior del país.
El Wamering Research Institute se alzaba en la ladera de las Colinas de Sussex. En la cresta de la colina había una finca que parecía haber sido construida durante la guerra. Tenía aún un aire de transitoriedad. El camino los llevó a través de las calles de hormigón: un pequeño grupo de bloques de casas de dos plantas, muros blancos y apagados tejados rojos. Unos ojos intrigados los miraban desde unas caras huecas. La gente reunida en grupos familiares —un Padre, una Madre, un Hijo y una Hija—, cruzados de brazos, volvían ligeramente las cabezas para verlos pasar. Un lugar paralizado, frustrado.
—Estamos llegando, señor. —El conductor no apartaba la vista del camino.
Deprimido, y de mal humor, Jerry permitió que el conductor lo ayudase a apearse a la entrada de los terrenos del Instituto. Los edificios —algunos de metal, otros de plástico y otros de cemento— estaban pintados de gris y verde con pinturas anticorrosivas. Los de cemento daban la impresión de ser los más antiguos. El instituto, parecía, había sido instalado antes que llegara allí Leslie Baxter.
Jerry caminó por el macadán hacia el instituto, con el arma en el bolsillo. Llegó al edificio principal: paredes de cemento y una puerta de acero instalada no hacía mucho. Apretó el timbre y oyó dentro un zumbido débil. La batería estaba descargada.
Acudió una muchacha y abrió una mirilla. Examinó a Jerry de arriba abajo.
—¿Sí?
—Me manda Joe.
—¿Cómo?
—Soy Jerry Cornelius.
—¿Me lo repite, por favor?
—Cornelius. El doctor Baxter reconocerá el nombre. Quisiera verlo. Tengo algo que mi padre quería entregarle antes de morir.
—El doctor Baxter está muy ocupado… ocupadísimo. Estamos haciendo ciertos experimentos muy importantes, señor. Trabajo vital.
—Vital ¿eh?
—El doctor Baxter cree que nosotros podremos salvar a Inglaterra.
—¿Con alucimáticos?
—Le transmitiré el nombre de usted… pero no podemos dejar entrar a cualquiera.
—¡Cor-ne-li-us!
—Espere un minuto.
—Dígale que mi plan alterará radicalmente las investigaciones que está llevando a cabo.
—¿Está seguro… de que él lo conoce? Jerry se había cansado de la broma.
—Sí.
Esperó más de veinte minutos a que la muchacha regresara.
—El doctor Baxter tendrá mucho gusto en recibirlo —dijo ella abriendo la puerta de acero.
Jerry entró en un vestíbulo cuadrado y siguió a la muchacha por un corredor que era como cualquier otro corredor. La chica le parecía extraña: cabellos largos, negros y rizados, falda acampanada, medias sin costura y tacones altos. Hacía mucho que no veía una chica tan atractiva. Ella era un verdadero anacronismo, y Jerry casi sintió náuseas. Tuvo que contenerse para no sacar la Smith-Wesson.
Una puerta tenía un marbete con el nombre Dr. BAXTER; la habitación contenía al doctor Baxter. Sencilla y acogedora.
Leslie Baxter era apenas algo mayor que Jerry. Bien vestido y acicalado, alto y pálido, demacrado y obseso. El cuerpo era más grande que el de Jerry, daba una mayor impresión de poder, pero hasta Jerry notó que se parecían mucho físicamente.
—Entiendo que es usted el hijo del doctor Cornelius. Me alegro de conocerlo. —La voz era cansada, vibrante—. ¿Cuál de los hijos?
—Jeremiah, doctor Baxter.
—Ah, sí, Jeremiah. Nunca nos…
—… conocimos, no.
—Usted siempre estaba ausente…
—… cuando usted estaba allí. Sí. Por eso no nos conocimos. ¿Así que tampoco conoció a Frank?
—Sólo a la hermana de ustedes, Catherine. ¿Cómo está?
—Muerta.
—Cuánto lo siento… era muy joven. ¿Fue…?
—¿… un accidente? Por así decir. Yo la maté.
—¿Usted la mató? ¿No de un modo deliberado?
—¿Quién sabe? ¿Discutimos el asunto que me trae aquí?
Baxter se sentó detrás del escritorio, Jerry del otro lado.
—Lo noto un poco nervioso, señor Cornelius. ¿Puedo ofrecerle un trago, o algo parecido?
—No, gracias. La recepcionista me dijo que estaban haciendo trabajos muy importantes. Trabajos… vitales para la nación.
Baxter parecía orgulloso.
—Quizá para el mundo. Reconozco que todo el trabajo original fue idea de su padre.
—Pero usted está obteniendo resultados concretos, ¿eh?
—Podría decirse así. —Baxter miró a Jerry intrigado—. Nuestra investigación en el campo de los alucinógenos y los alucimáticos útiles está concluyendo. Pronto estaremos listos.
—¿Útiles cómo?
—Reproducirán los efectos del condicionamiento de masas, señor Cornelius, y devolverán la cordura a la gente… una cordura que en verdad nunca tuvieron. Nuestras máquinas y nuestras drogas pueden conseguirlo… o lo conseguirán dentro de pocos meses. En realidad, la etapa de investigación ha quedado muy atrás, y ya estamos produciendo varios modelos absolutamente eficaces. Ayudarán a poner de nuevo el mundo en el camino de la salud. Restableceremos el orden, defenderemos los recursos de la nación…
—Eso me suena a conocido. ¿No se da cuenta de que pierde el tiempo? —La mano de Jerry acarició la culata de la pistola S&W .41—. Es inútil… Europa no hace más que señalarle el camino al resto del mundo. La entropía se está extendiendo. O eso dicen.
