El miércoles, mientras Chance se estaba vistiendo, sonó el teléfono. Oyó la voz de Rand:
—Buenos días, Chauncey. Mi mujer me encargó que lo saludara también en su nombre porque no estará en casa hoy. Tuvo que volar a Denver. Pero, además lo llamo por otra razón. Hoy, el Presidente pronunciará un discurso en la reunión anual del Instituto Financiero; está en vuelo hacia Nueva York y acaba de telefonearme desde su avión. Sabe que estoy enfermo y que no podré presidir la reunión, de acuerdo con lo previsto. Pero como hoy me siento un poco mejor, el Presidente ha tenido la gentileza de decidir hacerme una visita antes del almuerzo. Es muy amable de su parte, ¿no le parece? Va a aterrizar en el aeropuerto Kennedy y vendrá a Manhattan en helicóptero. Podemos calcular que dentro de una hora estará aquí.
Rand dejó de hablar. Chance lo oyó respirar con dificultad.
—Quiero que usted lo conozca, Chauncey. Va a ser un placer para usted. El Presidente es una magnífica persona y estoy seguro de que simpatizará con usted. Ahora bien: la gente del Servicio Secreto estará aquí dentro de muy poco para inspeccionar el lugar. Es una cuestión de rutina, algo que tienen que hacer sea cual fuere el lugar y las circunstancias. Si no tiene inconveniente, mi secretaria le comunicará cuando lleguen.
—Muy bien, Benjamin, y muchas gracias.
—¡Ah, sí! Algo más, Chauncey. Espero que no se moleste… pero tendrán que registrarlo a usted también. Actualmente, nadie que esté cerca del Presidente puede llevar encima ningún objeto cortante, de modo que procure que no le lean el pensamiento, Chauncey, ¡podrían quitárselo! Nos vemos dentro de un rato, mi amigo —y cortó la comunicación.
No debía tener ningún objeto cortante. Chance se quitó rápidamente el clip de la corbata y colocó el peine sobre la mesa. Pero ¿por qué se habría referido Rand a su «pensamiento»? Chance se miró en el espejo y lo que vio le gustó: tenía el cabello brillante, la tez fresca y el traje se adaptaba a su cuerpo como la corteza al árbol que recubre. Contento, encendió la televisión.
Pasado un rato, la secretaria de Rand lo llamó para informarle que los hombros del Presidente estaban listos para subir. Cuatro hombres entraron en el aposento, charlando y riéndose con soltura y comenzaron a registrarlo con una cantidad de instrumentos complicados.
Chance se sentó en el escritorio, mientras continuaba observando la televisión. Al cambiar de uno a otro canal, vio de repente un inmenso helicóptero que descendía sobre un campo del Parque Central. El locutor anunció que en ese preciso momento el Presidente de los Estados Unidos aterrizaba en el corazón mismo de la ciudad de Nueva York.
Los hombres del servicio secreto dejaron de trabajar para observar la transmisión.
—Bueno —dijo uno de ellos—, ha llegado el jefe. Es mejor que nos apresuremos a inspeccionar los otros cuartos.
Chance estaba solo cuando llamó la secretaria de Rand para anunciar la inminente llegada del Presidente.
—Gracias —contestó Chance—. Creo que es mejor que baje inmediatamente ¿no le parece?
—Creo que ya es hora, señor.
Chance descendió las escaleras. Los hombres del Servicio Secreto deambulaban sosegadamente por los corredores, el vestíbulo y la entrada del ascensor. Algunos estaban de pie delante de las ventanas de la biblioteca; otros se habían ubicado en el comedor, la sala y el salón escritorio. Chance fue cacheado por uno de los agentes quien, después de pedirle disculpas por la medida, se apresuró a abrirle la puerta de la biblioteca.
Rand se acercó a Chance y lo palmeó en el hombro.
—No sabe cuánto me alegra que usted tenga oportunidad de conocer al Jefe del Ejecutivo. Es una magnífica persona, con un gran sentido de la justicia encuadrada dentro de la ley y una extraordinaria capacidad para pulsar el electorado. Realmente, es muy amable de su parte venir a visitarme, ¿no le parece?
Chance estuvo de acuerdo.
—¡Qué pena que EE no esté en casa! —exclamó Rand—. Es una gran admiradora del Presidente y le halla muy atractivo. Llamó por teléfono desde Denver ¿sabe?
Chance estaba al tanto del llamado de EE.
—¿Y usted no habló con ella? Bueno, volverá a llamar. Querrá conocer sus impresiones acerca del Presidente y de cómo se desarrollaron las cosas… ¿Podría atenderla usted, si yo estuviese durmiendo, y decirle cómo resultó la reunión?
—Con mucho gusto. Espero que se encuentre bien, señor. Tiene usted mucho mejor aspecto.
Rand se movió incómodo en la silla.
—Es todo maquillaje, Chauncey… todo maquillaje. Le pedí a la enfermera que me acompañó durante toda la noche y la mañana que me arreglara un poco la cara para que el Presidente no crea que me voy a morir en el curso de nuestra conversación. A nadie le agrada estar con un hombre que se está muriendo, Chauncey, porque pocos saben lo que es la muerte. Todo lo que sabemos es que el tenemos pánico. Usted es una excepción; sé que no siente miedo. Eso es lo que EE y yo admiramos en usted: su maravilloso equilibrio. Usted no oscila entre el temor y la esperanza, sino que está en paz consigo mismo. No me contradiga; tengo edad suficiente para ser su padre. He vivido mucho, y he sentido mucho miedo; he estado rodeado de hombres pequeños olvidados de que entramos desnudos en este mundo y lo abandonamos en el mismo estado y que no hay ningún contador que pueda ajustar cuentas con la vida en favor nuestro.
Rand había perdido el color. Buscó una píldora, se la puso en la boca y bebió unos sorbos de agua del vaso que tenía cerca. Sonó el teléfono. Rand levantó el receptor y dijo con vivacidad:
—El señor Gardiner y yo estamos listos. Haga pasar al Presidente a la biblioteca.
