Remó aguas afuera, dejando a Marek y la señorita Brunner de pie y muy juntos a orillas de la laguna. Estaba muy cansado y tenía por delante un largo viaje.
Luego de subir un tiempo por la empinada caverna, se echó a dormir. Cuando despertó continuó trepando hasta llegar a la boca de la caverna. El frío no lo molestó mientras inspeccionaba el trineo de Frank.
Parecía fácil de manejar, y la nieve no había borrado aún los rastros grises del viaje de venida.
Temeroso y abatido, siguió por las huellas hasta la estación. Hizo todo el camino de vuelta deshaciéndose en suspiros, y aun algunas lágrimas le humedecieron los grandes ojos negros cuando detuvo el trineo junto a la herrumbrada estación meteorológica. Entró y abrió una lata de arenques. El hornillo se había apagado, pero en la cabaña hacía menos frió que afuera. Comió los arenques y fue a buscar la botella al helicóptero. Sentado en el asiento del piloto bebió el whisky a sorbos mientras trataba de calentar el motor. Había terminado el whisky cuando al fin consiguió encenderlo. Abrió la puerta y tiró afuera la botella. El helicóptero era un buen aparato. Tenía quizá bastante combustible para poder llegar a uno dé los puertos del Báltico. Antes de partir, buscó a tientas en el asiento trasero y encontró su pasaporte. Faltaban unos pocos días para que expirase.
Escondió el helicóptero en las afueras de Lumea y logró comprar un billete en un barco carguero que zarpaba esa misma noche. Convenció a los oficiales de que alguien había olvidado sellarle la visa de entrada en el pasaporte y partió para Southampton, vía Hamburgo.
En Londres abrió su casa de campo. El edificio de Holland Park Avenue, del tamaño de un hotel, estaba lejos de la calle, y todo alrededor había un muro alto, coronado de púas electrizadas.
Era el momento ideal, decidió, para un período de meditación exterior. Daría una larga fiesta, y se sumergiría en ella. Si tenía un poco de suerte, quizá esto le ayudara a aclarar algunas cosas.
Pero primero se atiborró de pastillas somníferas y se fue a la cama a dormir sin sueños durante tres días y tres noches. Cuando despertó, se sentía débil, y la necesidad de ver gente era aún más apremiante.
Después de bañarse, se puso una camisa de lino blanco, de cuello alto estilo Bastilla, una corbata negra de terrylene, pantalones negros de gamuza y una chaqueta negra de cuero de antílope. De un guardarropa que contenía unas quince chaquetas, sacó una negra cruzada y la guardó en la cómoda, cerca del ventanal. Se calzó un par de botas negras de tacón cubano bajo. Luego se estudió la cara pálida en el espejo que cubría la pared del fondo, se cepilló el cabello y se sintió satisfecho. Tenía mucha hambre. Recogió la chaqueta, sacó de la cómoda un par de guantes nuevos y salió del cuarto de vestir. En realidad, había dos cuartos de vestir en la casa; uno de ellos guardaba la ropa que quizá nunca se molestaría en usar.
El estilo de la casa era Victoriano; tenía seis plantas y dos salas espaciosas en cada planta. Todos los cuartos estaban escuetamente amueblados y daban la impresión de que el dueño estaba empezando a ocupar la casa, o a desocuparla.
Jerry bajó la amplia escalinata hasta llegar al subsuelo de las cocinas. Aunque resplandecían de aparatos mecánicos, las cocinas apenas habían sido usadas. Las enormes alacenas estaban repletas de comestibles envasados y deshidratados. Las bodegas del sótano, aparte de contener una vasta selección de vinos y licores que nunca bebía, alojaban también una cámara frigorífica de tipo comercial con una variada mezcla de reses. Cuando pensaba en esta vasta colección de alimentos, Jerry sentía nauseas. Se preparó un jarro de café instantáneo y comió un paquete de digestivas de chocolate.
