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—Su lista de necesidades —Jerry estudió las páginas. Había veintiséis categorías, una por cada letra del alfabeto.
—He completado la mayoría —dijo la señorita Brunner—. Me enteré de la fiesta por un histólogo que contraté; un colega de él había estado aquí.
—Así que vino a completar la lista. Menuda arca la que se está construyendo, por añadidura.
La señorita Brunner puso cara de éxtasis.
—No el arca… ¡el diluvio! DUELO es el nombre, señor Cornelius, y estará terminada antes de fin de año. He hecho techar el lago caliente, he instalado fábricas y laboratorios. ¡Es la cosa más maravillosa que se haya visto!
—¿Por qué DUELO?
—Un anagrama de Unidad Decimal Electrónica. Ocupará la mitad de la red de cavernas. En este momento ya es tan eficaz como cualquier máquina existente, y además mucho más rápida. Terminaremos de montarla dentro de un año. Y entonces, ¡entonces empezará el verdadero trabajo!
—¿Qué tiene de tan diferente?
Marek miró a la señorita Brunner con una sonrisa.
—Tiene ciertas características sin precedentes —dijo—. Para empezar, ninguna de las unidades es un simple interruptor si/no, y combina hasta diez estados magnéticos. No se trata pues de una computadora binaria sino decimal. De ahí esa capacidad fantástica que ya ahora tiene. Además busca por cuenta propia conexiones ingeniosas que al parecer —rió entre dientes— no se le ocurrieron ni al propio diseñador del cerebro humano. Esto puede abrir campos absolutamente inéditos en la investigación del mundo material. La computadora está descubriendo relaciones inesperadas de toda índole. Por último, DUELO examinará la raíz misma de la materia, e irá todavía más lejos. La señorita Brunner ha forjado para nosotros…
—Una herramienta científica… ¡no un ábaco glorificado! —La señorita Brunner plegó su lista de necesidades—. DUELO es mucho más que una computadora, señor Cornelius.
—Sí, en verdad, señorita Brunner —dijo Marek.
—Yo no pude contribuir. —Jerry le guiñó un ojo a la señorita Brunner.
—¿No pudo?
—Ah, señorita Brunner ¿ya empieza otra vez?
—¿Lo habría hecho de alguna otra forma?
—Todas las demás formas. Usted quiere de DUELO algo más que información, señorita Brunner.
—No es información lo que quiero de DUELO, no en última instancia. Es DUELO quien necesita información. Yo quiero… un resultado. Datos concluyentes, y más.
—Es ambiciosa.
A Marek le brillaban los ojos.
—Pero ¡qué ambición, Herr Cornelius!
Jerry miró de reojo al pequeño demonio familiar de la señorita Brunner.
—Lo decidiré luego, nena.
—¿Quiere usted ir con nosotros y ver a DUELO? —La señorita Brunner parecía más vehemente que de costumbre.
—Parece más vehemente que de costumbre —le dijo Jerry.
—Ajá. —Los ojos de Marek lagrimearon.
—Creo que me gustaría salir de Londres por algún tiempo. ¡Ese hedor!
—El hedor —dijo ella—. Supongo que nosotros somos indirectamente responsables.
Jerry le sonrió con cierta admiración.
—Bueno, sí, supongo que lo son. No se me había ocurrido.
—Esta fue una época inservible, que nos entregaron envuelta en papel de regalo, señor Cornelius. Ahora que le hemos sacado el papel, la tiramos a la basura.
—No cabe duda de que es perecedera. —Jerry arrugó la nariz.
—¡Oh, usted!
—No iré todavía —decidió Jerry—. Hace tiempo que no visito el centro de la ciudad. Veré cómo andan las cosas por allí. Si están mejor, me quedaré tanto como pueda.
Cuando Jerry se hubo marchado, la señorita Brunner y Marek recorrieron la fiesta, metiéndose entre la gente pero siempre muy juntos.
Al cabo de un rato encontraron la alcoba de Jerry y entraron.
—Se da buena vida —dijo la señorita Brunner, sentándose en la cama y saltando arriba y abajo.
—¿Por qué dejó que se marchara?
—No ha estado por el centro últimamente. Le hará bien.
—Pero lo podría perder.
—No. Hay un número limitado de lugares a donde puede ir. Los conozco todos.
La señorita Brunner adelantó el cuerpo y arrastró a Marek hacia la cama. Marek trepó hasta las almohadas y se tendió boca arriba, los ojos clavados en el cielo raso. La señorita Brunner se le echó encima con un grito gutural, y él no se inmutó.
—Ha sonado la hora de nuestro último orgasmo simultáneo, querido mío —le susurró ella mientras le mordisqueaba la oreja.
Marek dejó escapar un hondo suspiro, expulsando todo el aire de los pulmones. Poco rato después, con un aspecto mucho más saludable, la señorita Brunner examinaba a los hombres que había contratado. Estaban embalando rápidamente algunas cosas de Jerry y transportándolas a un camión de mudanzas que esperaba fuera.
Mientras ella vigilaba al personal, pasó por allí el pequeño pintor vestido con las ropas de Marek. La señorita Brunner le echó una mirada. Él se dio cuenta y se volvió, con una sonrisa casi patética.
—Las encontré en la alcoba. No parecían ser de nadie, así que… —Palpó la tela—. ¿Me sientan bien?
