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El domingo por la mañana la señorita Brunner y Dimitri partieron para Blackheath. Ella cerró con llave la puerta de la casa de Holland Park y dejó en el umbral el billete para el lechero dentro de una botella vacía. Y cuando se ponía los guantes bajando grácilmente por el sendero, ya Dimitri tenía listo el Lotus 15 y con el motor en marcha.

Un poco más tarde, mientras esperaban a que el tránsito de Knightsbridge se adelantara, la señorita Brunner resolvió tomar el volante, y ella y Dimitri intercambiaron sus respectivos papeles. Estaban habituados a cambiar de papeles; eso los mantenía unidos en aquellos tiempos inciertos.

—Ojalá esté allí el señor Cornelius —decía obsesivamente la señorita Brunner mientras guiaba por Sloane Street, menos atosigada que en los días de trabajo.

Recostado en el asiento, Dimitri fumaba. Había tenido una noche agotadora, y no había disfrutado tanto como de costumbre, sobre todo porque la señorita Brunner se había empeñado en llamarlo Cornelius todo el tiempo.

Ya se cansará de él, pensó. Estaba un poco celoso de Cornelius, a pesar de todo; al levantarse había tenido que tomar dos tazas de café fuerte para convencerse de que él no era Jerry Cornelius. Por otra parte, la señorita Brunner no se había convencido con tanta facilidad, y hoy estaba tan mal como lo había estado desde el jueves.

Bueno, con un poco de suerte el lunes todo habría terminado y podrían pasar a la etapa siguiente del plan, una etapa mucho más elaborada que requería inteligencia, y escasa actividad energética.

Era una lástima que no hubiese otro medio que tomar la casa por asalto. A Dimitri la idea no le había gustado nada la primera vez que la propusieron, pero como había tenido tiempo de reflexionar ahora la esperaba casi ansioso. De todos modos, estaba preocupado.

La señorita Brunner llevó con habilidad el jadeante Lotus a través del Westminster Bridge, se internó en el dédalo de calles de la otra orilla, y luego bajó por el Old Kent Road.

Estaba decidida a tener a Jerry Cornelius, pero sabía que en una situación de este tipo tendría que valérselas por sí misma y no confiar en Dimitri. Un bocado sabroso, pensó, un verdadero y aromático bocado. Se sintió mejor.

El señor Crookshank, el empresario de espectáculos, se despidió con un beso de la Pequeña Señorita Dazzle. La Pequeña Señorita Dazzle estaba totalmente desnuda, y no aparecía así en escena sólo para que el público no viese que estaba provista de unos delicadísimos órganos genitales masculinos.

Todavía no había llegado la hora, había decidido el señor Crookshank, de revelar ese secreto; no mientras los discos de la señorita Dazzle prometiesen alcanzar dentro de tres días o antes de una semana el primer puesto en el cuadro de los diez mejores. Cuando ella fuera número cinco, sería el momento de echar a rodar algunos rumores, y luego un casamiento quizá, pensó, aunque detestaría perder a la señorita Dazzle.

El Rolls del señor Crookshank, completo con chofer, esperaba abajo, a la puerta del edificio de Blooms-bury donde vivía la señorita Dazzle.

El chofer conocía el camino.

Mientras el automóvil doblaba hacia el Blackfriars Bridge, el señor Crookshank encendió una panatela. Puso la radio y quiso la buena suerte que estuviesen transmitiendo el último éxito de la Pequeña Señorita Dazzle en el programa pop continuado Gran Cita con el Beat. Era una canción conmovedora, y el señor Crookshank se sintió debidamente conmovido. Las palabras parecían escritas para él.

I am a part of you, the heart of you,

I want to start with you,

And know…

El compás cambió de 4/4 a 3/4, las guitarras cayeron de golpe en la quinta menor, cuando ella entonó:

Just what it is,

Just what it is,

Just what it is,

I want to know.

Miró por la ventanilla cuando el Rolls tomó Harrington Street hacia el puente. Todos los trabajadores dominicales parecían ir en una misma dirección, como si la llamada de los lemmings se hubiese oído en todo el país. En realidad, decidió el señor Crookshank, en vena filosófica, la llamada se había oído, sí, en toda Europa.

El señor Powys estaba retrasado, pues comúnmente descansaba los domingos, y sólo se había levantado temprano al recordar que esa mañana tenía cita en Blackheath. Dejó el chalet de Hyde Park Gate con un tajo que se había hecho en la cara al afeitarse y la camisa pegada a la espalda. Del garaje, a la vuelta de la esquina, sacó el Ashton Martin azul y le bajó la capota para que la brisa húmeda lo despertase mientras conducía.

