7

—Usted sabe lo que pensaba Jung ¿no? —Jerry llevó el helicóptero hacia el limpio cielo invernal—. Dijo que la historia se sucedía en ciclos de 2000 años, y que el ciclo actual comenzaba con Cristo.

—¿Esa teoría no incluía también visiones de platillos voladores?

—Creo que sí.

—Era tan ambiguo… todo eso escrito hace diez años, o más.

—Había montones de indicios.

—Más hay ahora.

—Y algo que ver con los signos del zodíaco, esa cosa de Jung.

—Sí. Según él, estábamos entrando en un ciclo nuevo, de grandes cataclismos físicos y psicológicos.

—Eso no es difícil de detectar.

—No con la Bomba ya inventada.

El helicóptero se acercaba a la costa, con Holanda como primera meta.

—¿Usted cree que puede ser tan simple como eso, la Bomba como causa? —La señorita Brunner miró abajo, hacia la tierra, y adelante, hacia el mar.

—Podría ser, a fin de cuentas —dijo Jerry—. ¿Por qué la Bomba tiene que ser un síntoma?

—Pensé que estábamos de acuerdo en que lo era.

—Estábamos. Me temo que mi memoria no sea tan buena como la suya, señorita Brunner.

—Yo no estoy tan segura. Durante las últimas semanas he tenido centenares de experiencias de déjà vu. La verdad, con esas ideas de usted acerca del tiempo cíclico…

—¿Ha estado leyendo mis libros? —Jerry estaba indignado.

—No. Sólo sobre ellos. No he podido conseguir un solo ejemplar. Ediciones privadas ¿eh?

—Más o menos.

—¿Por qué no se encuentra ninguno por ahí?

—Se desintegraron.

—¿Palabrería pura, entonces?

—No. Obsolescencia innata.

—No estoy con usted.

Yo no estoy con usted; eso es más exacto. —Todavía seguía preocupado por Jenny. Se sentía inútil ahora, un caballero de pacotilla.

—Usted habla así porque no comprende.

—Tendría que haber dormido anoche; se está poniendo insoportable.

—Está bien.

La señorita Brunner calló.

Jerry hubiera querido precipitarse con el helicóptero en el mar, pero no pudo hacerlo. Le tenía miedo al mar. Era la idea de la Madre Océano que la mitología celta le había inculcado de niño. Si al menos el Hermano Lois no le hubiese sugerido la misma imagen, quizá habría seguido en la Orden.

De modo que también la señorita Brunner estaba sufriendo alucinaciones de déjà-vu. Bueno, así era este pícaro mundo ¿no?

Se dio cuenta de que se estaba poniendo morboso; estiró el brazo, encendió la radio y se puso el auricular en el oído. La música lo reanimó.

Cincuenta kilómetros al norte de Amsterdam aterrizaron en una campiña próxima al caserío de una granja. El granjero no se sorprendió. Acudió de prisa con latas de combustible. Jerry y la señorita Brunner bajaron a estirar las piernas, y Jerry ayudó al granjero, a quien pagó generosamente, a llenar los tanques.

A diez kilómetros al este de Uppsala tuvieron que aterrizar y transportar ellos mismos el combustible desde un granero hasta el helicóptero. La nieve, espesa, crujiente y lisa se les metía en los zapatos, y la señorita Brunner tiritaba.

—Pudo haberme prevenido, señor Cornelius.

—Me había olvidado. Nunca estuve por aquí en invierno, se da cuenta.

—Geografía elemental…

—Que aparentemente ninguno de los dos conoce.

Unos ciento cincuenta kilómetros más adelante se internaron en un temporal de nieve, y Jerry se vio en aprietos para dominar el aparato. Cuando el temporal pasó, le dijo a la señorita Brunner: —Si seguimos así, podemos matarnos. Abandonaremos la máquina. Tenemos que conseguir un auto o algo y continuar el viaje por tierra.

—Es un disparate. Tardaremos por lo menos tres días.

—Está bien —dijo él—. Pero otra tormenta como ésta y seguiremos a pie, si es necesario.

No hubo más tormentas huracanadas, y el helicóptero se desempeñó mejor de lo que Jerry había esperado. La señorita Brunner estudiaba el mapa, y daba indicaciones precisas.

