6

Mejor equipado para el mundo que antes de llegar al hospital, Jerry tendió una mano agradecida a los doctores que lo habían salvado, saludó al resto del personal con un airoso movimiento de cabeza, subió al Cadillac que le habían traído de la ciudad, y a través de las monótonas calles de los suburbios más sureños de Londres, se encaminó al cálido, tumultuoso corazón de la City.

Dejó el auto en el garaje de costumbre, en la Avenida Shaftesbury, y se internó, con paso leve, en su hábitat natural.

Era un mundo gobernado en ese entonces por la pistola, la guitarra y la aguja, un mundo más sexy que el sexo; un mundo en el que la diestra mano derecha se había convertido en el principal órgano sexual masculino, lo que no estaba mal considerando que la población del mundo amenazaba duplicarse antes del año 2000.

Jerry tuvo la impresión de que éste no era el mundo que él había conocido, pero a duras penas recordaba uno diferente, y además eran tan semejantes que casi no valía la pena tratar de saber cuál era cuál. Las fechas coincidían, poco más o menos, y eso era todo lo que a él podía interesarle; la atmósfera le parecía la misma.

Instalado en el edificio de un cine recientemente modificado, con trece plantas, desbordante de ruidosos entretenimientos, el Casino Mecánico Emmett era el lugar ideal, decidió Jerry. Dio vuelta la esquina y ya estaba allí.

Las tres fachadas visibles del edificio estaban enteramente recubiertas de luces de neón en todos los colores posibles: palabras de neón y cuadros de neón con seis y hasta diez movimientos diferentes. Y allí, afuera, la música no era ensordecedora: llegaba tenue y en sordina, melodías suaves y apagadas que en verdad sólo sugerían música.

Un místico de los albores del siglo XX que hubiese visto el casino habría creído tener una visión de los cielos, pensaba Jerry mientras se adelantaba lentamente.

El edificio refulgía y centelleaba, retumbaba y humeaba, y allá arriba de todo, solitaria y dorada, como suspendida del cielo, la palabra EMMET.

En el coruscante foyer de entrada, unas muchachas jóvenes, enfundadas en uniformes militares y armadas con rifles de utilería, fingieron interceptarle el paso. Jerry cambió un puñado de billetes por un saco de fichas para las máquinas de juego.

Pasó por el alto y reluciente molinete rojo y azul y pisó la espesa alfombra de colores chillones de la primera galería, al nivel del suelo.

Haces de una suave luz pastel se paseaban por la penumbra del salón, y las máquinas repiqueteaban, parloteaban, y cantaban. Jerry descendió el cuarto tramo de escalones, escuchando las risas de los jóvenes y muchachas que vagabundeaban entre las máquinas, o se detenían junto a ellas, o bailaban al ritmo desenfrenado de la gigantesca caja de música que ocupaba casi toda una pared.

Jerry gastó unas fichas en el Rayo Explorador, moviendo un falso rayo láser que emitía haces luminosos en diferentes direcciones. Si el haz de luz caía en ciertas zonas, el jugador ganaba un premio. Pero marcó pocos puntos: estaba fuera de práctica. Esto echó a perder su buen humor, y se le ocurrió que si se hubiera preocupado un poco más por ejercitar la puntería, no se encontraría ahora en ese limbo mental. No había tenido otro acicate que Catherine, o más bien la ausencia de Catherine. Ahora la había perdido para siempre. Todo había terminado.

Anduvo sin rumbo entre las máquinas de bolos y grageas, rodeadas por efebos felices que las accionaban frenéticamente, tomados de las manos. Jerry suspiró y pensó que la verdadera aristocracia que gobernaría el mundo en la década del setenta había salido a la arena: los raros y las lesbianas y los bisexuales, ya a medias conscientes de ese gran destino que habría de consumarse cuando se reconociera al fin la ambivalencia esencial del sexo, y las palabras masculino y femenino perdiesen todo sentido. Aquí estaban ellos.

Mientras erraba de un lado a otro, se veía acosado por todos los sucedáneos posibles del sexo, uno o varios de los cuales llegarían a convertirse en el motor principal del género humano, circa el año 2000: luz, color, música, las mesas de bolos, las máquinas expendedoras de píldoras, las de tiro al blanco; ya no más sucedáneos del sexo sino sustitutos naturales.

La explosión demográfica, que si hubiera continuado al ritmo previsto en la década del sesenta habría producido hacia el año 4000 un planeta constituido exclusivamente, desde el centro hasta la corteza, por seres humanos, era una paloma muerta para los estadistas modernos de Europa. Y Europa, como de costumbre, iba a la cabeza del mundo.

La mayoría de aquellos que no habían podido soportar ese ritmo había emigrado a América, África, Rusia, Australia, y otros lugares donde podían revolcarse en las nostalgias de la moda y los espectáculos de televisión y la opinión pública norteamericana, la vida rural de los africanos, la moral y la carne congelada australianas. La corriente, por supuesto, había sido doble: así, los pasajeros para 1950 iban en una dirección, y los pasajeros para el año 2000 venían por la otra. Sólo Francia, Suiza y Suecia, bastiones temporales y temporarios, resistieron un tiempo, pero pronto fueron sacudidos y despedazados por el inminente aluvión pre-entrópico de la crisis. No era un simple cambio de actitud, pensó Jerry, era un verdadero cambio de espíritu.

Jerry no tenía ya ninguna idea de si el mundo en que habitaba era «real» o «falso»; el problema no le interesaba desde hacía mucho tiempo.

Junto a la ruleta del Hipodromini, donde se podía apostar a un caballo en miniatura que tenía el nombre del favorito de uno en esa temporada, Jerry se encontró con Shades, un conocido.

Shades era un asesino de California que una vez le había contado a Jerry que había asesinado a los dos Kennedy y que podía probarlo. Cuando Jerry, que le había creído, le preguntó por qué, Shades le había replicado, casi con orgullo: —La emoción de la caza mayor, te das cuenta. Primero había pensado en vuestra reina, pero no hubiera sido igual. Obtuve la presa más grande. El mundo lloró por Jack Kennedy, recuérdalo.

—Y también por Valentino. Hubieras podido empezar con él.

—No, porque el trauma no hubiera sido tan formidable, la gente no habría respondido sino a medias. Tumbé al Rey Sol. ¡Qué hazaña! ¡Oh la la!

—¿Con qué lo hiciste? ¿Muérdago?

—Con un máuser italiano —le había respondido Shades, ofendido por tanta frivolidad.

