Guió el automóvil de acuerdo con las instrucciones que la señorita Brunner le daba en voz baja, y obedeció cuando ella lo sentó en la cabina de la avioneta, un retropropulsor empresario Hauker Siddeley.
—Pronto volverá a ser el mismo de antes —le aseguró ella mientras volaban rumbo al Polo Norte.
Aterrizaron en una exuberante llanura pantanosa dominada por un sol inmenso, un círculo de sangre que crecía sobre el horizonte. Hacía calor, y los mosquitos revoloteaban en nubes densas cuando ella lo guió a lo largo de una pasarela de madera sobre la marisma, y lo consoló y lo calmó mientras iban hacia las montañas. Le aferraba apretadamente una mano, y le trasmitía fuerza. Jerry le estaba debidamente agradecido.
—Hice enviar aquí todo su guardarropa —dijo ella.
—Gracias, señorita Brunner.
Cuando por fin llegaron a la caverna, Jerry soltó la mano de la señorita Brunner, y entró detrás de ella, con paso más vivo, en la galería ahora profusamente iluminada. Era extensa y alta, aunque no tan extensa ni tan alta Como le pareciera la vez anterior, cuando la había recorrido a oscuras.
Más abajo estaban construyendo unos edificios, y unas patrullas de hombres se movían afanosamente. La caverna gemía con todas las voces de las herramientas poderosas, grandes y pequeñas.
—Tiene usted en verdad muchos talentos. —Era el primer comentario de Jerry desde que se encontraran en el Friendly Bum.
—Se siente mejor. Magnífico. ¿Le parezco menos peligrosa ahora?
Los dos siguieron caminando.
Habían cubierto las orillas del lago caliente con una plataforma de material plástico dura como el acero. Grandes placas de neón cubrían las paredes y entre las lámparas de neón se enroscaban unos caños como la Serpiente del Mundo en reposo. El techo no se distinguía claramente, ensombrecido como estaba por cables, cañerías y rejillas. Junto a la caverna, unos cuantos cientos de figuras minúsculas iban y venían como hormigas corriendo de un lado a otro.
—Se parece a una vieja película de Fritz Lang ¿no es cierto? —La señorita Brunner hizo una pausa y miró en torno. Jerry no entendió la alusión—. O a la que hicieron con Lo que vendrá. —Otra alusión que se le escapaba. Ella lo miró de frente—. Las vi cuando era niña —dijo.
Era el primer comentario defensivo de ella desde que se encontraran en el Friendly Bum.
—Sí, empiezo a sentirme mejor —dijo Jerry, y de pronto le sonrió mostrando los dientes.
—La grosería está de más —dijo ella—. Déle a un hombre una mano…
Jerry aflojó los músculos y tomó aliento.
—Aquella vez estuvo a punto de atraparme.
—¿Qué le hace pensar que, yo lo deseaba?
—Usted quiere algo de mí.
—Tendría que sentirse halagado. Los mejores cerebros de Europa trabajan casi todos a mis órdenes, y también de otros continentes, tantos como pude contratar o entusiasmar.
—Una noble empresa. ¿Con qué propósito?
—¿Le sorprendería saber que tengo un hijo, señor Cornelius?
—¡Lo que faltaba!
—¿Cómo se siente?
Jerry no lo sabía. Se sentía raro, pero no pensaba decírselo.
—Pero usted parece tan joven —se burló.
—Me mantengo joven, de una u otra forma.
—Bueno, señorita Brunner, si sabe tanto de mí como parece…
—El padre de usted se salió con la suya.
—Usted también.
—¿Qué quiere que le diga, señor Cornelius? El hombre de quien le hablo es Leslie Baxter.
—El supuesto psicobiólogo que mi padre cobijó bajo el ala. Es un infeliz. Tengo entendido que hasta el gobierno dejó de subvencionar sus investigaciones.
—Suspendieron numerosas subvenciones en aquella época.
—Así que Leslie Baxter es hijo de usted. Le sorbió los sesos a mi padre ¿no es así?
—Si lo que quiere decir es que aprendió todo cuanto él podía enseñarle y luego se marchó para prosperar por cuenta propia, sí.
—Tómelo como quiera. ¿Por qué me lo dijo?
—Esa es una pregunta muy directa para venir de usted. ¿Dije algo impertinente?
—Váyase a dormir.
—Ya llegará ese momento, señor Cornelius.
—Bueno ¿por qué?
—Mire —señaló ella—. Hemos demolido todas esas construcciones nazis; materiales baratos.
