Cinco

Era jueves. Apenas abrió los ojos, Chance encendió el televisor, luego llamó a la cocina para pedir el desayuno.

Una criada le trajo la bandeja cuidadosamente preparada con su desayuno. Le dijo a Chance que el señor Rand había tenido una recaída, que habían hecho venir a otros dos médicos, los que habían estado a su cabecera desde la medianoche. Le entregó a Chance un montón de periódicos y una nota escrita a máquina. Chance no sabía quién se la había enviado.

Acababa de comer cuando EE lo llamó.

—Chauncey… querido… ¿recibiste mi nota? ¿Viste los periódicos de la mañana? —le preguntó—. Parece que tú eres uno de los principales arquitectos del discurso del Presidente. Y tus observaciones en el programa de televisión están citadas al lado de las del Presidente. ¡Chauncey, estuviste maravilloso! ¡Hasta el Presidente quedó impresionado con tus palabras!

—Me gusta el Presidente —dijo Chance.

—¡He oído que en la televisión se te veía guapísimo! Todas mis amigas se mueren por conocerte. Chauncey. ¿Irás conmigo esta tarde a la recepción de las Naciones Unidas?

—Sí, tendré mucho gusto en ir.

—Eres un encanto. Espero que no te aburra demasiado tanto ajetreo inútil. No tenemos que quedarnos hasta muy tarde. Después de la recepción podemos ir a visitar a unos amigos míos si lo deseas; ofrecen una gran cena.

—Me agradará mucho acompañarte.

—¡Estoy contentísima! —exclamó EE. En voz más baja añadió—: ¿Puedo verte? Te he extrañado tantísimo…

—Sí, por supuesto.

Entró en el cuarto de Chance con el rostro arrebatado.

—Tengo que decirte algo muy importante para mí y debo decírtelo a la cara —dijo, al tiempo que se detenía pará recuperar el aliento y encontrar las palabras adecuadas—. Quisiera saber si no considerarías la posibilidad de quedarte aquí con nosotros, Chauncey; por lo menos por un tiempo. La invitación es tanto mía como de Ben.

No esperó su respuesta.

—¡Piénsalo! Puedes vivir en esta casa con nosotros. Chauncey, por favor, no te niegues. Benjamin está tan enfermo; dijo que se sentía tanto más protegido estando tú bajo el mismo techo.

Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.

—Chauncey, queridísimo, debes aceptar, debes aceptar —murmuró con voz temblorosa.

Chance estuvo de acuerdo.

EE lo abrazó y lo besó en la mejilla; luego se apartó de él y comenzó a dar vueltas por la habitación.

—¡Ya sé! Debemos conseguirte una secretaria. Ahora que has atraído la atención del público, necesitarás a alguien con experiencia que te ayude en tus asuntos y que te proteja de la gente con la que no quieres hablar ni te interesa conocer. Pero tal vez tienes a alguien en vista. Alguien que ha trabajado contigo en el pasado.

—No —respondió Chance—. No tengo a nadie.

—Entonces me pondré en campaña inmediatamente para conseguirte a alguien le contestó ella con brusquedad.

Antes del almuerzo, mientras Chance estaba mirando televisión, EE lo llamó a su habitación.

—Chauncey, espero no molestarte —dijo con voz mesurada—. Quisiera presentarte a la señora Aubrey, que está aquí conmigo en la biblioteca. Quiere que la consideres para el puesto de secretaria temporal hasta que podamos conseguir una permanente. ¿Puedes verla ahora?

—Sí, Puedo —contestó Chance.

Cuando Chance entró en la biblioteca, vio a una mujer de cabellos grises sentada en el sofá al lado de EE.

EE los presentó.

Chance le dio la mano a la mujer y se sentó. Ante la mirada inquisidora de la señora Aubrey, se puso a tamborilear con los dedos en el escritorio.

—La señora Aubrey ha sido la secretaria de confianza del señor Rand en la Primera Corporación Financiera Norteamericana durante muchos años —aclaró EE.

—Muy bien —dijo Chance.

—La señora Aubrey no desea jubilarse… ciertamente no tiene el carácter para hacerlo.

Chance no encontró nada que decir. Se frotó la mejilla con el pulgar. EE se subió el reloj pulsera, que se le había deslizado hasta la mano.

—Si tú quieres, Chauncey —prosiguió EE—, la señora Aubrey puede estar disponible de inmediato…

—Bien —dijo él, finalmente—. Espero que a la señora Aubrey le agrade su trabajo en esta casa tan hospitalaria.

EE le buscó la mirada por encima del escritorio.

—En ese caso —dijo— está decidido. Tengo que irme para vestirme para la recepción. Te hablaré más tarde, Chauncey.

Chance observó a la señora Aubrey. Había vuelto la cabeza hacia un lado y tenía aspecto ansioso. Se parecía a una flor solitaria.

A Chance le agradaba, pero no sabía qué decirle. Se quedó a la espera de que la señora Aubrey se decidiera a hablar. Por último, se dio cuenta de que él la estaba mirando y dijo con voz suave:

—Tal vez podamos comenzar ya. Si usted me diese una idea de la índole general de sus actividades comerciales y sociales…

—Le ruego que hable con la señora Rand al respecto —dijo Chance, al tiempo que se ponía de pie.

La señora Aubrey se apresuró a seguir su ejemplo.

—Entiendo —dijo—. De todos modos, señor, quedo a su disposición. Mi oficina está junto a la de la secretaria privada del señor Rand.

Chance le dio las gracias nuevamente y salió del cuarto.

* * *

Al llegar a la recepción de las Naciones Unidas, Chance y EE fueron recibidos por los miembros del Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad y conducidos a una de las mesas más destacadas. El Secretario General se acercó a ellos; saludó a EE besándole la mano y le preguntó por la salud de Rand. Chance no recordaba haber visto al hombre en la televisión.

—Éste —dijo EE al Secretario General— es el señor Chauncey Gardiner, un amigo muy querido de Benjamin.

Los hombres se dieron la mano.

