Tres

El martes, a primera hora de la mañana, Chance bajó una pesada maleta de piel del altillo y observó por última vez los cuadros que colgaban de las paredes. Preparó el equipaje, abandonó su habitación y luego, la mano ya pronta a abrir el portal del jardín, cambió de opinión y decidió posponer su partida y volver al jardín donde podría ocultarse durante algún tiempo. Dejó la maleta en su habitación y regresó al exterior. Allí reinaba la paz. Las flores se erguían esbeltas y gráciles. El molinillo eléctrico de riego rodeaba de neblina los arbustos. Chance tomó entre los dedos las agujas de los pinos y las ramitas de los setos vivos que parecían querer alcanzarlo.

Se quedó durante un rato holgazaneando en el jardín, gozando del tibio sol de la mañana. Luego desconectó el molinete de riego y regresó a su cuarto. Puso en funcionamiento el aparato de televisión, se sentó sobre la cama y presionó varias veces el botón del control remoto para cambiar de canal. Casas de campo, rascacielos, edificios de apartamentos recién construidos, iglesias, atravesaban rápidamente la pantalla. Apagó el televisor. La imagen desapareció; sólo quedó un pequeño punto azul pendiente en el centro de la pantalla, como si hubiera sido olvidado por el resto del mundo al cual pertenecía; luego también él desapareció. Un gris opaco cubrió la pantalla, semejante a una losa de piedra.

Chance se puso de pie y al dirigirse al portal del jardín se acordó de recoger la vieja llave que durante años había estado colgada en una tabla que pendía en el corredor, cerca de su habitación. Caminó hasta el portal e insertó la llave; luego de abrir de par en par el portal traspuso el umbral, abandonando la llave en el cerrojo y cerró el portal detrás de sí. Ahora no podría volver nunca más al jardín.

Estaba fuera de los límites de la casa. La luz del sol lo encandiló. Las aceras parecían arrastrar consigo a los peatones, los techos de los coches aparcados reverberaban por el calor.

Estaba sorprendido: la calle, los coches, los edificios, la gente, los débiles sonidos, eran todas imágenes que ya se le habían grabado en la memoria. Hasta este momento, todo lo que veía fuera de los límites de la casa se asemejaba a lo que había contemplado en la televisión; la única diferencia era que los objetos y las personas eran de un tamaño mayor, aunque los acontecimientos parecían desarrollarse a un ritmo más lento, más simple, pero menos ágil. Tenía la sensación de haberlo visto todo.

Comenzó a caminar. A mitad de la calle, se le hizo presente el peso de la maleta y el calor, pues marchaba a pleno sol. Encontró un espacio libre entre dos coches aparcados en el mismo instante en que uno de ellos retrocedió. Intentó dar un salto para evitar el parachoques, Pero la maleta le estorbó los movimientos. Tardó demasiado en saltar y quedó atrapado contra los focos del otro coche aparcado. Chance, a duras penas, logró levantar una rodilla; no pudo retirar la otra pierna. Sintió un dolor lacerante y comenzó a gritar, al tiempo que daba golpes de puño contra la caja del vehículo en movimiento. El coche se detuvo en seco. Chance no podía moverse pues continuaba con una pierna atrapada entre los parachoques de los dos vehículos. Tenía el cuerpo empapado en sudor.

El conductor se precipitó fuera del vehículo. Era negro, vestía uniforme y llevaba la gorra en la mano. Comenzó a murmurar algo cuando se dio cuenta de que Chance tenía la pierna todavía cogida. Volvió al coche muy asustado y la adelantó medio metro. La pantorrilla de Chance quedó en libertad. Chance intentó apoyarse en ambos pies, pero cayó de bruces en el borde de la acera. Instantáneamente se abrió la portezuela de atrás del vehículo y salió de él una esbelta mujer que se inclinó sobre él.

—Espero que no se haya lastimado mucho.

Chance levantó los ojos hacia ella. Había visto muchas mujeres parecidas s ella en la televisión.

—Sólo me lastimé una pierna —dijo, pero la voz le temblaba—. Creo que ha quedado un poco magullada.

—¡Dios mío! —exclamó la mujer con voz ronca—. Podría… ¿le molestaría levantarse un poco la pierna del pantalón para que yo pueda ver lo que tiene?

Chance obedeció. En la mitad de su pantorrilla tenía ya una mancha azul rojiza y una ligera hinchazón.

—Espero que no se le haya quebrado algún hueso —dijo la mujer—. No tengo palabras para decirle cuánto lo lamento. Mi chófer no ha tenido jamás un accidente antes.

—No es nada —respondió Chance—. Ya me siento algo mejor.

—Mi marido ha estado muy enfermo. Su médico y varias enfermeras se alojan en nuestra casa. Creo que lo mejor sería llevarlo directamente allí, a menos que usted prefiera consultar a su propio médico.