Colgó el receptor, retiró la copa del escritorio y la escondió detrás de él, en uno de los estantes de la biblioteca.
—Ha llegado el Presidente, Chauncey. Está en camino hacia aquí.
Chance recordaba haber visto poco tiempo antes al Presidente en un programa de la televisión. Fue con ocasión de un desfile, un día de sol radiante. El Presidente estaba de pie sobre una tarima, rodeado de militares de uniforme y de civiles con gafas oscuras. Debajo, en el campo abierto, marchaban interminables columnas de soldados con los rostros vueltos hacia su jefe, quien saludaba con la mano. La mirada del Presidente revelaba la lejanía de su pensamiento. Los miles de hombres en formación quedaron reducidos en la pantalla del televisor a meros montículos de hojas muertas impulsadas hacia adelante por la fuerza de un fuerte viento. De repente, irrumpieron desde las alturas los aviones a chorro, en apretada e impecable formación. Los observadores militares y los civiles que se encontraban en la tarima apenas tuvieron tiempo de levantar la cabeza cuando los aviones pasaron, con la velocidad del rayo, por encima del Presidente, produciendo un estrépito ensordecedor. El rostro del Presidente llenó una vez más la pantalla. Tenía la mirada fija en los aviones que se alejaban; una sonrisa fugaz le dulcificó la cara.
* * *
—Estoy encantado de verlo, señor Presidente —dijo Rand poniéndose de pie para recibir a un hombre de mediana estatura que entró sonriendo—. ¡Qué amable ha sido usted en molestarse en venir hasta aquí a visitar a un hombre que se está muriendo!
El Presidente lo abrazó y lo condujo a una silla.
—Tonterías, Benjamin. Siéntese y déjeme que lo vea.
El Presidente se sentó en un diván y se volvió hacia Chance.
—Señor Presidente —dijo Rand—, le presento a mi querido amigo, el señor Chauncey Gardiner… el Presidente de los Estados Unidos de América.
Rand se dejó caer en una silla, mientras el Presidente tendía la mano a Chance. Éste, recordando que en las conferencias de prensa de la televisión el Presidente miraba siempre de frente a los espectadores, fijó la vista directamente en los ojos del Presidente.
—Encantado de conocerlo, señor Gardiner —dijo el Presidente, al tiempo que volvía a reclinarse en el diván—. He oído hablar mucho de usted.
Chance se preguntó cómo era posible que el Presidente hubiera oído hablar de él.
—Siéntese, por favor, señor Gardiner —lo invitó el Presidente—. Los dos tenemos que reprender a nuestro amigo Benjamin por recluirse en su casa. Ben… —continuó, tras inclinarse hacia donde se encontraba el anciano—, el país lo necesita y yo, en mi carácter de Jefe de Estado, no la he autorizado a que se retire.
—Ya estoy preparado para el olvido, señor Presidente —contestó Rand suavemente— y, más aún, no me quejo; el mundo rompe con Rand y Rand rompe con el mundo: un trato equitativo ¿no le parece? La seguridad, la tranquilidad, un bien merecido descanso; muy pronto he de alcanzar esos objetivos por los que tanto luché.
—¡Por favor, hablemos con seriedad, Ben! —El Presidente hizo un gesto con la mano—. Ya sé que usted es un filósofo, pero por encima de todo es un hombre de negocios vigoroso y activo. Hablemos de la vida —prosiguió, al tiempo que hacia una pausa para encender un cigarrillo—. ¿Qué es esto de que no va a hablar en la reunión de hoy del Instituto Financiero?
—No estoy en condiciones de hacerlo, señor Presidente —contestó Rand—. Son órdenes del médico. Además —añadió—, obedezco al dolor.
—Si… claro… —repuso el Presidente—, después de todo, no es más que otra de tantas reuniones. Y aunque no esté allí en persona, lo estará usted en espíritu. El Instituto sigue siendo una creación suya; la impronta de su vida está presente en todas sus actividades.
Los hombres iniciaron una larga conversación. Chance no entendía casi nada de lo que decían, aun cuando con frecuencia le dirigían la mirada, como invitándolo a participar. Chance creía que hablaban de intento en otro idioma por razones de seguridad, cuando de repente el Presidente le dirigió la palabra:
—Y usted, señor Gardiner, ¿qué opina de la mala época por la que atraviesa la Calle?[3]
Chance se estremeció. Sintió como si le hubieran arrancado de pronto las raíces de su pensamiento la tierra húmeda y las hubiesen lanzado, hechas una maraña, al aire inhóspito. Finalmente, dijo:
—En todo jardín hay una época de crecimiento. Existen la primavera y el verano, pero también el otoño y el invierno, a los que suceden nuevamente la primavera y el otoño. Mientras no se hayan seccionado las raíces todo está bien y seguirá estando bien.
Levantó los ojos. Rand lo estaba mirando y asentía con la cabeza. Sus palabras parecían haber agradado al Presidente.
—Debo reconocer, señor Gardiner —dijo el Presidente—, que hace mucho, mucho tiempo que no escucho una observación tan alentadora y optimista como la que acaba de hacer. —Se puso de pie, de espaldas al hogar—. Muchos de nosotros olvidamos que la Naturaleza y la sociedad son una misma cosa. Sí, aunque hemos intentado desprendernos de la Naturaleza, seguimos siendo parte de ella. Al igual que la Naturaleza, nuestra sistema económico es, a la larga, estable y racional, y por ello no debe inspirarnos temor estar a su merced.
El Presidente titubeó un momento y luego se dirigió a Rand.
—Aceptamos con alegría las estaciones inevitables de la Naturaleza, pero nos preocupan las estaciones de nuestra economía. ¡Qué tontería de nuestra parte! —Le sonrió a Chance—. Envidio al señor Gardiner su profundo buen sentido. Esto es justamente lo que nos hace falta en el Capitolio.
