5

—Fue por el bien de todos —dijo Jerry—. El cerebro ya estaba muy deteriorado, y no podíamos permitir que anduviera correteando por ahí.

—¿No le parece que es usted cruel en demasía, señor Cornelius? —El señor Smiles respiró hondo.

—Oh, vamos, vamos, señor Smiles.

Apretaron el paso hasta llegar a una enorme puerta de metal, en el subsuelo.

—Tendría que estar aquí —dijo Jerry—. Pero no puedo dejar de pensar que nos ha preparado una gran sorpresa.

Hizo una seña a un par de belgas y al inglés sobreviviente. Los hombres lo saludaron haciendo la venia.

—Prueben suerte con esa puerta ¿quieren?

—¿Algún método en particular, señor? —preguntó el inglés.

—No, derribarla, simplemente. Nosotros esperaremos en el recodo.

Se apartaron mientras los soldados ponían manos a la obra, adosando objetos a la puerta.

Hubo una fuerte explosión, de una violencia inesperada, mucho mayor sin duda que la prevista por los soldados.

Cuando se disipó la humareda, Jerry vio sangre en todas las paredes; poco reconocible quedaba de los soldados.

—Qué muchachos formidables —rió Cornelius—. Qué maravilloso sentido del deber.

Y un instante después todos retrocedían de prisa, tambaleándose, mientras una metralleta disparaba dentro mismo del cuarto.

Espiando a través del humo, desde detrás del cuerpo de un sudafricano, Jerry vio a Frank, aparentemente solo, abrazado a la metralleta y haciendo fuego.

El señor Crookshank se había interpuesto en el camino de una de las ráfagas y hacía esfuerzos ridículos por esquivar las balas que ya le bailaban dentro del pecho. Dos soldados se desplomaron encima de él.

Frank reía desaforadamente mientras disparaba.

—Me parece que se ha vuelto loco de atar —dijo el señor Smiles—. Eso plantea un problema, señor Cornelius.

Jerry asintió.

—¡Termina con esas estupideces, Frank! —gritó, tratando de que su voz pareciera firme—. ¿Qué te parece si acordamos una tregua?

—¡Jerry!

—¡Jerry!

—¡Jerry! —canturreó Frank desde el cuarto raleando un poco el fuego—. ¿Qué deseas, Jerry? ¿Un pinchazo de Tiempo? El tempodex es mi panacea universal. Te dejará hecho un primor, querida. ¿No sientes ya en la médula esos millones de años que esperan… que esperan para invadirte el cerebelo?

El fuego cesó del todo y ambos hermanos comenzaron a avanzar, cautelosos. De improviso, Frank se agachó para recoger un arma cargada, idéntica a la anterior, y disparó contra el grupo.

—… el mesencéfalo, el protoencéfalo… todos sus múltiples cerebros, Jerry, cuando el tempodex empiece a resquebrajarlos.

—Está de buen humor —comentó la señorita Brunner muy por detrás de la línea del frente.

En aquel momento Jerry no tenía ganas de nada, excepto esquivar los proyectiles. Se sentía muy cansado. Otros dos mercenarios cayeron, uno sobre otro. Nos estamos quedando sin ayuda, pensó Jerry.

—¿No podemos tirarle con algo? ¿No nos queda más gas? —La señorita Brunner parecía indignada.

—Bueno, tenga paciencia. Tarde o temprano se le acabarán las balas. —El señor Smiles estaba convencido de que si uno esperaba el tiempo suficiente, la oportunidad deseada no dejaba de presentarse. Un pensamiento lo asaltó, de pronto. Y se volvió furioso a los mercenarios—. ¿Por qué no reaccionan?

Los mercenarios reaccionaron.

El señor Smiles no tardó en comprender su error.

—¡Basta! —gritó—. ¡Lo necesitamos con vida!

Los mercenarios interrumpieron el fuego.

Frank canturreaba y no apartaba el dedo del gatillo.