—Ya conozco a este señor —dijo el Secretario General, sonriéndole—. Su intervención anoche en la televisión fue notable, señor Gardiner. Me siento muy honrado de su presencia aquí, señor.

El grupo se sentó a la mesa. Los camareros pasaban bandejas con canapés de caviar y salmón y copas de champán; los fotógrafos daban vueltas entre los invitados tomando fotografías. Un hombre de elevada estatura y tez rubicunda se acercó a la mesa y el Secretario General se puso de pie como movido por un resorte.

—Señor Embajador —dijo—, cuánto le agradezco su presencia. —Se dirigió a EE—: Tengo el honor de presentarles a Su Excelencia, el señor Vladimir Skrapinov, Embajador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

—Ya he tenido el gusto de conocer al señor Embajador —EE se sonrió—. Recuerdo muy bien la amable conversación que mantuvieron hace dos años el señor Rand y el Embajador Skrapinov en Washington. —Después de una pausa continuó—: Lamentablemente, el señor Rand está enfermo y no podrá gozar del placer de su compañía esta noche.

El Embajador hizo una amable inclinación, se sentó y se puso a conversar en voz alta con EE y el Secretario General. Chance se quedó en silencio y se dedicó a mirar a los invitados. Pasado un rato, el Secretario General se puso de pie, se reiteró el placer que le había producido conocer a Chance y se retiró, luego de despedirse. EE distinguió en ese momento a su viejo amigo, el Embajador de Venezuela, que pasaba cerca de ellos; pidió disculpas a los demás y lo siguió.

El Embajador soviético acercó su silla a la de Chance. Los flashes de los fotógrafos los iluminaron varias veces.

—Lamento no haberlo conocido antes —dijo—. Lo vi en «Esta Noche» y debo decir que su filosofía práctica me interesó mucho. No me sorprende que su Presidente se haya apresurado a darle su apoyo —aproximó su silla aún más a la de Chance—. Dígame, señor Gardiner ¿cómo está nuestro amigo común, Benjamin Rand? He oído que está gravemente enfermo. No quise preguntarle nada a la señora Rand para no preocuparla.

—Está enfermo —dijo Chance—. No está nada de bien.

—Así me han dicho. —El Embajador asintió, al tiempo que miraba fijamente a Chance—. Señor Gardiner —dijo—. Quiero hablarle con toda franqueza. Considerando la gravedad de la situación económica de su país, es evidente que usted está llama a desempeñar un papel importante en el Gobierno. He observado en usted una cierta… reticencia en que atañe a las cuestiones de orden político. Pero ¿no le parece, señor Gardiner, que nosotros, los diplomáticos, y ustedes, los hombres de negocios, debiéramos encontrarnos con mayor frecuencia? ¡Después de todo, no estamos tan alejados…!

Chance se llevó la mano a la frente.

—No, por cierto —dijo—. Nuestras sillas casi se tocan.

El Embajador se rió con ganas. Los fotógrafos registraron la escena.

—¡Bravo! ¡Muy bien! —exclamó el Embajador—. ¡Nuestras sillas casi se tocan! Pero, ¿cómo decirlo?… Los dos queremos conservar nuestros asientos, ¿no es cierto? Ninguno de los dos tiene interés en dejarse birlar la silla ¿verdad? ¡Dígame si no tengo razón! ¡Muy bien! ¡Excelente! Porque si uno de los dos cae, el otro también es arrasado en la caída, y nadie quiere hundirse antes de que sea necesario ¿eh?

Chance se sonrió y el Embajador volvió a reírse con entusiasmo.

Skrapinov se inclinó súbitamente hacia su interlocutor.

—Dígame, señor Gardiner, por ventura ¿le agradan las fábulas de Krylov? Se lo pregunto porque usted tiene un cierto toque kryloviano.

Chance echó una mirada en derredor y vio que los camarógrafos estaban registrando el diálogo.

—¿Un toque kryloviano? ¿Realmente lo parezco?

—¡Tenía razón! ¡Tenía razón! —casi gritó Skrapinov—. ¡De modo que usted conoce a Krylov! —El Embajador hizo una pausa y luego comenzó a hablar rápidamente en otro idioma. Las palabras resultaban armoniosas y el rostro del Embajador adquirió una expresión casi de animal. Chance, a quien nadie se le había dirigido en un idioma extranjero, levantó las cejas y luego se echó a reír. El Embajador lo miró con asombro.

—De modo que sí, que yo tenía razón. Usted conoce a Krylov en ruso ¿no es verdad? Señor Gardiner, debo confesarle que ya lo sospechaba. Sé cuando estoy ante un hombre culto.

Chance estaba a punto de negarlo, cuando el Embajador le hizo un guiño.

—Le agradezco su discreción, mi amigo.

Nuevamente se dirigió a Chance en un idioma extranjero, pero Chance no reaccionó.

En ese preciso momento volvía EE a la mesa acompañada de dos diplomáticos a quienes presentó como el señor Gaufridi, diputado procedente de París, y Su Excelencia el conde von Brockburg-Schulendorff, de Alemania Occidental.

—Benjamin y yo —recordó EE— tuvimos el placer de visitar el antiguo castillo del conde cerca de Munich…

Los hombres tomaron asiento y los fotógrafos continuaron con su labor. Von Brockburg-Schulendorff se sonrió, a la espera de que el ruso comenzara a hablar. Skrapinov respondió con una sonrisa. Gaufridi dirigió la mirada primero a EE y luego a Chance.

—El señor Gardiner y yo —comenzó Skrapinov— acabamos de compartir nuestro entusiasmo por las fábulas rusas. Al parecer, el señor Gardiner es un lector ávido y gran admirador de nuestra poesía, que lee en la versión original.

El alemán acercó su silla a la de Chance.

—Permítame que le diga, señor Chance, que su enfoque naturalista de la política y la economía por televisión me resultó sumamente convincente. Por supuesto, ahora que me entero de sus aficiones literarias, creo comprender mucho mejor sus observaciones.

Miró al Embajador y luego levantó los ojos hacia el cielo raso.

—La literatura rusa —dijo, con tono ligeramente declamatorio— ha inspirado a algunas de las mentes más brillantes de nuestra época.