El Presidente echó una mirada a su reloj de pulsera, luego levantó una mano para indicarle a Rand que no se levantara.
—No, no, Ben… descanse. Espero volver a verlo muy pronto. Cuando se sienta mejor, usted y EE deben venir a hacernos una visita a Washington. Y usted, señor Gardiner… también nos honrará a mi familia y a mí con su visita ¿no es cierto? ¡Nos darán un gran placer!
Después de dar un abrazo a Rand y un rápido apretón de manos a Chance, salió de la habitación.
Rand se apresuró a recobrar el vaso de agua, ingirió otra píldora y se dejó caer en la silla.
—Es una gran persona el Presidente, ¿no es cierto? —le preguntó a Chance.
—Sí —replicó Chance—, aunque parece más alto en la televisión.
—¡Por cierto que sí! —exclamó Rand—. Pero tenga presente que es un político, que diplomáticamente riega con su bondad todas las plantas que encuentra en su camino, sea lo que fuere lo que piensa. Realmente me gusta mucho. A propósito, Chauncey, ¿está usted de acuerdo con mi posición respecto del crédito y su restricción, tal como se la expuse al Presidente?
—No estoy seguro de haberla entendido. Por eso no dije nada.
—Usted dijo mucho, mi querido Chauncey, mucho y no sólo lo que dijo sino cómo lo dijo fueron muy del agrado del Presidente. Todo el mundo se dirige a él en términos similares a los míos, pero lamentablemente son pocos, si los hay, los que le hablan como usted.
Se oyó el timbre del teléfono. Rand contestó la llamada y le comunicó a Chance que el Presidente y los hombres del Servicio Secreto habían partido y que la enfermera lo esperaba con una inyección. Chance subió a su cuarto. Cuando encendió el televisor, vio al Presidente y su comitiva que circulaban por la Quinta Avenida. En las aceras se habían congregado grupos de personas; la mano del Presidente asomaba por una de las ventanillas de la limousine en señal de saludo. Chance no sabía si realmente había estrechado esa mano apenas unos minutos antes.
* * *
La reunión anual del Instituto Financiero se inició en un ambiente de gran expectativa y tensión como consecuencia del anuncio efectuado por la mañana de que el índice de desempleo nacional había alcanzado un nivel sin precedentes. Los funcionarios del Gobierno se mostraron renuentes a comunicar las medidas que propondría el Presidente para evitar un mayor estancamiento de la economía. Todos los medios de información al público estaban sobre alerta.
En su discurso, el Presidente aseguró que no se había previsto la adopción inmediata de ninguna medida drástica por parte del Gobierno, si bien se había producido un nuevo descenso repentino en la productividad.
—Hemos gozado de la primavera —dijo— y también del verano, pero desgraciadamente, lo mismo que en el jardín del mundo, es inevitable que lleguen los fríos y tormentas del otoño y el invierno. —El Presidente subrayó que mientras las semillas de la industria permaneciesen fuertemente arraigadas en la vida del país, la economía volvería a florecer con seguridad.
En el breve lapso en que respondió a las preguntas que se le hicieron, el Presidente reveló que había celebrado consultas en múltiples niveles con los miembros del Gabinete, la Cámara de Diputados y el Senado, además de haber conversado con los dirigentes más importantes del mundo de los negocios. En esa oportunidad, tuvo palabras de recuerdo para Benjamin Turnbull Rand, presidente del Instituto, a quien motivos de salud habían impedido concurrir a la reunión. Añadió que en la residencia del señor Rand había mantenido un intercambio de ideas sumamente fructífero con el señor Rand y con el señor Chauncey Gardiner acerca de los efectos benéficos de la inflación. La inflación podaría las ramas muertas del ahorro y de ese modo contribuiría a revitalizar el vigoroso tronco de la industria. Fue dentro del contexto del Presidente que el nombre de Chance despertó por primera vez la atención de los medios informativos.
* * *
Por la tarde la secretaria de Rand le dijo a Chance:
—Está el señor Tom Courtney del Times de Nueva York al aparato. ¿Podría atenderlo por unos minutos? Creo que quiere recabar algunos datos sobre usted.
—Comuníqueme con él —dijo Chance.
La secretaria pasó la comunicación del señor Courtney.
—Siento molestarlo, señor Gardiner; no lo hubiera hecho de no haber hablado antes con el señor Rand.
Hizo una pausa a la espera del efecto que causarían sus palabras.
—El señor Rand es un hombre muy enfermo —dijo Chance.
—Sí, claro… De todos modos, el señor Rand dijo que por su personalidad y la claridad de su visión, existía la posibilidad de que usted formase parte del directorio de la Primera Corporación Financiera Norteamericana. ¿Quiere hacer alguna declaración al respecto?
—No —dijo Chance—, por el momento no.
Otra pausa.
—Dado que el Times de Nueva York va a informar sobre el discurso del Presidente y sobre su visita a Nueva York, queremos ser lo más exactos posibles. ¿No tiene nada que decirnos acerca de la conversación que mantuvieron usted, el señor Rand y el Presidente?
—Me pareció muy satisfactoria.
—Bien, señor. Y, según parece, al Presidente también. Pero, señor Gardiner —continuó Courtney, con fingida naturalidad—, nosotros, en el Times tenemos mucho interés en poner al día la información sobre usted… —Se rió con nerviosidad—. Para empezar, por ejemplo, ¿qué relación existe entre su actividad comercial y la de la Primera Corporación Financiera Norteamericana?
—Creo que eso tendría que preguntárselo al señor Rand.
—Sí, por supuesto, pero como está enfermo me tomo la libertad de preguntárselo a usted.
Chance permaneció en silencio. Courtney aguardaba su respuesta.
—No tengo nada más que agregar —dijo Chance, y colgó el receptor.
