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Ritmos de música beat inundaban el Cadillac convertible mientras Jerry Cornelius enfilaba hacia la costa de Kent: Zoot Money, los Who, los Moody Blues, los Beatles, Manfred Mann y The Animals. En el aparato empotrado, Jerry sólo tocaba lo mejor.

Los tres parlantes instalados en distintas partes del auto atronaban el aire, y Jerry ni siquiera alcanzaba a oír el ruido del motor. Junto al volante, en una abrazadera de resorte, el contenido de un vaso bailaba al compás de los golpes sordos del bajo. De tanto en tanto Cornelius tomaba el vaso, bebía un sorbo y lo ponía de nuevo en la abrazadera. Una vez metió la mano en el bolsillo interior del coche y la sacó repleta de píldoras. No había dormido en casi toda una semana y ya las píldoras no impedían que se sintiera destemplado; pero se las metió en la boca, enjugándolas con un sorbo. Poco después sacó una media botella de Bell’s y volvió a llenar el vaso.

Adelante, la carretera estaba mojada, y la lluvia se estrellaba aún contra el parabrisas. El doble par de limpiaparabrisas se movía junto con la música. Aunque el calefactor estaba encendido, Jerry sentía frío. En las afueras de Dover se detuvo en una estación de servicio e hizo llenar el tanque del Cadillac mientas liaba un cigarrillo delgado con papel de regaliz y Old Holborn. Pagó al empleado, encendió el cigarrillo y tomó la carretera general de la costa; se desvió luego por un camino lateral, y entró al fin en la calle principal de la aldea portuaria de South Quay dejando una estela de arpegios de guitarra, órganos y voces agudas. Bajo el cielo encapotado el mar estaba negro. Jerry bordeó lentamente el muelle; las ruedas del auto rebotaban contra los guijarros. Paró la cinta.

Retirado del camino había un pequeño hotel. Se llamaba The Yachtsman. La insignia mostraba un hombre sonriente en traje de mar, y como fondo un panorama del muelle visto desde el hotel. El letrero se mecía suavemente a merced del viento. Jerry entró retrocediendo en el patio del hotel, dejó las llaves en el tablero y salió. Se metió las manos en los bolsillos altos de la chaqueta y permaneció un momento junto al auto, estirando las piernas, contemplando sobre las aguas negras las embarcaciones amarradas. Una de aquellas embarcaciones era la suya. Un bote salvavidas moderno que había convertido en lancha.

Volvió la cabeza y echó una mirada rápida al hotel, comprobando que no se había encendido ninguna luz y que nadie daba señales de vida. Cruzó hasta la orilla. Una escala de metal descendía al mar; bajó unos peldaños, y saltó de la escala a la cubierta de la lancha. Se detuvo un momento para acostumbrarse al balanceo, y se encaminó en línea recta al puente bien cuidado. No encendió las luces; buscó a tientas los instrumentos y puso en marcha el motor.

Subió otra vez al puente y soltó las amarras.

Poco después ya había salido del muelle y se alejaba mar afuera.

Sólo el vigía de la oficina portuaria lo vio zarpar. Afortunadamente para Jerry, era tan corrupto como las seis personas que se habían reunido en la casa de Blackheath. El hombre, como ellos mismos decían, tenía su precio.

Tomando un rumbo conocido, Jerry llevó la lancha hacia la costa de Normandía, donde su difunto padre había levantado el falso chateau Le Corbusier. Era un edificio antiguo, construido mucho antes de la segunda guerra mundial. Una vez fuera del límite de las tres millas, Jerry encendió la radio y sintonizó la última estación, Radio K-Nueve («la Emisora con gancho»). Estaba propalando una cosa bastante rara, algo que sonaba como una mescolanza muy mal tocada de música griega y persa. Tenía que ser uno de esos grupos nuevos que la gente de la publicidad aún trataba en vano de promover. Ninguno de ellos era músico ni entendía nada de música, y nunca sabían por qué un grupo se hacía popular y otro no, pero estaban convencidos de que cualquier ruido inédito podría reanimarlos también a ellos. Nada de todo eso interesaba, al menos por ahora, pensó Jerry. Cambió varias veces de estación hasta dar con una aceptable.

Los ecos de la música reverberan sobre el agua. Aunque había tomado la precaución de no encender ninguna luz, a unos quinientos metros ya podrían oírlo. Cuando alcanzó a ver el impreciso contorno de la costa, apagó la radio.

Al cabo de un rato apareció a la vista el falso chateau Le Corbusier de su padre, un enorme edificio de seis plantas, con ese extraño aire vetusto de todos los edificios «futuristas» de los años veinte y treinta. Y este castillo tenía, por añadidura, un toque de expresionismo alemán arquitectónico.