—¡Para no hablar de la literatura alemana! —exclamó Skrapinov—. Mi querido conde, permítame que le recuerde la admiración que Pushkin abrigó durante toda su vida por la literatura de su país. Vamos, después que Pushkin tradujo el Fausto al ruso, Goethe le envió su propia pluma. Eso, sin mencionar a Turguenev, que se radicó en Alemania, y la admiración de Tolstoy y Dostoievsky por Schiller.

Von Brockburg-Schulendorff asintió con un gesto.

—Sí, pero ¿se imagina usted las consecuencias que la lectura de los maestros rusos produjeron en Hauptmann, Nietzsche y Thomas Mann? ¿Y qué me dice de Rilke? ¡Cuántas veces no repitió Rilke que todo lo inglés le era ajeno, en tanto que todo lo que fuera ruso era para él su propio mundo!

Gaufridi terminó de un sorbo la copa de champán que estaba bebiendo. Tenía el rostro acalorado. Se inclinó por encima de la mesa hacia Skrapinov.

—Cuando nos conocimos durante la Segunda Guerra Mundial —dijo—, tanto usted como yo vestíamos uniformes de soldados y luchábamos contra el adversario común, el más cruel enemigo en los anales de la historia de nuestras naciones. Compartir las influencias literarias es una cosa; compartir el derramamiento de sangre, es otra bien distinta.

Skrapinov intentó una sonrisa.

—Pero, señor Gaufridi —dijo—, usted habla de los tiempos de guerra, hace muchos años… una época totalmente distinta. Hoy, nuestros uniformes y condecoraciones se exhiben en los museos. Actualmente somos… somos soldados de la paz.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando von Brockburg-Schulendorff se disculpó; se puso de pie abruptamente, empujó la silla hacia atrás, besó la mano a EE, dio la mano a Skrapinov y a Chance y, después de hacer una inclinación en dirección del francés, se retiró.

EE cambió de lugar con el francés, de modo que éste y Chance quedasen el uno al lado del otro.

—Señor Gardiner —comenzó con tono pausado el diputado, como si nada hubiese ocurrido—, tuve ocasión de escuchar el discurso del Presidente en el que se refirió a las consultas que mantuvo con usted, he leído mucho acerca de su persona y también tuve el agrado de verlo por televisión.

Encendió un largo cigarrillo después de colocarlo cuidadosamente en una boquilla.

—De los comentarios del Embajador Skrapinov deduzco que, además de sus muchas otras aptitudes, es usted también un hombre de letras.

Miró a Chance con insistencia.

—Mi estimado señor Gardiner, sólo aceptando las fábulas como la realidad podemos a veces avanzar un poco en el arduo camino del poder y de la paz…

Chance levantó su copa.

—No le sorprenderá —continuó— que muchos de nuestros propios industriales, financistas y miembros del Gobierno estén profundamente interesados en las actividades de la Primera Corporación Financiera Norteamericana. Desde los comienzos de la enfermedad de nuestro común amigo, Benjamin, al pretender estudiar el curso que ha de seguir la Corporación se han enfrentado con algunas trabas. —Hizo una pausa pero Chance guardó silencio—. Nos ha causado gran satisfacción enterarnos de que es probable que usted ocupe el lugar de Rand si Benjamin no llegara a mejorar…

—Benjamin mejorará —le contestó Chance—. Lo dijo el Presidente.

—Confiemos en que así sea —dijo el francés—. Sin embargo, ninguno de nosotros, ni siquiera el Presidente, puede estar seguro. La muerte se cierne sobre nosotros, siempre dispuesta al ataque…

Gaufridi fue interrumpido por la partida del Embajador Soviético. Todos se pusieron de pie. Skrapinov se acercó a Chance.

—Un encuentro sumamente interesante, señor Gardiner. Muy esclarecedor —dijo con voz queda—. Si alguna vez visita nuestro país, mi Gobierno se sentirá muy honrado de ofrecerle su hospitalidad. —Dio un fuerte apretón de manos a Chance mientras las cámaras de los noticieros y los fotógrafos de la prensa registraban la escena.

Gaufridi tomó asiento a la mesa junto con Chance y EE.

—Chauncey —dijo EE—, realmente debes haberle causado una gran impresión a nuestro estirado amigo ruso. ¡Qué pena que Benjamin no haya estado con nosotros… le interesa tanto hablar de política! —Se acercó a Chance—. No es ningún secreto que hablabas ruso con Skrapinov… No sabía que hablaras ruso. ¡Es increíble!

Gaufridi farfulló:

—Es sumamente útil saber ruso en estos tiempos. ¿Habla usted otros idiomas, señor Gardiner?

—El señor Gardiner es muy modesto —dijo abruptamente EE—. No hace gala de sus conocimientos; se los guarda para sí.

Un hombre alto se les acercó para saludar a EE: Lord Beauclerk, presidente del directorio de la Compañía de Radioemisión Británica. Se dirigió a Chance y le dijo:

—Me gustó muchísimo el tono llano de su intervención en la televisión. ¡Muy astuto de su parte, muy astuto! No hay que hilar demasiado fino ¿no es cierto? Quiero decir, para los idiotas. Es lo que quieren, después de todo: «un dios al que castigar, no un hombre con sus mismas debilidades». ¿Eh?

Cuando estaban por retirarse, se vieron rodeados por un grupo de hombres muñidos de grabadoras y cámaras de cine y de televisión portátiles. EE presentó a cada uno de ellos a Chance. Uno de los periodistas más jóvenes se adelantó y dijo:

—¿Tendría usted la gentileza de responder a algunas preguntas?

EE se puso delante de Chance.

—Entendámonos bien desde un comienzo, señores —dijo—. No lo demorarán demasiado al señor Gardiner; tiene que irse en seguida. ¿Convenido?

Uno de los periodistas preguntó:

—¿Qué opina usted del artículo de fondo que publicó el Times de Nueva York sobre el discurso del Presidente?

Chance miró a EE, pero ésta le devolvió su mirada interrogatoria. No tenía más remedio que decir algo.

—No lo leí —declaró.