Courtney se apoyó en el asiento y frunció el ceño. Se estaba haciendo tarde. Llamó a su personal y adoptó su habitual actitud de naturalidad.
—Bien, señores. Comencemos por la visita y el discurso del Presidente. Hablé con Rand. Chauncey Gardiner, a quien hizo referencia el Presidente es, al parecer, un hombre de negocios, un financista y, según Rand, un candidato con muchas posibilidades de ocupar uno de los cargos vacantes en el directorio de la Primera Corporación Financiera Norteamericana —miró a su personal, que esperaba mayor información.
—También hablé con Gardiner. Bueno… —Courtney hizo una pausa—. Es sumamente lacónico y ceñido a los hechos. De todos modos, no disponemos del tiempo necesario para reunir los datos completos sobre Gardiner, de modo que limitémonos a su presunta asociación con Rand, a su ingreso en el directorio de la Primera Compañía Financiera Norteamericana, a su consejo al Presidente y demás.
* * *
Chance estaba mirando la televisión en su cuarto. El discurso del Presidente durante el almuerzo se transmitió por varios canales; los demás programas eran de entretenimientos para la familia y de aventuras para niños. Chance almorzó en su habitación, siguió mirando la televisión y estaba a punto de quedarse dormido cuando lo llamó la secretaria de Rand.
—Los ejecutivos del programa televisivo «Esta Noche» han llamado por teléfono —dijo la mujer dando muestras de gran excitación—, y quieren que usted aparezca en el programa de hoy. Se disculparon por darle tan poco tiempo, pero acaban de enterarse de que el Vicepresidente no podrá asistir al programa para opinar sobre el discurso del Presidente. Debido a su enfermedad, el señor Rand tampoco podrá ir, pero sugiere que vaya usted, un financiero que ha causado una impresión tan favorable al Presidente, en su lugar.
Chance no podía imaginarse lo que suponía aparecer en la televisión. Quería verse reducido al tamaño de la pantalla; convertirse en imagen, habitar dentro del aparato.
La secretaria seguía esperando en el teléfono.
—Me parece bien —contestó Chance—. ¿Qué tengo que hacer?
—Usted no tiene que hacer nada, señor —dijo la joven alegremente—. El productor lo recogerá para llegar a tiempo al programa. Es un programa en vivo, de modo que debe estar en el estudio media hora antes de que salga al aire. Usted será la principal atracción esta noche. Los voy a llamar en seguida; van a estar encantados con su aceptación.
Chance conectó el televisor. Se preguntó si las personas se modificaban antes o después de aparecer en la pantalla. ¿Cambiaría él para siempre o sólo durante su aparición? ¿Qué parte de sí mismo dejaría detrás de sí una vez concluido el programa? ¿Habría dos Chances después del espectáculo: un Chance que observaba la televisión y otro que aparecía en ella?
En las primeras horas de la tarde Chance recibió la visita del productor del programa «Esta Noche»: un hombre de baja estatura que vestía un traje oscuro. El productor le explicó que el discurso del Presidente había despertado el interés de la nación por la situación económica…
—Y como el Vicepresidente no podrá aparecer en nuestro programa esta noche —prosiguió—, le quedaríamos muy agradecidos si informase a nuestros espectadores sobre la verdadera situación de la economía del país. Usted, que tiene una relación tan estrecha con el Presidente, es el hombre indicado para dar una explicación al país. En el programa puede expresarse con entera franqueza. El anfitrión no lo interrumpirá bajo ningún concepto, pero si quisiera intervenir, se lo hará saber tocándose la ceja izquierda con el índice de la mano izquierda. Eso significará, o bien que desea hacerle una nueva pregunta, o que quiere subrayar lo que usted acaba de decir.
—Comprendo dijo Chance.
—Bueno, si está listo, señor, podemos irnos. Nuestro maquillador no tendrá que hacerle más que un retoque —añadió con una sonrisa—. A propósito, nuestro anfitrión tendrá sumo placer en conocerlo antes del espectáculo.
En la gran limousine enviada por el canal de televisión había dos pequeños aparatos de televisión. Mientras iban recorriendo la Avenida Park, Chance preguntó al productor si podía poner en funcionamiento uno de los televisores. Los dos hombres se pusieron a mirar el programa en silencio.
El interior del estudio era semejante a todos los que Chance había visto en la televisión. Fue conducido rápidamente hacia una oficina contigua donde le ofrecieron una bebida alcohólica que no aceptó; en cambio, tomó una taza de café. Cuando apareció el anfitrión, Chance lo reconoció instantáneamente; lo había visto muchas veces en el programa «Esta Noche», aunque los espectáculos en los que no se hacía más que conversar no le agradaban mucho.
Mientras el anfitrión le hablaba sin cesar, Chance se preguntaba qué iría a suceder después y cuándo empezaría realmente el espectáculo. Por fin el anfitrión se calló y el productor volvió en seguida con el encargado del maquillaje. Chance se sentó frente a un espejo mientras el hombre le cubría el rostro con una fina capa de polvo parduzco.
—¿Ha aparecido muchas veces en la televisión? —le preguntó el encargado del maquillaje.
—No —dijo Chance—, pero la miro constantemente.
El hombre encargado del maquillaje y el productor se echaron a reír con amabilidad.
—Listo —dijo el maquillador, al tiempo que asentía con la cabeza y cerraba la caja de cosméticos.
—Buena suerte, señor —dio media vuelta y se fue.
Chance esperaba en el cuarto contiguo. En uno de los rincones había un gran televisor. Vio aparecer al anfitrión que anunció el programa. El público aplaudió; el anfitrión se rió. Las grandes cámaras, de afiladas narices, se deslizaban suavemente alrededor del escenario. Había música y el director de la orquesta apareció en la pantalla, sonriendo.