Para Jerry la mansión simbolizaba el espíritu mismo de lo perecedero, y disfrutaba contemplándolo, así como disfrutaba a veces escuchando los éxitos musicales del año anterior. La casa se alzaba, truculenta y decrépita, al borde mismo de un acantilado que se curvaba en una pendiente abrupta por encima de la aldea más próxima, a unos seis kilómetros de distancia. Un reflector dominaba el edificio, como en un grotesco monumento que conmemorase la guerra. Jerry sabía que la casa estaba ocupada por un pequeño ejército privado de mercenarios alemanes, hombres que pertenecían al pasado, como la casa misma, y que, no obstante, en un sentido intemporal, reflejaban algo del espíritu de la década del setenta. Sin embargo, era el mes de noviembre de 196- cuando Jerry apagó el motor y navegó a favor de la corriente, sabiendo que lo llevaría hacia el acantilado sobre el que se levantaba la casa. El acantilado no sólo era escarpado. Sobresalía en abrupta pendiente unos treinta metros, y estaba cargado de dispositivos de alarma. Ni Wolfe hubiera podido tomarlo por asalto. La naturaleza del acantilado favorecía a Cornelius, pues ocultaba la lancha de los radares de televisión de la casa. Las ondas de radar no exploraban tan abajo, pero había cámaras de TV en todos los sitios donde alguien pudiese desembarcar. No obstante, Frank, el hermano de Jerry, no conocía la entrada secreta.

Jerry amarró la embarcación al acantilado por medio de unas potentes ventosas que había traído. Las ventosas tenían argollas de metal y Jerry ató a las argollas las cuerdas de amarre. Antes que la marea bajase, ya estaría lejos de allí.

Una cara del acantilado era de material plástico. Cornelius la golpeó suavemente y esperó algunos segundos mientras la puerta se abría poco a POCO hacia adentro y mostraba un rostro demacrado y ansioso. Era el rostro de un lúgubre escocés, el viejo criado y mentor de Jerry, John Gnatbeelson.

—¡Ah, señor!

El rostro desapareció dejando libre la entrada.

—¿Está bien ella? —preguntó Jerry mientras se introducía en el cubículo de paredes metálicas, detrás de la puerta de plástico. John Gnatbeelson retrocedió unos pasos y luego se adelantó a cerrar la puerta. Medía más de un metro noventa; un hombre flaco y desgarbado, de pómulos casi inexistentes y largos bigotes caídos que le llegaban hasta la barbilla. Vestía una vieja chaqueta Norfolk y pantalones de pana. Parecía tener los huesos desarticulados, y se movía como una marioneta mal manejada.

—No está muerta, señor, creo —lo tranquilizó Gnatbeelson—. Me alegro de verlo, señor. Espero que esta vez haya regresado para siempre, señor, para echar de nuestra casa a puntapiés a ese hermano de usted. —Miró al vacío con expresión de odio profundo—. Le ha… había… —Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas.

—Animo, John. ¿Qué ha estado haciendo ahora?

—No lo sé, señor. No me ha dejado ver a la señorita Catherine en toda la semana. Él dice que está durmiendo. Durmiendo. ¿Qué clase de sueño dura una semana, señor?

—Puede que haya varias clases. —Jerry hablaba con relativa tranquilidad—. Drogas, me imagino.

—Dios sabe que él las consume en abundancia. Vive de ellas. Todo cuanto come son tabletas de chocolate.

—Catherine nunca tomaría somníferos voluntariamente, no lo creo.

—Jamás, señor.

—¿Sigue en sus antiguas habitaciones?

—Sí, señor. Pero hay un guardia en la puerta.

—¿Has tomado las medidas necesarias?

—Sí, pero estoy preocupado.

—Claro que lo estás. ¿Y has cerrado el control principal de esta entrada?

—Me parecía innecesario, señor, pero así lo hice.

—Más vale prevenir que curar, John.

—Eso supongo, sí. Pero también en este caso, sólo sería cuestión de tiempo hasta que…

—Todo es cuestión de tiempo, John. En marcha. Si los interruptores están cerrados, no podremos tomar el ascensor.

—No, señor. Tendremos que subir por la escala.

—Adelante, entonces.

Salieron de la cámara de metal y entraron en otra semejante, algo más espaciosa. John alumbraba el camino con una linterna. La jaula de un ascensor apareció a la vista, y arriba el pozo oscuro. John guardó la linterna en la cintura del pantalón y retrocedió unos pasos. Jerry llegó hasta la escala y empezó a trepar.