—Tendrían que haberlas preservado para la posteridad. ¿Por qué?
—Tengo pensada otra clase de posteridad.
—Me siento flojo ¿por qué?
—No recuerdo la pregunta.
—¿Por qué me dijo que Baxter era hijo suyo?
—Qué paciente se está poniendo. ¿Se está reblandeciendo, señor Cornelius? Un poco más de paciencia y se lo explicaré.
—Está bien. ¿Qué pasó con Dimitri, Jenny y Marek?
—No fueron los únicos.
—Fueron los únicos que yo conocí. ¿Qué les pasó?
—Fueron absorbidos en algo… y se olvidaron de mí.
—Oh, mierda…
La señorita Brunner soltó una carcajada.
—Venga y échele una mirada a DUELO, el orgullo de Laplab.
DUELO era enorme. Una mole angular, sin ningún adorno, que se elevaba hasta una altura de casi sesenta metros. Estaba creciendo alrededor de los tres muros de la caverna más lejana en un semicírculo verde de por lo menos quinientos metros. Los técnicos, sentados abajo como un equipo de muchachas de oficina, perforaban datos y la alimentaban.
—No sale nada, por lo que veo —dijo Jerry echando el cuerpo hacia atrás a fin de mirar para arriba.
—Oh, todavía no por algún tiempo —dijo ella—. Hay otra caverna, sabe… una que usted no descubrió en nuestro primer viaje.
La entrada era pequeña, apenas un poco más alta que Jerry. Le habían puesto una puerta hermética de acero.
—Para mantener un presión constante en el interior —explicó ella— e impedir que pasen los olores y ruidos.
Entraron. Del otro lado de la puerta de acero había una caverna de unos sesenta metros de altura y ciento cincuenta de diámetro, iluminada por la luz amarilla de un sol artificial. Una parte había sido cultivada y transformada en un florido jardín. La atmósfera era fresca y agradable. En el centro se alzaba un edificio blanco, de terrazas escalonadas, que a Jerry le pareció vagamente familiar. Era extravagante, barroco; de estilo gótico-bizantino y dos torres gemelas, con cruces.
—Un toque vulgar de mi personalidad, supongo —dijo ella mientras Jerry lo contemplaba sonriente—. ¿Lo reconoce?
—Me parece que sí.
—Es el palacio San Simeón de Hearst. Lo hice traer piedra por piedra de los Estados Unidos. Hearst era un coleccionista casi tan fanático como yo, aunque con gustos muy diferentes.
—San Simeón. Yo creía que era Hearst quien había importado de Europa cascotes arquitectónicos.
—Estas cosas van y vienen, usted sabe. ¿Quiere verlo por dentro?
Subieron por la escalinata y traspusieron las puertas enormes. Recorrieron los altos salones desnudos. No había muebles en la planta baja.
—Pensé que estaría armando un juego de cajas chinas, y que habría una casa más pequeña dentro.
—No es mala idea. Sería posible quizá… podríamos meter aquí dentro otras dos, y allí estaría yo, cómodamente instalada en un alhajero de tres habitaciones, en el centro mismo.
—¿Esos son todos los estimulantes que usted necesita?
—Yo no necesito ningún estimulante, señor Cornelius. A su hermano Frank le daba por esas cosas. ¿Sabe que descubrí algo más en sus papeles? Estaba convencido de que el género humano procedía del centro del globo. ¿Qué le parece como fijación uterina? No vino aquí sólo a confirmar lo que había descubierto en el microfilm, sabe.
—Sin embargo a usted no le gustan las cavernas. Recuerdo que no quería entrar.
—Tiene usted razón. Esto no es un útero para mí, señor Cornelius… es un útero para DUELO y para lo que DUELO creará.
—¿Qué creará?
—La ultima broma.
—Palabras. —Jerry subió tras ella la amplia escalinata.
—¿Sabe qué encontrará pronto detrás de las paredes de esa computadora?
Jerry se detuvo y volvió la cabeza, inclinándose sobre la baranda.
—No un ábaco gigantesco… ya me lo explicó en la fiesta.
—Cerebros humanos vivos capaces de funcionar durante siglos, si los necesito todo ese tiempo ¡Y que ahora alimentan la computadora!
—Oh, qué tremebundo. ¿Es esta la última broma?
—No, sólo parte de la rutina de alimentación.
—Se está poniendo seria, señorita Brunner.
—Tiene razón. Venga conmigo.
En un cuarto más bien pequeño de la tercera planta le mostró el guardarropa, Jerry lo inspeccionó.