Shades iba acompañado por dos muchachas: una pelirroja de unos dieciséis años y una trigueña de unos veinticinco. La cara de bronceado de lámpara de Shades se volvió a Jerry con una sonrisa. Fuera de unos shorts y un bolero, estaba desnudo. La vestimenta verdadera, la vestimenta esencial de Shades eran las gafas oscuras. Parecía allí fuera de lugar. Las dos chicas vestían conjuntos de tweed de pantalón y chaqueta. Tenían los cabellos cortos, y el luminoso maquillaje verde centelleaba bajo los rayos multicolores.

La mayor de las jóvenes tenía un periódico en la mano. Jerry la miró.

—¿Eres sueca?

La chica no pareció sorprendida por el acierto.

—Ja. ¿Y tú?

—No. Soy inglés.

—¡Ja so!

Jerry se inclinó hacia adelante y tomó el periódico de las manos de la joven sueca.

—¿Alguna novedad, últimamente?

Se había estado preguntando si la incursión a la casa habría llegado a la prensa. Era improbable.

—Inglaterra tiene no sé qué deuda —dijo la joven—. Algo relacionado con la duplicación del índice de criminalidad.

Jerry echó una ojeada al periódico, y luego lo dio vuelta para mirar los cómics. En vez de los dibujos habituales había una fotografía a toda página. Un choque general en una carretera, cadáveres mutilados por todas partes. Jerry pensó que la foto multiplicaría las ventas.

—Bueno, Shades —dijo, mientras devolvía el periódico a la muchacha—. ¿En qué andas ahora?

—Pianotrón en el Friendly Bum. ¿Por qué no vienes conmigo y tocas algo?

—Buena idea.

—Yo no intervengo hasta la tercera sección, a eso de las tres. ¿Qué hacemos mientras tanto?

—Ayúdame a sacarme de encima estas fichas y luego hablaremos.

La muchacha sueca se acopló a Jerry y juntos dieron una vuelta afortunada por las mesas. La joven mascaba chicle sin cesar, cosa que a Jerry lo irritaba un poco, pero se calmó cuando advirtió que ella lo tocaba tentativamente con la manita. Era un pensamiento agradable, sintió, mientras contenía a la muchacha.

Un viejo encorvado se paseaba por entre las mesas. Los cabellos blancos le llegaban a la cintura, y la barba era también larga y blanca, y la tez tersa y rosada. Llevaba bajo el brazo una pequeña cartera. De tan encorvada, la espalda era casi horizontal, y los ojillos celestes brillaban como las lamparillas en las mesas de juegos de bolos. Saludó a Jerry con un movimiento de cabeza y se detuvo cortésmente.

—Buenas noches, señor Cornelius. No se le ha visto mucho últimamente. ¿O soy yo que no he estado en contacto? —La voz era casi un jadeo.

—Usted está siempre en contacto, Derek. ¿Qué tal el negocio de la astrología?

—No me puedo quejar. ¿Quiere usted que le haga una carta?

—Ya tengo demasiadas, Derek. Usted nunca dará en la tecla.

—Hay algo extraño en todo eso ¿sabe? Hace sesenta años que hago cartas y nunca me encontré con una como la suya. Es como si usted no existiera. —También la risa era jadeante.

—Vamos, Derek. Si apenas tiene cuarenta y seis.

—Ah, usted lo sabe ¿no? Bueno, treinta años por lo menos.

—Y se metió en la astrología hace sólo diez años. Justo antes de retirarse del Foreign Office.

—¿Con quién ha estado hablando?

—Con usted.

—Yo no siempre digo la verdad ¿sabe?

—No. ¿Dónde está Olaf?

—Oh, por ahí. —Derek clavó en Jerry una mirada penetrante—. No fue usted ¿verdad?

—¿Qué?

—Olaf me dejó plantado. A mí, que le enseñé todo. Yo lo quería. Y es raro que un Sagitario se enamore de un Virgo ¿sabe? Los Escorpios son perfectos. Olaf se fugó con uno de esos astrólogos de pacotilla. Un chiflado de quien yo nunca había oído hablar. No lo comprendo. ¿Sabe una cosa? Cuando me inicié en la profesión no había más de seis astrólogos que pudieran llamarse auténticos, que trabajaban como trabajo yo. ¿Sabe cuántos hay ahora?

—Seiscientos.

—Casi casi. No puedo contarlos a todos. Claro que también la clientela ha aumentado. Pero no en forma realmente proporcional.

—No se preocupe, Derek. Usted es aún el mejor.

—Bueno, dígalo por ahí. No, ya verá, me dijeron que Olaf estaba en el casino. Estoy seguro de que en cuanto me vea, en carne y hueso, como quien dice, comprenderá su error.

—Abriré bien los ojos.

—Buen muchacho. —Derek palmeó el brazo de Jerry y se evaporó.

—¿Es muy sabio? —preguntó la joven sueca.

—Es astuto —dijo Jerry—. Y eso es lo que importa.

—Siempre —dijo ella, tomándole la mano.

Jerry se dejó conducir hasta donde estaba Shades, literalmente echado sobre una mesa, con la nariz aplastada contra un vidrio mientras unas bolas diminutas chocaban con unos resortes diminutos, y rebotaban aquí y allá para volver a chocar otra vez Con los resortes diminutos. Shades aferraba con ambas manos los bordes de la mesa, y los nudillos se le pusieron blancos cuando sonó la campanilla.

Esto es lo que se llama tener reflejos, Jerry —dijo sin levantar la cabeza—. Me saca un peso de encima. ¡Soy el cuzquito de Pavlov!

—A ver si se te cae la baba, preciosidad a la antigua —sonrió Jerry despreocupadamente. Se sentía menos tenso ahora, se dejaba llevar por la marea. Le dio un pellizco a Shades en el trasero, y Shades, sin darse vuelta, le dio una patada con el taco de la bota de cowboy.

—¿Quieres montarme?

—Esta noche no, dulzura.

Las cosas empiezan a tomar color, pensó Jerry, aspirando una larga bocanada de humo, perfume e incienso. Se sentía en forma otra vez, preparado para todo.

Shades se echó a reír. Había estado concentrándose en las bolitas de acero.

Mirando aquí y allá, Jerry vio al Olaf de Derek, que probaba suerte en el Matachicas. El jugador tenía diez tiros para derribar con un rifle que más bien parecía un fusil-arpón a seis chicas desnudas de material plástico, tamaño natural. Olaf no lo hacía muy bien. Era un jovenzuelo insignificante de cara menuda, y daba siempre la impresión de que alguien acababa de dejarlo plantado. Dejó el rifle y fue hacia la máquina que leía las manos. Metió la moneda en una ranura y apoyó lánguidamente la palma sobre la superficie de caucho vibrátil. En el momento en que Jerry se acercaba, la máquina se detuvo y apareció una tarjetita en una ranura. Olaf la recogió y la estudió. Arrugó el ceño y meneó la cabeza.