—Si no se cuida se le va a recalentar el cañón —dijo el señor Smiles recordando sus conocimientos de mitología—. Espero que no se destruya a sí mismo.

La señorita Brunner se estaba toqueteando la nariz. Se quitó los filtros.

—No me importa que haya más gas —dijo—. Ya no aguanto estas porquerías.

—Bueno, mire —dijo Jerry—. Me queda una neurada, pero en el estado de Frank, podría matarlo.

—No me haría mucho bien a mí, ahora. Tenía que haberme avisado. —La señorita Brunner miraba obstinadamente el suelo.

Otro mercenario se desplomó con un gemido.

La metralleta calló. La última bala rebotó contra la pared. Y luego se oyó un sollozo. Jerry miró desde el recodo. Frank lloraba sentado en medio de sus armas, con la cabeza entre las manos.

—Helo aquí, todo vuestro. —Jerry enfiló hacia la escalera.

—¿Y usted a dónde va? —La señorita Brunner dio un paso hacia él.

—Yo ya he puesto mi parte en el esfuerzo colectivo, señorita Brunner. Ahora tengo otra cosa que hacer. Adiós.

Jerry subió a la primera planta y buscó la puerta del frente. Todavía estaba nervioso y sabía muy bien que no todos los esbirros de Frank habían pasado a mejor vida. Abrió la puerta y miró fuera de la casa. No parecía haber nadie por allí.

Siempre pistola en mano, tomó el sendero que descendía hasta el pabellón donde John debía esperarlo con Catherine.

No había luz en el pabellón, pero eso no le pareció raro, dadas las circunstancias. Miró colina abajo hacia la aldea. Tampoco allí había luz. El señor Smiles había sobornado a alguien para que provocase un cortocircuito general. Jerry encontró abierta la puerta, y entró.

Desde un rincón, un saco de huesos lo saludó con un quejido.

—¡John! ¿Dónde está Catherine?

—La traje aquí, señor. Yo…

—¿Pero dónde está ahora? ¿Arriba?

—Usted dijo después de las diez, señor. Estuve aquí a eso de las once. Todo iba a pedir de boca. Ella me pesaba. Creo que me estoy muriendo, señor.

—¿Qué sucedió?

—Él me siguió, sin duda. —La voz de John se debilitaba cada vez más—. La traje aquí… Entonces vino él con un par de hombres. Me baleó, señor.

—¿Y se la llevó de vuelta a la casa?

—Lo siento tanto, señor…

—Y con razón. ¿Oíste a dónde la llevaba?

—Dijo… que la… acostaría… otra vez, señor…

Jerry salió del pabellón y echó a correr cuesta arriba. Era curioso lo normal que parecía la casa vista desde afuera. Entró. En la planta baja buscó el ascensor y comprobó que aún funcionaba. Subió al sexto. Salió y corrió al cuarto de Catherine. La puerta estaba cerrada con llave. Trató de abrirla a puntapiés. La puerta no se movió. Metió la mano en el bolsillo superior de la chaqueta, y sacó un objeto que parecía un cigarrillo. Dos cables finos remataban en otro objeto del tamaño de una caja de cerillas. Desenrolló los cables. Puso el objeto alargado en el ojo de la cerradura, y con la caja en la mano retrocedió un metro.

Era un detonador en miniatura. Conectó los cables al detonador, y el explosivo, del otro lado, voló la cerradura con una llamarada.

Empujó la puerta estropeada y al entrar descubrió que Frank se le había adelantado.

El semblante de Frank no auguraba nada bueno. En la mano derecha tenía una pistola de agujas idéntica a la de Jerry. Había sólo dos pistolas de ese tipo: las había encargado el viejo Cornelius y se las había dado a cada uno de sus hijos.

—¿Cómo conseguiste escapar? —le preguntó a Frank.