—No falta nada. Trabaja rápido usted.
—Lo preparé todo ni bien usted salió de su casa.
—Si no tiene inconveniente, ya que ha sido tan previsora, me gustaría darme un baño y cambiarme.
—Por supuesto. Tenemos agua caliente y calefacción central suministradas por la naturaleza.
—Apuesto a que eso es todo.
—Más o menos.
La señorita Brunner lo acompañó hasta un cuarto de baño y se quedó allí, observando, mientras él se lavaba. La inspección clínica no lo turbó, pero tampoco lo ayudó a relajarse.
—Lo que a usted le hace falta es una buena comida casera —dijo ella.
—La partida es toda suya. Juéguela como a usted le plazca.
La comida fue deliciosa y el vino perfecto. Jerry nunca había disfrutado tanto de una comida.
—La ternera es de buena raza —dijo, y se recostó en el asiento.
—Se está volviendo ingenuo.
—Ahora trata de que me preocupe otra vez.
—Usted tenía una gran reserva de alimentos y bebidas en la casa de Holland Park.
—Ya no la usaré. El derrumbe fue demasiado rápido.
—Pero la recuperación será más rápida, señor Cornelius.
—Eso no tiene nada que ver conmigo… usted forzó la marcha. Yo era una criatura de mi tiempo; ahora no tengo un medio natural. Eso es lo que usted ha hecho de mí.
La señorita Brunner miró su reloj.
—Ahora iremos a ver a alguien que usted conoce.
Salieron de San Simeón, volvieron a pasar por la puerta hermética, dejaron atrás la mole de DUELO, y fueron por la plataforma que cubría el lago caliente hacia uno de los nuevos edificios.
—Las viviendas no son austeras —dijo ella—. Creo que encontraremos en casa a este amigo común.
Dentro de uno de los bloques, subieron por las escaleras, mientras la señorita Brunner se disculpaba porque aún no funcionaban los ascensores, En la segunda planta lo guió por un corredor y llamó a una puerta de fórmica.
Luego de una corta espera, les abrió un hombre vestido con un turbante y una toalla alrededor de la cintura. Parecía un fakir. Era el profesor Hira.
—¡Hola, señor Cornelius! —dijo, radiante—. Oí decir que usted andaba por aquí, mi amigo. Buenas tardes, señorita Brunner. ¡Un honor! ¡Adelante!
La sala-alcoba relucía con muebles suecos: cama, escritorio, sillas, biblioteca, un par de alfombras. El hindú se sentó en la cama y ellos ocuparon las sillas.
—¿En qué anda usted, señor Cornelius? —Hira dejó caer la toalla, y volvió a sentarse cómodamente en la cama. Jerry lo miró y sonrió. Hira era una especie de eslabón entre él y la señorita Brunner. ¿Tenía esto algún significado?
—Soy un simple observador —dijo Jerry—. Hasta podría decir que he venido aquí en busca de refugio.
—¡Ja, ja! ¡El refugio del templo! No puedo decirle cuánto me complace que la señorita Brunner me haya ofrecido un puesto aquí. Que usted haya pensado en mí, señorita Brunner, todavía me maravilla.
—No me he olvidado de Delhi, profesor —dijo ella—. Los talentos de usted son especiales.
—Muy amable, señorita. Quizá pronto pueda aprovecharlos más. Hasta ahora no he tenido mucho que hacer… unas pocas ecuaciones interesantes, un poco de especulación. Todavía no estoy en mi elemento.
—No se preocupe. Pronto lo estará.
El profesor resopló, divertido.
—Dios mío, nunca pensé que tendría que desempolvar mi sánscrito por motivos profesionales. Ese viejo de arriba, el profesor Martin, ¡es más versado que yo! —Apuntó a Jerry con un dedo—. ¿Recuerda lo que hablamos en Angkor el año pasado?
—Perfectamente, ahora que lo menciona. Parece que usted y yo tenemos premoniciones, profesor. A mí eso me intranquiliza un poco de tanto en tanto.
—Sí… entiendo lo que quiere decir. Pero nosotros tenemos fe en la señorita Brunner ¿eh? —Se recostó, sonriendo y meneando la cabeza, y miró a la señorita Brunner, quien le sonrió a su vez, algo desmayadamente.
—Oh, no soy más que la administración. —La sonrisa se le ensanchó.
Jerry introdujo una nota falsa.
—¡Usted lo ha dicho!
—Es hora de que nos vayamos. —La señorita Brunner se levantó—. Espero que los tres podremos reunirnos más tarde, profesor.
