Llovía.
La casa estaba en el sudeste de Londres, en Blackheath. Alejada de la carretera principal, asomaba en un jardín cubierto de malezas. Las hierbas invadían el sendero de grava y la casa misma necesitaba pintura. En un principio había estado pintada de color malva claro. A través de las sucias ventanas de la planta baja, Jerry vio a cinco personas sentadas en la sala espaciosa, atestada de muebles oscuros y escasamente iluminada; el fuego que ardía en el hogar daba más luz que la lámpara encendida en un rincón. Todas las caras estaban en sombras. Sobre el manto de la chimenea una barroca estatuilla de Diana sostenía dos candelabros; en cada candelabro había dos velas.
La puerta del garaje se cerró con un golpe y Jerry no trató de esconderse; pero el hombre corpulento de chaqueta de tweed no reparó en él mientras se sacudía el agua de la espesa barba negra, se quitaba el sombrero, abría la puerta, y restregaba los pies sobre el felpudo. Jerry lo había reconocido. Era el señor Smiles, el dueño de casa.
Al cabo de un momento Jerry subió hasta la puerta y sacó su llavero. Encontró la llave y abrió. Vio que el señor Smiles entraba en la sala.
A pesar del radiador encendido junto al perchero, el corredor olía vagamente a humedad; y las paredes, cada una pintada de un color diferente (mandarina, rojo, negro y azul), estaban todas frías cuando Jerry se apoyó primero en una y luego en otra.
Jerry vestía sus ropas de siempre, chaqueta de automovilista cruzada, negra, pantalón oscuro y tacones altos. Tenía los cabellos mojados, y no le caían tan suavemente como de costumbre.
Se cruzó de brazos y se dispuso a esperar.
—¿Qué hora es? Mi reloj se ha parado.
El señor Smiles entró en la habitación sacudiendo la lluvia de su sombrero Robin Hood, y sin dejar de palmearse la barba. Se acercó al fuego y se quedó allí secando el sombrero, volviéndolo una y otra vez.
Los otros cinco no dijeron nada. Todos parecían ensimismados, como si no hubiesen reparado en la llegada del señor Smiles. De pronto uno de ellos se levantó y se le acercó. El señor Lucas tenía la belleza decadente de un patricio romano. A los cuarenta y cinco años era un acaudalado propietario de casinos, y excepto el señor Smiles (que tenía cuarenta y nueve) no había nadie mayor que él en la sala.
—Doce y cuarenta, señor Smiles. Se ha retrasado.
El señor Smiles se concentró en la tarea de secar el sombrero.
—Siempre he cumplido mi palabra, si eso los tranquiliza —dijo.
—Oh, nos tranquiliza —dijo la señorita Brunner.
La señorita Brunner era quien estaba más cerca del fuego. Era una mujer joven y atractiva de rostro aguileño y algo de ave de rapiña. Se repantingó en el sillón con las piernas cruzadas. Un pie se bamboleaba pateando ligeramente el aire.
El señor Smiles se volvió hacia ella.
—Vendrá, señorita Brunner. —Le clavó una mirada furiosa—. Vendrá. —El tono quería ser convincente.
El señor Lucas miró otra vez el reloj.
El pie de la señorita Brunner se agitó todavía más.
—¿Por qué está usted tan seguro, señor Smiles?
—Lo conozco… Al menos tan bien como cualquiera podría conocerlo. Es hombre de fiar.
La señorita Brunner era una programadora de computadoras de bastante experiencia y poder. Pegado a ella, estaba sentado Dimitri, esclavo, amante, y a ratos rufián involuntario. La señorita Brunner vestía un Courréges negro y recto y botinas haciendo juego. También Dimitri llevaba un Courrèges de tweed, azul marino y castaño. La señorita Brunner era pelirroja y los cabellos largos se le curvaban en las puntas: hermosos cabellos rojos, pero no en ella. Él era el hijo de Dimitri Oil, rico, con la gracia fresca e ingenua de un muchacho. Un disfraz perfecto.
