En Camboya, un país que se extiende en el mapa entre Vietnam y Tailandia, entre la n y el cero de la carta de tiempo, está la mágica ciudad de Angkor, habitada en otras épocas por la gran raza khmer. Redescubierta en el siglo XIX, en plena selva, por un explorador francés, fue luego resucitada por arqueólogos franceses. Los lugareños, gentes de costumbres sencillas descendientes de los khmers, tenían dos teorías sobre la ciudad: que había sido construida por una raza de gigantes, y que se había creado a sí misma en los días de la creación del mundo. Escribiendo a propósito de Angkor, en el Sunday Times (1/10/65), decía Maurice Viggin: «¿Tuvieron los ciudadanos de Angkor el futuro que habían anhelado? Difícilmente. Y sin embargo parecían adaptables, dispuestos a pasar pragmáticamente del hinduismo al budismo, construyendo para la posteridad. (Las ruinas más asombrosas del mundo). Pero los magníficos reyes de los khmers son polvo».
Construido no sólo para la posteridad sino también para ahora, descollando por encima de las colosales estatuas y ziggurats de Angkor, se yergue el Angkor Hilton. Según los sencillos lugareños descendientes de los khmers, una prueba cabal de la segunda teoría.
En la terraza del Angkor Hilton hay un invernadero u observatorio de vidrio que más bien parece una versión en miniatura del Antiguo Palacio de Cristal. Este edificio invernáculo es propiedad de un cliente habitual del hotel. Contiene una cama, un arcón de metal, un telescopio astronómico, y un cronómetro marino del siglo XVIII. El cronómetro, de acero y bronce, es una magnífica pieza de artesanía, probablemente un original construido en 1760 por John Harrison, el primer hombre que montó un cronómetro marino realmente exacto. Reposa sobre el arcón, y debajo, colgado de la manivela, hay un almanaque. El año es 196-.
El dueño de este equipo, Jerry Cornelius, no estaba en el observatorio en aquel momento. Estaba paseándose por los hermosos senderos que serpeaban entre estatuas grises y pardas, o bajo las ramas de los grandes árboles desde donde los monos lo espiaban chachareando. Cornelius vestía ropas incongruentes con el clima y el lugar, y hasta en Europa ese atuendo habría tenido algo de vagamente pasatista: las botas de tacones altos con franjas elásticas a los costados, por ejemplo, no estaban en boga ni lo habían estado desde hacía varios años.
Cornelius iba a una cita.
Serenas y talladas en la roca antigua, las caras de los Budas y los tres aspectos de Ishuara lo observaban desde las arcadas y terrazas; estatuas inmensas, bajo relieves, probablemente la mayor aglomeración de divinidades y demonios jamás reunidos en un mismo lugar. Debajo de una representación extravagantemente abultada de Vishnu el Destructor, uno de los tres aspectos de Ishuara, sonaba una diminuta radio de transistores. Era la radio de Cornelius. La música era la «Zoot’s Suite» por la Zoot Money’s Big Roll Band.
Sentado junto a la radio, al resplandor auriverde del sol de la siesta, un hombre esperaba, impasible, mientras alrededor zumbaban los mosquitos y los gibones parloteaban entre las terrazas reconstruidas a medias. Un sacerdote budista, rasurado y azafranado, pasó de largo junto a él, y un grupo de niños de tez cetrina jugaba entre macizas estatuas de héroes olvidados. Era una tarde plácida; una ligera brisa abanicaba la selva. Hora propicia para las especulaciones ociosas, pensó Cornelius, mientras se sentaba junto al hombre y le estrechaba la mano.
Sentados en la palma de una mano de piedra, desprendida de una divinidad hindú menor, reanudaron la conversación que habían interrumpido por la mañana.
