Jerry llevó la lancha hacia la luz que de pronto había centelleado a babor, en un punto cercano. Iluminado por el resplandor verdoso del tablero de señales, el rostro de Jerry pareció más extraño que nunca a los que aguardaban en cubierta, fuera de la cabina.
La señorita Brunner, que caía a menudo en consideraciones de esta naturaleza, se dijo que en Jerry se reflejaban sin duda las corrientes contradictorias de la segunda mitad del siglo veinte, y que mientras la mente rezagada miraba hacia el futuro, la que iba delante miraba el pasado.
¿Qué meta había perseguido Cornelius? ¿La desintegración del Tiempo? Nunca había leído ninguno de sus libros, pero había oído hablar. ¿No trataban algunos del tiempo cíclico, como los libros de Dunne? El punto último del pasado sería por lo tanto el punto último del futuro. Pero ¿y si algo interrumpía el ciclo? Un hecho histórico, quizá, de tal magnitud que pudiera alterar toda la estructura y perturbar la naturaleza del tiempo. Y roto el círculo ¿qué podía acontecer? Haría quedar a Spengler como un imbécil, pensó, divertida.
Si pudiera hacer construir la computadora y poner también en marcha el otro proyecto, quizá ella al menos alcanzara a salvar algo del naufragio. Podría unir todo cuanto sobreviviese en un gran programa único. El programa final, pensó. Idea y realidad conjugadas, unificadas. El proyecto nunca había tenido éxito en el pasado; pero tal vez ahora hubiese una nueva oportunidad, el momento parecía propicio. Necesitaría más poder y más dinero, pero con un poco de suerte y la explotación inteligente de una situación mundial incierta, obtendría ambas cosas.
Jerry estaba arrimando la lancha al costado del aliscafo. Miró mientras sus pasajeros pasaban a bordo de la embarcación, pero no los siguió pues prefería que su propia lancha estuviese allí esperándolo, cuando la expedición concluyera.
El aliscafo se alejó murmurando hacia la costa de Normandía, y Jerry fue detrás, pero manteniéndose ligeramente a un lado, para evitar los remolinos de la estela. El aliscafo era propiedad del señor Smiles, quien, como Jerry, había invertido el dinero en cosas tangibles mientras tenía algún valor.
Poco a poco apareció a la vista la costa de Normandía. Jerry apagó el motor, y el aliscafo lo imitó. Jerry salió a cubierta y le arrojaron un cable de amarre. Lo aseguró a la proa. Era una noche fría.
El aliscafo reanudó la marcha, remolcando a Jerry, yendo hacia el acantilado donde se alzaba el falso chateau Le Corbusier, una silueta oscura a la luz de la luna.
La posibilidad de que el radar de la casa no registrara la presencia de la embarcación más grande era remota. No habían descubierto a Jerry la otra vez, pero la lancha se alzaba apenas sobre las aguas. El puente central del aliscafo, en cambio, un tubo rechoncho instalado sobre el disco de los pasajeros y el cuarto de máquinas, chillaría en el radar.
Los microfilms del viejo Cornelius estaban enterrados en las profundidades del castillo, en una cámara fortificada que si fuera atacada con un explosivo de alto poder destruiría automáticamente el microfilm.
Allí estaba, probablemente, la información que buscaba la intrépida pandilla, pero el único medio seguro de llegar a ella era abrir normalmente la cámara, y por esa razón era preciso conservar con vida a Frank, que conocía los códigos y técnicas necesarios, e interrogarlo y conseguir, con un poco de suerte, que él mismo abriera la cámara.
La casa entera estaba edificada alrededor de esa cámara, y era en verdad una fortaleza construida para proteger los microfilms. Muy pocas cosas de la casa eran lo que parecían ser. Dentro había un verdadero arsenal de armas extrañas.
Mirándola así, desde allí abajo, Jerry pensó cuánto se parecía esta mansión al intrincado cerebro de su padre.