La respuesta de Frank no fue directa. Ladeó la cabeza y clavó en Jerry una mirada penetrante; parecía un buitre viejo y enfermo.

—Bueno, en realidad, yo tenía la esperanza de capturarte a ti, Jerry. La cosa es que acabé con todos tus amigos militares, aunque creo que se me escaparon algunos de los otros. Todavía han de andar rondando por ahí. No sé muy bien por qué me tomé el trabajo de dispararles, quizá porque eso me divertía. Ahora me siento mucho mejor. Pero si hubieras entrado en la habitación, habrías descubierto que dos de mis hombres, jajá, te estaban esperando, uno a cada lado de la puerta. Yo era el señuelo, el señuelo de la trampa.

Parecía que a Frank la cabeza se le iba hundiendo más y más entre los hombros mientras hablaba; el cuerpo entero se le retorcía en espasmos neuróticos.

—Poco faltó para que te salieras con la tuya y raptases a nuestra hermana ¿eh? Mira… he despertado a la bella durmiente.

Catherine, tirada de espaldas sobre las almohadas, parecía aturdida.

Sonrió al ver a Jerry. Una sonrisa dulce, pero algo recelosa. La tez, naturalmente pálida, estaba todavía más pálida, y el cabello oscuro seguía enmarañado.

La mano con que Jerry empuñaba la pistola se alzó apenas, y Frank sonrió mostrando los dientes.

—Preparémonos pues —dijo.

Caminando a reculones dio vuelta alrededor de la cama hasta ponerse del otro lado de Catherine. Ella estaba ahora entre los dos, y su mirada iba lentamente de uno a otro, y poco a poco la sonrisa se le iba borrando.

Jerry temblaba.

—Bastardo.

Frank soltó una risita burlona.

—Eso es algo que todos tenemos en común.

La cara de junkie de Frank parecía una máscara inmóvil. Cambió apenas un instante, cuando la luz le hirió las pupilas perladas, relucientes. Jerry no supo que Frank había apretado el disparador hasta que sintió el pinchazo en el hombro. El pulso de Frank no era tan firme como parecía.

Frank no recargó en seguida el arma. Jerry levantó el brazo para tirar contra Frank. En ese momento Catherine se movió. Estiró la mano hacia Frank y le aferró la chaqueta con los dedos.

—¡Basta!

—Tú te callas —dijo Frank. Movió la mano izquierda para recargar la pistola.

Catherine trató de ponerse de pie sobre la cama y cayó de rodillas, la cara torcida en una mueca de terror.

—¡Jerry! —grito. Jerry dio un paso adelante.

—Esa aguja, Jerry —sonrió Frank—, podría llegarte al corazón. Necesitaré un imán.

Jerry disparó y corrió hacia la ventana mientras una aguja le rozaba la mejilla. Recargó el arma y dio media vuelta. Frank se agachó. Catherine se puso de pie y la aguja de Jerry la alcanzó en el cuerpo. Cayó desplomándose sobre la cama. Jerry recargó el arma y disparó otra aguja al mismo tiempo que Frank. De nuevo fallaron los dos.

Jerry empezaba a sentirse mareado. Aquella situación se prolongaba más de la cuenta. Dio un salto hacia Frank y le rodeó el cuerpo con los brazos. Los puños débiles de Frank le golpearon la cabeza y la espalda. Lanzó un puñetazo al estómago de Frank, y Frank gimió. Se separaron. A Jerry la cabeza le daba vueltas; advirtió que Frank sonreía mientras escapaba y se volvía a mirarlo.

—Algo pusiste en esas agujas…

—Averígualo —sonrió Frank torciendo la boca, y de un salto estuvo fuera de la habitación.

Jerry se dejó caer en el borde de la cama.