—Oh, también yo lo espero, ciertamente, señorita Brunner. —Los acompañó hasta la puerta—. ¡Au revoir!
—Y ahora ¿a dónde? —preguntó Jerry.
—De vuelta a San Simeón. Usted ha de estar cansado.
—Me gustaría saber si puedo marcharme cuando yo quiera.
—Confío en que la curiosidad lo hará quedarse una temporada… y no tiene otro lugar a donde ir ¿no es así?
—No. Usted me tiene realmente donde quería, supongo.
—En eso se equivoca.
Cuando abandonaron el edificio y caminaron de vuelta a DUELO, Jerry suspiró.
—Pensé que yo permanecería relativamente estático cuando mis alrededores entraran en el estado de fusión. Pero al parecer he sido atrapado por la corriente. No sirve de nada tomar precauciones. Por otro lado, no me gusta no tener una meta cuando el mundo tampoco la tiene, y mi vieja meta se ha desvanecido.
—¿Cuál era?
—Sobrevivir.
—Quizá yo pueda facilitarle una meta o dos, si es bastante astuto.
—En todo caso escucharé, señorita Brunner. —En el momento en que ella movía el mecanismo de aire comprimido de la puerta, Jerry reprimió el impulso de extender el brazo y tocarla.
—Las cosas están tomando un cariz peculiar —dijo, mientras la seguía por la abertura—. ¡Cuál será mi próximo pensamiento!
—Está hablando solo, sabe —le hizo notar ella. Emergieron por el otro lado, y el perfume de las flores era exquisito.
—¿No lo hice siempre? Pero ¿de quién es este monólogo interior? ¿De usted o mío?
—Se está poniendo más fogoso, señor Cornelius. Me gusta más que antes.
—Ah…, cuando se ha conocido a alguien un rato…
—Somos una pareja muy equilibrada, señor Cornelius. ¿Lo ha pensado? Ninguno le gana al otro durante mucho tiempo. No estoy acostumbrada.
—Sé lo que quiere decir.
—Excelente.
Jerry se quedó pensativo, lo mejor que pudo. Empezaba a sentirse magníficamente bien.
—Esta es nuestra alcoba. —La señorita Brunner se detuvo en la puerta, detrás de Jerry. Había postigos en las ventanas, y estaban cerrados. La cama era de cuatro columnas y tenía los doseles corridos. La señorita Brunner cerró la puerta.
—No estoy seguro —dijo Jerry. No tenía miedo, pero tampoco se sentía particularmente excitado. No estaba seguro, sencillamente, y no le importaba.
Ella se le acercó y se le apretó contra la espalda, acariciándole el estómago con las manos largas, blanquecinas. Por un momento Jerry no respondió. Al fin dijo: —¿Sabía usted que no tiene ningún atractivo sexual? Me he preguntado cómo se las arreglaba… con Dimitri y Marek y los otros.
—Ningún atractivo sexual —murmuró ella—. Ahí está todo el secreto.
—Y aquí estoy yo. —Jerry miró alrededor—. ¿Y qué soy yo? ¿Un ingenuo, un maricón, una pobre víctima?…
—Usted se subestima, señor Cornelius. —La señorita Brunner fue hasta la cama y tiró de una cuerda. El dosel se abrió y allí, extendido sobre el edredón, estaba el traje de novia blanco más hermoso que Jerry hubiera visto en su vida.
—¿Para quién es? ¿Para usted o para mí?
—Esa elección, señor Cornelius, corre por cuenta de usted.
Jerry se encogió de hombros y se quitó la chaqueta mientras la señorita Brunner se bajaba el cierre y salía de la falda.
—Echémoslo a suertes, señorita Brunner.
—Me parece bien, señor Cornelius.
Jerry encontró una moneda en el bolsillo y la arrojó al aire.
Ella gritó: —¡Íncubo!
—¡Súcubo! —dijo él—. Suerte para mí.
Dos semanas más tarde caminaban tomados de la mano entre los plateados abedules bajo el ardiente cielo azul y el enorme sol rojo. El lago resplandeciente se extendía hasta perderse de vista, y la tierra era verde, parda, y pacífica. La única vida visible, aparte de los mosquitos y ellos dos, era una perdiz que revoloteaba allá arriba vigilando el nido.
La señorita Brunner extendió un brazo hacia atrás para señalar las antiguas montañas que ocultaban aquellos magnos proyectos. Coronadas de nieve y estriadas por glaciares, las montañas parecían sucias, desgastadas por los años.