Había dos autos en el garaje de detrás de la casa. Uno de ellos era un pequeño mini-sport Toyota que los japoneses acababan de lanzar al mercado. El otro era la cosa más vieja que Jerry tenía: una pesada limusina Duesenberg 1936 de tres toneladas, más grande que el Cadillac y tapizada en seda azul eléctrico. Fabricada por encargo para un próspero jefe de policía del Medio Oeste, tenía vidrios a prueba de balas y persianas de acero en las ventanillas, y lubricación automática cada cien kilómetros y llegaba a los noventa en segunda velocidad. A Jerry normalmente le gustaba tener mucho capot por delante cuando conducía. El otro automóvil, el Cadillac, estaba de nuevo en el garaje de la avenida Shaftesbury. El garaje de la casa era bastante grande como para alojar varios autobuses, y estaba ocupado en su mayor parte por tambores de combustible. También tenía abajo un pequeño depósito de petróleo.
La puerta se abrió automáticamente y se cerró detrás cuando Jerry salió guiando el Toyota por la calle asfaltada rumbo a Holland Park Hill. Giró a la izquierda, hacia Kensington High Street, y luego de un viaje poco accidentado llegó a la calle principal.
Encendió la radio y descansó en medio del enorme y compacto torrente de tránsito que avanzaba lentamente. Al cabo de una hora y media había dejado el Toyota en el espacio que tenía siempre reservado en el Piccadilly Sky Garage, y aspiraba con placer el especioso aire del centro. Nunca se sentía realmente a sus anchas si no tenía a los cuatro costados veinticinco kilómetros de zona edificada; ahora, mientras iba hacia Leicester Square para tomar un cóctel rápido en la taberna del Blue Boar, se sentía más que feliz. No era natural, pensaba, que un hombre tuviese que vivir de otra manera.
En tiempos de cambio, el Blue Boar no cambiaba. El pequeño letrero de neón azul centelleaba todavía sobre la puerta, los árboles de plástico que flanqueaban el camino vibraban aún con el trino de los pájaros artificiales, las cotas de armas de plástico decoraban como antes las paredes tapizadas de cuerina, y la iluminación seguía siendo escasa. Un lugar tranquilo, agradablemente vulgar; y los cócteles no eran caros.
Una chica menuda y bonita, de cabello oscuro, le sirvió un Woomera Especial, menos fuerte de lo que el nombre sugería: bourbon con ginger ale. Había una pareja sentada en un rincón; pero no miraban a Jerry, ni se miraban entre ellos. Una o dos veces el hombre hizo una pregunta abrupta en alemán, y la respuesta fue también abrupta. Jerry apenas hablaba alemán.
Al salir del Blue Boar se encaminó a las salas de exposición de la Beat City, a la vuelta de la esquina, para ver si ya tenían la guitarra. La había encargado al regreso de Angkor.
El empleado lo acompañó al subsuelo para que la viera. Tenía un vientre oval y un mástil con veinticuatro trastes. En lo alto del mástil las cuerdas entraban en un pequeño sensor transistorizado que las mantenía automáticamente afinadas. Había seis cápsulas magnéticas distribuidas entre el puente y el mástil, y un control para cada una, con un conmutador de vibratos, y botones de eco y distorsión; una de las mejores piezas de ingeniería musical que Jerry hubiera visto en su vida. El precio era de 4.200 libras esterlinas más 1.400 de impuestos. La conectaron al amplificador para que la probase. Era hermosa, sólida como una campana. Les dio un cheque y se la llevó.
En una cafetería-bar de la calle Welbeck, Jerry compró todas las drogas de que disponía entonces El Hombre.
—A los clientes regulares que se sientan decepcionados —le dijo a El Hombre—, déles mi dirección y dígales que es gratis.
Recorrió los clubes beat, el Emmet’s, los bares, librerías, boutiques, peluquerías, restaurantes y tiendas de discos, e hizo correr la voz de que en la residencia de Cornelius de Holland Park estaba por comenzar una fiesta abierta y continuada.