—Hola, Olaf. Derek te está buscando.

—No se meta en lo que no le importa. —La voz de Olaf era belicosa y plañidera. Era su voz normal.

—No. Derek me pidió que le avisara, si te veía.

—Supongo que usted quiere algo de mí. Bueno, acabo de gastar mi última guinea. No tengo nada que ver con los de Aries.

—Tú no eres un chico judío ¿verdad que no? —dijo Jerry—. No te ofendas por mi pregunta, pero no lo eres ¿no?

—¡Cállese! —La voz de Olaf se mantenía a la misma altura y en el mismo tono, pero ahora parecía más precisa—. Estoy harto y asqueado de la gente como usted.

—No quise ofender, no quise ofender, pero…

—¡Cállese! No conseguirá sacarme de quicio ¿entiende?

Olaf le volvió la espalda. Jerry dio toda la vuelta y se le plantó delante una vez más.

—Bueno, mire —dijo Olaf.

—¿Te dijo alguien alguna vez que tienes un hermoso cuerpo, Olaf?

—Ahora no trate de componerlas —dijo Olaf con voz algo menos precisa, un poquito más suave—. De todos modos usted es de Aries. Y yo con los de Aries no puedo tener nada que ver. Sería desastroso.

—Quieres conservarte puro, Olaf ¿eh?

—No empiece otra vez. La gente como usted son la última escoria. Usted no comprende la verdadera naturaleza del hombre, un ser espiritual, conocedor del infinito… —Olaf lo midió con una sonrisa desdeñosa, superior—. ¡La última escoria de la tierra!

—Eso es lo que quiero decir. Tú no hablas como un muchacho judío.

—¡Cállese!

—Está bien… Busca a Derek.

—¡No quiero saber nada de ese pervertido!

—¿Pervertido? ¿Por qué pervertido?

—No es cosa del sexo… ¿Se da cuenta de lo que quiero decir cuando hablo de incomprensión?… Me refiero a las ideas de Derek. Ha pervertido la ciencia misma de la astrología. ¿Ha visto cómo traza sus cartas?

—¿Qué tienen de malo?

—¿Sus cartas? ¿No ha visto usted sus cartas? Haría cualquier cosa por dinero.

—Oh, no cualquier cosa, Olaf.

—¿Dónde está?

—La última vez que lo vi estaba allí. —Jerry señaló a través de la nublada penumbra.

—Tiene suerte de que yo todavía le hable. —Olaf se alejó meneando las caderas. Jerry se apoyó contra la máquina quiromántica, observándolo. La muchacha sueca se le acercó.

—No sé cuánto tardaremos —dijo—. A Shades todavía le quedan muchas fichas. Ha estado ganando.

—Podríamos ir a fumar algo a, un club schwartzer que conozco donde seríamos muy bien recibidos y donde la hierba es formidable. Sólo que si quiero tocar esta noche, no me ayudará a la hora de Friendly Bum.

—Estás hablando de la marihuana, supongo. Yo no quiero. ¿Eres un junkie?

—No en general. Eso lo dejo para mi hermano. Pero podríamos ir.

—¿Dónde queda?

—En Ladbroke Grove.

—Está lejos.

—No tan lejos… justo fuera del Área. Del otro lado de la tierra de nadie.

—¿Qué dijiste?

—Nada. —Jerry miró de soslayo hacia donde estaba Shades, golpeando frenéticamente una máquina. El letrero TILT acababa de encenderse.

—¡Amañada! —lloriqueaba Shades—. ¡Amañada!

Un empleado negro y muy frío, vestido con un traje blanco apareció de pronto. Sonreía.

—¿Qué le pasa, hijito?

—¡Esta máquina está amañada!

—No sea niño. ¿Esperaba otra cosa?

Por detrás de las cansadas gafas oscuras, los ojos de Shades parecían llamear. Se encogió rápidamente de hombros varias veces. El negro inclinó la cabeza hacia un lado y le sonrió, expectante.

—Han puesto casi todas las ventajas a favor de ustedes —gruñó Shades.

—Haga usted lo mismo, mi amigo. Todos tienen que hacer algo parecido en los tiempos que corren, y usted lo sabe ¿eh?

—Este país de mierda está pervertido de cabo a rabo.

—Y sólo ahora se da usted cuenta, mi amigo. ¡Oh caramba, caramba!

—Siempre estuvo pervertido. Hipócritas perversos.

—Ah, no. Ahora ya no se ocultan. Pueden permitírselo… o creían poder…

Jerry los observaba, divertido, mientras los dos expatriotas devanaban su filosofía barata.

Shades se encogió de hombros y dio media vuelta. El negro se alejó con paso majestuoso, muy orondo.

La amiguita de Shades llegó trotando a través de la pista. Shades le pasó un brazo por los hombros y la llevó hasta donde estaban Jerry y la sueca.

—Vámonos, Jerry.

—De acuerdo.

Gastaron en café y píldoras las últimas fichas de Jerry, y abriéndose paso a través de la tumultuosa y alegre vida nocturna de la City, se encaminaron al Friendly Bum en Villiers Street, un callejón que moría en Trafalgar Square, al costado de Charing Cross.

El Friendly Bum, colmado de bote en bote de humanidad y ruidos, era un hervidero de buscones de todo sexo y categoría. En el escenario apenas visible, detrás de los reflectores auxiliares que enfocaban al público, un grupo arrojaba torrentes de una hermosa mezcla de órgano Hammond, pianotrón, tambores, contrabajos, bajos y primeras guitarras, y saxos barítono y contralto; todo a través de un enorme amplificador en el fondo mismo del escenario. Estaban tocando a un ritmo lento, como de fuga, la «Symphony Sid».

En el bajo cielo raso giraba el globo de cristal tallado de un viejo salón de baile. Las luces verdes, rojas, violetas, doradas, plateadas, anaranjadas, herían el globo desde todos los ángulos y volvían a refractarse una y otra vez. Los fotones volaban a sus anchas en el Friendly Bum.

Se abrieron paso a empujones, apretujados por una muchedumbre informe, con cabezas y brazos y piernas que sobresalían aquí y allá. El calor era casi insoportable.