Subieron en silencio más de quince metros y llegaron a lo alto del pozo. Frente a ellos se abrían las entradas de cinco corredores. Tomaron la entrada del centro. El corredor zigzagueaba y serpenteaba; era parte de un complicado laberinto, y aunque ambos hombres lo conocían muy bien, de tanto en tanto vacilaban en los múltiples recodos y bifurcaciones.

Por fin, no sin cierto alivio, entraron en un recinto blanco, con luces de neón, que alojaba una pequeña consola. El escocés fue hasta el tablero de la consola y movió un interruptor. Una luz roja se apagó en el tablero, y se encendió una verde. Las agujas temblaron en las esferas y varias pantallas monitoras enfocaron partes del camino que acababan de recorrer. Vistas del cubículo al pie del pozo, el pozo mismo, los intrincados corredores —ahora brillantemente iluminados— aparecían y desaparecían en las pantallas. El equipo funcionaba en absoluto silencio.

Sobre la puerta de salida de aquel recinto había una forma ovoide bastante grande de un color verde lechoso. John apoyó allí la mano. Respondiendo a la impresión de la palma, que reconoció, la puerta se deslizó en silencio. Entraron en un túnel corto, que los llevó hasta otra puerta idéntica. John la abrió del mismo modo.

Ahora estaban en una biblioteca oscura. A la derecha, a través de una pared transparente, podían ver el mar, un mármol negro con estrías grises y blancas.

Las tres paredes restantes estaban cubiertas casi por completo de anaqueles rosados de fibra de vidrio, repletos de libros, casi todos en ediciones en rústica. La media docena o poco más de volúmenes encuadernados en cuero con títulos dorados parecían allí incongruentes. John los iluminó con la linterna y le sonrió a Jerry, quien se sintió avergonzado.

—Todavía están, señor. Él no viene aquí con frecuencia, de lo contrario ya se habría deshecho de ellos. No sería tan grave porque yo tengo otro juego.

Jerry miró los libros. Uno de los títulos era Exploración del Tiempo en la Decadencia de Occidente, por Jeremiah Cornelius, MAHS; otro Hacia la Paradoja Última, y un tercero llamado La Simulación Ética. Jerry pensó que tenía motivos para sentirse avergonzado.

Naturalmente, parte de la pared cubierta de libros era falsa, y se deslizó hacia atrás descubriendo una puerta de metal blanco y un botón. Jerry apretó el botón y la puerta se abrió.

Otro ascensor.

Antes de entrar y subir, John se agachó y recogió un pequeño estuche. Aquel era uno de los pocos ascensores cuyos movimientos no aparecían registrados —o así creían ellos— en algún tablero del castillo.

En el sexto piso el ascensor se detuvo, y John abrió la puerta y asomó lentamente la cabeza. El rellano estaba desierto. Salieron del ascensor, y la puerta, todo un panel corredizo cubierto por una pintura mural que recordaba a Picasso en su período último y más trivial, volvió a su sitio.

La habitación a la que iban se encontraba en un pasadizo que arrancaba del vestíbulo central. Caminaron en silencio hasta el recodo, echaron una mirada alrededor, y de nuevo retrocedieron, agachándose.

Habían visto al guardia. Tenía un rifle automático apoyado en el brazo. Era un alemán gordo y corpulento con todo el aspecto de un eunuco. Parecía estar muy atento, tal vez esperando una oportunidad de usar su rifle belga.

John abrió el estuche. Sacó una pequeña ballesta de acero, muy moderna y estilizada, y se la pasó a Jerry Cornelius. Jerry la sostuvo con una mano aguardando el momento en que el guardia mirase decididamente a otra parte. Un instante después, el hombre clavó los ojos en la ventana del fondo del pasadizo.

Jerry dio un paso adelante, tomó puntería y disparó. Pero el guardia lo había oído y saltó a un costado. El dardo le rozó el cuello. Había sólo un dardo.

Cuando el guardia empezaba a levantar el fusil, Jerry se abalanzó y le aferró los dedos de la mano derecha, quitándole el rifle. Se oyó el crujido de un dedo. El guardia soltó un grito inarticulado y abrió la boca: no tenía lengua. Se defendió a puntapiés cuando Jerry se arrojó sobre él con un cuchillo, errándole a la garganta y hundiéndole el arma en el ojo izquierdo. La hoja penetró casi hasta el mango, unos doce centímetros, y salió justo por debajo de la oreja izquierda. Cuando el SNC del alemán acusó el golpe, el cuerpo quedó momentáneamente paralizado, ablandándose cuando Jerry lo dejó caer. Jerry extendió la mano y saco el cuchillo de la cara del alemán, entregándoselo a John, que estaba tan exánime como el muerto.