—¿Por qué tendría que ser cierto?
—El Tiempo… se ha agotado, dicen.
—Eso es jerigonza metafísica.
—Muy probablemente.
—¿Para qué vino en realidad?
—La madre de usted quiere los datos que faltan… el material que usted no publicó.
—¿Mi madre…? ¿Para qué puede querer…? ¿Mi madre?
—La señorita Brunner. No complique las cosas, doctor Baxter. —Jerry retiró lentamente el arma del bolsillo y abrió el seguro.
—¿La señorita cuánto?
—Brunner. Usted tiene un material secreto que no ha publicado ¿No es así?
—¿Qué puede importarle a usted?
—¿Dónde está?
—Señor Cornelius, no pienso decírselo. Usted está trastornado. Llamaré a la recepcionista.
—No se mueva.
—Guarde esa…
—… pistola, señor Cornelius. Parece que estuviéramos resolviendo palabras cruzadas para niños. No. La señorita Brunner necesita esa información. Usted se ha negado a entregársela. Ella me autorizó a recibirla de usted.
—¿Autorizó? ¿De qué autorización me habla?
—¡Esta! —rió Jerry agitando la pistola—. Dónde está la información.
Baxter echó una mirada al archivo de la derecha.
—¿Allí? —inquirió Jerry con cierta petulancia. ¿Iba Baxter a ceder con tanta facilidad? Baxter apartó rápidamente los ojos. Sí, allí estaba probablemente.
—No —dijo Baxter.
—Le creo. ¿Dónde está, entonces?
—Fue… fue destruida.
—¡Embustero!
—Señor Cornelius. Basta de farsas. Tengo un trabajo importante que hacer…
—Todo es farsa, doctor Baxter. —Jerry levantó la pistola hasta el vientre de Baxter cuando el hombre se puso de pie para tomar un teléfono—. Quieto. No se mueva. Quédese exactamente donde está.
—Esto es una broma. ¿Qué dijo?
—Quieto. No se mueva. Quédese exactamente donde está.
—Eso no fue lo que usted dijo… ha de haber sido el tono de la voz.
—Cosas que suceden. La misión principal que me asignó la madre de usted era conseguir esos documentos. Mi intención principal es matarlo.
—Oh, no. Instalamos esas puertas de acero para proteger… estábamos seguros… ¡y tuve que hacerlo pasar! Señor Cornelius… usted nunca conoció a mi madre.
—¿La señorita Brunner?
—El nombre me es sólo vagamente familiar, se lo aseguro.
—Usted está sudando —dijo Jerry.
—No estoy… bueno, ¿no lo estaría usted? ¡No conozco a ninguna señorita Brunner! —gritó el doctor Baxter cuando la pistola retumbó y el plomo se le desparramó en el vientre—. ¡Señor Cornelius! ¡No es verdad! ¡Mi madre no pudo… yo nací en Mitcham… mi padre estaba en la Guardia Territorial!
—Una historia bastante probable. —Jerry volvió a disparar, ¡bang!
—¡Y mi madre trabajaba en la fábrica de margarina! El señor y la señora Baxter, Dahlia Gardens, en Mitcham. Puede verificarlo.
—¡Bang!
—¡Es verdad! —Baxter pareció darse cuenta de que tenía grandes agujeros de balas en todo el cuerpo. Los ojos se le apagaron. Se desplomó sobre el escritorio.
La muchacha estaba golpeando la puerta frenéticamente.
—¡Doctor Baxter! ¡Doctor Baxter! ¿Qué sucede?
—Algo anda mal —grito Cornelius—. Un minuto.
Abrió la puerta y la hizo entrar.
—¿Fue usted la única que oyó el ruido? —Jerry cerró la puerta mientras ella ahogaba un grito y miraba el cuerpo caído sobre la mesa.
—Sí… los demás están en el laboratorio. ¿Qué…?
Jerry le disparó en la espalda, en la base de la columna. La muchacha quedó muda un momento y luego gritó. Desmayo o muerte súbita, nunca se podía estar seguro.
Jerry fue hacia el archivo, guardando el revólver en el bolsillo. Tardó media hora en encontrar las carpetas que quería. Pero el doctor Baxter, pese a todos sus errores, había sido un hombre ordenado.
Dejó la habitación llevando la carpeta bajo el brazo, una figura elegante de chaqueta negra y ceñidos pantalones negros; cruzó el corredor, el vestíbulo de entrada y salió al camino por la puerta principal. Se sentía mucho mejor, pese al desagradable olor de cordita que tenía aún en la nariz, y aquella sensación de magulladura en la mano derecha. No le había gustado mucho la parte de los tiros.
El Dodge Dart, azul eléctrico y poderoso, lo estaba aguardando.
El chofer puso el motor en marcha mientras Jerry subía.
—¿Algún inconveniente, señor?
—No. Un poco de suerte, y nunca sospecharán quiénes éramos. ¿No podríamos ir más rápido ahora?
—No conviene correr en estas carreteras, señor.
—Pero alguien podría seguirnos.
—No es muy probable, señor. Hay mucha muerte violenta en esta región, señor. Sé por qué se lo digo. Soy un ex-policía. No se le puede echar la culpa a la policía, señor. Es un cuerpo sobrecargado.
—Supongo que sí.
Regresaron en silencio al aeropuerto.