Jerry Cornelius era un hombre joven, de cabellos negros y sedosos que le caían por debajo de los hombros. Vestía chaqueta negra cruzada de automovilista y pantalón gris oscuro, camisa blanca de cuello alto y corbata de lana negra. Era delgado, de ojos grandes y oscuros, y manos grandes y largas. El otro hombre era un hindú, rechoncho y de ojos saltones —con una perpetua sonrisa en los labios, dijera lo que dijese—, en mangas de camisa y pantalones de algodón.
Jeremiah Cornelius era un europeo de múltiples talentos; el hindú era un físico brahmín de cierto renombre, el profesor Hira. Se habían conocido esa mañana mientras visitaban la ciudad. Había sido amor a primera vista.
El físico brahmín palmoteaba los mosquitos que se le posaban en los brazos.
—Los gnósticos poseían una cosmología muy similar, en muchos aspectos, a la hindú y la budista. Las interpretaciones variaban, por supuesto, pero las cifras eran muy semejantes.
—¿Qué cifras, exactamente? —preguntó Jerry, cortés.
—Bueno, por ejemplo, el ciclo de la historia cósmica, lo que en sánscrito llamamos el manvantara. Tanto los hindúes como los gnósticos dan la cifra de 432.000 10 años. Una coincidencia interesante desde todo punto de vista ¿eh?
—¿Y qué es el kalpa, entonces? Yo creía que era un ciclo de tiempo.
—Ah, no, eso es un día y una noche en la vida de Brahma: 4.320 millones de años.
—¿Tan pocos? —dijo Jerry, sin ironía.
—El manvantara está dividido en cuatro yugas, o eras. El ciclo actual está concluyendo. La era presente es la última de las cuatro.
—¿Y qué son esas eras?
—Oh, déjeme pensar… La Satya Yuga, la Edad de Oro. Abarcó las primeras cuatro décimas del ciclo. Luego siguió la Dwapara Yuga, la Era Segunda. Esta duró otros 864.000 años. La Era Tercera, la Tretya Yuga… ¿no oye aquí los ecos de una antigua lengua común?… que abarcó sólo dos décimas del ciclo. La Kali Yuga, por supuesto, es la era actual. Comenzó, si mal no recuerdo, el 18 de febrero de 3102 a. C.
—¿Y qué es la Kali Yuga?
—La Edad Oscura, señor Cornelius. ¡Ja! ¡Ja!
—¿Cuánto se supone que durará?
—Exactamente, una décima del Manvantara.
—Osea que aún nos queda mucho tiempo por delante.
—Oh, sí.
—Entonces, al final del manvantara el ciclo se repite ¿no es así? La historia comienza de nuevo.
—Hay quienes creen eso. Otros piensan que los ciclos varían ligeramente. Se trata, en el fondo, de una extensión de nuestras ideas sobre la reencarnación. Lo curioso del caso es que la física moderna empieza a confirmar esas cifras, a propósito de la revolución total de la galaxia y esas cosas. Confieso que cuanto más leo los trabajos que se publican hoy, más se me borra la diferencia entre lo que me enseñaron como hindú y lo que aprendí como físico. Sólo mediante una creciente autodisciplina consigo no confundirme.
—¿Por qué se preocupa, profesor?
—Mi carrera en la universidad, viejo amigo, se vería perjudicada si dejase que el misticismo influyera en la lógica.
El brahmín hablaba con cierta ironía, y Jerry le sonrió.
—Sin embargo las cosmologías se mezclan y se absorben unas a otras —dijo Jerry—. Hay gente en Europa que afirma que los Vedas describen una civilización prehistórica tan avanzada como la nuestra o quizá más. Esa civilización coincidiría con nuestra primera edad ¿no es cierto?
—Algunos amigos míos también se lo han preguntado. Es posible, naturalmente, pero no probable. Exquisitas parábolas, señor Cornelius, y nada más. No los vestigios míticos de una gran ciencia, pienso yo. Los bordados despojos de una filosofía, quizá.
—Un hermoso bordado.