Encendió la radio con el mismo propósito, aunque ya era demasiado tarde para escuchar a la Pequeña Señorita Dazzle en «Just what it is». Llegó en cambio en la mitad de «Suckers deserve it» por los Tall Tom’s Tailmen. Si el señor Powys tenía un destino, la canción de los Tall Tom’s Tailmen se lo estaba recordando, y no porque le hubiese pasado lo mismo al señor Powys, pero así era él. Todo cuanto la canción consiguió en aquel momento fue darle hambre, aunque no supo por qué. Pensó de nuevo en la señorita Brunner y Dimitri, a quienes conocía íntimamente. A decir verdad, era muy improbable que hubiese aceptado meterse en esta aventura si no los hubiera conocido tan bien.

La señorita Brunner y Dimitri tenían modos persuasivos. Salvo en algún momento de sobriedad extrema, siempre se le aparecían juntos en la mente, la señorita Brunner y Dimitri.

El señor Powys era un hombre frustrado, desgraciado.

Atravesó el parque, con la impresión de que allí la atmósfera era más clara, dobló a la izquierda y se internó en Knightsbridge, el fabuloso barrio londinense de los ladrones, donde el portal de cada tienda (o para ser más preciso, cada tienda) alojaba un ladrón de uno u otro pelaje. Tomó luego Sloane Street, pero cruzó por el Battersea Bridge, y sólo cuando desembocó en Clapham Coramon comprendió que había equivocado el camino y que llegaría más tarde que nunca.

Aproximadamente a la hora en que todos los automóviles habían cruzado el río, el señor Smiles estaba desayunando en su casa de Blackheath y preguntándose cómo y por qué se había metido en este asunto. De la información (probablemente en microfilm) que podría encontrarse en la casa del viejo Cornelius se había enterado por un amigo de Frank Cornelius, un próspero importador de drogas que le vendía a Frank las sustancias químicas más raras. Durante un momento de euforia, Frank había soltado un poco la lengua, y el señor Harvey, el importador, la había soltado a su vez con el señor Smiles, también eufórico.

Sólo el señor Smiles había comprendido cabalmente lo que significaba aquella información, si en verdad era correcta, pues el señor Smiles conocía la City mejor de lo que la City lo conocía a él. Lo comentó con la señorita Brunner, y desde entonces la señorita Brunner se encargó de la organización.

El señor Smiles se había puesto luego en contacto con Jerry Cornelius, a quien no veía desde hacía algún tiempo, en verdad desde el día en que él y Jerry habían despojado al City United Bank de unos dos millones de libras y repartiéndose el botín a medias habían tomado distintos rumbos. La investigación policial fue bastante apática, como si prefirieran concentrarse en los crímenes importantes del momento, comprendiendo que la libra inflacionada ya no merecía que se la protegiese.

El señor Smiles, que tenía algo de visionario, supo interpretar los signos. Comprendió que toda la economía occidental, incluyendo a Suecia y Suiza, no tardaría en desmoronarse. La información que tan gentilmente le había proporcionado el señor Harvey, casi con certeza aceleraría el derrumbe, pero si se la utilizaba con inteligencia llevaría a la cumbre al señor Smiles y sus cofrades. Tendría en sus manos, prácticamente, casi todo el poder que fuese posible tener cuando por fin se estableciese la anarquía.

El señor Smiles jugó con un huevo frito preguntándose por qué siempre se romperían las yemas en estos tiempos.

En el cuarto que tenía permanentemente reservado en The Yachtsman, Jerry Cornelius se despertó a las siete esa mañana, y se puso una camisa color limón con pequeños gemelos de ébano, una ancha corbata negra, calcetines negros y botas negras hechas a mano. Se había lavado los cabellos sedosos, y ahora se los cepillaba con cuidado hasta sacarles brillo.

Luego cepilló una chaqueta negra y se la puso.

Se calzó los guantes de cabretilla negra, y calándose las gafas oscuras, se sintió preparado para enfrentar el mundo.

Recogió de la cama lo que parecía ser un estuche de tocador de cuero negro. Lo abrió, comprobó que la pistola de agujas estaba cargada, guardó otra vez el arma y cerró el estuche.

Llevando el estuche en la mano izquierda, bajó las escaleras; saludó con un movimiento de cabeza al propietario, que le devolvió el saludo. Y subió al Cadillac recién lustrado.