Chance se maravilló de que la televisión pudiese representarse a sí misma; las cámaras se observaban a sí mismas y, al mirarse, televisaban el programa. Este autorretrato era transmitido en las pantallas de televisión colocadas frente al escenario y que el público del estudio observaba. De las incontables cosas que existían en el mundo —árboles, césped, flores, teléfonos, radios, ascensores— sólo la televisión sostenía constantemente un espejo frente a su rostro, ni sólido ni fluido.
De pronto, entró el productor y le hizo señas a Chance de que lo siguiera. Atravesaron una puerta y un pesado cortinaje. Chance oyó al anfitrión pronunciar su nombre. Luego, después de que el productor se alejara, se encontró bajo el brillo de las luces. Vio al público delante de él; a diferencia de los públicos que había visto en su propio aparato de televisión, no podía individualizar ningún rostro en la muchedumbre. En el reducido escenario había tres grandes cámaras; en el costado izquierdo, el anfitrión estaba sentado ante una mesa con cubierta de piel. Hizo una gran sonrisa a Chance, se puso de pie pausadamente y lo presentó al público, que aplaudió con entusiasmo. Chance, recordando lo que tantas veces había visto en la televisión, se dirigió a la silla desocupada, delante de la mesa. Se sentó y el anfitrión hizo lo mismo. Los camarógrafos hacían girar las cámaras silenciosamente alrededor de ellos. El anfitrión se inclinó en dirección de Chance, sentado enfrente de él.
De cara a las cámaras y al público, ahora apenas visible en el trasfondo del estudio, Chance se abandonó a los acontecimientos. Ninguna forma de pensamiento subsistía de él; aunque comprometido por la situación, se sentía al mismo tiempo totalmente ajeno a ella. Las cámaras absorbían la imagen de su cuerpo, registraban cada uno de sus movimientos y silenciosamente los lanzaban en las pantallas de millones de televisores diseminados por todo el mundo: en las viviendas, automóviles, barcos, aviones, salas y aposentos. Sería visto por más personas que las que podría conocer en toda su vida; personas que nunca lo conocerían. Los que lo estaban observando en las pantallas de sus televisores no la conocían verdaderamente; ¿cómo iban a conocerlo si nunca se habían encontrado? La televisión refleja sólo la superficie de la gente, pero al hacerlo les va arrancando las imágenes de sus cuerpos para que sean absorbidas por los ojos de los espectadores, desde donde no pueden regresar jamás, condenadas a desaparecer. Las cámaras, que lo apuntaban con sus triples lentes insensibles, transformaban a Chance en una mera imagen para millones de personas reales que nunca conocerían su auténtico ser, puesto que los pensamientos no podían ser televisados. Para él también los espectadores existían sólo como proyecciones de su propio pensamiento, como imágenes. Nunca conocería su verdadera realidad, ya que no sabía quiénes eran e ignoraba lo que pensaban.
Chance oyó que el anfitrión decía:
—Nosotros, aquí en el estudio, nos sentimos muy honrados de contar con su presencia, señor Chauncey Gardiner, y no dudo de que este sentimiento es compartido por los cuarenta millones de norteamericanos que diariamente ven este programa. Le estamos especialmente agradecidos por haber aceptado asistir a último momento en reemplazo del Vicepresidente, a quien la atención de asuntos perentorios impidió estar esta noche con nosotros. —El anfitrión hizo una breve pausa; un silencio absoluto reinaba en el estudio—. Le hablaré con toda franqueza, señor Gardiner. ¿Está usted de acuerdo con la opinión del Presidente acerca de nuestra economía?
—¿Qué opinión? —preguntó Gardiner.
El anfitrión se sonrió, como si existiera un entendimiento previo entre ambos.
—La opinión que expresó esta tarde el Presidente en el discurso principal que pronunció en el Instituto Financiero de los Estados Unidos. Antes del discurso, el Presidente lo consultó a usted, además de haberse asesorado con sus consejeros financieros.
—¿Sí…? —dijo Chance.
—Lo que quiero decir es… —el anfitrión titubeó un instante y echó una mirada a sus notas—. Bueno… Le daré un ejemplo: el Presidente comparó la economía de este país a un jardín y señaló que después de un período de decadencia, se sucedería naturalmente una época de crecimiento…
—Conozco muy bien el jardín —dijo Chance con firmeza—. He trabajado en él toda mi vida. Es un buen jardín y, además, lozano; sus árboles se mantienen florecientes, lo mismo que los arbustos y las flores, siempre que se los pode y riegue cuando corresponde. Estoy totalmente de acuerdo con el Presidente: a su debido tiempo, todo volverá a medrar. Además, hay en el bastante lugar para más árboles y flores de todo tipo.
Una parte del público lo interrumpió con sus aplausos, al tiempo que otra lo abucheaba. Detrás de él, los miembros de la orquesta dieron algunos golpes en sus instrumentos; unos pocos expresaron su acuerdo a viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que estaba a su derecha y vio su propio rostro que ocupaba toda la pantalla. Luego aparecieron las caras de algunos espectadores; unos evidenciaban estar de acuerdo con lo que acababa de decir; otros, parecían disgustados. La cara del anfitrión ocupó nuevamente la pantalla y Chance volvió la cabeza para mirarlo de frente.
—Bien, señor Gardiner —dijo el anfitrión— ha expresado usted muy bien lo que quería decir y creo que sus palabras han de servir de aliento para todos aquellos que no se complacen en las quejas vanas ni se regodean con predicciones funestas. Aclaremos bien las cosas, señor Gardiner. Su opinión es, pues, que la retracción económica, la tendencia bajista del mercado bursátil, el aumento en el desempleo… no son más que una frase, una época, por así decirlo, en la evolución de un jardín…
—En un jardín, las plantas florecen… pero primero deben marchitarse; los árboles tienen que perder sus hojas para que aparezcan las nuevas y para desarrollarse con más vigor. Algunos árboles mueren, pero los nuevos vástagos los reemplazan. Los jardines necesitan mucho cuidado, pero si uno siente amor por su jardín no le importa trabajar en él y esperar hasta que florezca con seguridad en la estación que corresponde.