A la izquierda del escenario había un bar. A la derecha, una cafetería. Ambos estaban atestados. Recostados contra las barras había indios del Oeste, elegantemente vestidos al estilo de Harlem, como los adolescentes del coro de Porgy and Bess. Casi todos usaban bigote fino y miraban con aire despectivo a los otros, los indios del Oeste no tan bien vestidos que batían palmas a todos los ritmos excepto el que marcaban los tambores.

Cuando estaban llegando a la cafetería, en camino hacia una puerta detrás del mostrador, que decía PRIVADO, Jerry reconoció a uno de los negros: un músico con quien había tocado en otros tiempos. Era «Tío» Willie Stevens, que tocaba la flauta y el saxo tenor y en una época había cantado en un grupo que luego se disgregó, llamado The Allcomers. El grupo había ido ganando popularidad mientras tocaba en el Friendly Bum; tanto se había corrido la voz que pronto no hubo en el local otro público que groupies y periodistas.

—Hola, Tío.

—Tal, Jerry. —La expresión del rostro de Stevens no varió mientras extendía una manaza y dejaba que Jerry se la estrechase—. ¿Qué hay de nuevo?

—Un poco de todo. ¿Estás trabajando?

—Convenciendo de que la Ayuda Nacional está trabajando. Parecen cada día más recalcitrantes. La semana pasada me amenazaron con mandarme de vuelta. Les dije que si la AN era más agradecida en Birmingham, volvería.

—Nada de espectáculo, entonces.

—Oh, como espectáculo, hay uno formidable, pero no es mi espectáculo. ¿Tocas aquí esta noche?

—Eso espero.

—Me quedaré a escucharte.

Jerry entró por la puerta marcada PRIVADO. Shades y las dos muchachas ya se encontraban en el camarín. Shades se estaba poniendo un primoroso uniforme. Los otros miembros del grupo estaban ya vestidos. Los guitarristas afinaban.

Jerry pidió prestada la primera guitarra, un hermoso ejemplar de polipropileno macizo, tachonada de piedras semipreciosas, con trémolo de plata y controles de amplificación de amatista. Tocó una progresión simple de la menor, fa, re con séptima, sol con séptima y do.

—Muy buena —dijo, devolviendo el instrumento—. Shades me dijo que podía tocar.

—Por mí no hay problema —dijo el primer guitarrista—, siempre y cuando no pida dinero.

—Esperaré un par de números, hasta que haya oído al grupo.

—De acuerdo.

La «Simphony Sid» estaba en sus últimos compases. Shades y los de su grupo salieron mientras entraba el grupo anterior. La adolescente se marchó con Shades. La sueca se quedó con Jerry. Los músicos que acababan de tocar estaban sudorosos y complacidos.

—Veamos si el bar está al alcance de la mano —dijo Jerry.

Tuvieron suerte. En el momento en que el grupo de Shades atacaba un clásico de Lenon/McCartney, «It Won’t Be I ong» —no uno de los mejores— Jerry y la sueca encontraron sitio en el bar. Ella bebió beaujolais con crème de menthe porque le gustaban los colores. Jerry tomó un pernod en recuerdo de los viejos tiempos. No le gustaba el pernod, pero en el Friendly Bum siempre lo bebía.

Every day we’ll be happy I know, now that I know that you won’t leave me no more —cantaba alegremente el primer guitarrista, entrando en calor para lanzarse a la improvisación. Tenía una voz aguda que nunca fallaba en un trémolo, y que hacía excelente contrapunto con las vibraciones del órgano.

La masa humana parecía burbujear como un caldero al ritmo de la música.

Fluidamente, sin interrupción, el conjunto pasó a «Make It», una pieza instrumental en la que el pianotrón llevaba la voz cantante. Shades estaba tocando mejor de lo que Jerry recordaba. Él y la sueca se levantaron y se mezclaron con los bailarines. Era una emoción deliciosa la de sentirse parte de aquella masa. Él y la chica y los otros de alrededor parecían haberse fusionado en una total ausencia de identidad individual.

«Make It» terminó, y Shades gritó en el micrófono: —¡Jerry!

Jerry abandonó la pista, cruzó por detrás de los reflectores y subió al escenario. El primer guitarrista le entregó el instrumento y fue hacia el bar con una sonrisa torcida.

Jerry tocó algunos acordes probando la resonancia del amplificador y comenzó con uno de sus favoritos, otro clásico de Lennon/McCartney: «I’m a loser»

I’m a loser and I’m not what I appear to be —cantó.

Y mientras cantaba vio que la señorita Brunner bajaba los escalones y entraba en el Friendly Bum mirando alrededor. Probablemente no lo veía atrás de los reflectores. Dio un paso hacia al burbujeante gentío, y se detuvo, indecisa. Jerry Cornelius la había olvidado por completo cuando inició la improvisación instrumental. Detrás de él, Shades cambió de 4/4 a 6/8, pero Jerry continuó al ritmo de 4/4 y le gustó así. Ahora las cosas empezaban a moverse.

Jerry miró la hora, cuidando de no prolongar demasiado la improvisación, pero cada vez que estaba a punto de llegar a un final, se le ocurría algo nuevo, y a la clientela parecía gustarle. La pieza duró una buena media hora y dejó cansado a Jerry.

—Grande —dijo Shades, un elogio en verdad, mientras Jerry trepaba entre los reflectores y ocupaba en el bar el sitio del primer guitarrista. La joven sueca había sido absorbida por la multitud hacía largo rato.

—Hola, señorita Brunner.

Ahora un pernod le sentaría bien; largo y fresco, con hielo en abundancia. Pidió uno. Ella lo pagó junto con su scotch.

—¿Qué estaba tocando allá arriba?

—¿Instrumento o pieza?

—Instrumento.

—Primera guitarra. No tan mal ¿eh?

—No tengo buen oído. Sonaba bien. ¿Cuándo salió de Sunnydales?

—Esta tarde. No les pague un solo día más.

—No lo haré. Me costó muchísimo llevarlo allí, entre una cosa y otra. Puedo decir que le salvé la vida.

—Muy amable de su parte. Gracias. Le quedo agradecido. Creo que con esto cubro la cuota, ¿no?

—En un sentido estricto, sí. Por si le interesa, la gratitud podría ser un poco más positiva.

—Podría.

—¿Todavía le preocupa haber matado a su hermana?

—Naturalmente. Y también esto cubre la cuota. ¿Qué ha sido de su vida mientras tanto?

—Puse un anuncio pidiendo un reemplazante para Dimitri. Tengo una chica a prueba. Más tarde me encontraré con ella. He estado verificando algunos datos en la nueva Burroughs-Wellcome. No me había percatado de que era usted el Cornelius que publicó esa teoría de los campos unificados.