—¿No leyó el artículo editorial del Times sobre el discurso del Presidente?

—No lo leí —repitió Chance.

Varios periodistas intercambiaron miradas socarronas. EE contempló a Chance con asombro primero y luego con admiración creciente.

—Pero, señor —insistió fríamente otro de los periodistas—, por lo menos le habrá echado usted una mirada.

—No leí el Times —volvió a decir Chance.

—El Post hizo referencia a su «optimismo de índole muy peculiar» —dijo otro de los hombres. ¿Leyó usted ese artículo?

—No. Tampoco lo leí.

—Bueno —persistió el periodista—, ¿qué le parece la frase «un optimismo de índole muy peculiar»?

—No sé lo que quiere decir —contestó Chance.

EE se adelantó con altivez.

—El señor Gardiner tiene muchas responsabilidades —dijo—, especialmente desde que el señor Rand está enfermo. Se entera de las noticias de los periódicos por los informes que le prepara su personal.

Un periodista de más edad se adelantó.

—Lamento ser tan insistente, señor Gardiner, pero tendría sumo interés en saber qué periódicos «lee» usted, por así decir, mediante los resúmenes de su personal.

—No leo ningún periódico —contestó Chance—. Miro televisión.

Los periodistas, incómodos ante la situación, guardaron silencio.

—¿Quiere decir —dijo uno de ellos finalmente— que, en su opinión, la información de la televisión es más objetiva que la del periodismo?

—Como les acabo de decir —explicó Chance—, yo miro televisión.

El periodista de más edad casi dio media vuelta.

—Gracias, señor Gardiner —dijo—, por la más honesta confesión que he oído en los últimos años de labios de una personalidad pública. Muy pocas personas en la vida pública han tenido la valentía de no leer los periódicos. ¡Ninguno ha tenido el coraje de reconocerlo!

Cuando EE y Chance estaban por abandonar el edificio, les cerró el paso una joven fotógrafa.

—Perdone que lo persiga, señor Gardiner —dijo sin aliento—, pero permítame que le saque una foto más… usted es un hombre muy fotogénico ¿sabía?

Chance le sonrió con cortesía: EE retrocedió ligeramente. Chance se sorprendió por su enojo repentino; no tenía idea de qué la había incomodado.

* * *

El Presidente recorrió con la mirada los resúmenes de noticias del día anterior. Todos los periódicos más importantes habían incluido el texto de su discurso en el Instituto Financiero de América, así como sus comentarios acerca de Benjamin Rand y Chauncey Gardiner. Al Presidente le pareció que debía saber algo más sobre Gardiner.

Llamó a su secretaria personal y le pidió que reuniera toda la información disponible sobre Gardiner. Más tarde, entre dos compromisos, la hizo venir a su oficina.

El Presidente tomó la carpeta que le entregó la secretaria. Al abrirla, halló el historial completo de Rand, que inmediatamente hizo a un lado; el relato de una breve entrevista con el chófer de Rand, en la que éste daba cuenta escuetamente del accidente de Gardiner, y la transcripción de los comentarios de Gardiner en el programa «Esta Noche».

—Al parecer, no hay más información, señor Presidente —dijo la secretaria con vacilación.

—No quiero más que el material corriente que recibimos siempre antes de invitar a alguien a la Casa Blanca; eso es todo.

La secretaria, muy nerviosa, pareció afanarse en alguna minucia.

—Consulté nuestras fuentes habituales de información, señor Presidente, pero, al parecer, no contiene ningún dato sobre Chauncey Gardiner.

El Presidente frunció el ceño y dijo con voz tajante:

—Supongo que el señor Chauncey Gardiner, al igual que todos nosotros, nació de ciertos padres, se crió en determinados lugares, estableció vínculos con ciertas personas y, lo mismo que todos nosotros, contribuyó, mediante el pago de impuestos, a la riqueza de la nación. Y lo mismo, no me cabe duda, habrá hecho su familia. Sólo le pido que me proporcione los datos fundamentales, por favor.

La secretaria parecía muy incómoda.

—Lo lamento, señor Presidente, pero no he podido encontrar nada más que lo que acabo de entregarle. Como le dije, recurrí a todas nuestras fuentes usuales de información.

—¿Quiere usted decir —murmuró el Presidente con voz grave, al tiempo que señalaba irritado el historial—, que ésta es toda la información que tienen sobre él?

—Así es, señor.

—¿Debo entender que ninguna de nuestras oficinas sabe absolutamente nada de un hombre con el que pasé media hora, cara a cara, y cuyo nombre y palabras mencioné en mi discurso? Ha consultado usted por casualidad la publicación ¿Quién es quién? ¡Si no encuentra nada allí, por el amor de Dios, recurra a la guía telefónica de Manhattan!

La secretaria se rió nerviosamente.

—Seguiré buscando, señor.

—Le agradeceré mucho que así lo haga.

La secretaria se retiró y el Presidente, tras buscar su calendario de compromisos, escribió en el margen: ¿Gardiner?

* * *

A su regreso de la recepción en las Naciones Unidas, el Embajador Skrapinov se dedicó sin pérdida de tiempo a preparar un informe secreto sobre Gardiner. Chauncey Gardiner, sostenía, era un hombre sagaz, de gran cultura. Hizo hincapié en el conocimiento del ruso y de la literatura rusa de Gardiner y expresó que veía en él al «portavoz de determinados círculos financieros norteamericanos que, en vista de la depresión creciente y de las perturbaciones sociales cada vez mayores, estaban decididos a mantener su statu quo, aun al precio de concesiones políticas y económicas al bloque soviético».

De vuelta en su hogar, en la Misión de los Soviets ante las Naciones Unidas, el Embajador puso una comunicación con su embajada en Washington y habló con el jefe de la Sección Especial. Le solicitó, con carácter de prioridad absoluta, toda la información relativa a Gardiner: quería que se le suministrara información detallada sobre familia, educación, sus amigos y conexiones comerciales, así como sobre su relación con Rand. Además, quería averiguar la verdadera razón por la cual el Presidente, entre todos sus asesores económicos, lo había escogido a él. El jefe de la Sección Especial le prometió entregarle un historial completo a la mañana del día siguiente.