Las últimas palabras de Chance se perdieron en parte por el murmullo animado del público. Detrás de él, algunos miembros de la orquesta hicieron sonar sus instrumentos; otros expresaron su aprobación de viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que tenía al lado y vio su rostro con la mirarla desviada hacia un costado. El anfitrión levantó la mano para hacer callar al público, pero los aplausos continuaron, subrayados por algún que otro abucheo. Se puso de pie lentamente e invitó con un gesto a Chance a que se reuniera con él en el centro del escenario, donde lo abrazó ceremoniosamente. El aplauso alcanzó proporciones inusitadas. Chance estaba indeciso. Cuando cesó el bullicio, el anfitrión le estrechó la mano y le dijo:
—Muchas gracias, señor Gardiner. Usted está inspirado por el espíritu que tanta falta hace en este país. Confiemos en que sea un anuncio del advenimiento de la primavera en nuestra economía. Gracias una vez más, señor Chauncey Gardiner… financista, asesor presidencial y auténtico estadista.
Acompañó a Chance hasta el telón del fondo donde el productor se hizo cargo de él.
—¡Estuvo magnífico, señor, sencillamente magnífico! —exclamó el productor—. He estado a cargo de este espectáculo durante casi tres años y no recuerdo nada semejante. Le aseguro que el jefe está encantado. ¡Fue espléndido, realmente espléndido!
Condujo a Chance al fondo del estudio. Varios empleados los saludaron cuando pasó, mientras que otros le dieron la espalda.
* * *
Después de comer con su mujer y sus hijos, Thomas Franklin se dirigió a su estudio a trabajar. Era imposible terminar con el trabajo en la oficina, especialmente porque la señorita Hayes, su asistente, estaba de vacaciones.
Trabajó hasta que le fue imposible concentrarse; luego subió a su aposento. Su mujer ya se había metido en la cama y estaba mirando un programa de televisión en el que se comentaba el discurso del Presidente. Franklin echó una mirada al televisor mientras se desvestía. En los últimos dos años, el valor de las acciones bursátiles de su propiedad se había reducido a una tercera parte, sus ahorros habían desaparecido y en los últimos tiempos había disminuido su participación en las ganancias de su firma. El discurso del Presidente no le pareció alentador y esperaba que el Vicepresidente o, en su ausencia, ese sujeto Gardiner, le levantara un poco el ánimo. Arrojó los pantalones en cualquier parte, olvidándose de colgarlos en la percha especial que su mujer le había regalado para un cumpleaños, y se sentó en la cama dispuesto a seguir el programa «Esta Noche» que acababa de comenzar.
El anfitrión hizo la presentación de Chauncey Gardiner. El invitado dio un paso hacia adelante. La imagen era nítida y los colores sumamente fieles. Pero aún antes de que el rostro de Chance apareciera en el primer plano en la pantalla, Franklin tuvo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte. ¿Acaso en una de esas entrevistas exhaustivas de la televisión, donde las cámaras muestran al entrevistado desde todos los ángulos posibles? ¿O lo había conocido personalmente? Su aspecto le resultaba familiar, especialmente la forma en que iba vestido.
Estaba tan absorto tratando de recordar si realmente lo había conocido y dónde, que no oyó nada de lo que decía Gardiner ni se enteró de qué movió al público a romper en estruendosos aplausos.
—¿Qué es lo que dijo, querida? —le preguntó a su mujer.
—¡Qué pena que te lo perdieras! Acaba de decir que la economía marcha muy bien. La economía es, según él, algo parecido a un jardín: crece y se marchita. Gardiner piensa que todo irá bien. Se sentó en la cama y miró a Franklin con tristeza.
—Te dije que no debimos renunciar a comprar esa propiedad en Vermont ni postergar el crucero que pensábamos hacer. Eres siempre el mismo: siempre el primero en abandonar la partida. ¡Bah! ¡Yo te lo advertí! ¡No se trata más que de una helada pasajera… en el jardín!
Franklin volvió a concentrarse en el televisor. ¿Dónde y cuándo diablos había visto a ese tipo?
—Este Gardiner es toda una personalidad —musitó su mujer—. Varonil, bien vestido, una hermosa voz; una especie de mezcla entre Ted Kennedy y Gary Grant. No es ni uno de esos falsos idealistas ni un tecnócrata automatizado.
Franklin buscó una píldora para dormir. Era tarde y estaba cansado. Tal vez fue un error elegir ser abogado. Los negocios… las finanzas… Wall Street… hubieran sido una mejor elección. Pero a los cuarenta años era demasiado viejo para aceptar nuevos riesgos. Envidió a Chance su apostura, su éxito, la seguridad en sí mismo.
—Como un jardín —dijo, al tiempo que suspiraba audiblemente—. Sí. Si uno pudiera creerlo.
* * *
A solas en el automóvil que lo llevaba de regreso del estudio, Chance vio al anfitrión con su siguiente invitado, una actriz voluptuosa, escasamente cubierta por un vestido casi transparente. Tanto el anfitrión como su invitada mencionaron su nombre; la actriz se sonrió varias veces y dijo que hallaba a Chance muy atractivo y sumamente varonil.
Al llegar a la casa de Rand, uno de los criados se precipitó a abrirle la puerta.
—Su discurso fue magnífico, señor Gardiner, —comentó, mientras seguía a Chance hasta el ascensor.
Otro criado le abrió la Puerta del ascensor.
—Gracias, señor Gardiner —dijo—. Nada más que gracias, de un hombre sencillo que ha visto mucho.
En el ascensor Chance se puso a mirar el pequeño televisor portátil empotrado en uno de los paneles laterales. La transmisión del programa «Esta Noche» continuaba en todo su apogeo. El anfitrión hablaba en ese momento con otro invitado, un cantante de frondosa barba, y Chance volvió a oír que mencionaban su nombre.
La secretaria de Rand lo esperaba en el piso de arriba.