Virtualmente, cada cuarto, cada pasadizo, cada recoveco, escondía trampas explosivas, y por este motivo necesitaban tanto a Jerry en la expedición. Jerry ignoraba la combinación de la cámara, pero conocía al dedillo el resto de la casa puesto que había crecido en ella.
De no haberse marchado luego de aquella noche en que su padre lo sorprendió con Catherine, habría heredado los microfilms por derecho de nacimiento, pues era el primogénito, pero ese honor le había tocado a Frank.
Se había levantado viento. Soplaba a través de los árboles, gemía entre las torres del castillo. Las nubes se desgarraban en el cielo revelando la luna.
El aliscafo se mecía en las aguas.
En la casa se encendieron varios reflectores. Los haces de luz enfocaban principalmente la casa misma, iluminándola como si fuese un monumento histórico, cosa que era en realidad.
Las luces se apagaron y en seguida se encendió otra, un rayo potentísimo que recorrió las aguas y descubrió al aliscafo.
Volvieron a encenderse otras luces, concentrándose en la casa, especialmente en el techo.
Jerry gritó: —¡Aparten la vista del techo! ¡No miren las torres! ¡No lo olviden!
Mientras esperaban, el agua se estrellaba contra los flancos del aliscafo.
Tres torres circulares habían emergido del techo del castillo y ahora rotaban en el haz de luz azul de un reflector. El color cambió: rojo, luego amarillo, y luego malva. Al principio las torres giraban lentamente. Parecían grandes casamatas con troneras que se abrían a intervalos regulares todo alrededor. En aquellas aberturas oblongas resplandecían unas luces deslumbrantes, formas geométricas de encendidos colores primarios, que siseaban como lámparas de neón. Ahora las torres giraban rápidamente. Era casi imposible dejar de mirarlas.
Jerry Cornelius sabía qué eran aquellas torres: estroboscopios Michelson Tipo 8. La luz atrapaba los ojos, los miembros, la voluntad. Si uno la miraba demasiado tiempo, era atacado por una seudo epilepsia, entre otras cosas.
El viento gemía en las torres, ululando. Las torres giraban y giraban, más rápidas ahora, y unos brillantes colores metálicos reemplazaron a los primarios: plata, bronce, oro, cobre, acero.
Primero la vista y luego la mente, pensó Jerry.
Uno de los mercenarios del barco se había quedado petrificado; con ojos vidriosos contemplaba sin parpadear los enormes estroboscopios. No podía moverse.
Un reflector lo descubrió, y desde dos puntos del acantilado las ametralladoras dispararon sobre él un par de docenas de cargas.
El cuerpo ensangrentado fue despedido con violencia hacia atrás; se ablandó y se desplomó. Jerry aún seguía gritándole que apartase los ojos de los estroboscopios.
Dejó de gritar. No había esperado, tan pronto, semejante despliegue de violencia. Era evidente que Frank no quería correr ningún riesgo. La corriente llevaba las embarcaciones hacia el acantilado y Jerry se agazapó detrás de la cabina. La saliente de roca los protegía de algún modo.
Un minuto después, las torres no se veían. Habían sido construidas sobre todo para rechazar un ataque por tierra.
Cuando la lancha chocó contra el aliscafo, Jerry echó una ojeada al cuerpo del mercenario muerto. Mostraba los comienzos de un interesante proceso anárquico.
Se inclinó sobre la borda, y apoyándose en la barandilla, saltó al aliscafo. Sacó del bolsillo la pistola de agujas y la sostuvo en la enguantada mano derecha.
—Bienvenido a bordó, señor Cornelius —lo saludó la señorita Brunner con las piernas abiertas y la melena al viento.
Jerry se adelantó mientras el barco chocaba contra el acantilado. Detrás de él, un mercenario saltó a la cubierta de la lancha y la amarró.
Otro mercenario, de tez muy curtida y morena, de cabellos ondulados y aceitados, se acercó llevando en la mano una mina de succión que destruiría la puerta. El hombre afirmó los pies en la cubierta y se encorvó para poner la mina en el punto que Jerry le indicaba. La mina estalló y todos retrocedieron cubierta arriba bajo una ligera lluvia de escombros.