A continuación, el Embajador vigiló personalmente la preparación de pequeños paquetes de obsequios que pensaba enviar a Rand y a Gardiner. Cada paquete contenía varias libras de caviar de Beluga y algunas botellas de vodka, destilado especialmente. Además, hizo incluir en el paquete destinado a Gardiner una rara primera edición de las Fábulas de Krylov, con notas manuscritas del mismo Krylov en muchas de sus páginas. El libro había sido requisado de la colección privada de un miembro judío de la Academia de Ciencias de Leningrado, arrestado poco tiempo antes.

Más adelante, mientras se estaba afeitando, el Embajador decidió correr un riesgo: resolvió mencionar el nombre de Gardiner en un discurso que debía pronunciar esa tarde ante el Congreso Internacional de la Asociación Mercantil en Filadelfia. El párrafo, que insertó en su discurso después de que fuera aprobado por sus superiores en Moscú, acogía con beneplácito la aparición en los Estados Unidos de «esos esclarecidos hombres de Estado, representados, entre otros, por el señor Chauncey Gardiner, que tiene clara conciencia de que, a menos que los dirigentes de los sistemas políticos opuestos se avengan a acercar las sillas en que están sentados, han de perder todos sus asientos por obra de los acelerados cambios políticos y sociales».

El discurso de Skrapinov fue un éxito. Los más importantes medios de información recogieron la alusión a Gardiner. A medianoche, cuando miraba la televisión, Skrapinov oyó que citaban su discurso y vio un primer plano de Gardiner, un hombre que, según dijo el locutor, «había sido citado en el lapso de dos días por el Presidente de los Estados Unidos y por el Embajador de la Unión Soviética ante las Naciones Unidas».

En la portadilla de las obras de Krylov, el Embajador había escrito lo siguiente: «“Esta fábula se podría aclarar aún más, pero no provoquemos a los gansos” (Krilov). Al señor Chauncey Gardiner, con admiración y a la espera de un nuevo encuentro, cordialmente, Skrapinov».

Cuando se retiraron de las Naciones Unidas, Chance y EE se dirigieron a la casa de los amigos de EE donde los hicieron pasar a una habitación que tenía una altura de por lo menos tres pisos corrientes. Había además una galería, a media altura entre el piso y el cielo raso, con una balaustrada tallada rebuscadamente. En el aposento abundaban las esculturas y las vitrinas llenas de objetos brillantes; la araña que pendía del techo mediante una cuerda de color oro, parecía un árbol cuyas hojas habían sido reemplazadas por vacilantes bujías.

En la habitación se habían formado varios grupos de invitados y los camareros circulaban con bandejas llenas de bebidas. La anfitriona, una mujer corpulenta vestida de verde y que llevaba una cantidad de rutilantes collares, se dirigió a recibirlos con los brazos extendidos. Ella y EE se abrazaron y se besaron en las dos mejillas; luego EE le presentó a Chance. La mujer estrechó la mano de Chance y la retuvo en la suya por un momento.

—¡Por fin, por fin! —exclamó alborozada—, ¡el famoso Chauncey Gardiner! EE me ha dicho que no hay nada que usted valorice más que su soledad.

Se detuvo como si se le hubiera ocurrido algo más profundo, luego echó un poco la cabeza hacia atrás y lo miró de arriba a abajo.

—¡Pero ahora que veo lo apuesto que es usted, sospecho que es EE la que ama la soledad… con usted!

—Sophie, querida —imploró EE con timidez.

—Ya sé, ya sé. De repente, te he hecho sentir incómoda. ¡Pero no tiene nada de malo que uno defienda su soledad, mi querida EE! —se rió y, apoyando una mano en el brazo de Chance, prosiguió alegremente:

—Le ruego que me disculpe, señor Gardiner. EE y yo estamos siempre de bromas cuando nos juntamos. Personalmente es usted aún más apuesto que en las fotografías. Debo decir que estoy de acuerdo con la opinión de la revista Women’s Wear Daily… usted es obviamente uno de los hombres mejor vestidos de hoy en día. Por supuesto, con su estatura y sus hombros anchos y caderas estrechas y piernas largas y…

—Sophie, por favor… la interrumpió EE, ruborizándose.

—Prometo callarme. En serio. Síganme los dos; vayamos a reunirnos con algunas personas interesantes. Todos están ansiosos por hablar con el señor Gardiner.

Chance fue presentado a varios invitados. Les dio la mano, los miró de frente y, si bien apenas lograba captar sus nombres, daba el suyo inmediatamente. Un hombre calvo, de baja estatura, consiguió arrinconarlo contra un mueble inmenso, lleno de agudos bordes.

—Soy Ronald Stiegler, de la Editorial Eidolon. Encantado de conocerlo, señor —dijo el hombre y le tendió la mano—. Seguimos su intervención en la televisión con sumo interés —continuó Stiegler—. Cuando venía hacia acá en mi coche escuché por la radio que el Embajador de la Unión Soviética había mencionado su nombre en Filadelfia.

—¿Por la radio? ¿No tiene televisión en su automóvil? —preguntó Chance. Stiegler fingió que sus palabras le causaban gracia.

—Casi nunca escucho la radio. El tránsito es tan complicado que uno está obligado a estar atento a todo —se interrumpió para pedirle a un camarero que pasaba un cóctel de vodka con un trocito de naranja—. Algunos de mis asesores y yo hemos estado pensando si usted no consideraría la posibilidad de escribir un libro para nosotros. Algo referente a su especialidad. Evidentemente, la Casa Blanca enfoca los hechos desde un punto de vista distinto del de los intelectuales o de los obreros. ¿Qué le parece la idea? —Bebió el cóctel a rápidos sorbos y cuando pasó un criado ofreciendo bebidas, se precipitó a tomar otra copa.

—¿No quiere uno? —le preguntó a Chance con sonrisa de satisfacción.

—No, gracias; no bebo.