Abajo, unas negras cicatrices que estriaban la nieve les señalaban las carreteras principales. Grandes ríos helados y bosques cubiertos de nieve se extendían en todas direcciones. Al frente, sólo alcanzaban a divisar una cordillera de antiquísimas montañas. Era noche perpetua en esa época del año, y cuanto más al norte subían, mayor era la oscuridad. Las tierras blancas parecían deshabitadas, y a Jerry le fue fácil comprender por qué las leyendas de ogros, de Jotunheim y los dioses trágicos —las sombrías, frías, lúgubres leyendas del norte— habían nacido en Escandinavia. Se sentía extraño, anacrónico, como si hubiese retrocedido en el tiempo desde su propia época hasta la Edad del Hielo.

Cada vez les resultaba más difícil adivinar lo que había abajo, pero la señorita Brunner perseveraba, escudriñando el suelo con anteojos nocturnos y sin dejar de darle indicaciones. Aunque el helicóptero tenía buena calefacción, los dos temblaban de frío.

—Hay un par de botellas de scotch en la parte de atrás —dijo Jerry—. Sería bueno sacar una.

La señorita Brunner encontró una botella de Bell’s, la destapó y se la pasó. Jerry bebió un trago y se la devolvió. Ella bebió también.

—Esto me ha reconfortado —dijo él.

—Nos estamos aproximando. Descendamos. Aquí el mapa señala una aldea lapona, y creo que acabamos de pasarla. La estación no está muy lejos.

La estación parecía construida con chapas de acero rojo herrumbre. Jerry se preguntó como y dónde habrían obtenido ese material. Alrededor de la cabaña la nieve se había derretido, y una chimenea de metal soplaba al aire un humo negro.

En esa extraña luz crepuscular, Jerry posó el helicóptero sobre la nieve y apagó el motor. Se abrió una puerta y un hombre apareció en el vano sosteniendo una lámpara eléctrica portátil. No era Frank.

—Buenas tardes —saludó Jerry en sueco—. ¿Está usted solo?

—Absolutamente. Usted parece inglés, por el acento. ¿Fue un aterrizaje forzoso?

—No. Tenía entendido que mi hermano estaba aquí.

—Había un hombre aquí ayer, antes que yo llegara. Partió hacia las montañas en un mototrineo, a juzgar por las huellas. Adelante.

Los hizo entrar en la cabaña, cerrando detrás la puerta triple. Había un hornillo encendido en la habitación, que se comunicaba con otra.

El hombrecito tenía una cara vagamente asiática, que a Jerry le hizo pensar también en un indio apache: probablemente un lapón. Una túnica larga y gruesa, que parecía de piel de lobo curtida, lo cubría desde el cuello hasta los tobillos. Encendió la lámpara que estaba sobre una mesita y les señaló un par de sillas de respaldo recto.

—Siéntense. Tengo un poco de sopa en el hornillo. —Fue hasta la cocina y retiró una olla de hierro. La puso sobre la mesa—. Yo soy Marek, el pastor lapón de la aldea, saben. Tenía una yunta de renos, pero ayer los lobos atacaron a uno, y al no poder dominar al otro, tuve que soltarlo. Espero que algún aldeano lo encuentre y venga a traérmelo. Mientras tanto aquí estoy, al abrigo. Hay provisiones. Afortunadamente tengo una llave del lugar. De tanto en tanto repongo los víveres, y en ocasiones como esta me permiten utilizarla.

—Mi nombre es Cornelius —dijo Jerry—. Esta es la señorita Brunner.

—No son nombres ingleses.

—No, pero Marek no es tampoco un nombre sueco —sonrió Jerry. La señorita Brunner, que no podía comprender la conversación, parecía ofendida.

—Tiene razón, no es. ¿Conoce Suecia?

—Solamente hasta Umea. Nunca estuve tan al norte, y jamás en invierno.

—Tenemos que parecer extraños a quienes sólo nos ven en el verano. —Marek abrió una alacena que estaba encima del hornillo y sacó tres jarros y una hogaza de pan de centeno—. No somos un pueblo de verano, el invierno es nuestro clima natural, aunque lo odiemos.

—Nunca lo había pensado así. —Jerry se volvió a la señorita Brunner y le transmitió los detalles esenciales de la conversación, mientras Marek servía la sopa.

—Pregúntele dónde puede haber ido Frank —dijo la señorita Brunner.