La puerta estaba abierta.
Jerry encabezó la marcha, puso un pie en la barandilla, tomó impulso y saltó a la abertura. Echó a correr por el corto pasadizo.
El cuerpo principal de mercenarios, vestidos con los caquis livianos que no dejaban nunca, lo seguía con las metralletas preparadas. Detrás, menos rápidos, saltaron el señor Smiles, la señorita Brunner y Dimitri, el señor Crookshank y el señor Powys. Todos empuñaban desmañadamente las grandes pistolas-ametralladoras.
Una explosión sacudió al acantilado. Miraron atrás y vieron un fuego que se extendía sobre el agua.
—Esperemos que no pierdan demasiado tiempo con las embarcaciones —dijo el señor Smiles, hablando en voz gangosa, pues tenía las fosas nasales taponadas con los filtros que Jerry había repartido entre todos.
Jerry entró en el cuarto interior y señaló dos puntos en las paredes. El mercenario que encabezaba la columna apuntó con el fusil y disparó contra las dos cámaras de TV. Desde la cabina de control apagaron las luces, como represalia.
—De cualquier modo, Frank ha descubierto esta entrada —dijo Jerry—. En realidad, yo no había esperado otra cosa.
Ahora los mercenarios descolgaban de sus cinturones unos cascos pesados y se los ponían en las cabezas. Los cascos llevaban lámparas de minero. Un mercenario cargaba al hombro una bobina de cuerda de nyIon.
—¿Funcionará todavía el ascensor? —insinuó el señor Powys viendo que Jerry se aferraba a la escala.
—Probablemente. —Jerry empezó a trepar—. Pero no daría nada por nosotros si lo desconectaran cuando estamos a mitad de camino.
Todos se pusieron a trepar. La señorita Brunner era la última. Cuando puso el pie en el primer peldaño dijo, pensativa: —Qué tontos. Se olvidaron de electrificar la escala.
Jerry oyó ruidos arriba. Alzó los ojos en el preciso momento en que se encendía una luz en el pozo, haciéndolo parpadear. Un alemán mal encarado lo estaba observando desde arriba, apuntándole con el rifle automático.
Jerry disparó la pistola de agujas y acribilló al alemán. Hizo una pausa, apoyándose en la escala para recargar la pistola, gritando: —¡Cuidado! —en el momento en que el guardia rodaba hasta el borde y caía al pozo.
Mientras el cuerpo del guardia golpeaba el fondo con un estruendo sordo, Jerry llegó al último peldaño, la pistola de agujas preparada. Pero no había nadie. Convencido de que el laberinto le sería más ventajoso, Frank había apostado allí un solo hombre.
Todos treparon por la escala en confuso tropel, y todos se detuvieron a la entrada del laberinto en tanto el soldado que llevaba la cuerda la iba desenrollando para que ellos se ataran.
Mientras se anudaba la cuerda alrededor de la cintura, la señorita Brunner parecía incómoda.
—No me gustan estas cosas —dijo.
Jerry la ignoró y los guió hacia el interior del laberinto.
—Mantengan las bocas bien cerradas —les recordó—. Y ocurra lo que ocurra, no me pierdan de vista.
Las lámparas de los cascos alumbraban el camino. Jerry avanzaba con cautela, señalando a los mercenarios las cámaras de TV que estaban enfocándolos.
Repentinamente, la primera oleada de gas siseó en los pasadizos. Era gas de LSD, destilado por el viejo Cornelius. Los filtros nasales, perfeccionados por su hijo, podrían protegerlos si atravesaban la zona con cierta rapidez. El viejo Cornelius había inventado o modificado todos los artilugios alucinógenos que defendían la casa. Frank había agregado los guardias y las ametralladoras.
Los gases alucinógenos habían sido la especialidad del viejo Cornelius, pero ocasionalmente había inventado algún alucinómato, como las torres estroboscópicas del tejado.
El viejo Cornelius se había consumido en vida, buscando el artilugio alucinógeno supremo («la disociación total en menos de un segundo» había sido su lema, su grito de guerra), así como su hijo Frank se destruía ahora poco a poco buscando el viaje supremo.