—Señor: en mi opinión, su pensamiento merece alcanzar una mayor difusión; creo, además, que el país se beneficiaría. La Editorial Eidolon se haría cargo de esta tarea con mucho placer. Aquí y ahora, pienso que puedo prometerle un adelanto de seis cifras por los derechos de autor, así como una cláusula muy favorable en lo que atañe al tanto por ciento de los beneficios y a la reimpresión. El contrato estaría listo para la firma en un día o dos y usted podría entregarnos el libro en, digamos, un año o dos.

—No puedo escribir —dijo Chance.

Stiegler sonrió con desaprobación.

—Por supuesto… pero ¿quién puede hacerlo en estos tiempos? No es ningún problema. Le proporcionaremos los servicios de nuestros mejores redactores asistentes de información. Yo ni siquiera puedo escribirles una simple tarjeta postal a mis niños. ¿Qué me dice?

—Ni siquiera puedo leer —afirmó Chance.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Stiegler—. ¿Quién tiene tiempo para leer? Uno echa una ojeada a las cosas, habla, escucha, observa. Señor Gardiner, reconozco que en mi carácter de editor yo debiera ser la última persona que le dijera esto… pero la industria editorial no es por cierto un jardín floreciente en estos días.

—¿Qué clase de jardín es? —preguntó Chance interesado.

—Bueno, cualquier cosa que haya sido, dejó de serlo. Por supuesto que seguimos creciendo, expandiendo nuestras actividades. Pero se publican demasiados libros. Y si se toma en cuenta la recesión, el estancamiento económico, la desocupación… En fin, como usted sabe, los libros ya no se venden. Pero, como le decía, queda todavía un predio bastante amplio para un árbol de sus dimensiones. ¡Ya estoy viendo florecer a Chauncey Gardiner bajo el sello de la Editorial Eidolon! Permítame que le envíe unas líneas para presentarle un bosquejo de nuestros proyectos… y de nuestras cifras. ¿Está usted todavía en casa de los Rand?

—Sí; sigo allá.

Anunciaron la comida. Los invitados fueron ubicados en varias mesas pequeñas distribuidas simétricamente en el salón comedor. En la mesa de Chance, sentado entre dos mujeres, había diez personas. La conversación se centró en la política. Un hombre maduro, enfrente de Chance, le dirigió la palabra. Chance se puso tieso, sintiéndose incómodo.

—Señor Gardiner ¿cuándo cree usted que el Gobierno dejará de calificar de venenosos a los subproductos industriales? Estuve de acuerdo en que se prohibiera el uso del DDT puesto que el DDT es un veneno y no hay ningún problema en encontrar sustitutos químicos. Pero es muy distinto que, por ejemplo, tengamos que dejar de refinar el petróleo para calefacción porque, digamos, no nos gustan los productos de la descomposición del querosene —Chance se quedó mirándolo en silencio—. Francamente, creo que hay una diferencia fundamental entre las cenizas del petróleo y los polvos insecticidas. ¡No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de semejante cosa, por Dios!

—Conozco las cenizas y conozco los insecticidas —dijo Chance—. Sé que los dos son perjudiciales para el desarrollo de un jardín.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó la mujer sentada a la derecha de Chance—. ¡Es una maravilla! —murmuró a su compañero de la derecha en voz lo suficientemente alta como para que todos la oyeran. A los demás, les dijo—: El señor Gardiner tiene la rara cualidad de poder expresar los asuntos más complejos en sencillos términos humanos. Pero al acercarnos de ese modo a esos problemas, al aproximarlos a la tierra, el señor Gardiner nos hace ver que tanto él, como otros hombres igualmente influyentes, incluso nuestro Presidente, que lo cita con tanta frecuencia, advierten la gravedad y urgencia de la cuestión. —Varios invitados se sonrieron cuando terminó de hablar.

Un hombre de aspecto distinguido se dirigió a Chance:

—Muy bien, señor Gardiner, el discurso del Presidente fue tranquilizador. Así y todo, los hechos son éstos: la desocupación está alcanzando proporciones catastróficas, sin precedentes en este país; el mercado bursátil continúa en descenso y ha llegado casi a los niveles de 1929; algunas de las compañías más importantes y más serias del país han quebrado. Dígame, señor, ¿cree usted sinceramente que el Presidente podrá detener esta tendencia bajista?

—El señor Rand dijo que el Presidente sabe lo que está haciendo —respondió Chance lentamente—. Conversaron sobre el asunto; yo estaba allí. Eso fue lo que dijo el señor Rand al término de la conversación.

—No hemos dicho nada de la guerra —comentó la joven a la izquierda de Chance, acercándosele.

—¿La guerra? ¿Qué guerra? —le contestó Chance—. He visto muchas guerras en la televisión.

—Desgraciadamente, en este país, cuando soñamos con la realidad, nos despierta la televisión —dijo la mujer—. Supongo que para muchos millones de seres, la guerra no es más que un programa más de la televisión. Pero allá en el frente, hay hombres de carne y hueso que están ofrendando sus vidas.

Mientras Chance estaba tomando el café en uno de los salones contiguos, se le acercó discretamente uno de los invitados. El hombre se presentó y se sentó cerca de Chance al tiempo que lo miraba fijamente. Era de más edad que él. Se parecía a algunos de los hombres que Chance veía frecuentemente en la televisión. Llevaba los largos cabellos grises peinados hacia atrás. Tenía ojos grandes y expresivos, bordeados de pestañas excepcionalmente largas. Hablaba en voz baja y de tanto en tanto emitía una risita seca. Chance no entendía lo que le decía ni por qué se reía. Cada vez que le parecía que el hombre esperaba una respuesta, Chance le contestaba afirmativamente. Casi siempre se limitaba a sonreír y a asentir con la cabeza. De repente, el hombre se le acercó y le hizo una pregunta en voz baja que requería una respuesta precisa. Como Chance no estaba seguro de lo que le había preguntado, se abstuvo de contestarle. El hombre insistió. Chance siguió sin contestarle. Su interlocutor se le acercó aún más y lo miró con insistencia; al parecer, algo en la expresión de Chance lo indujo a preguntarle, con tono monocorde:

—¿Quiere que lo hagamos ahora? Podemos ir al piso de arriba.