—¿Es meteorólogo? —preguntó Marek cuando Jerry le transmitió la pregunta.

—No, aunque creo que algo sabe de meteorología.

—Puede haberse dirigido a Kortafjallet; es una de las montañas cercanas más altas. Hay otra estación en la cumbre.

—No me lo imagino yendo allí. ¿Algún otro lugar?

—Bueno, a menos que haya intentado cruzar a Noruega por el Kungsladen… es el paso que corre a través de las dos montañas… otra cosa no se me ocurre. No hay aldeas en esa dirección.

Jerry informó a la señorita Brunner sobre lo que Marek acababa de decir.

—¿Para qué querría ir a Noruega? —dijo ella.

—¿Para qué querría venir aquí?

—Queda lejos. Probablemente sabía que yo lo perseguía, aunque supusiera que usted había muerto. Tal vez alguien le dijo que no era así.

—Frank no vendría nunca a un lugar tan frío a menos que tuviese una buena razón.

—¿Trabajaba en algo relacionado con este sitio?

—No creo. —Jerry se volvió de nuevo al pastor—. ¿Cuánto tiempo estima usted que estuvo aquí ese hombre?

—Una semana o quizá más, a juzgar por las provisiones que consumió.

—No habrá dejado nada, supongo.

—Había algunos papeles. Yo utilicé unos pocos para encender el hornillo, pero el resto está en esta hucha. —El pastor metió la mano por debajo de la mesa—. ¿No van a tomar la sopa?

—Sí, gracias.

Cuando estuvieron sentados, comiendo, Jerry alisó las hojas de papel. La primera contenía varios garabatos.

—Frank está muy mal. —Le pasó la hoja a la señorita Brunner.

—Este es el que interesa. —La señorita Brunner señaló el garabato con las anotaciones—. Indica nuestra posición, y yo diría que también el lugar a donde ha ido. Pero, ¿qué significa todo esto?

Jerry estudió las otras tres hojas. Había algunas figuras cuyo significado no pudo descifrar, y más símbolos neuróticos. Creyó ver cierta relación entre los dibujos, pero ahora no se sentía con ánimo para ahondar demasiado. Conociendo a Frank, aquellos garabatos lo inquietaban de veras.

—El mejor modo de averiguarlo es seguir a Frank y encontrar esta caverna. Símbolos laberínticos, símbolos uterinos. Es la firma de Frank, sin duda alguna. Se ha echado encima una manía persecutoria de padre y señor nuestro.

—No estoy segura —dijo la señorita Brunner—. En realidad, no puede reprochárselo. Al fin y al cabo, usted y yo hemos estado persiguiéndolo.

—Muy bien, una cosa contra otra, diría yo. No tengo ganas de seguir viaje esta noche. ¿Nos quedamos aquí?

—Sí.

—¿No le molestaría que pasáramos aquí la noche? —preguntó Jerry a Marek.

—Por supuesto que no. Es un lugar algo extraño, sin duda, para que ustedes celebren las fiestas.

—¿Las fiestas? ¿Qué fecha es hoy?

—Veinticuatro de diciembre.

—Feliz Navidad —dijo Jerry en inglés.

—Feliz Navidad —sonrió Marek, también en inglés. Luego añadió en sueco—: Tendrá usted que contarme cómo pintan las cosas en el resto de Europa.

—De perlas.

—He leído que hay inflación en casi todas partes. Que los crímenes y la violencia han aumentado abruptamente, como también las enfermedades mentales, el vicio…

—La IBM acaba de perfeccionar una nueva computadora-pronosticadora, con la ayuda de científicos ingleses, suecos e italianos; se publica toda clase de libros repletos de nuevas observaciones sobre las ciencias, las artes… hasta la teología. Nunca hubo tantos. El transporte y las comunicaciones son mejores que nunca… —Jerry sacudió la cabeza—. De perlas.

—Pero ¿qué me dice del estado espiritual de Europa? Nosotros, sabe, compartimos la mayor parte de los problemas de ustedes, además de los económicos y políticos…

—Ya vendrán. Tenga paciencia.

—Usted es muy cínico, Herr Cornelius. Estoy casi tentado de creer que Ragnarok está con nosotros.

—Esas son palabras insólitas en boca de un ministro cristiano.