Cuando volvió a la casa, llevando la pesada guitarra en su estuche chato, llegó justo a tiempo para hacer entrar el primer cargamento de comida de la empresa abastecedora que había contratado, y que suministraría a la fiesta casi todo lo que se necesitara.
Mientras los hombres de delantales blancos descargaban la mercadería, Jerry cerró las puertas que conducían al subsuelo. Eran de acero, de ocho pulgadas de espesor, y sólo se abrían si Jerry mismo impartía una orden vocal específica.
En la planta baja los dos salones podían convertirse en uno más espacioso. El único mobiliario eran cojines desparramados sobre la alfombra y un gran estereo-radio-tele-grabador. Los carretes de veinte centímetros de diámetro ya estaban listos, y Jerry encendió y probó el aparato. Una red de parlantes distribuía la música por todos los rincones de la casa.
Empezó a sentirse deprimido.
Abrió el estuche, sacó la guitarra, y la enchufó en el amplificador, cerrando el circuito de grabación.
Tocó la breve progresión de mi bemol, ensayando una melodía simple basada en «All Night Worker» de Rufus Thomas. No le salió bien. Ajustó las cápsulas y los controles de tono y volvió a probar, esta vez en re bemol. No obtuvo nada. Suspiró.
Probó otra serie de progresiones básicas. La guitarra andaba bien; era él quien no andaba bien.
Dejó a un lado la guitarra, conectó otra vez las cintas, y subió a cambiarse.
El Hombre y un par de amigos fueron los primeros en llegar.
—Supuse que podía considerarme invitado —dijo El Hombre mientras se quitaba el pesado impermeable. Llevaba una chaqueta de pana verde de cuello alto y calzones apretados. Parecía un gibón.
El aluvión había comenzado ya, y los invitados suspicaces estudiaban la atmósfera del sitio antes de aflojarse. Había lesbianas turcas y persas, de enormes ojos de hurí, como gatas tristes, castradas; sastres franceses; músicos alemanes; mártires judíos; un tragafuegos oriundo de Suffolk; un improvisado cuarteto de voces masculinas de la última base norteamericana en Inglaterra, el Columbia Club, de Lancaster Gate; dos obesas mojigatas; Hans Smith de Hamstead, el Último de los Intelectuales de Izquierda, la Mente Microfilm; Shades; catorce traficantes de la misma mercancía y todos de Portobello Road, las caras hundidas bajo el peso de las decepciones; un pulidor polaco a la francesa y sin empleo, traído por uno de los traficantes; un grupo pop llamado el Deep-Fix; un grupo pop llamado Les Coques Sucrés; un negro muy alto; un veterinario jorobado de nombre Marcus; la muchacha sueca y un adolescente suculento; tres periodistas que acababan de dispensar unos áureos apretones de mano; la Pequeña Señorita Dazzle, a quien uno de ellos había descubierto en El Vino buscando al señor Crookshank; un irlandés llamado Podles; el director literario del Oxford Mail y su hermana; veintisiete miembros de la Brigada Especial; un heterosexual; dos niños pequeños; el difunto gran Charlie Parker, recientemente llegado de Méjico bajo el alias de Alan Bird —había estado curándose durante varios años; un psiquiatra hosco de Regent Park llamado Harper; muchísimos físicos, astrólogos, geógrafos, matemáticos, astrónomos, químicos, biólogos, músicos, monjes de monasterios disueltos, brujos, putas retiradas, estudiantes, griegos, procuradores; un albino autocompasivo; un arquitecto; casi todos los alumnos de la escuela integral local, que habían acudido al oír el alboroto, casi todos sus maestros; el jardinero de un mercado; menos de un neocelandés; doscientos húngaros que habían Elegido la Libertad y la oportunidad de ganar dinero fácil; un viajante de máquinas de coser; las madres de doce de los niños de la escuela integral; el padre de uno de los niños de la escuela integral, aunque él no lo sabía; un carnicero; otro Hombre; una Persona Desplazada; un pequeño pintor; y varios centenares de otros individuos no inmediatamente identificables.