Detrás de la señorita Brunner y Dimitri, en la penumbra, estaba sentado el señor Crookshank, el empresario de espectáculos. El señor Crookshank era muy gordo y muy alto. En el dedo mayor de la mano derecha, el toque de vulgaridad: un grueso anillo de oro de sello. Vestía un traje de seda Ivy League.
En el rincón, enfrente del señor Crookshank, estaba el moreno señor Powys, la espalda encorvada bajo el peso de una perpetua depresión neurótica. El señor Powys, que vivía confortablemente de la herencia que le dejara un tío abuelo dueño de una mina, sorbía un whisky-crema Bell’s con los ojos clavados en el vaso.
El fuego no alcanzaba a calentar la habitación. Hasta el señor Smiles, hombre poco friolento, empezó a restregarse las manos cuando se quitó el abrigo. El señor Smiles era un banquero, propietario principal del Smiles Bank, que desde 1832 había operado en el comercio del lino. Los negocios del banco no marchaban bien, aunque el señor Smiles, personalmente, no tenía de qué quejarse. El señor Smiles se sirvió un buen vaso de whisky Teacher’s y volvió junto al fuego.
Ninguno de ellos conocía bien a los demás, excepto la señorita Brunner, que los había presentado. Todos ellos conocían a la señorita Brunner.
La señorita Brunner descruzó las piernas y se alisó la falda, mirando al hombre de la barba con una sonrisa desagradable.
—Es raro encontrar en estos tiempos tanta confianza. —Hizo una pausa y miró a los otros—. Pienso que… —Abrió el bolso y revolvió buscando algo.
—¿Qué piensa? —El señor Smiles hablaba con aspereza—. Cuando por primera vez le propuse este negocio, señorita Brunner, usted parecía indecisa. Ahora está impaciente por empezar a trabajar. ¿Qué piensa entonces, señorita Brunner?
—Pienso que no tendríamos que incluirlo en nuestros planes. Empecemos ahora, mientras él aún no espera nada. Podría estar tramando alguna jugarreta. Nos arriesgamos a perder demasiado quedándonos aquí, esperando a Cornelius, y sin hacer nada. Yo no confío en él, señor Smiles.
—Usted no confía en él porque todavía no lo conoce y no lo ha sometido aún a la Prueba Brunner ¿no es así? —El señor Lucas pateó un leño que sobresalía del fuego—. Jamás podríamos entrar en esa casa sin el conocimiento que tiene Cornelius de las trampas explosivas que allí puso su padre. Si Cornelius no viene tendremos que desistir del proyecto.
La señorita Brunner volvió a sonreír mostrando los dientes puntiagudos.
—Usted se está poniendo viejo y cauto, señor Lucas. Y el señor Smiles, por lo que parece, también se está reblandeciendo. Para mí, personalmente, el riesgo es parte de la cosa.
—¡Yegua estúpida! —Dimitri solía ser grosero con la señorita Brunner, aunque la amara y la temiera. Insultos públicos; castigos privados—. No nos hemos embarcado en esto para correr riesgos, sino por lo que el viejo Cornelius ocultó en la casa. Sin Jerry Cornelius, nunca lo conseguiremos. Necesitamos a Cornelius, esa es la verdad.
—Me complace oírselo decir. —El tono de voz de Jerry era sarcástico, mientras hacía una entrada bastante teatral y volvía a cerrar la puerta.
La señorita Brunner le echó una mirada. Jerry era muy alto, y el rostro pálido enmarcado por el cabello oscuro recordaba al de Swinburne joven; la expresión de los ojos negros no tenía nada de bondadosa. Representaba unos veintisiete años, y se decía que había sido jesuíta. Tenía, de algún modo, el aire ascético, decadente, de un intelectual de la iglesia. Un hombre de posibilidades, pensó la señorita Brunner.