—Así que anduvo haciendo excavaciones, señorita Brunner.

—Así es.

Arriba, la bola de cristal giraba, y las luces golpeaban el rostro de la señorita Brunner convirtiéndolo en un incesante chisporroteo multicolor. Quizá esta fuera la clave de la verdadera identidad de la señorita Brunner, esa identidad total que había estado intrigando a Cornelius desde la primera vez que había conversado con ella, en la casa del señor Smiles, en Blackheath. Ahora la veía como un prisma, y en ese momento y a través del prisma la señorita Brunner dejaba de ser una mujer. Ella estaba hablando.

—¿No le dieron un Premio Nobel por eso?

—¿Un precio noble? Ah, soy un simple aficionado. No era justo que lo aceptase.

—Una buena ocasión para entrar en la inmortalidad; quizá nunca más se le presente otra.

Alrededor se mezclaban el sonido, la luz, la carne.

—Hay un error, sabe —dijo ella—, en una de las primeras ecuaciones.

—Y usted lo descubrió. ¿Me va a delatar?

—Podría significar la inmortalidad para mí.

—Creo que ya la tiene, señorita Brunner.

—¡Qué amable! ¿Qué le hace pensarlo?

Jerry se preguntó si estaría corriendo algún peligro. Ya no, decidió.

—Matemáticos mejores que usted lo revisaron y no encontraron ningún error. Era imposible que usted lo supiera… a menos que…

La señorita Brunner sonreía y sorbía el scotch.

—A menos que tuviera experiencia directa de lo que yo sugiero en mi teoría, señorita Brunner… a menos que sepa más de lo que dice.

—Ah… qué sagaz es usted, señor Cornelius.

—¿A dónde nos lleva todo esto?

—A ninguna parte. ¿Quiere que vayamos a algún sitio más tranquilo?

—Me gusta aquí. —¿Hay algún sitio más tranquilo a donde le gustaría ir?

—Está el Chicken Fry en Tottenham Court Road.

—Garantizamos que los platos de este menú no contienen vitaminas. Conozco el lugar.

Usted es sagaz, señorita Brunner.

En el momento en que salían, los músicos empezaban a destruir los instrumentos.

—Señorita Brunner —dijo Jerry, inclinándose por encima de su pollo con patatas Fritas—, si no hubiese dejado atrás mi etapa teológica, yo diría que es usted el mismísimo Mefistófeles.

—No tengo barba en punta. No es para mí.

—Puedo clasificarla como Homo sapiens.

—No es nada fácil clasificarme. —La señorita Brunner insertó en el tenedor una ristra de patatas fritas.

Jerry inclinó el cuerpo hacia atrás y puso unas fichas en el gramófono automático. Apretó unos cuantos botones al azar.

—¿Está seguro de no estar tomando el rábano por las hojas? —La señorita Brunner hablaba con la boca llena.

—Hace mucho tiempo que no estoy seguro de nada. Dejaremos correr todo este asunto.

—La casa de los Cornelius todavía sigue en pie —dijo ella—. No tuvimos ninguna posibilidad de incendiarla. ¿Le preocupa eso?

—No mucho. En este momento el factor aleatorio es Frank.

—Sé de buena fuente que está en Laponia. Para ser más precisa, a dos días de viaje al norte de Kvikjokk, una aldea pequeña bastante más allá de Kiruna.

—Eso queda muy lejos.

—La policía francesa, tengo entendido, informó sobre nuestra expedición: un accidente a causa de un experimento que no fue posible controlar.

—Excelente. ¿Frank?

—¿Tanto le interesa?

—No. —Jerry se recostó en la silla y escuchó la música.

—Frank está viviendo en una estación meteorológica abandonada, en pleno desierto. Podríamos llegar hasta allí en helicóptero.

—Tengo un helicóptero y un avión.

—Usted tiene muchas cosas así.

—Previsión. Todavía quiero echarle mano a un pozo de petróleo privado y una pequeña refinería. Entonces me daré por satisfecho.

—Usted mira hacia adelante.

—Miro alrededor. El adelante ya está aquí.

—Frank, sospecho, no sólo tiene ese microfilm que dejó su padre. También tiene el manuscrito de Newman.

—¡Poderes telepáticos, por añadidura, señorita Brunner!

—No, intuición educada. Mucha gente ha oído decir que Newman escribió un libro después de bajar de esa cápsula el año pasado, y antes de suicidarse. Alguien me dijo que un representante de la viuda de Newman andaba buscando a Frank. Di con el representante, pero todo cuanto supo decirme fue dónde podía encontrar a Frank.

—Yo creo que Newman fue eliminado por los Servicios de Seguridad. Suicidio indirecto, diría. ¿Sabe usted qué había en ese libro?

—Algunos dicen que la verdad completa y objetiva acerca de la naturaleza de la humanidad. Otros, que un montón de ideas descabelladas. Ha de ser uno de esos libros.

—Me gustaría leerlo de todos modos.

—Supuse que le gustaría. ¿Así que tenemos otra cosa en común?

—Sí. ¿De dónde dijo que estaba cerca?

—De Kvikjokk, en los alrededores dejokmokk.

—Prepárese. —Jerry se levantó.

—Quiere decir que necesitaré unos cuantos mapas ¿no?

—Supongo que sí. ¿Podemos ir en helicóptero?

—Depende. Tengo uno de esos nuevos helicópteros Vickers, de largo alcance, y escondites de combustible en toda Europa, pero el último está cerca de Uppsala. Hay un largo trecho entre Uppsala y Laponia. Probablemente llegaremos, pero no podremos regresar.

—Volveremos flotando, señor Cornelius, si lo que yo sospecho se encuentra allí.

—¿Qué es lo que usted sospecha?

—Ah, bueno… no estoy segura. Una mera intuición.

—Usted y sus intuiciones.

—Nunca le causaron a usted ningún perjuicio.

—Mejor que no, señorita Brunner.

—Sería una buena idea partir mañana por la mañana —dijo ella—. ¿Cómo se siente?

—Acabo de salir de un hospital, no lo olvide. He mejorado mucho. Aguantaré.

—Entendido —dijo ella. Recogió el bolso, y salieron a Tottenham Court Road—. Tengo que encontrarme con esa chica nueva —le dijo—. Se llama Jenny Lumley. Estaba cursando sociología en Bristol hasta que cerraron la universidad el verano pasado.

—¿Dónde se encuentra con ella?

—En el Blackfriars Ring.