Jerry, víctima de una pequeña paramnesia —una afección recurrente pero breve a la que era propenso, como la señorita Brunner— tenía la impresión de que a todos los había conocido antes, aunque no podía recordar quiénes eran. También tenía la impresión de que todo lo había dicho antes, pero reconocía el fenómeno y no le prestaba atención.
(—Así que usted ha estado en Laponia) —dijo uno de los periodistas—. Así que usted ha estado en Laponia.
(—Sí.) —Sí.
(—¿Haciendo qué?) —¿Haciendo qué?
(—Si se lo digo no me creerá.) —Si se lo digo no me creerá.
(—Dígame una mentira convincente.) —Dígame una mentira convincente.
(—Estudiando las semejanzas entre el tema del Ragnarok y la segunda ley de la termodinámica.) —Estudiando las semejanzas entre el tema del Ragnarok y la segunda ley de la termodinámica.
La mente de Jerry volvió de golpe a una longitud de onda normal.
—Usted sabe: los dioses y los hombres contra los gigantes; el fuego contra el hielo… el calor contra el frío. Ragnarok y la Muerte por Calor del Universo, mi próximo trabajo.
El hombre rió entre dientes, le palmeó el trasero a Jerry, y buscó a los otros periodistas para contarles la anécdota, convenientemente adornada.
La sueca vio a Jerry.
—¡Jerry! ¿Dónde estuviste?
Jerry estaba en vena galante.
—En Suecia… creía que habías ido allí.
—¡Ja, ja!
—Te estás acercando demasiado.
—¿Qué quieres decir?
Jerry tragó saliva.
—Es hora ya de que esa frase sea fundida como chatarra.
—Jerry, este es Laurence. —La sueca empujó hacia adelante al muchacho suculento. El muchacho obsequió a Jerry con una sonrisa suculenta.
—Hola, Laurence. —Jerry estrujó la mano del muchacho, que en seguida empezó a sudar—. Hmm, reacciones rápidas.
—Laurence ha sido remodelado —dijo la sueca, burlona, por detrás del joven—. No tiene lóbulos frontales.
—Eso es lo que necesitan. ¿Bailamos?
—Si no crees que parecerá demasiado conspicuo.
—Bendita Betsy ¿qué puede importarnos?
Bailaron el chaver, un ritmo más bien formal con influencias del minué y el frug. Jerry recordó los últimos momentos del señor Powys y creyó ver las figuras minúsculas de Marek y la señorita Brunner que se movían en una caverna mental. Salió lo más pronto que pudo, de vuelta al mundo salvaje.
—Bailas con mucha gracia —le sonrió ella.
—Sí —dijo él—. ¿Cómo te llamas?
—Ulla.
—No mascas chicle esta noche.
—Esta noche no.
Jerry empezaba a sentirse animado. Puso los ojos en blanco. Ella se rió.
—Es una gran fiesta —dijo—. ¿Por qué tan grande?
—La seguridad en el número.
—¿Toda para mí?
—Tanto como puedas tomar.
—¡Ajá!
Estaba sintiéndose mejor. Cerró los ojos. Las piernas largas le subían y bajaban, el cuerpo le daba vueltas, las manos se le extendían y recogían, y bailaban juntos. Le mordió a Ulla el cabello perfumado y le acarició los muslos. Bailaban separados haciendo piruetas. La tomó de la mano y la hizo girar otra vez en el aire. Luego la llevó fuera del salón. Pasaron por encima de la gente, empujando a las multitudes en los rellanos; encontraron el tramo siguiente menos atestado y subieron hasta la última planta, donde sólo había algunas personas que charlaban con vasos en las manos. En la alcoba apenas había espacio para abrir la puerta. El resto estaba ocupado por la cama.
Jerry cerró la puerta y echó muchos cerrojos. La oscuridad era completa. Empezaron a morderse.