—Soy más que eso: soy un luterano escandinavo. No tengo dudas en cuanto a las verdades intrínsecas de nuestra antigua mitología pagana.

—Yo soy un inglés ateo y pienso lo mismo.

—Herr Cornelius, me gustaría muchísimo conocer las verdaderas razones de la venida de usted.

—Ya le dije. Estamos buscando a mi hermano.

—Hay mucho más que eso. No soy un intelectual, pero tengo un instinto que por lo general es bastante certero. Hay al mismo tiempo algo menos y algo más, tanto en usted como en su compañera. Algo, y comúnmente no soy culpable de llegar a conclusiones tan graves… algo malvado.

—El bien y el mal están en todos nosotros, Herr Marek.

—Les veo las caras… los ojos. Ustedes miran con descaro muchas cosas que yo temería mirar, pero parecen evitar a la vez cosas que a mí no me causan ningún temor.

—¿No será porque nosotros estamos más adelante, Herr Marek?

—¿Adelante? ¿En qué sentido?

—En el tiempo. —Jerry se sentía insólitamente irritado—. Esas normas añejas ya no son válidas. Esa moral, esa forma de pensar, esa forma de actuar… fueron fuerzas poderosas en otra época. Como el dinosaurio. Y como el dinosaurio no pueden sobrevivir en este mundo. Usted asigna valores a todas las cosas… valores…

—Creo que voy entendiendo lo que usted quiere decir. —Marek había perdido la calma y se restregaba la cara—. Me pregunto… ¿habrá vuelto el reinado de Satanás?

—Cuidado, Herr Marek, eso es blasfemia. Además, lo que usted dice, hoy no tiene sentido. —En el calor de la discusión, a Jerry se le había desordenado el cabello. Se lo echó hacia atrás con las manos, a ambos lados de la cara.

—¿Porque usted quiere que sea así? —Marek dio media vuelta y se encaminó al hornillo.

—Porque es. No soy nada hedonista, Herr Marek… no en la acepción actual de la palabra.

—Así que usted tiene su propio código. —El tono de Marek era casi sarcástico.

—Al contrario. No hay una nueva moral, Herr Marek… No hay en verdad una moral. La palabra es tan estéril como el viejo y arrugado vientre de su abuela. ¡No hay valores!

—Queda todavía una realidad sobre la que podemos estar de acuerdo. La muerte.

¿La muerte? ¿Muerte? ¿Muerte? —Había lágrimas en los ojos de Jerry—. ¿Por qué?

—¿Está usted resuelto a empezar de cero? —Marek se enardecía ahora, ante el desafío de Jerry. Jerry se sentía desconcertado y miserable.

—M… —Jerry se interrumpió.

—¿Qué pasa? —La señorita Brunner se puso de pie—. ¿Qué están discutiendo?

—El viejo de mierda está rechiflado. —Jerry habló en voz baja.

—¿De veras? ¿Puede preguntarle dónde dormimos y si hay algunas mantas de más?

Jerry retransmitió la pregunta.

—Síganme. —Marek los llevó a la otra habitación. Había cuatro cuchetas, dos pares. Levantó los colchones de una cucheta de abajo, corrió un panel, y empezó a sacar mantas—. ¿Suficientes?

—Maravilloso —dijo Jerry.

Jerry se acostó en la cucheta de arriba, la señorita Brunner en la de abajo, y Marek en la baja de enfrente. Todos durmieron vestidos, envueltos en las mantas.

Jerry durmió mal y se despertó en la oscuridad. Miró su reloj y vio que eran las ocho. La cucheta del pastor estaba vacía. Se inclinó y miró abajo. La señorita Brunner dormía aún. Se quitó las mantas y saltó al suelo.

En la otra habitación, Marek estaba cocinando algo en el hornillo. Sobre la mesa había una lata de arenques abierta y tres platos y cubiertos.

—Su hermano se llevó la mayor parte de nuestras provisiones, me temo —dijo Marek mientras ponía la cafetera sobre la mesa—. Sillabub y café para el desayuno. Le pido disculpas por mi comportamiento de anoche, señor Cornelius. Me dejé llevar por mi propio desconcierto.

—Y yo por el mío.

—Estuve tratando de pensar en todo lo que usted me dijo. Ahora me siento inclinado… —Marek sacó de la alacena tres tazones esmaltados y vertió café en dos de ellos—. ¿Está ya dispuesta para el café la señorita Brunner?