Chance no tenía idea de lo que el hombre quería que hiciese. ¿Qué pasaría si se trataba de algo que él no podía hacer? Por último, dijo:

—Me gustaría mirar.

—¿Mirar? ¿Quiere decir mirarme a mí? ¿Haciéndolo solo? —El hombre no hizo ningún esfuerzo por ocultar su asombro.

—Sí —dijo Chance—. Me gusta mucho mirar.

El hombre desvió la mirada y luego volvió a dirigirse a Chance.

—Si eso es lo que usted quiere, yo también —dijo con desafío en la voz.

Después de que sirvieron los licores, el hombre miró a Chance a los ojos con insistencia e, impaciente, lo tomó del brazo y lo acercó a él, revelando una fuerza sorprendente.

—Ha llegado el momento —murmuró—. Subamos.

Chance no sabía si podía irse sin antes comunicárselo a EE.

—Tengo que avisarle a EE —dijo Chance.

El hombre lo miró, azorado.

—¿Avisarle a EE? —Hizo una pausa—. Ya veo. Bueno, da lo mismo, avísele después.

—¿No sería mejor ahora?

—Por favor —rogó el hombre—, vayámonos. EE no notará su ausencia entre tanta gente. Dirijámonos con toda naturalidad hacia el ascensor del fondo y subamos directamente. Venga conmigo.

Atravesaron el salón atestado de gente. Chance echó una mirada en derredor, pero no alcanzó a distinguir a EE.

El ascensor era estrecho y estaba forrado en una delicada tela color malva. El hombre se aproximó a Chance y de repente introdujo la mano en la ingle de Chance, quien no supo cómo reaccionar. La expresión del hombre era amistosa, aunque había una cierta avidez en su mirada. Siguió tanteando los pantalones de Chance. Éste decidió que lo mejor era no hacer nada.

El ascensor se detuvo. El hombre salió adelante y tomó a su compañero del brazo. Reinaba un silencio total. Entraron en uno de los dormitorios. El hombre le pidió a Chance que se sentara. Abrió un pequeño bar oculto y le ofreció de beber. Chance tuvo miedo de perder el conocimiento, como le había ocurrido anteriormente en el automóvil con EE, de modo que rehusó. También rehusó fumar una pipa de extraño olor. El hombre se sirvió un trago generoso, que bebió casi de un sorbo. Luego se acercó a Chance y lo abrazó, apretando sus muslos contra los de Chance, quien permaneció inmóvil. El hombre comenzó a besarlo en el cuello y las mejillas, luego le desordenó los cabellos. Chance se preguntó qué había dicho o hecho para provocar tales muestras de afecto. Hizo un gran esfuerzo por evocar escenas similares en la televisión, pero sólo consiguió recordar una única escena en una película en la que un hombre besaba a otro hombre. Aún en esa circunstancia no se entendía muy bien lo que estaba ocurriendo. Se quedó inmóvil.

Evidentemente, al hombre no le preocupaba su actitud; tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Deslizó la mano debajo de la chaqueta de Chance como si buscara algo; después se apartó de Chance y comenzó a desvestirse apresuradamente. Se quitó los zapatos y se tendió desnudo en la cama. Hizo un gesto a Chance, quien permaneció de pie al lado de la cama mirándole. Ante la sorpresa de Chance, el hombre se tomó el órgano con una mano mientras gemía, se sacudía y temblaba de pies a cabeza.

Era evidente que el hombre estaba enfermo. Chance había visto con frecuencia en la televisión a gente acometida por violentos accesos de enfermedad. Se inclinó sobre él y el hombre lo asió repentinamente. Chance perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse sobre el cuerpo desnudo. El hombre se apoderó de una pierna de Chance y, sin pronunciar una palabra, presionó la suela del zapato de Chance contra su miembro endurecido.

Al ver cómo la parte en erección se ponía cada vez más dura debajo del borde de su zapato y cómo sobresalía del bajo vientre del hombre, Chance recordó las fotografías de un hombre y una mujer que le había mostrado el encargado de la casa del Anciano. Se sintió incómodo, pero permitió que su pie se mantuviera sobre la carne del hombre, observó cómo temblaba su cuerpo y cómo sus piernas desnudas se estiraban con esfuerzo y le oyó dar un grito originado acaso por algún dolor interno. Entonces el hombre apoyó con más fuerza el zapato de Chance contra su carne. Debajo del zapato surgió en pequeños chorros una sustancia blancuzca. El hombre perdió el color y agitó la cabeza. Después de una última contracción, dejó de estremecerse y los músculos, tensos bajo el zapato de Chance, se relajaron como si hubiesen sido desconectados súbitamente de una fuente de energía. Cerró los ojos. Chance retiró el pie y se fue sin hacer ruido.

Desanduvo el trecho hasta el ascensor y, una vez en la planta baja, atravesó un largo corredor, guiado por el sonido de voces. Muy pronto se encontró nuevamente entre los invitados. Estaba buscando a EE cuando alguien le tocó en el hombro; era ella.

—Temía que te hubieras aburrido y te hubieras ido —le dijo—. O que te hubiesen secuestrado. Hay una cantidad de mujeres aquí a las que no les disgustaría desaparecer contigo ¿sabes?

Chance no sabía por qué alguien podía querer secuestrarlo. Se quedó callado un rato y después dijo:

—No estaba con una mujer. Estaba con un hombre. Fuimos arriba, pero él se descompuso y por eso bajé.

—¿Arriba? Chauncey, no haces más que dedicarte a conversaciones serias. ¿Por qué no te despreocupas y gozas de la fiesta?

—Se sintió mal —dijo Chauncey—. Me quedé un rato haciéndole compañía.

—Son pocos los hombres sanos como tú; no resisten toda esta bebida y este ruido —dijo EE—. Eres un ángel, mi querido. Gracias a Dios que aún quedan hombres como tú, capaces de ayudar a la gente y de darles ánimo.

* * *

Cuando regresaron de la comida, Chance se metió en la cama y se puso a mirar la televisión. El cuarto estaba a oscuras; la pantalla iluminaba el aposento con una luz tenue y dispareja. Chance oyó que alguien abría la puerta. EE entró cubierta con un peinador y se acercó a su cama.