—¡Ohó! —gritó ella cuando la mano de Jerry le trepó por la pierna.
—¡Ja, ja! —susurró él, y le pellizcó el cuerpo tibio. Rodaron por la cama riéndose y gimiendo. Ella era perfecta. La besó en la mejilla. Ella le hizo cosquillas en el pecho. Luego se tendieron, exhaustos y felices.
Era agradable estar en la oscuridad, con la joven al lado. Le lió un cigarrillo y se lo encendió. Lió otro para él.
Cuando terminaron de fumar, Jerry tiró los cigarrillos y la abrazó, meciéndole la cabeza. Se durmieron.
Pero soñó con Catherine, con Catherine. Soñó con Catherine. Cath-er-ine. Él se hundía en ella y él era Catherine. Catherine con un dardo en el corazón, un dardo delicadamente emplumado; él, Jerry, era Catherine, y cuando llegaba Frank, rojo como una langosta, Jerry arqueaba para Frank un cuerpo que era el cuerpo de Catherine. Y cuando Frank se unía a ellos, se paseaban por un jardín de verano, en paz, los tres en el cuerpo de ella.
—Un cuerpo, ¿cuántos cuerpos puede llegar a absorber? —Despertó antes que el sueño se poblase demasiado. Empezó a hacerle el amor a Ulla.
Cuando se levantaron a la tarde siguiente, notaron que la fiesta empezaba a animarse. Se lavaron en el baño contiguo a la alcoba, y Jerry le permitió a Ulla que abriera la habitación de vestir y se pusiera ropa limpia.
Desayunaron con paté y pan de centeno que los proveedores acababan de traer. Luego se separaron. Jerry tomó una vieja revista de cine de horror y se la llevó a la sala de la planta baja, donde se sentó a leerla. Junto a él, con los ojos cerrados, yacía un Hombre frío. Alguien había caminado sobre la bragueta de El Hombre. Alguien más le había sacado los calzones. Tenía un aspecto cómico.
Cuando acabó con la revista, Jerry vagabundeó por la casa y descubrió los cadáveres de dos hombres de la Brigada Especial. Esa intrusión lo molestó y por un momento pateó los cadáveres. Uno de ellos había sido rematado a garrotazos, y el otro no tenía ni una marca en el cuerpo. Hans Smith, bastante borracho, blandiendo una botella de vino, le señaló al hombre sin marcas de la Brigada Especial.
—Susto, hombre, susto. Al paso que van, tendrían que montar un Instituto para la Investigación del Susto ¿eh?
—¿Cuánto tiempo le queda a usted, entonces? —preguntó Jerry.
—Los médicos dicen que un año, yo creo que menos.
—Mejor así.
—No tengo muy buena opinión de tus amigos, en serio. Tuve que invitar a uno o dos a que se retiraran… en tu nombre, pues no pude dar contigo.
—Gracias, señor Smith.
—Gracias a ti, hombre.
En un rincón el albino lacrimoso conversaba con Charlie Parker.
—Yo también he estado pensando en cambiarme el nombre —le decía—. ¿Qué tal le suena White?
Dos de los brujos habían reunido a la mayor parte de los maestros, alumnos y padres de la escuela integral. Necesitaban una virgen para un sacrificio simbólico.
—Puramente simbólico ¿comprenden?
Los catorce traficantes de antigüedades de Portobello estaban disfrutando, en ruidosa pandilla, del polaco pulidor a la francesa.
Las lesbianas turcas y persas estaban sentadas muy erguidas en sus cojines y los miraban.
Los Deep Fix estaban tocando para la Pequeña Señorita Dazzle quien, con su vocecita pequeña, sincera, cantaba: «Just What It Is», y la melodía flotaba en torno y por encima de la barahúnda general de la fiesta, en contrapunto con los gritos y risotadas y gruñidos y gemidos reprimidos. Jerry se detuvo a escucharla.