Giraba, montado sobre una noria negra, una noria de feria de emociones. El cerebro y el cuerpo le estallaban en un confuso torrente de dolor y éxtasis. Remordimiento. Culpa. Expiación. Rodaba por una interminable pendiente de obsidiana, entre nubes verdes, purpúreas, amarillas, negras. La roca desaparecía, pero él continuaba cayendo. Unos mundos fosforescentes flotaban a la deriva como esferas doradas que subían en la noche negra. Explosiones verdes, rojas, azules. Unas trémulas lágrimas luminosas se vertían en desiertos de infinitud y eternidad. Un mundo de Culpa. Culpa, culpa, culpa… Una ola distinta le trepaba ahora por la médula. No-mente, no-cuerpo, nadie, nada. Ondas de luz agonizante le nacían de los ojos y se alejaban danzando hacia el mundo en tinieblas. Todo se moría. Células y tendones, nervios y sinapsis, todo se convertía en polvo. Lágrimas de luz, pálidas, más pálidas. Cohetes deslumbrantes que surcaban el cielo y estallaban, todos a la vez en multicolores burbujas de luz —los farolillos de un árbol de Navidad— y se alejaban lentamente a la deriva. Una niebla negra giraba a través de un desolado paisaje nocturno, ilimitado. Catherine. Se acercó a Catherine y ella cayó, como un maniquí de cartón. Un momento antes de que se le aclarara la mente, le pareció ver una criatura que se inclinaba sobre los dos, una criatura sin ombligo, hermafrodita, y que sonreía con dulzura…

Se sentía cada vez más débil mientras iba recobrándose y comprendió que había pasado un largo rato. Catherine yacía sobre la cama en la misma posición de antes. Tenía una mancha de sangre en el vestido blanco, sobre el seno izquierdo.

Puso la mano sobre la mancha y advirtió que el corazón ya no latía.

La había matado.

Acarició el cadáver, en una agonía de dolor.

Mientras tanto, también Frank soportaba una agonía de dolor; la señorita Brunner lo tenía acorralado y ahora le estrujaba sin piedad los genitales. Estaban en una de las habitaciones de la segunda planta. Dimitri y el señor Smiles, de pie, uno a la derecha y el otro a la izquierda, sujetaban los brazos de Frank. La señorita Brunner estaba frente a él, hincada sobre una rodilla. Volvió a apretar, y Frank hizo una mueca.

—Espere —dijo—. Necesitaría pincharme algo.

—Tendrá el pinchazo cuando nosotros tengamos el microfilm —gruñó la señorita Brunner, esperando que Frank no cediera demasiado pronto.

El señor Smiles captó la broma y se echó a reír. Dimitri lo imitó, aunque sin saber muy bien por qué.

—Esto va en serio —dijo la señorita Brunner y apretó de nuevo.

—Lo diré en cuanto me haya pinchado.

—Señor Cornelius, eso no podemos permitirlo —dijo el señor Smiles—. Vamos, dénos esa información.

El señor Smiles abofeteó torpemente a Frank. Descubriendo que esto de dar bofetadas le gustaba, lo repitió varias veces. A Frank no parecía importarle. Tenía otras preocupaciones.

—Parece que el dolor no surte mucho efecto —dijo, pensativa, la señorita Brunner—. No tendremos más remedio que aguardar y esperar que no se ponga demasiado incoherente.

—Miren, se está babeando. —Dimitri señaló con repulsión. Soltó el brazo de Frank.

Sin inmutarse, Frank se enjugó la baba gris. Un intenso temblor le animó el cuerpo por un instante. Luego quedó otra vez tieso como una estaca.

Un momento después, mientras los otros lo miraban con curiosidad, se estremeció de nuevo.

—¿Ustedes saben que el microfilm está en la cámara fortificada? —dijo Frank entre temblor y temblor.

—¡Empieza a reaccionar! —El señor Smiles le palmeó amistosamente el muslo.

Dimitri arrugó el entrecejo. La señorita Brunner suspiró.

—Sólo usted puede abrir la cámara fortificada ¿no es así, señor Cornelius?

—Así es.