—El estadio de lucha libre. ¿Qué hace ella allí?

—Le gusta la lucha.

Fueron a pie hasta la avenida Shaftesbury; Jerry sacó el auto del garaje y la llevó hasta el Blackfriars Ring. Era un edificio grande y moderno, especialmente construido para encuentros de lucha libre. A la entrada, dos luchadores de neón estaban trabados en un combate interminable de un estilo un tanto entrecortado.

Había un gran foyer, cuyas paredes estaban cubiertas de fotografías enmarcadas de luchadores y luchadoras. Algunas de las mujeres hasta podían parecer bonitas, pero a Jerry no le gustó ninguno de los hombres. Había tres taquillas, una a cada lado del foyer y otra en el centro. Arriba, los altoparlantes propalaban los rugidos de la multitud.

La señorita Brunner se encaminó a la ventanilla del centro y habló allí con el simpático hombrecito.

—Señorita Brunner. Hay dos billetes reservados a mi nombre. Nuestra amiga ya está adentro.

El hombre revisó una pequeña pila de sobres que tenían impreso el nombre de los propietarios-promotores del Blackfriars Ring.

—Aquí los tiene, querida. Buenas localidades: C 705 y 7. Harían bien en darse prisa, el encuentro principal comienza dentro de un par de minutos.

—¿Ha visto usted alguna vez una de estas luchas, señor Cornelius? —le preguntó ella mientras subían las escaleras tapizadas con felpa.

—No me entusiasman. He visto un poco, por televisión.

—No hay nada como la cosa real.

Subieron tres tramos de escaleras y caminaron alrededor de la galería hasta llegar a una puerta marcada 700. Las puertas aislaban en verdad los ruidos, pues cuando las abrieron, el estrépito fue ensordecedor, un rugido ululante. Y el olor estaba a tono con el ruido. Sudor, perfume y loción.

El estadio tenía poco más o menos las mismas dimensiones que el Albert Hall, filas y filas de butacas visibles en la semioscuridad. Y estaba lleno de bote en bote. Mientras buscaban sus asientos alcanzaron a ver a dos mujeres que rodaban de aquí para allá tironeándose de los largos cabellos. Había dos árbitros, uno en una silla suspendida por encima del cuadrilátero, y el otro fuera del cuadrilátero, con la cara muy cerca de la lona.

No todo el público que ocupaba las butacas seguía atentamente el encuentro. Muchos se habían quitado casi toda la ropa y algunos estaban ofreciendo a los espectadores vecinos un entretenimiento mejor que el de la pareja del cuadrilátero.

Mirando hacia arriba y detrás de él, Jerry notó que había muchos niños en las localidades más baratas. Ellos sí seguían con interés las alternativas de la lucha. Los amplificadores instalados por encima de las plateas recogían los gruñidos y gritos de las dos contrincantes que se retorcían en la lona en una forma que Jerry podía admirar pero no comprender.

Aquí y allá había gente masturbándose.

—Muy parecido al antiguo circo romano ¿no es verdad? —dijo la señorita Brunner con una sonrisa—. A veces pienso que la masturbación es la única forma sincera de expresión sensual que queda para los pusilánimes, esas pobres almas.

—Bueno, al menos no molestan a nadie.

—Me parece que veo a Jenny. Le gustará. Es del oeste, de Taunton. Tiene ese tipo trigueño, esa belleza delicada tan adorable, típica de las gentes de la región. ¿No piensa usted lo mismo? No estoy muy segura. Sí, es Jenny. Y usted puede hablar, señor Cornelius.

—¿Qué pretende? —Tuvieron que empujar a cuatro o cinco espectadores para poder llegar a los asientos. La gente no se levantaba.

—Oh, nada. Hola, Jenny, mi amor. Este es el señor Cornelius, un viejo conocido mío.

Jenny lo miró con una sonrisa desfachatada.

—Hola, señor Cornelius.

Tenía largos cabellos negros, tan finos como los de Jerry; un sencillo vestido recto de color rosa, y una chaqueta de cuero con adornos rojos. De ojos grandes y oscuros, era tal como la señorita Brunner la había pintado. También era, al parecer, bastante alta.

—Llegan justo a tiempo.

—Eso nos dijeron. —Jerry se le sentó a un lado, y la señorita Brunner al otro. Jerry se pegaba a las chicas como Jenny. En verdad, pensaba, disfrutando de tenerla tan cerca, eran las únicas que lo atraían. Y no se las encontraba a cada paso. Sonrió. No sería mala idea birlársela a la señorita Brunner.

Llegó el intervalo, y todo el mundo se estiró y acomodó, mientras el maestro de ceremonias gritaba algo a propósito de la ganadora y anunciaba los adversarios de la próxima pelea.

—¿Quién dijo que el sexo no era otra cosa que dos personas que tratan de ocupar un mismo cuerpo? —Jenny sacó del bolsillo un paquetito de mantecados y convidó a sus compañeros. A Jerry le encantaban los mantecados—. Estoy segura de haberlo leído, no creo que me lo haya dicho alguien. Pienso que lo mismo puede decirse de la lucha ¿no lo cree, señorita Brunner?

La señorita Brunner mordió el mantecado y un bulto le hinchó el carrillo.

—Nunca lo había pensado, querida.

—No es sólo el aspecto social de la lucha lo que me atrae —dijo Jenny—. También me gusta la violencia y todo lo demás.

Había vuelto la cabeza para hablar con la señorita Brunner, y Jerry la comía ahora con los ojos. La señorita Brunner se dio cuenta y enarcó las cejas. Jenny giró la cabeza en redondo, y mirando a Jerry, sorprendiéndolo con la guardia baja, le hizo una guiñada animosa. Jerry gimió en silencio. Aquello era demasiado. No todos los días tropezaba uno con una chica como ésta. Deseó no haber venido.

La voz un tanto distorsionada del maestro de ceremonias llegó a través de los amplificadores.

—Y ahora, señoras y señores, el encuentro principal de la noche. En un cuadrilátero preparado especialmente hemos de presentarles a seis de nuestros astros máximos en un encuentro general de lucha libre. Con el simple propósito de hacer más excitante y emocionante el encuentro, vamos a llenar el cuadrilátero de una lechada espesa, como ustedes pueden ver…

Habiendo traído una cubeta especial que ocupaba todo el cuadrilátero, los ayudantes bombeaban ahora una espesa lechada.

—Sólo uno de los mejores puede triunfar en este encuentro, señoras y señores. ¿Y cuál será el mejor de los seis mejores? Permítanme que ahora mismo les lea los nombres.