Alguien rió estúpidamente, y Jerry volvió la cabeza.
Era el señor Powys.
El señor Powys tenía los brazos levantados y se sacudía de arriba abajo como si le estuviesen haciendo cosquillas. De tanto en tanto extendía los brazos hacia adelante y pretendía empujar las imperceptibles volutas de gas.
De pronto, se puso a brincar alrededor.
Apretando fuertemente los labios, ahora que habían visto el ejemplo del señor Powys, el señor Smiles y el señor Crookshank se acercaron a él, tratando de que se quedara quieto. Jerry le indicó a la expedición que se detuviera, se desenganchó la cuerda del cinturón y retrocediendo golpeó al señor Powys en la nuca con el cañón de la pistola.
El señor Powys se desplomó, y el señor Smiles y el señor Crookshank lo sujetaron. La marcha prosiguió en silencio, a través del gas ligeramente amarillento que enturbiaba el aire del laberinto. Aquellos que habían absorbido un poco de gas creían ver formas en las nubes ondulantes: caras malévolas, figuras grotescas, dibujos maravillosos. Todos transpiraban, en particular el señor Smiles y el señor Crookshank que cargaban con el señor Powys; Powys pronto habría absorbido bastante LSD como para morir allí mismo.
En una bifurcación, Jerry titubeó un instante un poco mareado, pero muy pronto reanudó la marcha, guiando a la compañía por un túnel que se abría a la derecha.
Avanzaban, el silencio interrumpido a ratos por el disparo de un rifle contra una cámara de televisión.
Era una burla del destino, pensó Jerry, que su padre, obsesionado por el problema de acrecentar la incidencia de las perturbaciones neuróticas en el mundo, a la larga terminara también él perdiendo la chaveta.
Jerry volcó el último recodo y se encontró frente a la puerta de la cámara de control. Le sorprendió no haber tenido hasta ese momento más que dos bajas y sólo una de ellas realmente fatal.
A unos quince metros de la puerta, a una señal de Jerry, una bazooka fue pasando de mano en mano hasta él. Apartándose de Jerry y el cargador, los otros retrocedieron un poco y se detuvieron a esperar agrupados en desorden.
Jerry se echó la bazooka al hombro y movió el disparador. La bomba-cohete siseó pasando directamente a través de la puerta y estalló en la sala de controles.
Un pie enfundado en una bota salió volando y golpeó a Jerry en plena cara. Con los labios siempre apretados, Jerry apartó la bota de un puntapié y les indicó a los otros que lo siguieran.
La explosión había destrozado el tablero de control, pero la puerta de la pared de enfrente seguía intacta. Y como sólo se abriría en respuesta al código termal de alguien que ella conociese, no les quedaba otro recurso que volarla para entrar en la biblioteca, o esperar que alguien la volase para caer sobre ellos. Jerry sabía que en la biblioteca había hombres armados, esperándolos.
Los otros miembros de la expedición estaban desprendiéndose de las cuerdas y las tiraban al suelo. Era improbable que tornaran de vuelta el mismo camino, y no necesitarían las cuerdas otra vez. Jerry estudiaba el problema cuando la señorita Brunner se abrió paso hasta la cabina, estudió los destrozos del tablero, y luego alzó los grandes ojos burlones, escudriñando el rostro de Jerry.
—Menudo tablero, ¿eh? ¿Y este no es más que un panel secundario?
—Nada más. En los sótanos hay uno que ocupa toda una sala, la consola principal. Como ya dije, ese ha de ser nuestro objetivo.
—Lo dijo. ¿Y ahora qué?
Jerry se alisó el cabello al costado de la cara.
—Hay otra posibilidad además de esperarlos: la bazooka. Pero esa puerta es doble, y dudo que un cohete pueda atravesarla. Lo peor de la explosión nos tocaría a nosotros. Tienen que estar esperándonos allí con un lanza-granadas, un gran Bren o algo parecido. Por el momento la partida está en tablas.