—Todavía duerme.

—Ahora me siento inclinado a creer que hay algo de verdad en lo que usted decía. Yo creo en Dios, Herr Cornelius, y en la Biblia… pero hasta en la Biblia hay alusiones que uno puede interpretar como signos de esta nueva fase que usted sugiere.

—No se deje convencer, Herr Marek.

—No se preocupe. ¿Sería en verdad una intromisión, me pregunto, si yo los acompañase en esta búsqueda? Creo saber a qué montaña ha ido su hermano, hay una con una caverna. Los lapones no son muy supersticiosos, Herr Cornelius, pero tienden a evitar esa caverna. Me pregunto si le interesaría a su hermano.

—¿Qué sabe usted de eso? Yo no lo mencioné.

—Conozco un poco de inglés. Leí el mapa que dibujó su hermano.

—¿Pudo sacar algo en limpio del resto?

—Tenía una especie de sentido para mi… bueno, para mi instinto. No sé por qué.

—¿Podría guiarnos hasta allí?

—Creo que sí. Esta no es precisamente la época…

—¿Será demasiado peligroso?

—No si vamos con cuidado.

—Despertaré a la señorita Brunner.

Los tres avanzaban a través del crepúsculo blanquecino del invierno ártico. En las partes más elevadas del terreno crecían unos pocos abedules plateados y a la izquierda se extendía un lago de hielo, una vasta planicie de nieve. Algunos copos flotaban en el aire, y allá arriba las nubes eran grises y espesas.

Un mundo de anochecer perpetuo que durante seis semanas al año, Jerry lo sabía, habría de transformarse en un mundo deslumbrante y lujurioso de tarde sempiterna, días en los que el sol no se ocultaba nunca detrás del horizonte, los lagos resplandecían, fluían los ríos, las bestias correteaban, y florecían los árboles, los juncos y la aulaga. Pero todavía era un mundo malhumorado, hostil. La estación meteorológica había quedado muy atrás y ya no se veía. Tenían la impresión de que no estaban realmente sobre la tierra, pues el día gris se extendía en todas direcciones.

Seguían a Marek, calzados con los zapatos para la nieve que el lapón les había procurado. El paisaje, silencioso e inmóvil, parecía imponerles su propio silencio, pues hablaban poco mientras caminaban, arrebujados en sus prendas de abrigo.

Al fin aparecieron a la vista las montañas, y allí descubrieron las borrosas y zigzagueantes huellas del trineo de Frank. Las montañas estaban muy próximas; no las habían visto antes a causa de la poca visibilidad.

Jerry volvió a preguntarse si lo que le había dicho la señorita Brunner acerca del testamento del astronauta no habría sido una mera estratagema para que él la acompañase. Él no era el único interesado en ver los escritos de Newman. Había habido algo extraño en el silencio en que habían envuelto la llegada de Newman, en las pocas declaraciones públicas que él mismo había hecho antes de desaparecer, en la circunstancia de que la cápsula describiera más órbitas de las que habían sido anunciadas en un principio. ¿Habría realmente en el manuscrito alguna observación que pudiera esclarecer el problema?

El terreno se elevaba e iniciaron el difícil ascenso.

—La caverna está muy cerca. —El aliento de Marek flotó en volutas de vapor.

Jerry se preguntó cómo Marek podía estar tan seguro en un paisaje de una monotonía casi total.

A la entrada de la caverna habían quitado la nieve hacía poco. Ni bien entraron, vieron los dos patines de un trineo.

La señorita Brunner dio un paso atrás.

—No estoy segura de querer entrar. Su hermano está loco…

—Pero esa no es la verdadera razón.

—Tengo otra vez esa impresión de «aquí ya estuve antes».

—Yo también. Vamos. —Jerry entró en la oscura caverna. La pared del fondo no alcanzaba a verse. ¡Frank!

El eco repitió la llamada una y otra vez.

—Es una caverna muy grande —dijo. Sacó del bolsillo la pistola de agujas. Los otros entraron detrás de él.

—Olvidé traer una linterna —susurró Marek.

—Tendremos que confiar en nuestra buena suerte, entonces. Tampoco él podrá vernos a nosotros.