El maestro de ceremonias sacudió en el aire una larga hoja de papel.

—¡Doc Gorila!

Vítores de los admiradores.

—¡Lolita del Starr!

Gritos entusiastas.

—¡Tony Valentine!

El volumen creció…

—¡Cheetah Gerber!

… y creció…

—¡El Triturador Enmascarado!

… y creció…

—¡Ella Speed!

… y creció. Hubo alaridos y vítores y abucheos y un rugido salvaje que era la combinación de todas las voces.

Jerry oyó un chirrido extraño y alzó los ojos. Uno de los cables tendidos entre el techo y el cuadrilátero sostenía una silla funicular que ahora bajaba rápidamente. En ella venía sentada una mujer corpulenta de unos treinta años. Llevaba un bikini de piel de leopardo y tenía buenas piernas. Cuando la silla llegó al cuadrilátero, la mujer saltó con agilidad, esparciendo a su alrededor una lluvia de lechada. Se tambaleó sobre el suelo resbaladizo, sonrió, y saludó a la multitud agitando una mano. La silla volvió a subir y allá arriba, cerca del techo, Jerry alcanzó a ver la galería donde otra figurita estaba trepando a la silla. Bajó raudamente, transportando a un hombrón enmascarado en largos y ceñidos pantalones negros y botines de bowling. También él saltó de la silla al cuadrilátero, y saludó al, auditorio antes de ir a estirar los músculos junto a las cuerdas. Bajó luego el siguiente, una joven espigada de largos cabellos rubios, vestida con una malla blanca. Jerry se preguntó cómo haría para sacarse la lechada del cabello cuando terminara el encuentro. Mientras la joven soplaba besos al auditorio, la mujer de más edad se le abalanzó sorpresivamente, derribándola sobre la lechada. La multitud gimió y abucheó. Uno de los árbitros de abajo gritó algo, y la mujer mayor, de mala gana, ayudó a la más joven a levantarse. Un hombre enorme, de barba negra y pelo en pecho —sin duda Doc Gorila—, fue el próximo en llegar. Luego, una mujer alta, delgada, muy musculosa. Tenía un rostro agraciado, de huesos grandes, y el cabello negro le llegaba casi a la cintura. El último fue un jovenzuelo ancho de hombros y de caderas estrechas, cabellos rubios muy cortos, y vestido con shorts y botas blancos. Sonrió al público.

Ahora el árbitro volante era transportado hasta su puesto arriba del cuadrilátero. Otros cuatro árbitros se instalaron en los cuatro lados del cuadrilátero.

La lucha comenzó.

A Jerry no le daba ni frío ni calor, pero observaba un tanto divertido la maraña humana cubierta de lechada, el éxtasis de la muchedumbre.

Y cuando Jenny le tomó la mano, se sintió feliz, hasta que advirtió que la señorita Brunner había tomado la otra mano de la joven.

A la muchacha rubia de la malla, su inveterada enemiga le estaba retorciendo un brazo. Probablemente Lolita del Starr y Cheetah Gerber, decidió Jerry. Doc Gorila, el peludo, que se parecía al Viejo Marinero, con la barba cubierta de lechada, se había enredado en una llave con la otra joven. Ella Speed, y el apuesto Tony Valentine. Detrás de ellos, en algún lugar, se escondía el Triturador Enmascarado, que al parecer no estaba triturando mucho.

De todos modos, Jerry no conseguía compartir el entusiasmo colectivo. Se recostó en el asiento y aflojó el cuerpo. Pronto todos los luchadores estuvieron tan cubiertos de lechada que ya no se podía reconocer quién era quién.

Gritó al oído de Jenny: —No se puede distinguir a los hombres de las mujeres ¿verdad?

Ella lo oyó y a su vez le gritó algo que Jerry no entendió. Ella volvió a gritar.

—¡No, no en estos tiempos!

La lucha proseguía, la gente bailaba alrededor, pasaba por encima de las cuerdas, volaba fuera del cuadrilátero, volvía a treparse a él, ejecutaba acrobacias y contorsiones estrambóticas.

Como en un fínate con coda, Tony Valentine y Ella Speed saltaron hacia arriba y se colgaron de las piernas del árbitro suspendido en la silla, arrastrándolo hasta el cuadrilátero. Entonces el árbitro, corriendo velozmente de un lado a otro, arrojó uno a uno a todos los luchadores por encima de las cuerdas. La multitud vitoreaba.

Se proclamaron los ganadores y la cubeta de lechada fue retirada del cuadrilátero.

—Y ahora, señoras y señores, el famoso grupo folk cuyas canciones han reconfortado a los oprimidos del mundo entero, los deleitará en el entreacto. Señoras y señores… ¡The Reformers!

Una salva de aplausos llevó a The Reformers al cuadrilátero. Dos hombres y una joven bonita de cara puntiaguda, expresión complaciente, y rizos rubios. Los dos hombres rasguearon las guitarras españolas, y empezaron a cantar una canción lenta que hablaba de los mineros sin trabajo. Al público parecía gustarle, mientras se acomodaba y compraba refrescos a las muchachas que ahora trotaban alrededor.

—Dios, son terribles —dijo Jenny—. Están estropeando la canción. De Woody Guthrie, sabe, muy conmovedora. La han almibarado espantosamente.

—Oh, no sé —dijo Jerry—. ¿Este grupo no era antes los Thundersounds, una de esas bandas de rhytm-and-blues, con un disco que encabezó la lista hace un par de años? La conciencia social, Jenny, un señuelo excelente.

—Todo anda mal.

—Tienes razón, amor. Cuando los astros del pop empezaron a tener conciencia social, ese fue el principio del fin para el negocio de la conciencia social.

Jenny le lanzó una mirada perpleja.

—¿Se está poniendo belicoso, Jerry? —La señorita Brunner se inclinó hacia él por encima de la chica.

—Oh, usted sabe… —dijo Jerry.

—¿Te importaría si nos marcháramos ahora, Jenny? —dijo la señorita Brunner.

—Faltan solamente dos encuentros, señorita Brunner —dijo Jenny—. ¿No podríamos quedarnos para verlos?

—Preferiría volver a casa ahora.

—Yo tenía ganas de ver la pelea entre Doc Gorila y Tony Valentine.

—Creo que deberíamos irnos, Jenny.

Jenny suspiró.

—Vamos —dijo la señorita Brunner, con una voz afectuosa pero firme.

Jenny se levantó, resignada. Salieron de la arena y abandonaron el estadio. Jerry había estacionado el auto no muy lejos. La señorita Brunner y Jenny subieron atrás. Jerry puso el motor en marcha y retrocedió hasta la calle.