—Usted tendría que haberlo previsto. —La señorita Brunner arrugó el ceño.
—Lo sé.
—¿Por qué no lo hizo?
—No se me ocurrió —dijo Jerry suspirando.
—Algún otro tendría que haberlo previsto. —La señorita Brunner se volvió a los demás con una mirada acusadora.
Dimitri estaba hincado junto al señor Powys y trataba de reanimarlo.
—No le hubiera servido de nada al señor Powys —dijo el señor Crookshank sin poder evitar una leve sonrisa—. El LSD lo atrapa a uno tarde o temprano ¿eh?
—Como a usted —dijo Dimitri—. Creo que el pobre señor Powys ya no tiene remedio.
—Ya me parecía que todo había sido demasiado fácil —dijo el señor Smiles.
—La tengo. —Jerry miraba hacia arriba. Sobre la puerta había un panel de metal asegurado con tuercas mariposa. Lo señaló. Aire acondicionado. Una neurada y un ojo certero resolverían el problema si la rejilla del otro lado no estaba cerrada.
Puso la mano sobre el brazo de un sudafricano corpulento.
—Tú me servirás. Me subiré sobre tus hombros. Sosténme las piernas cuando vuelva la onda expansiva. ¿Quién tiene una espoleta?
Uno de los belgas le alcanzó la espoleta. Jerry la colocó en el rifle automático y retiró el cargador. El belga le dio un cargador diferente, y Jerry lo colocó también en el rifle. Luego sacó del bolsillo una neurada y la arrojó dentro del gavión.
—Que alguien me ayude a subir.
Uno de los mercenarios británicos lo ayudó a encaramarse sobre los anchos hombros del sudafricano. Jerry levantó el panel de metal y con la culata del rifle empezó a golpear la rejilla de alambre. A través del tubo alcanzó a ver dónde había luces encendidas en la biblioteca. Oyó voces sofocadas.
Metió el rifle en el interior del tubo, y apoyó la culata en el hombro. El espacio entre las paletas de ventilación era suficiente. Y si la paleta del otro lado no desviaba la neurada, cosa poco probable, silenciarían a los guardias allí apostados y podrían volar las puertas con pequeñas cargas de explosivos antes que alguien advirtiese que el destacamento de la biblioteca había quedado fuera de combate.
Apretó el disparador. La neurada partió veloz por el tubo, pasó entre las paletas, y atravesó la rejilla.
Jerry sonrió cuando oyó en el otro lado unos gritos de sorpresa, y en seguida unos golpes sordos. La neurada había estallado. En ese momento perdió pie, y el sudafricano no alcanzó a sostenerlo. Llegó al suelo a medias saltando, a medias dejándose caer, y le devolvió el arma al belga.
—Bien, ahora hay que abrir esas puertas. Y no lo olviden, mantengan las bocas bien cerradas.
Los explosivos habían volado las dos cerraduras, permitiéndoles pasar al otro lado. Dentro de la biblioteca, junto a una ametralladora derribada, tres alemanes se retorcían en el suelo. Tenían las bocas torcidas en una mueca y los ojos bañados en lágrimas, y los miembros se les contorsionaban a medida que el gas les atacaba el sistema nervioso. Atravesarlos con las bayonetas les pareció un acto de piedad. Fue lo que hicieron.
De la biblioteca pasaron en tropel al vestíbulo de la planta baja. De improviso, las paredes retrocedieron, y el cielo raso se empinó, y una luz deslumbrante como el magnesio los encegueció por un momento. Jerry sacó a tientas del bolsillo las gafas oscuras y se las caló, notando que los otros hacían lo mismo.
Ahora distinguían alrededor unas formas titilantes, como el negativo de una película en colores. Estrías de un rojo intenso y de un azul luminoso veteaban las paredes.
En seguida todas las luces se apagaron dejándolos en la más profunda oscuridad.