Se quedó un momento en el coche, sentado, contemplando el mar gris. Le quedaba un cuarto de vaso de Bell’s en la abrazadera del tablero de cambios. Bajó la ventanilla y tiró el vaso fuera. Sacó un vaso nuevo envuelto en papel, lo puso en la abrazadera y lo llenó hasta la mitad. Luego encendió el motor, dio vuelta el auto y arrancó, poniendo en marcha el aparato de cintas no bien salió a la calle principal de Southquay.

John, George, Paul y Ringo cantaban para él, desde todos los parlantes, el viejo clásico «Baby’s in black».

Oh dear what can I do, baby’s in black and I´ m feeling blue…

Todavía eran su grupo favorito.

She thinks of him and so she dresses in black, and though he’ll never come back, she’s dressed in black.

A mitad de camino se detuvo en un quiosco de periódicos y se compró dos Barras Marte, dos tazas de café negro fuerte, y una o dos libras de papel impreso rotulado NOTICIAS, COMERCIO, ENTRETENIMIENTOS, ARTE, POP, AUTOMOVILISMO, SUPLEMENTO CÓMICO, SUPLEMENTO EN COLORES, SUPLEMENTO LITERARIO, y SUPLEMENTO TURÍSTICO. La sección noticias tenía una sola página y las noticias eran breves, lacónicas, sin interpretaciones. Jerry no las leyó. En realidad no leyó nada más que el suplemento cómico. En cambio había mucho para mirar. En estos tiempos los medios de comunicación recurrían cada vez más a las imágenes. Jerry estaba bien provisto.

Comió las golosinas, se bebió el café, dobló las secciones y las dejó sobre la mesa, a guisa de propina. Luego volvió al auto para seguir viaje a Blackheath.

Fuera de las pastillas y los dulces, Jerry no había comido nada en casi toda una semana.

Había comprobado que no necesitaba comer mucho, y que podía vivir perfectamente de la energía vital de los otros, aunque esto era agotador para ellos, claro está. No tenía amistades duraderas y Catherine era la única persona de quien no se había alimentado. Se había complacido, al contrario, en alimentarla cada vez que ella se sentía débil con una parte de la vitalidad que él mismo robaba. A Catherine no le gustaba mucho que lo hiciera, pero lo necesitaría cuando él la sacara por fin de aquella casa y la devolviera a la normalidad, si conseguía devolverla a la normalidad.

Lo que haría ciertamente cuando tomase la casa por asalto sería matar a Frank. La aguja última de Frank, la excitación última que Frank aún estaba buscando, partiría de la pistola de Jerry.

El único que a las dos aún no había aparecido era el señor Lucas, y decidieron prescindir de él, aunque malhumorados, lo que no era del todo justo, pues la noche anterior el señor Lucas había sido asesinado a puñaladas en Islington y despojado de casi todas las ganancias del casino por un eterno perdedor muy deprimido que el lunes siguiente se mataría al rodar escaleras abajo cuando llevaba su dinero al banco, pues ese es el destino de los perdedores eternos.

La señorita Brunner y Dimitri, el señor Smiles, el señor Crookshank y el señor Powys estaban estudiando el mapa que el señor Smiles había desplegado sobre la mesa. Jerry Cornelius, de pie junto a la ventana fumaba un cigarrillo delgado y escuchaba a medias a los otros que discutían los detalles de la expedición.

El señor Smiles señaló con un dedo rollizo una cruz trazada aproximadamente en el centro del Canal de la Mancha, entre Dover y Normandía.

—Aquí nos esperará el barco. Los hombres fueron contratados por mí en Tánger. Respondieron a un anuncio. Al principio pensaban que tendrían que matar africanos, pero luego entendieron. Casi todos son sudafricanos blancos, belgas y franceses. Hay un par de ex oficiales británicos. Los puse a cargo, naturalmente. Excepto los sudafricanos, se entusiasmaron más cuando les dije que pelearían sobre todo con alemanes. Curioso cómo alguna gente consigue no olvidar, ¿no?

—¿No? —El señor Powys, como siempre, parecía algo indeciso—. Aquí mismo estarán anclados, esperándonos ¿verdad?

—Pensamos que eso era lo mejor, se da cuenta. En realidad, las patrullas guardacostas no vienen por aquí tanto como antes. No hay que preocuparse demasiado.

La señorita Brunner señaló la aldea vecina a la mansión de los Cornelius.

—¿Y esto?