Jerry inclinó apenas la cabeza mientras se daba vuelta y clavaba en ella una mirada un tanto divertida, casi desafiante. La señorita Brunner cruzó las piernas y bamboleó el pie. Jerry se acercó elegantemente al señor Smiles y le estrechó la mano con cierta complacencia.
El señor Smiles suspiró.
—Me alegra que haya podido venir, señor Cornelius. ¿Cuándo pondremos manos a la obra?
Jerry se encogió de hombros.
—Cuando usted guste. Necesito un día o algo así para ciertos preparativos.
—¿Mañana? —La voz de la señorita Brunner era un poco más aguda que de costumbre.
—Dentro de tres días. —Cornelius frunció los labios—. El domingo.
El señor Powys habló desde atrás del vaso.
—Tres días es demasiado, joven. Cuanto más esperemos, más corremos el riesgo de que alguien se entere. No olvide que Simons y Harvey ya se echaron atrás, y Harvey en particular no se distingue por el tacto y la diplomacia.
—No se preocupe —dijo Cornelius, tajante.
—¿Qué ha hecho usted hasta ahora? —La voz de la señorita Brunner seguía siendo aguda.
—No demasiado. En este momento están a bordo de un buque de carga, rumbo a Nueva York. Será un viaje largo y no se mezclarán con los tripulantes.
—¿Cómo consiguió que se fueran? —El señor Lucas bajó los ojos cuando Cornelius se volvió a mirarlo.
—Bueno —dijo Jerry—, había un par de cosas que ellos querían. Prometieron que harían el viaje y las tuvieron.
—¿Qué tuvieron? —preguntó el señor Crookshank con interés. Jerry no le prestó atención.
—¿Qué son esos preparativos de usted, tan importantes? —inquirió la señorita Brunner.
—Quiero visitar la casa antes de viajar.
—¿Por qué?
—Por razones personales, señorita Brunner.
El señor Powys no levantó la preocupada cabeza de gales.
—Me gustaría saber por qué nos ayuda, señor Cornelius.
—¿Comprendería si le dijese que por venganza?
—Venganza. —El señor Powys sacudió rápidamente la cabeza—. Oh, sí. Todos tenemos de tanto en tanto nuestros resentimientos ¿no es cierto?
—Entonces es por venganza —dijo Jerry con ligereza—. Bien, el señor Smiles les ha explicado mis condiciones, creo. Ustedes quemarán la casa hasta los cimientos una vez que hayan obtenido lo que quieren. Y no harán daño a mi hermano Francis ni a mi hermana Catherine. Está también John, un viejo criado. No lo lastimen en ningún momento.
—¿El resto del personal? —Dimitri agitó una mano, interrogante. Era un ademán descortés.
—Hagan con ellos lo que quieran. Tengo entendido que ustedes llevarán ayuda.
—Unos veinte hombres. El señor Smiles ya los arregló. El dice que serán suficientes. —El señor Lucas miró de soslayo al señor Smiles y este asintió con un gesto.
—Tendrían que bastar —dijo Jerry, pensativo—. La casa está bien custodiada, pero, naturalmente, ellos no llamarán a la policía. Nuestro equipo especial protegerá a ustedes de cualquier peligro. Y no se olviden de incendiar la casa.
—El señor Smiles ya nos ha puntualizado ese detalle, señor Cornelius —dijo Dimitri—. También usted. Haremos exactamente lo que nos dice.
Jerry se subió el cuello alto de la chaqueta.
—De acuerdo. Ahora me marcho.
—Tenga cuidado, señor Cornelius —le dijo con suavidad la señorita Brunner en el momento en que salía.
—Oh, lo tendré —dijo él.
Ninguno de los seis habló mucho una vez que Cornelius se hubo marchado.
Sólo la señorita Brunner cambió de asiento. Parecía perturbada.