—Usted nos llevará allí y nos abrirá la cámara fortificada. Entonces lo dejaremos en libertad y podrá pincharse.

—Sí, lo haré.

El señor Smiles sostuvo a Frank tomándolo por el brazo.

—Indíquenos el camino —dijo resueltamente.

Llegaron a la cámara fortificada, Frank la abrió para ellos, y la señorita Brunner observó las hileras de archivos metálicos que cubrían las paredes.

—Puede irse ahora, señor Cornelius —dijo—. Nosotros lo encontraremos.

Frank escapó de un salto al cuarto contiguo y se lanzó escaleras arriba.

—Me parece que lo seguiré. Quiero saber si no se trae algo bajo la manga —dijo el señor Smiles, inquieto.

—Nosotros esperaremos aquí.

Dimitri ayudó a la señorita Brunner a bajar los archivos y a transportarlos al cuarto. Tan pronto como el señor Smiles hubo desaparecido, la señorita Brunner se echó sobre Dimitri.

—¡Lo logramos, Dimitri!

Dimitri, dedicado por completo a la señorita Brunner, olvidó muy pronto las cajas.

El señor Smiles regresó al rato con aire preocupado.

—No me equivocaba —dijo—. Ha salido de la casa y está hablando con los guardias. Tendríamos que haberlo conservado como rehén. No estamos actuando con mucha inteligencia, señorita Brunner.

—Este no es el momento ni el lugar para esas cosas —dijo ella mientras revisaba los archivos.

—¿Dónde está el señor Cornelius?

—¿Jerry Cornelius? —murmuró ella, distraída.

—Sí.

—Tendríamos que habérselo preguntado a Frank. Tonta de mí.

—¿Dónde está Dimitri?

—Desistió.

—¿Desistió?

El señor Smiles parecía perplejo. Echó una ojeada alrededor. En el suelo, en un rincón oscuro vio un traje Courréges, cuidadosamente doblado, una camisa, calzoncillos, calcetines, zapatos, corbata, dinero y objetos de valor.

—Bueno, habrá ido a darse una zambullida de madrugada —dijo el señor Smiles estremeciéndose y notando que tersa y saludable lucía ahora la piel de la señorita Brunner.

Amanecía cuando Jerry descendió las escaleras. En la segunda planta encontró a la señorita Brunner y el señor Smiles revisando los grandes archivos metálicos. Sentados frente a frente sobre la alfombra, con los archivos en el medio, examinaban los documentos y microfilms que habían sacado de los cajones.

—Ya lo daba por muerto —dijo la señorita Brunner—. Si no me equivoco, nosotros somos los únicos sobrevivientes.

—¿Dónde está Frank?

—Lo soltamos cuando nos abrió la cámara. Fue un error. —La señorita Brunner miró con petulancia al señor Smiles—. No está aquí ¿verdad?

El señor Smiles meneó la cabeza.

—Me parece que no, señorita Brunner. Nos hemos dejado engañar por el joven Frank. Por la forma en que temblaba y se babeaba uno hubiera jurado que decía la verdad. Es más astuto de lo que pensábamos.

—Instintivo —dijo la señorita Brunner frunciendo los labios.

—¿Qué fue de Dimitri? —Jerry miró a la señorita Brunner. Por un momento, a la luz del amanecer, casi la había confundido con el griego.

—Desapareció —dijo el señor Smiles—. Cuando yo salí a vigilar a Frank. Qué carácter fuerte tiene su hermano, señor Cornelius.

—No sé cómo permitieron que se fuera. —Jerry pateó los papeles.

—Usted mismo nos dijo que no le hiciéramos daño.

—¿Dije eso? —Ahora el tono de Jerry era displicente.

—No estoy segura de que Frank nos haya mentido —le dijo la señorita Brunner al señor Smiles. Se puso de pie y se sacudió el polvo de la falda lo mejor que pudo—. Quizá creía de veras que la cosa estaba aquí. ¿Usted cree que todavía existe?