—Vete de aquí, John —murmuró Jerry—. Si lo consigo, te veré en la cámara del acantilado.

Cuando John Gnatbeelson desapareció, Jerry movió el picaporte. Era un picaporte de tipo convencional, y la llave estaba en la cerradura. Al ver que la puerta se resistía, hizo girar la llave. La puerta se abrió. Jerry sacó la llave de la cerradura. Una vez dentro, cerró en silencio la puerta y volvió a echarle llave.

Estaba en la alcoba de una mujer.

Los espesos cortinados cubrían los ventanales. El lugar olía a aire rancio y desdicha. Cruzó la habitación que tan bien conocía, encontró a tientas el velador, y lo encendió.

La luz rojiza inundó el recinto. Una hermosa joven yacía en la cama, con un vestido de color pálido. Era de facciones delicadas y parecidas a las de Jerry. Tenía los cabellos negros enmarañados; los pechos pequeños le subían y bajaban agitadamente, y la respiración era entrecortada. No parecía un sueño natural. Jerry buscó marcas de hipodérmica y las encontró en el antebrazo derecho. Era evidente que ella no se había inyectado la aguja. Aquello era obra de Frank.

Jerry le acarició el hombro desnudo.

—Catherine. —Se inclinó y le besó los labios fríos, suaves, sin dejar de acariciarla. Furia, piedad, desesperación, pasión, todos esos sentimientos afloraron en él a un tiempo, y esta vez no los reprimió—. Catherine.

La joven no se movió. Jerry lloraba ahora. Le temblaba el cuerpo. Trató en vano de dominarse. Tomó fuertemente la mano de la joven y fue como darle la mano a un cadáver. Se la apretó con más fuerza como si esperase despertarla. Luego la soltó y se irguió.

—¡Esa mierda!

Descorrió las cortinas y abrió las ventanas. El aire de la noche arrastró los olores. Sobre el tocador de Catherine no había cosméticos, sólo frascos de drogas y jeringas hipodérmicas.

Los rótulos de los frascos estaban escritos con la menuda letra de imprenta de Frank. Frank había estado experimentando.

Afuera alguien gritó y golpeó furiosamente la puerta de metal. Por un instante Jerry miró la puerta sin comprender; luego se acercó y echó los cerrojos de arriba y abajo.

Una voz más aguda y más fría interrumpió de pronto los gritos.

—¿Qué sucede aquí? ¿Alguien se ha atrevido a entrar en la alcoba de la señorita Catherine sin permiso de ella?

Era la voz de Frank, y Frank sospechaba sin duda que quien estaba en la habitación no podía ser otro que Jerry.

Hubo gritos confusos de los guardias y Frank tuvo que alzar la voz.

—Quienquiera que seas, se te castigará por haber violado la intimidad de mi hermana. No podrás salir. Si la lastimas o molestas de algún modo, tu muerte no será rápida, te lo prometo, pero tú desearás que lo sea.

—Tan truculento como de costumbre, Frank —gritó Jerry—. Sé que sabes que soy yo, y sé que estás cagado de miedo. Tengo aquí más derechos que tú. ¡Esta es mi casa!

—Entonces te hubieras quedado aquí en vez de dejárnosla a Catherine y a mí. ¡Lo que te dije era en serio!

—Despide a tus Krauts, entra y discutamos el asunto. Todo cuanto quiero es llevarme a Catherine.

—No soy tan ingenuo. Nunca sabrás lo que le inyecté, Jerry. Solamente yo puedo despertarla. Es como magia ¿no? Está bien forrada. Si ahora la despertase, no tendrías tantas ganas de meterte en la cama con ella a los diez minutos. —Frank se echó a reír—. Necesitarías una dosis de lo que tengo aquí fuera para animarte, y luego ya no lo querrías nunca más. ¡Sin esto en las venas, no podrás hacerlo, Jerry!

Frank parecía muy animado. Jerry se preguntó qué habría descubierto para estimularse así. Frank andaba siempre en busca de una nueva síntesis, y como buen químico que era, de vez en cuando se aparecía con una nueva y simpática adicción. ¿Sería esa la mezcla que fluía ahora por las venas de Catherine? Probablemente no.

—Clava tu aguja, Frank, y entra a vena desplegada —gritó Jerry, poniéndose a tono. Sacó algo del bolsillo y esperó, pero Frank no parecía dispuesto a aceptar el desafío. Las balas empezaron a repiquetear contra la puerta. Pronto cesarían; cuando Frank no soportara más el ruido. Las balas cesaron.