—¿A dónde, ahora?

—A Holland Park. Muy cerca de usted, me parece. —La señorita Brunner se reclinó en el asiento—. Vaya hasta Holland Park Avenue, y yo le indicaré desde allí.

—De acuerdo.

—Si partimos por la mañana temprano no sería mala idea que usted pasara la noche en mi casa —dijo la señorita Brunner al cabo de un momento.

—O ustedes en la mía.

—Imposible; lo siento.

—¿Por qué? ¿Teme las habladurías?

—Tengo cosas que hacer. Usted en cambio sólo necesita preparar una maleta y venirse. Tenemos una habitación de más. Estará a salvo. Se tranca por dentro.

—Eso me tranquiliza.

—¿No está hablando en broma, no? —Jenny parecía un poco sorprendida.

—No, amor.

Llegaron a Notting Hill y tomaron por Holland Park Avenue. La señorita Brunner le dijo que girase a la derecha, y Jerry así lo hizo. Otro recodo, y se encontraron a la entrada de una elegante casa de estilo campestre.

—Ya estamos —comentó la señorita Brunner—. ¿Qué piensa de mi proposición? Si usted se hiciera una escapada hasta su casa y preparase una maleta, podría estar de vuelta dentro de un cuarto de hora, y yo lo esperaría con café.

—Podría ofrecerme incentivos mejores. De acuerdo. —Jerry seguía aún navegando a favor de la corriente.

Cuando volvía por Holland Park Avenue, en dirección a su casa, comprendió que la señorita Brunner había estado haciendo muchas averiguaciones. Tenía la absoluta certeza de no haberle dicho dónde vivía.

Dejó el auto esperando en la calle y subió hasta la puerta de acero del alto muro de piedra. Dijo en voz muy baja: «Esto es un asalto». Respondiendo al código sónico, la puerta se abrió, y cuando volvió a cerrarse, Jerry subía ya por el sendero cubierto de malezas que conducía a la casa. Otro código susurrado le abrió la puerta del frente.

Menos de un cuarto de hora más tarde, llevando una gran maleta, salió de la casa y subió a su automóvil. Puso la maleta en el asiento, y regresó a la finca de la señorita Brunner.

Tocó el timbre, y Jenny salió a abrirle. Daba la impresión de haber recibido hacía muy poco una terrible paliza mental, pero quizá no fuese nada más que la diferencia de luz. Jenny lo miró con una sonrisa breve, nerviosa, y él la tranquilizó con una palmadita en el brazo. Era evidente que la señorita Brunner no pensaba llevar a Jenny a Laponia, y Jerry se prometió que a la vuelta vería a Jenny y trataría de quitársela a la señorita Brunner. Jenny no lo sabía, pero ya su caballero andante estaba planeando rescatarla. Abrigaba la esperanza de que Jenny quisiera ser rescatada. Era lo mejor que podía pasarle.

La señorita Brunner estaba sentada, vertiendo café de una Dunhill Filter de color rojo eléctrico. La cafetera estaba a tono con el resto del cuarto, que era principalmente rojo y gris, pero muy impersonal, sin otros muebles que un diván largo y una mesa de café.

—¿Cómo le gusta, señor Cornelius?

—Como venga. Siempre me gusta como venga.

—Eso es lo que usted dice.

—Tenemos la suerte de que mi helicóptero esté guardado cerca de Harwich. Si partiésemos realmente temprano, podríamos viajar hasta allí sin muchos inconvenientes.

—Me parece bien. ¿A qué hora… las siete?

—Las siete. —Tomó la taza de café, la bebió, y se la devolvió. Ella le sirvió otra y se la alcanzó, el rostro en blanco. Jerry se apoyó en la pared: esbelto, sereno y elegante.

La señorita Brunner miró a Jerry de arriba abajo. Tenía un estilo natural, pensó. Tal vez en una época había sido estudiado, pero ahora era natural. Se le hizo agua la boca.

—¿Dónde está esa cama segura? —preguntó Jerry.

—Arriba, la primera que verá en la planta alta.

—Magnífico. ¿Quiere que la llame a eso de las seis?

—No me parece necesario. No estoy segura de que vaya a dormir.

—Si es ajedrez, no puede ser bridge. Ya veo que no soy imprescindible.

Ella lo miró.

—Oh, yo no diría eso.

Cuando Jerry entró en la habitación, cerró la puerta, le puso llave y echó el cerrojo. A pesar de todo, no se sentía realmente tranquilo. Había una ducha, la usó, se acostó, y se durmió.

A las seis estaba despierto, otra vez duchado y vestido. Decidió bajar y prepararse un poco de café, si la señorita Brunner y Jenny todavía no se habían levantado.

Abajo, oyó un ruido en el living, y entró. La señorita Brunner, vestida como la noche anterior, estaba tendida en el diván, con los brazos extendidos hacia atrás y las piernas abiertas. Jerry sonrió. El ruido que había oído era la respiración de la señorita Brunner, profunda y extática. Al principio pensó que se había drogado, pero no había ningún rastro alrededor. Entonces vio, cuidadosamente doblados, un vestido rosa, una chaqueta de cuero con galones rojos y un par de medias canean negras. La ropa de Jenny. ¿Dónde estaba Jenny?

Miró la cara de la señorita Brunner y se sintió un poco raro.

Y más raro aún se sintió cuando ella abrió repentinamente los ojos y se quedó mirándolo, con una sonrisa vivaz pero soñadora.

—¿Qué hora es?

—Hora de que se cambie mientras yo preparo el café. ¿Qué le pasó a Jenny?

—No vendrá con nosotros… o quizá… —La señorita Brunner se irguió, se sentó, estirándose la falda—. No tiene importancia. Está bien, haga un poco de café, y en seguida partiremos.

Jerry miró las ropas de Jenny y frunció el ceño. Luego miró a la señorita Brunner y otra vez frunció el ceño.

—No se preocupe, señor Cornelius.

—Tengo la impresión de que tendría que preocuparme.

—¿Nada más que la impresión? Olvídela.

—Tengo también la impresión de que tendría que olvidarla.

Salió del living y encontró la cocina. Llenó la caldera, la hizo hervir, puso café en el filtro, le agregó agua y colocó el café sobre el hornillo. Oyó que la señorita Brunner subía las escaleras. Se sentó en una banqueta, no muy intrigado por la desaparición de Jenny, pero tratando de no pensar en eso. Se sentía destemplado, y tenía frío.