—Una vanguardia de cinco hombres aislará la aldea de toda posible comunicación. Podrán ver parte de lo que ocurre, desde luego, pero no creemos que nos molesten. Interceptaremos todas las llamadas telefónicas.

La señorita Brunner miró a Jerry Cornelius.

—¿Prevé usted alguna dificultad antes que entremos por la grieta del acantilado, señor Cornelius?

Jerry asintió.

—Embarcaciones del tamaño de esa nave de ustedes, o de mi lancha, no pueden escapar a la vigilancia del radar, es casi inevitable. Pienso, sin embargo, que mi hermano confiará sobre todo en las trampas instaladas en el laberinto y esas cosas. Pero la casa nos dará otras sorpresas. Como ya les dije, tendremos que llegar cuanto antes a la sala de control principal. Está en el centro mismo de la casa. Una vez allí, podremos desconectar los sistemas, y desde ese momento la lucha será a brazo partido, hasta atrapar a Frank. Yo creo que si consiguen mantenerlo en jaque un par de horas, les dirá en qué lugar preciso está el microfilm.

La señorita Brunner dijo en voz baja: —Eso quiere decir que hemos de preservar la vida de Frank cueste lo que cueste.

—Hasta sacarle la información que a ustedes les interesa, sí. Luego, yo me ocuparé de él.

—Suena de veras vengativo, señor Cornelius. —La señorita Brunner le sonrió. Jerry se encogió de hombros y volvió a mirar por la ventana.

—Parece que ya no queda mucho por discutir. —El señor Smiles ofreció cigarrillos a todos—. Tenemos un par de horas por delante.

—Casi tres, si partimos a las cinco —dijo la señorita Brunner.

—¿Tres horas? —El señor Powys echó alrededor una rápida mirada.

—Tres horas —dijo el señor Crookshank asintiendo y mirando su reloj—. Casi.

—¿Qué hora es exactamente? —preguntó el señor Smiles—. Me parece que se me ha parado el reloj.

—Veo que las liras están a treinta centésimos el millón.

El señor Crookshank encendió el cigarrillo de la señorita Brunner con un encendedor de oro.

—No tenían que haberse retirado del Mercado Común —dijo, implacable, la señorita Brunner.

—¿Qué otra cosa podían hacer?

—El marco se mantiene —dijo el señor Powys.

—Ah, el marco ruso-norteamericano. No podrán seguir sosteniéndolo. —El señor Smiles sonrió una sonrisa satisfecha—. Claro que no.

—Aún no estoy muy seguro de que hayamos actuado correctamente. —La voz del señor Powys sonó como si todavía no estuviera seguro de nada. Echó una mirada inquisitiva a la botella de scotch sobre el aparador. El señor Smiles se la señaló con un ademán obsequioso. El señor Powys se puso de pie y se sirvió un vaso—. Negarnos a restituir todos aquellos préstamos europeos, quiero decir. Me parece.

—No fue exactamente una negativa —le recordó Dimitri—. Sólo les pedimos un aplazamiento indeterminado. Gran Bretaña es hoy sin duda la oveja negra de la familia ¿no?

—No hay forma de evitarlo, y si esta noche tenemos suerte, todo eso nos beneficiará a la larga. —El señor Smiles se restregó la barba y fue hacia el aparador—. ¿Alguien quiere un trago?

—Sí, por favor —dijo el señor Powys.

También los otros aceptaron, excepto Jerry que seguía mirando por la ventana.

—¿Señor Cornelius?

—¿Sí? —Dimitri alzó rápidamente la vista—. Perdón.

El señor Powys lo miró sorprendido, sosteniendo un vaso de whisky en cada mano. La señorita Brunner echó una mirada feroz a Dimitri.

—Tomaré uno pequeño.

Aparentemente, Jerry no había reparado en la confusión de Dimitri, pero al recibir el vaso de manos del señor Smiles, sonrió un instante de oreja a oreja.

—Ah, qué extraño limbo éste en que estamos viviendo ¿no les parece? —Desde que le se ocurriera la idea de los lemmings fatigados, el señor Crookshank no había abandonado la vena filosófica—. La sociedad se cierne en las alturas y está a punto de caer ¿eh? ¡Nos amenaza el caos!

El señor Powys ahora estaba tratando de trasvasar el whisky de un vaso lleno a otro. El licor se derramó sobre la alfombra.

Cornelius pensó que el señor Powys estaba abusando un poco. Sonrió un instante cuando se sentó en el brazo del sillón de la señorita Brunner. La señorita Brunner cambió de posición tratando de mirarlo de frente, y fracasando.