Jerry fue hasta la cama y alzó a Catherine. En seguida la acostó de nuevo. Era inútil. No tendría ninguna posibilidad de salir con ella. Tendría que dejarla allí y esperar que en la mente de Frank no apareciesen ideas asesinas. Era improbable. En la biblia de Frank la única muerte adecuada era la muerte lenta.

Del bolsillo interior de la chaqueta Jerry sacó un estuche chato, parecido a una cajita de rapé. Lo abrió. Dentro había dos filtros pequeños. Se los introdujo en la nariz, y se tapó la boca con un trozo de esparadrapo.

Luego descorrió los cerrojos y lentamente giró la llave. Abrió apenas la puerta. Frank hablaba a cierta distancia con cuatro hombres de sus tropas de asalto. Tenía la piel gris, tensa y sin vida, como una película de plástico sobre el esqueleto casi descarnado. No había advertido que la puerta acababa de abrirse. Jerry arrojó la neurada al corredor. Todos la vieron caer, pero sólo Frank reconoció la granada de gas enervante, y corrió por el pasillo, sin detenerse a advertir a sus esbirros. Jerry salió de prisa de la alcoba y cerró la puerta con llave. Los guardias intentaron apuntarle con las armas, pero el gas ya estaba operando. Mientras se sacudían como epilépticos y caían al suelo en contracciones espasmódicas, Jerry les echó una mirada curiosa y divertida.

Jerry Cornelius siguió a Frank Cornelius y vio que Frank apretaba el botón del ascensor que descendía a la biblioteca. Al ver a Jerry, Frank lanzó una maldición y se precipitó hacia el extremo del pasadizo y las escaleras. Jerry decidió que no quería volver a ver a Frank con vida y sacó su pistola de agujas. La pistola de aire comprimido podía alojar un cargador de un centenar de balas de plata, y era tan eficaz a corta distancia como cualquier arma de pequeño calibre, y mucho más precisa. Y no dejaba rastros desagradables. Pero tenía una única desventaja: era necesario recargarla después de cada tiro.

Jerry perseguía a su hermano. Era evidente que Frank no llevaba armas. Ahora bajaba rápidamente la escalera de caracol. Asomándose al pasamanos, Jerry le apuntó a la cabeza.

Cuando bajaba el brazo, advirtió que también él había aspirado una pizca de gas enervante; tuvo dos contracciones y apretó involuntariamente el gatillo. Las agujas se desviaron del blanco, y en la tercera planta Frank ya había abandonado la escalera, y no se lo veía. Oyó voces y pisadas ruidosas y supo que Frank había llamado a otro grupo de esbirros. Jerry no llevaba consigo más bombas de gas. Era el momento, tal vez, de emprender la retirada. Volvió al rellano a todo correr. El ascensor lo estaba esperando. Frank no había tenido suerte y pensaba sin duda que la máquina no funcionaba. Jerry entró en el ascensor y bajó a la biblioteca. La encontró desierta. Allí se detuvo un momento y sacó sus libros del estante. Abrió la puerta ventana y salió al balcón. Arrojó los libros al mar, volvió a entrar en la biblioteca, cerró cuidadosamente la puerta y golpeó con los nudillos en la otra entrada. La puerta se deslizó sobre sus rieles. Allí estaba John, todavía pálido.

—¿Qué ocurrió, señor?

—Tal vez Frank nunca lo adivine del todo, John, así que podrías seguir adelante con el plan. Está muerto de miedo, creo. Ahora todo queda en tus manos. El domingo tienes que sacar a Catherine de la casa y llevarla al pabellón del jardín, del lado de la aldea. Probablemente habrá bastante alboroto y no tendrás dificultades. No te equivoques. Os necesito a los dos en ese pabellón. Y el domingo comienza a eso de las diez de la noche, supongo.

—Si, señor… Pero…

—No hay tiempo para detalles, John. Hazlo. No te molestes en acompañarme.

Jerry Cornelius cruzó la cabina de control y John desconectó otra vez el equipo.

Ahora, linterna en mano, Jerry se encaminaba a su embarcación.

Veinte minutos después, contemplaba la casa mientras la lancha trepidaba alejándose rumbo a la costa inglesa. En ese momento la casa estaba toda iluminada. Se hubiera dicho que los residentes estaban dando una fiesta.

Faltaba apenas una hora para el amanecer. Jerry tenía la posibilidad de llegar antes que relevaran la guardia en la oficina del puerto.