—Su intervención fue realmente notable, señor —dijo la mujer—. Jamás he visto a nadie con tanta desenvoltura, ni que fuera tan fiel a sí mismo. ¡Gracias a Dios, que todavía queda gente como usted en este país! A propósito, el señor Rand lo vio por televisión y, aunque no se siente muy bien, insistió en que cuando usted regresara fuera a hacerle una visita.
Chance entró en la habitación de Rand.
—Chauncey —dijo Rand, al tiempo que se esforzaba por sentarse en su enorme lecho—, permítame que le dé mis más calurosas felicitaciones. Su discurso fue excelente, excelente. Espero que todo el país lo haya escuchado. —Alisó el cubrecama—. Usted tiene la gran cualidad… de ser natural, y ésa, querido amigo, es una condición poco frecuente y que caracteriza a los grandes hombres. Se condujo con decisión y valentía y, sin embargo, no cayó en el sermoneo. Todo lo que dijo fue directo al grano.
Los dos hombres se miraron en silencio.
—Chauncey, mi querido amigo —continuó Rand, con tono grave y casi reverencial—, creo que le interesará saber que EE preside el Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad. Corresponde, pues, que esté presente en la recepción que se celebrará mañana en las Naciones Unidas. Dado que yo no podré acompañarla, me gustaría que lo haga usted. Su discurso habrá interesado a mucha gente, que estará encantada de conocerlo. La acompañará ¿no es cierto?
—Sí, por supuesto. La acompañaré con mucho gusto.
Por un momento las facciones de Rand parecieron desdibujarse, como si su rostro se hubiese congelado. Se humedeció los labios; recorrió el cuarto con una mirada vacía. Luego la fijó en Chance.
—Gracias, Chauncey. Y, a propósito —añadió en voz baja—, si algo me llegara a ocurrir, por favor, ocúpese de ella. Tiene necesidad de alguien como usted… mucha necesidad.
Se dieron la mano y se despidieron. Chance se fue a su habitación.
* * *
En el avión que la llevaba desde Denver de regreso a Nueva York, EE estuvo pensando mucho en Gardiner. Trató de hallar un hilo conductor en los acontecimientos de los dos últimos días. Recordó que la primera vez que lo vio, después del accidente, no pareció sorprendido. Su rostro estaba desprovisto de toda expresión, y su actitud revelaba una gran calma e indiferencia. Actuó como si hubiera estado a la espera del accidente, del dolor y aún de su aparición.
Habían transcurrido dos días desde entonces, pero ella seguía sin saber quién era ni de dónde venía. Constantemente evitaba toda referencia a sí mismo. El día anterior, mientras los criados comían en la cocina y Chance estaba entregado al sueño, había revisado cuidadosamente todas sus pertenencias, sin hallar ningún documento, ningún cheque, ni dinero, ni tarjetas de crédito; ni siquiera el talón de algún olvidado billete de teatro. Le resultaba sorprendente que viajara de ese modo. Presumiblemente una oficina o un banco estaban encargados de la administración de sus asuntos personales. Pues era evidente que se trataba de un hombre de fortuna. Sus trajes hechos a su medida eran de telas excelentes; las camisas de las más delicadas sedas, estaban hechas a mano, lo mismo que sus zapatos, de cuero finísimo. Su maleta estaba casi nueva, si bien la forma y los cerrojos eran de diseño antiguo.
En varias ocasiones había intentado interrogarlo acerca de su pasado. Él había recurrido a una u otra de sus comparaciones favoritas, tomadas de la televisión o de la Naturaleza. EE creyó adivinar que estaba afligido por un serio revés en los negocios, tal vez hasta la bancarrota —tan común en los tiempos que corrían— o acaso por la pérdida del amor de una mujer. Quizá había abandonado impulsivamente a la mujer y ahora seguía preguntándose si debía volver. En alguna parte del país estaba el lugar donde había vivido, su hogar, su empresa, y su pasado.
No había mencionado el nombre de ninguna persona ni se había referido a ningún lugar ni acontecimiento. EE no recordaba haber conocido a nadie que tuviera tanta confianza en sí mismo. Sólo la actitud de Gardiner revelaba su condición social y su segura posición económica.
EE no podía definir los sentimientos que despertaba en ella. Tenía conciencia de que el corazón le latía a un ritmo más acelerado, de que su imagen no se apartaba de sus pensamientos y de que le resultaba difícil dirigirle la palabra con naturalidad. Quería conocerlo y abandonarse a ese conocimiento. Él evocaba en ella innumerables seres. Sin embargo, no podía descubrir ni una sola de las razones de sus actitudes, y por un breve instante le tuvo miedo. Desde el principio observó el minucioso cuidado con que él evitaba que nada de lo que le dijera a ella o a cualquier otra persona revelase de algún modo lo que pensaba de ella, de los demás, o, a decir verdad, de cualquier cosa.
Pero, a diferencia de los otros hombres con los que mantenían una relación estrecha, Gardiner no la cohibía ni la rechazaba. Pensar en seducirlo, en hacerle perder su compostura, la excitaba. Cuanto más retraído se mostraba él, más deseos sentía ella de obligarlo a que la mirase y a que se percatase de su deseo, a que la aceptase como una amante complaciente. Se veía a sí misma haciéndole el amor: en una actitud de entrega total, sin reticencias ni reservas.
EE llegó en las últimas horas de la tarde y llamó a Chance para preguntarle si podía ir a su cuarto. Él le contestó que la esperaba.
EE parecía fatigada.
—Siento mucho haber tenido que irme. Me perdí su presentación en la televisión… y lo eché de menos —murmuró con voz tímida.
Se sentó en el borde de la cama. Chance se corrió para hacerle lugar.
EE se acomodó el cabello que le caía sobre la frente y, al tiempo que lo miraba con dulzura, apoyó una mano sobre el brazo de Chance.
—¡Por favor… no me rehúya! Se lo ruego.