La caverna era en realidad un túnel en pendiente que se hundía cada vez más en las profundidades de la roca. Manteniéndose juntos, avanzaban tambaleantes, sin saber dónde pisaban. Jerry, que había perdido por completo el sentido del tiempo, empezó a sospechar que el tiempo se había detenido. Los sucesos habían tomado un cariz tan inesperado que ni siquiera le era posible pensar en ellos. Estaba perdiendo el contacto con la realidad.

Ahora las únicas cosas reales eran el suelo del túnel y las manos de sus compañeros. Tuvo la impresión de que no era él quien avanzaba, y que el suelo se movía bajo sus pies. Se sentía paralizado mental y físicamente. De tanto en tanto se mareaba, y se detenía entonces vacilando, buscando a tientas con el pie un abismo que no llegaba nunca. Una o dos veces estuvo a punto de caer.

Mucho después alcanzó a ver la esfera luminosa de su reloj. Habían transcurrido cuatro horas. El túnel parecía ensancharse constantemente y la profundidad era cada vez mayor y el calor más intenso; en el aire había un olor salino, como venido del mar. Sintió que se le despejaba la cabeza, y oyó, perdiéndose a lo lejos, los ecos de sus propios pasos. Adelante y abajo creyó ver una débil luz azul.

Echó a correr por la pendiente, pero se contuvo comprendiendo que bajaba demasiado rápido. Ahora había suficiente luz como para que pudiera distinguir las figuras borrosas de sus compañeros. Se detuvo a esperarlos y juntos se encaminaron cautelosamente hacia el lugar de donde venía la luz.

Al salir del túnel se encontraron en una plataforma de roca. Más abajo, unas galerías humeantes y lúgubres se extendían hasta perderse de vista en todas direcciones. Algo otorgaba al agua una cierta luminosidad; allí estaba la fuente de luz, un lago de aguas calientes producido tal vez por un manantial subterráneo fosforado. El agua hervía y burbujeaba, y pronto el vapor los empapó hasta los huesos. El suelo de la galería más próxima estaba cubierto por las aguas, y Jerry distinguió varios objetos que allí le parecieron insólitos. Notó que las rocas de la derecha descendían hasta la playa, y se deslizó pendiente abajo. Los otros lo siguieron.

—No tenía idea de que hubiese un sistema de cavernas de estas dimensiones. ¿Qué cree usted que pudo provocarlas? —La señorita Brunner respiraba jadeante.

—Glaciares, y manantiales de aguas termales que arrastran sustancias corrosivas, en busca de una salida al exterior… Nunca supe que existiese nada semejante. Y por cierto, nada de estas proporciones. —Caminaban a lo largo de la roca resbaladiza, erizada de minerales, que costeaba el lago. Jerry señaló—: Botes. Tres. Uno de ellos parece bastante moderno.

—Estas cavernas deben de conocerse desde hace por lo menos cien años. —Marek inspeccionó el más deteriorado de los botes—. Este tiene esa edad. —Espió dentro—. ¡Válgame Dios!

—¿Qué hay? —Jerry escudriñó el interior del bote. Un esqueleto lo miró cara a cara—. Bueno, sin duda Frank descubrió algo. ¿Saben una cosa? Creo tener una idea acerca de este lugar. ¿Oyeron hablar de la teoría de la Tierra Hueca?

—Los últimos que le dieron algún crédito fueron los nazis —dijo la señorita Brunner, arrugando profundamente el ceño.

—Bueno, ustedes saben a qué me refiero, la idea de que en el Ártico había algo así como una entrada a un mundo dentro de la tierra. No estoy seguro, pero creo que la idea fue de Bulwer-Lytton, una idea que puso en una novela. ¿No pensó Horbiger lo mismo, o sólo le interesaba el Hielo Eterno?

—Usted parece saber más que yo. Pero esta relación con los nazis es interesante. No lo había pensado.

—¿Qué relación?

—Oh, no sé. En todo caso, yo pensaba que para los nazis el mundo estaba realmente incrustado en un infinito de roca… ¿o no era así?

—Pensaron seriamente en esas dos posibilidades. Cualquiera de las dos teorías les habría servido. El radar desmintió una, y nunca pudieron encontrar la abertura polar, aunque estoy seguro de que enviaron por lo menos una expedición.

—No se puede negar que eran muy emprendedores ¿verdad? —dijo, admirativamente la señorita Brunner.

Jerry tomó la calavera y la tiró al agua.