—Yo estaba convencido. Convencido de veras. —El señor Smiles suspiró—. Tanto tiempo, tanto esfuerzo y tanto dinero perdidos, y ahora quizá ni siquiera sobrevivamos. Qué decepción tan espantosa.

—¿Por qué no? ¿Por qué no sobreviviríamos? —preguntó Jerry.

—Allí fuera, señor Cornelius, está el resto del ejército privado de Frank. Han rodeado la casa y están listos para matarnos. Bajo las órdenes de ese hermano de usted.

—Necesito un médico —dijo Jerry.

—¿Qué le pasa? —La voz de la señorita Brunner no era caritativa.

—Estoy herido en un par de sitios. Una aguja en el hombro… No sé muy bien dónde fue a parar la otra, pero me temo que sea muy grave.

—¿Qué pasó con su hermana?

—Mi hermana está muerta. Yo la maté.

—Entonces realmente, usted…

—¡Quiero vivir!

Jerry se acercó tambaleándose a la ventana y contempló la mañana fría. Había unos hombres apostados allí fuera, pero a Frank no se lo veía por ninguna parte. Los matorrales grises parecían delicadas tallas en granito, y unas gaviotas grises revoloteaban en un cielo gris.

—¡Por Cristo, yo también quiero que viva! —La señorita Brunner lo tomó con fuerza del brazo—. ¿Se le ocurre alguna manera de salir de aquí?

—Hay una posibilidad. —Jerry empezó a hablar con calma—. La cabina principal de control no ha sido destruida ¿no?

—No… quizá debiéramos…

—Bajemos hasta allí. Vamos, señor Smiles.

Jerry se dejó caer en la silla, junto al tablero de control. Ante todo se cercioró de que había corriente. Luego activó los monitores para tener una visión panorámica de la casa y sus aledaños. Enfocó a los hombres apostados en las afueras.

Se acercó a otra consola y movió las palancas.

—Probaremos con las torres —dijo.

Luces verdes, rojas y amarillas se encendieron por encima del tablero.

—Por lo menos funcionan. —Estudió detenidamente los monitores. Se sentía muy mal.

—Las torres están girando —dijo—. ¡Allí!

Los hombres de Frank miraban el techo boquiabiertos. Sin duda habían pasado la noche en vela, lo que aceleraba el proceso, y parecían petrificados.

—En marcha —dijo Jerry mientras se ponía de pie y apoyándose en el señor Smiles lo empujaba hacia la puerta—. Y una vez fuera de la casa, no se les ocurra volver la cabeza, pues se transformarían en estatuas de sal.

Le ayudaron a subir la escalera del frente. Estaba a punto de desmayarse. Abrieron con cautela la puerta de entrada.

—¡A la carga, tigre! —dijo con voz débil mientras los otros, siempre sosteniéndolo, echaban a correr.

—¿Cómo haremos para bajar a los barcos? —preguntó la señorita Brunner cuando llegaron al costado de la casa que daba al mar. Jerry no lo había pensado.

—Supongo que tendremos que zambullirnos —murmuró—. Ojalá la marea no haya bajado mucho.

—La distancia es muy grande y no sé si podré nadar. —El señor Smiles acortó el paso.

—Tendrá que intentarlo —dijo la señorita Brunner.

Avanzando a los tumbos entre las hierbas ásperas, llegaron a la orilla. Allá abajo las aguas bañaban aún el acantilado. Detrás un guardia cabeza dura los había descubierto. Lo supieron porque ya los proyectiles les pasaban zumbando por los costados.

—¿Puede, señor Cornelius?

—Espero que sí, señorita Brunner. —Juntos saltaron y juntos cayeron en el mar.

El señor Smiles no los siguió. Miró atrás, vio los estroboscopios, y ya no le fue posible volver la cabeza. Una sonrisa se le dibujó en los labios. El señor Smiles murió sonriendo en manos del guardia cabeza dura.