—Oh. Yo diría que sí —contestó ella.
Jerry sentía cierta desazón mientras guiaba el Duesenberg por las calles casi desiertas. Londres era un inmenso depósito de basuras. Londres estaba gris, aunque aquí y allá, una multitud vestida con ropas extravagantes animaba un poco el cuadro. Para Jerry cada una de aquellas multitudes era una entidad independiente, una criatura híbrida, miriápoda, y multifacética. A medida que se acercaba al centro, las multitudes eran criaturas más grandes, y mucho más cuando llegó a Picadilly Circus. Jerry se sentía solo, y las criaturas-multitudes parecían amenazadoras.
En el Chicken Fry descubrió que no había pollo. Sólo algas insípidas y cosas por el estilo. No se preocupó. La luz del salón era pobre, y se sentó en la penumbra, cerca del fondo. Era el único parroquiano… la única persona, excepto el maltes que atendía el mostrador, y que nunca levantaba la cabeza.
Cuando la luz empezó a debilitarse, entró una multitud, un cuerpo grueso, una boa, que serpenteó a través de las dobles puertas de vidrio, y onduló hasta llenar el interior. Jerry sintió miedo, y Jerry adoraba las multitudes. Pero él no estaba ni quería estar en esa multitud. La multitud fluyó hacia adelante y desprendió una parte que se acercó a él. Jerry se levantó de prisa, sacando del bolsillo la pistola de agujas. En aquel momento necesitaba un revólver repleto de balas dum-dum. La parte le sonrió ladinamente, y el resto reflejó la sonrisa, todas las cabezas vueltas hacia él.
Jerry jadeó recuperando el aliento, y mientras seguía allí, mirando de frente el rostro de la multitud, los ojos se le llenaron de lágrimas.
La Parte se sentó donde había estado Jerry, y entonces Jerry la reconoció.
—¿Shades? —susurró.
—¿Quién? —respondió la Parte también en un susurro.
—¡Shades!
—No.
—¿Quién es usted?
—¿Qué?
—¡Usted!
—No.
Jerry disparó contra la garganta blanca de la Parte. Unas manchas de sangre dibujaron un collar alrededor de la carne pálida. La multitud boqueó y onduló. Jerry trató de abrirse paso a empujones. La multitud se desplegó y volvió a cerrarse hasta atraparlo en el centro. Luego, cuando Jerry quiso volver a empujar, cedió como las paredes de un estómago, pero no se rompió, y casi en seguida presionó hacia adentro.
Jerry disparó algunas agujas más entre la multitud, y golpeando y arañando fue acercándose a la puerta. Allí afuera esperaba el Duesenberg, grande, seguro. Cruzó la calle llorando, y se volvió y vio un centenar de caras blancas, todas con expresiones idénticas, apretadas contra el vidrio del escaparate, observándolo.
Trémulo, indispuesto, subió al coche y lo puso en marcha. La multitud no lo siguió, pero volvieron las cabezas y lo miraron hasta que se perdió de vista.
Cuando llegó a Trafalgar Square se había recobrado. No se daría por vencido hasta probar suerte en el Friendly Bum.
Oyó la música desde la entrada, donde el letrero de neón colgaba apagado. Era una música de ritmo lento, arrastrada, monótona, introspectiva. Bajó despacio la escalera. Los reflectores iluminaban el escenario y allí estaba el grupo de ojos adormilados, aplastados sobre los instrumentos o echados alrededor. El pianotrón tocaba acordes profundos, sonoros, ultrasostenidos. En el centro de la sala se alzaba una fatigada pirámide de carne que se movía al ritmo lento, casi moribundo de la música, y la temperatura parecía bajo cero.
No había durado, pensó Jerry. No tenía que haber llegado a esta etapa hasta que él hubiera cumplido por lo menos cuarenta años. Había estado loco ayudando a la señorita Brunner a acelerar un proceso que lo dejaba a él a la deriva.
¿Lo habría sabido la señorita Brunner? ¿Desde cuándo era él parte del plan? ¿Hasta qué punto era un factor del programa? Él había estado en buena forma, mejor que nunca, al principio, cuando se conocieron. ¿Se había vuelto ella más astuta entonces? O él la había tenido en menos.
—Ha perdido usted la ventaja, señor Cornelius —dijo ella detrás. Jerry dio media vuelta y la vio allí, en lo alto de la escalera, las piernas tan abiertas como se lo permitía la falda angosta, el pelo rojo estirado detrás de las orejas, la cara puntiaguda, mostrando los dientes pequeños, afilados—. Tiene otra alternativa —añadió, y extendió la mano señalándole la pirámide.
—¿Dónde está Marek?
—Donde está Dimitri. Y Jenny.
—¿No murió en la casa?
—No morirá jamás.
—A mí usted no me va a engullir como a los otros. —Sonrió, nerviosamente.
—No estaría mal, pero usted puede hacerlo todavía mejor. No… no como los otros. Prometido.
Jerry supo que estaba a punto de vomitar. Trató de contenerse; de pronto se dio vuelta y vomitó sacudido por movimientos convulsivos. Notó que ella lo tocaba, pero se sentía demasiado débil para sacársela de encima. La cabeza le dolía como en un ataque de jaqueca.
—Deje que se le limpie el sistema —oyó que ella decía vagamente mientras lo empujaba escaleras arriba.