—Es usted muy amable. Tal vez no debiera decirlo, pero a veces me pregunto por qué en las cosmologías místicas, incluso en las modernas, en las así llamadas paraciencias, nuestra propia era aparece descrita siempre como la era del conflicto y el caos. Una explicación, arguye mi parte lógica, de por qué la gente se vuelca al misticismo. Todo tiempo pasado fue mejor.
—La infancia es la época más feliz de la vida, excepto cuando uno es niño —dijo Jerry.
—Lo comprendo. Muy cierto.
—En cambio esos filósofos de ustedes inventaron metáforas hermosas, pero que no eran ciertas, ¿es así?
—Usted me lleva demasiado lejos. ¿Ha estudiado a los Vedas? Parece que en Occidente se estudia el sánscrito más que aquí. Y nosotros leemos a Einstein.
—Nosotros también.
—A ustedes, allá, les queda más tiempo que a nosotros, viejo amigo. Están en el final de un manvantara. Nosotros hemos empezado uno nuevo.
—Es lo que me pregunto.
—No hablo en serio, como hindú, pero hay ciclos más breves dentro de las eras. Algunos de mis colegas con inclinaciones más metafísicas han pronosticado que estamos terminando uno de esos ciclos.
—Pero nuestros problemas son insignificantes comparados con un lapso de 432.000 años.
—Esa es una idea occidental, señor Cornelius. —Hira sonrió—. ¿Qué es el tiempo? ¿Cuánto dura un milisegundo o un milenio? Si los antiguos hindúes decían la verdad, usted y yo nos hemos encontrado en Angkor antes de ahora y volveremos a encontrarnos, y la fecha será siempre la de hoy, 31 de octubre de 196-. ¿Habrá cambiado algo, me pregunto, en el próximo manvantara? ¿Caminarán de nuevo entonces los dioses por la tierra? ¿Será el hombre…?
Jerry Cornelius se puso de pie.
—Quién sabe. Compararemos nuestras notas entonces, profesor. Volveremos a vernos.
—¿En el próximo manvantara?
—Si así lo prefiere.
—¿A dónde va usted ahora? —El hindú también se puso de pie y le alcanzó la radio de transistores.
—Gracias. Voy al aeropuerto de Phnom Penh, y de allí a Londres. Quiero encargar una guitarra.
Hira lo siguió entre las ruinas, trepándose a las losas de piedra.
—Usted también está en el Angkor Hilton ¿verdad? ¿Por qué no se queda una noche más en el hotel?
—Bueno, de acuerdo.
Esa noche se acostaron los dos en una cama, conversando y fumando. Un mosquitero pesado envolvía la cama, pero a través del tul, y más allá a través del vidrio, alcanzaban a ver el cielo sereno.
—En momentos así uno siempre se pregunta si no estaremos a punto de encontrar la gran ecuación. —La voz de Hira zumbaba como un insecto en el aire cálido. Jerry trataba de dormir—. La ecuación total. La ecuación final. La ecuación última, la que unifique todo el conocimiento. ¿Lo lograremos alguna vez?
—El clima parece propicio —dijo Jerry, soñoliento.
—Según usted, es hora de que aparezca un nuevo mesías, un mesías de la era de la ciencia. Supongo que esto es una blasfemia. ¿Ya habrá nacido el genio? ¿Lo reconoceremos cuando aparezca?
—Eso es lo que todos se preguntan ¿no es así?
—Ah, señor Cornelius, qué mundo éste, tan desconcertante y alborotado.
Jerry se dio vuelta en la cama, de espaldas al profesor Hira.
—No estoy tan convencido —dijo—. Me parece que el mundo ha tomado al fin un rumbo bastante directo.
—Pero ¿hacia dónde?
—Esa, profesor, es la cuestión.
—Ella hablaba del interrogante último, esta mujer que conocí en Delhi el año pasado… una aventura pasajera, sabe, pero me alegro de haberla tenido. Me dio alimento muy interesante para la especulación, esa señorita Brunner, viejo amigo. Ella parecía saber…
—Suerte para ella.
—¿Suerte? Sí…
Jerry Cornelius se quedó dormido.