Jerry, que ya no sabía quién era o dónde estaba, sintió que lo sacaban del mar. Alguien lo estaba abofeteando. ¿Cuál era, en última instancia, la naturaleza de la realidad? se preguntó. ¿Sería posible que todo aquello fuese producto de la voluntad del hombre? ¿Aun el medio natural, la forma de esa mano que le abofeteaba la cara?

—Va a tener que tomar el timón, me temo, señor Cornelius. Yo no sé.

Jerry sonrió.

—¿El timón? Muy bien.

Pero ¿hacia dónde ir? ¿Hacia el mundo que había abandonado? ¿Este mundo? O quizá otro diametralmente opuesto. Un mundo, acaso, en el que muchachas asesinas recorrían en pandillas las calles metropolitanas, a sueldo de magnates anónimos que compraban y vendían bombas de hidrógeno en el extranjero, abasteciendo a todo el mercado con H… Hidrógeno, Heroína, Heroínas…

—Catherine —murmuró. Notó que la señorita Brunner estaba ayudándolo amablemente a entrar en la cabina.

Cansado pero feliz, no convencido del todo de la realidad de su alucinación, encendió el motor del barco y viró hacia alta mar.

Harmonía electrónica, humildad beatífica, hábitos de esperanza en el infierno.

Nunca pudo recordar lo que había sucedido hasta el momento en que gritó —¡Catherine!— y se despertó en una confortable cama de hospital.

—Si no le molesta mi pregunta —le dijo con toda cortesía a la mujer uniformada de cara de limón que entró poco después—, ¿se puede saber dónde estoy?

—Está en la clínica Sunnydales, señor Cornelius, y se encuentra mucho mejor. En vías de restablecimiento, dicen. Una persona amiga lo trajo aquí luego de su accidente en esa feria de diversiones francesa.

—¿Está usted bien enterada?

—Sé muy poco. Un proyectil raro se desvió y lo hirió, tengo entendido.

—¿Fue eso lo que ocurrió? ¿Todas las clínicas se llaman Sunnydales?

—La mayoría.

—¿Estoy recibiendo la mejor atención médica posible?

—Lo han atendido tres especialistas, por cuenta de su amigo.

—¿Quién es el amigo?

—No sé cómo se llama. El doctor puede saberlo. Una señora, creo.

—¿La señorita Brunner?

—El nombre me suena.

—¿Puede haber alguna complicación? ¿Cuándo podré irme?

—No creo que esperen ninguna complicación. No podrá irse hasta que esté en condiciones.

—Le doy mi palabra de honor, no me iré hasta estar en condiciones. Mi vida es todo lo que tengo.

—Muy sensato. ¿Hay algún asunto de negocios que necesite atender, algún familiar?

—Soy mi propio dueño —dijo Jerry con dignidad.

—Trate de dormir un poco —propuso la enfermera.

—No necesito dormir.

—Usted no, pero es mucho más fácil administrar un hospital cuando todos los pacientes duermen. Son menos fastidiosos. Ahora, hágame un favor. Proteste, reclame historias clínicas, quéjese por la atención deficiente y la forma impropia en que administramos el hospital. Pero no trate de hacerme reír.

—No creo que pueda ¿o sí? —dijo Jerry.

—Perdería el tiempo —dijo ella.

—Entonces, ni lo soñaré.

Se sentía fresco y descansado y se preguntaba por qué, teniendo en cuenta sus últimas actividades. Ya lo pensaría; no le faltaría tiempo. Sabía que tendría que luchar contra el trauma en todos los frentes, y el prolongado coma lo había equipado mejor para esa lucha. Empezó por poner orden en su propia cabeza, lo mejor que pudo. Durante las semanas que pasó en el hospital, todo cuanto pidió fue un grabador, una cinta magnetofónica y un auricular para no molestar a nadie cuando aumentaba el volumen en momentos de intensa concentración.