Ella lo vio y terminó la canción.
—¿Esta es su casa?
—Sí. Era bonito eso.
—¿Usted es el señor Cornelius?
—Soy.
—Señor Cornelius, creo que usted conoce al señor Crookshank, mi agente… No he podido comunicarme con él desde hace semanas.
Jerry sintió lástima por la Pequeña Señorita Dazzle, parecía tan apesadumbrada.
—Tampoco yo lo he visto desde hace un tiempo.
—Oh, caramba. He tenido ofertas de otros agentes, y necesito uno pronto, de lo contrario mi carrera quedará arruinada. Pero yo… bueno, me llevaba tan bien con él. ¿Dónde podrá estar?
—La última vez que lo vi fue en Francia, en Normandía, en la costa.
—¡Está en el extranjero!
—Usted hubiera podido engañarme. —Y, por supuesto, ella lo había engañado—. Saldré a dar una vuelta. ¿Quiere venir?
—Bueno… llegué aquí con tres hombres. Los conocí en Fleet Street.
—Estoy seguro de que no se molestarán si nos ausentamos un par de horas.
Ella lo obsequió con una sonrisa dulce.
—Oh, está bien.
Enganchó su brazo al brazo de Jerry, y salieron por la puerta trasera de la casa y bajaron al garaje. Jerry decidió usar el Duesenberg.
En Battersea, mientras guiaba el coche hacia el parque, Jerry descubrió la verdad acerca de la Pequeña Señorita Dazzle.
—Oh, bueno… —dijo, y le rodeó los hombros con un brazo consolador. Ella se acurrucó apretándose más contra él.
Los meses de la fiesta transcurrían, y Jerry iba de un lado a otro. El tragafuegos de Suffolk, que algo sabía del negocio del espectáculo, le sacó de las manos a la Pequeña Señorita Dazzle y se convirtió en su agente, justo a tiempo.
Hubo invitados que se murieron o se marcharon, y aparecieron otros nuevos. Llegó la primavera, verde y deliciosa, y los invitados se dispersaron por los jardines. La empresa abastecedora de alimentos se negó ante todo a aceptar un cheque como pago de la cuenta mensual; luego rechazó papel moneda, y Jerry —sonriendo misteriosamente— les pagó con soberanos.
Los suministros continuaron arribando a la fiesta. Jerry notó que ahora los camiones venían por calles menos transitadas, y que ya no había tantos peatones como de costumbre.
Un día Jerry volvió a la casa y miró el calendario. Quedó perplejo. No era lógico. Todavía no.
Descolgó el calendario de la pared, y lo arrojó lejos, frunciendo el ceño.
El psiquiatra hosco de Regent’s Park estaba observándolo.
—¿Qué anda mal? —El tono era benévolo pero hosco.
—El tiempo —dijo Jerry—. Algo pasa con el tiempo.
—No lo sigo.
—Va demasiado de prisa.
—Ya veo.
—No se preocupe —dijo Jerry, y volviendo al salón se abrió paso por encima de los invitados.
—Me gustaría que me contara qué es lo que siente. —El psiquiatra lo siguió—. Me gustaría de veras.
—Quizá pueda decirme por qué tanta gente parece haber abandonado Londres tan pronto.
—¿Tan pronto? ¿Acaso usted esperaba que la abandonasen?
—Esperaba algo parecido.
—¿Cuándo?
—Los primeros síntomas aparecerían dentro de un año o algo así.
—¿Los primeros síntomas de qué?
—De desintegración. Tenía que suceder, pero…
—No tan pronto. Una idea interesante. Yo suponía que estábamos condenados a levantar cabeza una vez más. Que con seguridad la crisis económica era sólo transitoria. Los recursos de Europa, el poderío del hombre, el poder mental…
—Yo era más optimista. —Jerry dio media vuelta y miró sonriendo al psiquiatra hosco de Regent’s Park.
—Veo que es usted otra vez dueño de sí mismo.