—Tropezamos con ciertos problemas en los circuitos subsidiarios de la Sección Número 14. Es la sección del Profesor Hira. Tuve que hacer algunos cálculos rápidos: los monitores de correlación empezaron a improvisar. Excesivo potencial de realimentación, supongo.
—¿En serio? Tiene que haber previsto algún contratiempo… quiero decir que es un proyecto muy grande, DUELO.
—El más grande, señor Cornelius —dijo la señorita Brunner apretándole la mano—. La suma total —suspiró—, la quintaesencia de toda la sabiduría, los datos definitivos. Yum, yum. Y esto no es más que el comienzo.
Vagabundearon, este pastor, y su zagala —aunque ninguno de los dos sabía a ciencia cierta quién era quién—, por la orilla del lago. Los peces brincaban y la aulaga crecía. El mundo era tibio y apacible: un infinito de montañas, bosques y lagos donde no anochecía nunca y el día se arrastraba brumoso y lánguido.
También los mosquitos disfrutaban al posarse en los brazos y caras de sus anfitriones, hincando los probóscides en la piel y las venas, sorbiendo hasta el hartazgo la sangre nutricia, espesa, levantando en la carne montecitos duros, como monumentos recordatorios de la visita. La vida era fácil y la carne latía tibia contra el hueso, las venas y las arterias funcionaban sin tropiezos, las sinapsis cumplían su cometido, los órganos trabajaban, y nadie habría sospechado, y menos que nadie los mosquitos, que los huesos acechaban ocultos.
—¿El comienzo de qué?
—¿No está conmigo todavía?
—Oh, estoy, estoy.
—Qué cosa tan rara —replicó ella—. Piense en todo esto. Piense en lo qué hay más allá de esta tierra verde y plácida, en esas praderas despobladas. El mundo se derrumba, se deshace en arena, arena fría, y la hora de sesenta minutos es cosa del pasado, han devaluado el día de veinticuatro horas. Tiene que haber un puente, señor Cornelius, un puente entre el ahora y el futuro-pretérito. Eso es lo que pretendo construir… el puente.
—Me deja sin aliento. Y repito, ¿cuál es exactamente mi papel?
—No dije nada. No se preocupe, señor Cornelius, usted ya tiene un destino. Déjese llevar por la corriente, déjese llevar…
—¿Y si no lo hago?
Ella se volvió y lo miró.
—¿Haría usted algo por mí… un favor?
—Las cosas empiezan a animarse otra vez. ¿Qué?
—Mi hijo sueña con la gloria. Sólo cuenta con una pequeña parte de mis recursos e información, pero esa pequeña parte es la que yo necesito, por Dios. Se negó a revelármela… la última pieza del rompecabezas. ¿Iría usted a Inglaterra, al Wamering Research Institute, y me conseguiría esa pieza?
—Es un viaje largo. ¿Y por qué razón me la daría a mí?
—Oh, no lo hará. A la Larga, probablemente usted tendrá que matarlo.
—¿Matarlo?
—Ajá.
—No me gustaría matarlo.
—No.
—Oh-oh, señorita Brunner.
—No me señale a mí con el dedo, señor Cornelius.
—Lo mataré, entonces. ¿Qué quiere de allá?
—No mucho… nada pesado. Algunas notas. Ha publicado muchísimo, pero se guardó esas notas. Son los datos complementarios que necesito.
—Estoy demasiado cansado para viajar solo. Quiero un chofer para todo el trayecto. Necesito ahorrar energías.
—Se está volviendo holgazán.
—Cansado, cansado, cansado. Me siento bien aquí. —Se desperezó y contempló el lago centelleante.
—Le tengo preparada una joya —dijo ella, zalamera—. La Smith-Wesson .41 Magnum Manstopper.
—Ha estado coleccionando catálogos. ¿Qué demonios es eso?
—Aguafiestas. Es un arma de mano, no demasiado pesada, no demasiado liviana. El justo medio.
—¿Es ruidosa?
—No mucho.
—¿Golpea duro?
—No demasiado.
—Muy bien, la usaré. Pero me asustan las armas de fuego.
—Usted perdió la otra.
—Ya lo sé.
—Volvamos. Se la mostraré y podrá probarla. ¡Blam! ¡Blam!
—Oh, Jesús, cómo le brillan los ojos.
—¡Arre! ¡Arre! —La señorita Brunner echó a correr hacia las montañas. Jerry se detuvo apenas un momento antes de alejarse también a los saltos.
Mosquitos decepcionados vieron cómo desaparecían dentro de las cavernas.