Un momento después, una de las paredes se volvió transparente, y detrás empezó a girar un enorme disco negro y blanco, y un tamborileo rítmico y vibrante trepó por la escala de los decibeles hasta un nivel casi doloroso. Tambaleantes, con la impresión de que la sala se bamboleaba como un barco, siguieron a Jerry, quien tampoco las tenía todas consigo, pero que avanzaba hacia el disco en línea recta.
De pronto, Jerry le arrebató el fusil a uno de los mercenarios hipnotizados, y disparó toda una salva automática contra la pared. El material plástico se resquebrajó, pero el disco continuó girando. Al volverse a tomar otro fusil, Jerry advirtió que el disco los había inmovilizado a todos.
Una nueva descarga, y el plástico saltó hecho trizas. Las balas golpearon el disco, que giró más lentamente.
A espaldas de ellos, la pared más lejana se deslizó hacia arriba, y mostró a media docena de esbirros de Frank.
Jerry los ignoró y abrió de un puntapié un agujero mayor en el muro y con la culata del fusil golpeó el enorme disco, destruyéndolo.
—¡Suelten las armas! —gritó el jefe de los esbirros. Jerry se lanzó a través del agujero. Tomando puntería entre la señorita Brunner y Dimitri, que parpadeaban empezando a recobrar la lucidez, mató al jefe de un solo balazo.
El tiro bastó para que los otros reaccionaran con presteza. Casi antes de que Jerry lo advirtiese, la señorita Brunner había saltado por el agujero, alcanzando con los tacones el trasero de Jerry.
Estalló un tiroteo general. El señor Smiles, Dimitri y el señor Crookshank resultaron ilesos, pero en cambio murieron varios mercenarios, entre ellos el sudafricano corpulento.
No se dieron tregua hasta haber rematado a todos los guardias de Frank. Desde aquella guarida les fue relativamente fácil.
Ahora estaban en un cuarto pequeño, bañados por una suave luz rojiza; un canturreo que recordaba el murmullo del mar les zumbaba en los oídos.
Algo cayó desde el cielo raso y se abrió al rebotar contra el suelo.
—¡Bomba enervante! —exclamó Jerry—. ¡Cúbranse las bocas!
Sabía que en algún lugar, a la derecha del disco destrozado, había una salida. Se adelantó bordeando el muro, la encontró, y trató de forzarla metiendo el fusil como una cuña. Si no escapaban de allí rápidamente, de nada les servirían los filtros nasales.
Salió por la puerta, seguido de cerca por los otros.
La habitación siguiente era amarilla, y estaba poblada de murmullos sedantes. Una cámara de control remoto giraba cerca del cielo raso televisando diferentes planos. Uno de los mercenarios le disparó un tiro. Una puerta normal, y que no estaba cerrada con llave, daba a un tramo de escaleras ascendentes.
No había otra puerta. Subieron la escalera. Arriba los aguardaban tres hombres.
—Frank está escatimando esbirros —dijo Jerry.
La primera andanada no lo tocó, pero hizo pedazos la cabeza de un belga. Inquieto, Jerry se arrimó a la pared, levantó la pistola de agujas, y apuntó a la garganta de un guardia.
Detrás de él, los mercenarios que encabezaban la columna abrieron fuego. Un guardia cayó instantáneamente, con el estómago sangrando a borbotones. El segundo disparó apuntando a la caja de la escalera e hirió a otros dos mercenarios, incluyendo a un británico.
Recargando con presteza la pistola, Jerry abatió al guardia.
En el rellano de la primera planta todo era silencio, y Jerry aflojó la boca. Los mercenarios, seguidos de cerca por los civiles, llegaron al descanso y se volvieron hacia Jerry.
—Mi hermano tiene que estar en la sala mayor de control —dijo Jerry—, o sea dos plantas más abajo, y en cualquier momento aparecerán otros guardias. —Señaló una cámara de TV cerca del cielo raso—. No disparen contra ésa. Por alguna razón no la usa en este momento, y si la destruimos sabrá que estamos aquí.
—Ha de haberlo adivinado, estoy segura —dijo la señorita Brunner.