Jerry movió la mano en un ademán que abarcó todo el salón.
—Yo no diría eso. Ya ve usted de qué soy dueño.
El psiquiatra lo miró entornando los ojos.
—Bueno ¿cuál es su explicación? —le preguntó Jerry.
—Yo pensaba, como le dije, que era una solución transitoria. Ese intempestivo retorno a la tierra de que he oído hablar…
—¿Qué es eso?
—Al parecer ha habido una especie de movimiento de retorno a la tierra, sabe. Por lo que me han dicho, la región montañosa de Escocia está tan atestada como las playas de Blackpool en agosto, y todo el mundo protesta. Tal como están las cosas, la gente parece haber perdido la fe en la libra y en el gobierno.
—Muy sensato. Así que los cambistas han cambiado de oficio: ahora cultivan trigo y crían ganado.
—Esa parece ser la situación. Y no porque se pueda cultivar mucho trigo en las regiones montañosas. Pero lo mismo se puede decir de toda la Inglaterra rural: más gente en los campos que en las ciudades, en estos tiempos.
—Ajá. Y eso no tendría que haber ocurrido aún.
—¿Cómo no me enteré? ¿Alguien más lo previo entonces?
Jerry se encogió de hombros. El psiquiatra insistió.
—Tal vez haya oído los rumores acerca de la bomba atómica.
—¿Rumores de bomba atómica? No, nada. —Jerry estaba sorprendido—. ¿Bombas atómicas?
—Una de las hojas hablaba de un maníaco que amenazaba bombardear las capitales europeas.
—¡Adelante! —exclamó Jerry.
—Sí, entiendo, pero en estos días uno no sabe qué creer.
—Pensé que ya sabía —dijo Jerry.
Muy pronto Londres empezó a apestar. Hubo fallas en la energía eléctrica y fallas de muchas otras clases. Jerry no se molestó en averiguar si era cierto, pero se decía que el gobierno se había trasladado a Edimburgo. Londres, al parecer, había sido abandonada. Jerry estaba preparado para esa situación, y al poco tiempo puso en marcha sus generadores privados, años antes de lo que hubiera sido normal según él. Cuando había suministro de agua recogía la mayor cantidad posible en cisternas especialmente instaladas en el techo. Los retretes químicos sustituyeron a los otros. Los invitados aumentaron durante algunas semanas, y luego un núcleo decidido se instaló definitivamente. Unos pocos se marchaban, y otros pocos llegaban.
¿Qué le había ocurrido al país? El gobierno de coalición parecía ineficaz; todos los problemas se les iban de las manos. Durante un tiempo esto fue tema obligado de conversación, y luego la gente se calmó otra vez, hasta julio.
En julio, la señorita Brunner y Marek aparecieron en la fiesta. Marek parecía mucho más joven, y mucho más ingenuo. Al principio Jerry lo atribuyó al invierno lapón y a la mala luz. Pero pronto comprendió que la señorita Brunner había encontrado en él al reemplazante de Dimitri.
—Felicitaciones —dijo, mientras guiaba a sus amigos por el salón; un perfume maravilloso flotaba en el aire—. ¿Dónde han estado todo este tiempo? A juzgar por las apariencias, la señorita Brunner ha aprovechado bien el secreto de mi padre.
Ella se echó a reír.
—Lo he aprovechado al máximo. El oro que estuve convirtiendo recientemente. ¡La anarquía impera, señor Cornelius!
—O la entropía ¿eh? —Marek les sonrió enigmáticamente.
—El proceso se ha iniciado antes de lo que yo pensaba… —Jerry los llevó hasta el bar de la segunda planta y les preparó unas bebidas.
—Es verdad, señor Cornelius. —La señorita Brunner levantó la copa—. ¡Y el brindis es por Hermafrodita!
—Reserve uno para mi padre. Él también la ayudó.
—¡Por Herr Cornelius el Viejo y Hermafrodita! —La señorita Brunner pronunció el brindis en un sueco impecable.