—No podía dormir, Chauncey —le dijo y le tocó el hombro.

Chance quiso apagar el televisor y encender las luces.

—No, por favor —le pidió EE—. Quedémonos así.

Se sentó sobre la cama, cerca de él y se abrazó las rodillas.

—Tenía que verte —prosiguió—; estoy segura… estoy segura de que no te incomoda que yo haya venido aquí… a tu cuarto. ¿No es cierto que no te molesta?

—No, no me molesta —dijo Chauncey.

EE se fue acercando lentamente; su cabello le rozó la cara. En un instante se quitó el peinador y se deslizó entre las sábanas.

Corrió el cuerpo hasta tocar el de Chance. Él sintió la mano de ella que se deslizaba a lo largo de su torso y sus caderas desnudas, apretándolo, estrujándolo, recorriéndolo todo ardorosamente. Él extendió la mano y le acarició el cuello, los pechos y el vientre. Sintió que se estremecía bajo sus caricias y que sus piernas se separaban. No se le ocurrió otra cosa que hacer, de modo que retiró la mano. Ella continuó estremeciéndose y arqueándose, mientras apoyaba la cabeza y el rostro de él contra su carne húmeda, como si quisiese que él la devorase. Sollozaba, jadeaba, gemía, hablaba sin ton ni son, emitía sonidos entrecortados, como un animal. Lo besó en todo el cuerpo una y otra vez, mientras sollozaba y se reía al mismo tiempo. La cabeza bamboleándosele, buscó con la lengua su carne fláccida, mientras sus piernas se movían acompasadamente. Se estremeció y él sintió sus músculos humedecidos.

Quiso decirle cuánto más hubiera preferido mirarla, que sólo contemplándola podía fijarla en su memoria y poseerla. No sabía cómo explicarle que le resultaba imposible tocarla mejor o con más intensidad con las manos que con sus ojos. La vista abarcaba todo simultáneamente: el tacto era siempre parcial. EE no tendría que haber deseado que él la tocase más que lo que pudiera desearlo una pantalla de televisor.

Chance no se movió ni se resistió. De repente, EE se aflojó por completo y dejó caer la cabeza sobre el pecho de Chance.

—No me deseas —dijo—. No sientes nada por mí; absolutamente nada.

Chance la hizo a un lado con delicadeza y se sentó en el borde de la cama.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! —exclamó—. ¡No te excito!

Chance no entendió lo que le quería decir.

—Estoy en lo cierto. ¿No es verdad, Chauncey?

Chance se dio vuelta y la miró.

—Me gusta observarte —le dijo.

—¿Te gusta observarme? —Lo miró fijamente.

—Sí; me gusta mirar.

Ella se sentó sin aliento, tratando de respirar.

—Por eso… ¿eso es todo lo que quieres, mirarme?

—Sí; me gusta mirarte.

—¿Pero no estás excitado? —Se inclinó, tomó su órgano y lo retuvo en su mano. A su vez, Chance comenzó a tocarla; sus dedos penetraron en su interior. Ella dio un respingo, volvió la cabeza hacia él e hizo un nuevo y desesperado intento por infundir vida a su órgano indiferente. Chance esperó pacientemente a que terminara.

Ella se puso a llorar amargamente.

—No me amas —gimió—. No puedes tolerar que te toque.

—Me gusta mirarte —dijo Chance.

—No entiendo lo que quieres decir —se lamentó ella—. Por más que trate no consigo excitarte. Y tú insistes en decir que te gusta mirarme… ¡Mirarme! ¿Quieres decir… cuando… cuando estoy sola…?

—Sí. Me gusta mirarte.

A la luz mortecina del televisor, EE lo miró con los ojos entrecerrados.

—Tú quieres que yo acabe mientras tú me observas.

Chance no dijo nada.

—Si yo me tocara ¿tú te excitarías y luego me harías el amor?

Chance no la entendió.

—Me gustaría mirarte —repitió.

—Ahora creo que entiendo —dijo EE—. Se puso de pie y con paso apresurado recorrió la habitación de un extremo al otro pasando por delante del televisor; cada tanto dejaba escapar una palabra, en voz apenas más audible que su aliento.

Volvió a la cama. Se tendió de espaldas y comenzó a acariciarse el cuerpo lánguidamente, al tiempo que separaba bien las piernas; luego deslizó las manos hacia su vientre. Avanzaba y retrocedía, haciendo serpentear su cuerpo, como aguijoneada por punzantes hierbas. Se acarició después los pechos, las nalgas, los muslos. Con un rápido movimiento, envolvió a Chance con los brazos y las piernas, como si fueran ramas tendidas. Después de agitarse violentamente, se estremeció apenas. Se quedó inmóvil, semidormida.

Chance la cubrió con la manta. Luego cambió el canal del televisor varias veces, manteniendo bajo el volumen del sonido. Descansaron juntos en la cama, mientras él observaba la televisión sin osar moverse.

Un rato después, EE le dijo:

—Me siento tan libre contigo. Hasta que te conocí, todos los hombres que frecuenté apenas reconocieron mi existencia. Fui sólo un receptáculo, poseído y contaminado; sólo la imagen de alguien que hacía el amor. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Chance la miró sin decir nada.

—Queridísimo… tú desatas mis apetencias: el deseo se abre paso desde mi interior, y cuando tú me miras, mi pasión lo disuelve. Tú me liberas. Me rebelo yo mismo a mí misma y me siento purificada.

Chance continuó en silencio.

EE se estiró y sonrió.

—Chauncey, querido, hace rato que estoy por decirte algo: Ben quiere que tú vayas en avión conmigo mañana a Washington y me acompañes al Baile del Capitolio. Yo estoy obligada a asistir; soy la presidenta del Comité encargado de la recaudación de fondos. Vendrás conmigo, ¿no es cierto?

—Me gustaría acompañarte —dijo Chance.

Se abrazó a él y se quedó dormida. Chance miró televisión hasta que él también cayó vencido por el sueño.