—Quizá Occidente ha llegado a la etapa del cuasar, ustedes saben, 3C286 o lo que sea. —La señorita Brunner habló de prisa, casi con enojo, echando el cuerpo hacia atrás para alejarse de Jerry Cornelius.

—¿Qué es eso? —El señor Powys se chupaba los dedos.

—Sí, ¿qué es eso? —Preguntando lo mismo, el señor Crookshank pareció repudiar la pregunta del señor Powys.

—Los cuasares son objetos astrales —dijo Jerry— tan sólidos que han entrado en la fase del colapso gravitatorio.

—¿Y eso qué relación tiene con el mundo occidental? —preguntó el señor Smiles—. ¿Astronomía?

—Cuanto más densa en términos de población se vuelve un área, más masa atrae, hasta que llega a la fase del colapso gravitatorio —le explicó la señorita Brunner.

—Entropía, creo yo, señor Crookshank, más que caos —dijo Jerry amablemente.

El señor Crookshank sonrió y meneó la cabeza.

—Usted ve un poco más allá que yo, señor Cornelius. —Miró a los demás—. Más allá que todos nosotros, podría decirse.

—No más allá que yo. —La señorita Brunner habló con firmeza.

—Parece haber una curiosa interrelación entre las ciencias ¿no piensa usted lo mismo, señor Cornelius? —dijo Dimitri, cuya acotación sonó como el eco de otra, que quizá había escuchado antes—. La historia, la física, la geografía, la psicología, la antropología, la ontología. Un hindú que conocí…

—Me encantaría ordenar un programa —dijo la señorita Brunner.

—No creo que haya una computadora apropiada —dijo Jerry.

—Quiero ordenar un programa —dijo ella como si acabara de decirlo.

—Tendría que incluir también las artes —dijo él—, y la filosofía, ni qué hablar. Ahora que lo pienso, quizá sólo sea cuestión de tiempo, hasta que todos los datos cristalicen en algo interesante.

—¿De tiempo?

—También, sí.

La señorita Brunner le sonrió.

—Tenemos algo en común. Hasta ahora no sabía muy bien qué.

—Oh sólo nuestra ambivalencia —volvió a sonreír Jerry, mostrando los dientes.

—Usted está de buen humor —dijo repentinamente el señor Powys dirigiéndose a Jerry.

—Tengo algo que hacer —respondió Jerry, pero el señor Powys volvía a clavar los ojos en el vaso de scotch.

La señorita Brunner se sentía sumamente satisfecha. Retomó el tema.

—Me gustaría tener más información. Usted sabe que esa computadora se podría construir. Y ella, a su vez ¿qué construiría? ¿Hacia dónde vamos?

—Hacia el cambio permanente, tal vez, si me perdona usted la paradoja. No muchos tendrían la inteligencia necesaria para sobrevivir. Cuando Rusia y los Estados Unidos terminen de repartirse Europa, no en vida mía, espero, ¡qué maestría habrán alcanzado los sobrevivientes! Qué servicios valiosos prestarán a los nuevos amos ¿eh? Tendrá que recordarlo, señorita Brunner: ahora y más que nunca los acontecimientos parecen precipitarse. —Jerry le palmeó traviesamente el hombro.

Ella adelantó el brazo para tocarle la mano; pero la mano ya no estaba allí. Jerry se incorporó.

—¿Puede el Tiempo ser más veloz que c? —La señorita Brunner se echó a reír—. Me estoy yendo del tema, señor Cornelius. Pero tenemos que retomarlo en otra ocasión.

—Ahora o nunca —dijo él—. Mañana estaré lejos, y no volveremos a vernos.

—Parece usted muy seguro.

—Necesito estarlo.

Jerry ya no sonreía cuando volvió a la ventana, al recordar a Catherine y lo que aún tenía que hacerle a Frank.

Detrás de él, la conversación continuaba.

La señorita Brunner estaba ahora muy excitada, fuera de sí.

—¿Y cuál es su filosofía para la inminente Era de la Luz, señor Powys? Usted sabe, la era c. Pensándolo bien, es un nombre más adecuado.

—¿Pensándolo bien? —Al señor Powys no se le ocurría ninguna otra idea. Ahora estaba en su quinto pensamiento, tratando de relacionarlo con el cuarto y, si conseguía acordarse, con el tercero.

El señor Powys estaba muy ocupado desintegrándose activamente.

El señor Smiles, le llenó amablemente el vaso hasta el borde, pues hay siempre algo de bondad en todos nosotros.