Se quedó inmóvil, la cabeza apoyada contra el hombro de Chance.
Chance estaba perplejo. Obviamente no tenía escapatoria. Recurrió a su memoria y recordó situaciones en la televisión en las que la mujer se insinuaba a un hombre en un diván, o en una cama o en el interior de un automóvil. Por lo general, después de un rato, aparecían muy juntos y, con frecuencia, semidesnudos. Entonces se besaban y abrazaban. Pero en la televisión no aparecía nunca lo que sucedía después; la imagen se obscurecía y era reemplazada por otra sin ninguna relación con la anterior y con total olvido del abrazo del hombre y la mujer. No obstante, Chance presentía la existencia de otros gestos y de otros tipos de uniones después de tales intimidades. Guardaba un recuerdo vago de un hombre que, hacía muchos años, se encargaba del mantenimiento del incinerador en la casa del Anciano. En varias oportunidades, después de haber terminado su trabajo, se había sentado en el jardín a beber cerveza. En una de esas ocasiones, le mostró a Chance varias fotografías de pequeño tamaño, en las que se veía a un hombre y una mujer totalmente desnudos. En una de esas fotografías, una mujer tenía en la mano el órgano inusitadamente agrandado del hombre. En otra, el miembro había desaparecido entre las piernas de la mujer.
Los comentarios del hombre acerca de lo que significaban las fotografías lo indujeron a examinarlas con mayor detenimiento. Las imágenes le produjeron un cierto desasosiego; en la televisión nunca había visto las partes ocultas de hombres y mujeres, ni esos abrazos extravagantes. Cuando el encargado se fue, Chance examinó su propio cuerpo. Su órgano era pequeño y fláccido; no sobresalía para nada. El encargado del incinerador insistía en que ese órgano cobijaba semillas ocultas que brotaban al exterior en forma de chorro cada vez que el hombre alcanzaba el placer. Aunque Chance se estimuló y masajeó el órgano, no sintió nada; ni siquiera por la mañana temprano, cuando al despertarse lo tenía ligeramente agrandado, conseguía que se endureciese. No le proporcionaba ningún placer.
Más adelante, Chance se esforzó por entender la relación que existía —de haberla— entre las partes pudendas de la mujer y el nacimiento de un niño. En algunas de las series de televisión referentes a médicos y hospitales y operaciones, Chance había visto con frecuencia el misterio del nacimiento: el dolor y sufrimiento de la madre, la alegría del padre, el cuerpo rosado y húmedo del recién nacido. Pero nunca había visto ningún programa en el que se explicara por qué algunas mujeres tenían hijos y otras, no. Una que otra vez Chance se sintió tentado de pedirle una explicación a Louise, pero nunca lo hizo. En cambio, durante un tiempo miró televisión con mayor atención. Pasado un cierto lapso se olvidó del asunto.
EE había empezado a alisarle la camisa. Tenía las manos tibias; después comenzó a acariciarle la barbilla. Chance permaneció inmóvil.
—Estoy segura… —murmuró EE— que tú debes… que tú sabes que yo quiero que tú y yo nos entendamos…
De repente, comenzó a llorar muy quedo, como un niño. Se puso a sollozar; luego sacó un pañuelo y se secó los ojos, pero continuó llorando.
Chance dio por sentado que de algún modo él era el responsable de su pena, aunque no sabía por qué. Decidió abrazarla. Ella, como si estuviera a la espera de que la tomara en sus brazos, se apoyó con fuerza contra él y ambos se desplomaron juntos en la cama. EE se inclinó sobre su pecho y su cabello rozó la cara de Chance. Lo besó en el cuello y la frente; en los ojos y en las orejas. Sus lágrimas humedecieron la piel de Chance, quien se preguntaba que debía hacer a continuación. La mano de EE se apoyó en su cintura; luego Chance sintió que le acariciaba los muslos. Después de un rato, EE retiró la mano. Ya no lloraba; estaba tendida a su lado, tranquila e inmóvil.
—Le estoy muy agradecida, Chauncey —dijo—. Es usted un hombre con mucho control. Sabe que bastaría que apenas me tocara para que yo me le entregase. Pero usted no quiere explotar la debilidad del otro —reflexionó—. En cierto sentido, usted no es realmente norteamericano. Más bien parece un europeo. ¿Lo sabía? —Se sonrió—. Lo que quiero decirle es que, a diferencia de todos los hombres que he conocido, usted no recurre a todas esas triquiñuelas amatorias de los norteamericanos; ese manoseo, besuqueo, caricias, apretujamiento, abrazos: ese retorcido camino hacia un objetivo, temido y deseado a la vez.
Hizo una pausa.
—¿Sabes que eres muy reflexivo, muy cerebral, que lo que quieres es conquistar el yo más íntimo de la mujer, que lo que pretendes es infundirle la necesidad, y el deseo, y la nostalgia de tu amor?
Chance se quedó azorado cuando ella le dijo que no era realmente norteamericano. ¿Por qué diría semejante cosa? En la televisión había visto a hombres y mujeres sucios, peludos y ruidosos, que abiertamente se proclamaban antinorteamericanos o eran calificados de tales por la policía, los funcionarios del Gobierno o los hombres de negocios, personas bien vestidas y de aspecto arreglado que se decían norteamericanos. En la televisión, semejantes confrontaciones terminaban frecuentemente en actos de violencia, derramamientos de sangre y muertes.
EE se puso de pie y se arregló las ropas. Lo miró: no había ninguna enemistad en sus ojos.
—Más vale que te lo diga, Chauncey —dijo—; estoy enamorada de ti. Te amo y te deseo. Sé que tú lo sabes y te agradezco que hayas decidido esperar hasta que… hasta que…
Buscó en vano las palabras adecuadas. Salió de la habitación. Chance se levantó y se arregló los desordenados cabellos. Se sentó delante de su escritorio y encendió el televisor. La imagen apareció instantáneamente en la pantalla.