—Es muy posible. Además, tendría que haber enviado refuerzos. Tal vez nos espera en algún lugar, con una de sus trampas… o quiere darnos una pequeña tregua. En este descanso, en uno de los paneles de esa pared, hay un esquizomático. La obra magna de mi padre, pensaba él.
—Y Frank no lo está utilizando. —La señorita Brunner se alisó los largos cabellos rojizos.
—Tuve que abandonar al señor Powys, me temo. —Dimitri se apoyó contra la pared—. No cabe duda de que esta casa está llena de coloridas sorpresas, señor Cornelius.
—Entonces ya ha de estar muerto —dijo Jerry.
—¿Qué puede estar tramando ese hermano de usted? —preguntó la señorita Brunner.
—Algo divertido. Tiene mucho sentido del humor. Puede que nos esté tendiendo una nueva celada, pero no es muy de Frank ponerse sutil en momentos como éste. También es posible que haya huido.
—Y que todos nuestros esfuerzos hayan sido inútiles —acotó ella con acritud—. Espero que no.
—También yo lo espero, señorita Brunner.
Avanzó por el rellano, seguido por los demás. Jerry los condujo por la casa silenciosa, hasta un lugar desde donde podían ver mirando hacia abajo, y a través de lo que era indudablemente un espejo doble, el vestíbulo tabicado donde había estallado la bomba de gas enervante. A un costado de la pared más lejana descendían varios tramos de escaleras.
—Normalmente estas escaleras llevan al sótano —explicó Jerry—. De todos modos, convendría que volviéramos por el mismo camino. No hay ningún peligro a la vista.
Empezaron a bajar.
—Un poco más abajo las puertas son de acero —continuó Jerry—, y ellos podrían aislar cualquier tramo de la escalera. Recuerden lo que les dije: Usen los rifles como cuñas, y no permitan que las puertas se cierren del todo.
—No hay rifle que pueda detener al acero —dijo el señor Crookshank, no muy convencido.
—Cierto, pero el mecanismo de las puertas es delicado. Resultará.
Pasaron por los huecos de las paredes que alojaban las puertas de acero; ninguna estaba cerrada.
Llegaron al primer piso y se internaron en una galería curiosamente estrecha, producida sin duda por el movimiento de las paredes del vestíbulo poco antes. En el extremo del corredor apareció de pronto el señor Powys, y fue hacia ellos con paso vacilante.
—¡Tendría que estar muerto! —exclamó, ofendido, el señor Smiles.
—¡Está hechizada! ¡Está hechizada! —lloriqueó el señor Powys.
Jerry no pudo imaginarse cómo el señor Powys había llegado hasta allí. Tampoco se explicaba el hecho de que hubiese sobrevivido al LSD, por no hablar de todo lo demás.
—¡Está hechizada! ¡Está hechizada! —repetía el señor Powys.
Jerry lo tomó por el brazo.
—¡Señor Powys! ¡Vuelva a sus cabales!
El señor Powys le lanzó una mirada inteligente que de repente se transformó en una mirada sardónica. Alzó las pobladas cejas.
—Demasiado tarde para eso, me temo, señor Cornelius. Esta casa… es como una cabeza gigantesca. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? ¿O es mi cráneo? Y si lo es, ¿qué soy yo?
—Sé muy bien quién es la cabeza de esta casa —dijo Jerry sacudiéndolo—. Si lo sabré, hijo de puta.
—¡Mía!
—¡No!
—¿Qué sucede, señor Powys? —Dimitri se irguió con presteza—. ¿Puedo ser útil?
—¡Está hechizada! En mi cerebro; hechizada por mí mismo, creo. Y eso no puede ser real, Dimitri. Usted es Dimitri. Yo siempre pensé… Tiene que ser mi mente lo que me hechiza. Eso, sí. ¡Oh, cielos!
Se tomó la cabeza entre las manos y la meneó de lado a lado con profunda tristeza. Dimitri miró a Jerry Cornelius.
—¿Qué hacemos con él?
—Necesita un confesor. —Jerry Cornelius le sonrió al señor Powys. Alzó la pistola y le disparó un tiro en el ojo.
El grupo se detuvo.