—No sé qué hacer —dijo Chance.

—¿No tiene inconveniente, pues, en consultar a nuestro médico?

—Ninguno, por supuesto.

—Vamos, entonces —decidió la mujer—. Si el médico lo considera necesario, lo llevaremos directamente al hospital.

Chance se apoyó en el brazo que le ofreció la mujer. En el coche, ella se sentó muy próxima a él. El chófer colocó la maleta de Chance en la caja y el vehículo se unió al tránsito matutino.

La mujer se presentó.

—Soy la señora de Benjamin Rand. Mis amigos me llaman EE, las iniciales de mis nombres de pila, Elizabeth Eve.

—EE —repitió Chance con seriedad.

Chance recordó que en situaciones similares los hombres de la televisión acostumbraban presentarse.

—Yo soy Chance —tartamudeó y, por no parecerle esto suficiente, añadió—: el jardinero.[2]

—Chauncey Gardiner —repitió la señora.

Chance se dio cuenta de que le había cambiado el nombre. Dio por sentado que, al igual que en la televisión, en adelante debía usar su nuevo nombre.

—Mi marido y yo somos amigos desde hace mucho tiempo de Basil y Perdita Gardiner —prosiguió la mujer—. ¿Por casualidad está usted emparentado con ellos, señor Gardiner?

—No, no tengo ningún parentesco con ellos —replicó Chance.

—¿No quiere tomar un poco de whisky, o acaso un cognac?

Chance quedó muy sorprendido. El Anciano no bebía y tampoco permitía que bebieran los sirvientes. Pero de tanto en tanto la negra Louise bebía en secreto en la cocina y a instancia de ella Chance había probado el alcohol unas pocas veces.

—Gracias. Tal vez un poco de cognac —contestó, al tiempo que sentía un dolor profundo en la pierna herida.

—Veo que está sufriendo —dijo la mujer.

Se apresuró a abrir un bar empotrado en el respaldo del asiento delantero del que retiró un frasco plateado y le sirvió la oscura bebida en una copa con monograma.

—Le ruego que lo tome todo —dijo—. Le sentará bien.

Chance probó la bebida, tosiendo al hacerlo. La mujer le sonrió.

—Verá que le hará bien. No falta mucho para que lleguemos a casa y allí lo atenderán. Tenga un poco de paciencia.

Chance continuó bebiendo a sorbos pequeños. El cognac era una bebida fuerte. Observó que encima del bar había un televisor hábilmente disimulado. Sintió la tentación de ponerlo en funcionamiento. Continuó bebiendo mientras el coche se abría paso por las calles congestionadas de tránsito.

—¿Funciona el televisor? —preguntó Chance.

—Sí; por supuesto que funciona.

—¿Podría… le molestaría encenderlo?

—Por supuesto que no. Le hará olvidar el dolor.

Se inclinó hacia adelante y presionó el botón de encendido. La pantalla se llenó de imágenes.

—¿Tiene usted preferencia por algún canal, algún programa en especial?

—No, así está muy bien.

La pequeña pantalla y el sonido del televisor los aislaron de los ruidos de la calle. Un coche apareció de improviso delante de ellos y el chofer detuvo la marcha con brusquedad. Al intentar Chance afirmarse para evitar la imprevista sacudida, sintió un dolor agudísimo en la pierna. Todo giró a su alrededor; en su mente se produjo un blanco absoluto, como en un televisor desconectado de repente.

* * *

Se despertó en un cuarto inundado por la luz del sol. EE estaba allí. Chance yacía en una cama enorme.

—Señor Gardiner —le decía lentamente la mujer—. Usted perdió el conocimiento. Pero mientras tanto llegamos a casa.

Se oyó un golpe en la puerta y entró un hombre con guardapolvo blanco y gruesas gafas de carey, que llevaba un maletín negro en la mano.

—Soy su médico —dijo— y usted debe ser el señor Gardiner, lesionado y secuestrado por la encantadora dueña de casa.

Chance asintió.

—Su víctima es muy bien parecido —continuó el médico en tono de broma—. Pero ahora debo examinarlo y no dudo que preferirá retirarse.

Antes de que EE saliera del cuarto, el médico le informó que el señor Rand estaba durmiendo y que no se lo debía despertar hasta las últimas horas de la tarde.

A Chance le dolía mucho la pierna; un hematoma violáceo le cubría casi toda la pantorrilla.

—Me temo —dijo el médico— que deba darle una inyección para poder examinarle la pierna sin que usted se desmaye de dolor cuando presione sobre ella.

El médico sacó una jeringa de su maletín. Mientras la llenaba, Chance se representó todas las situaciones de la televisión en que había visto aplicar inyecciones. Supuso que sería doloroso, pero no sabía cómo demostrar que estaba atemorizado.

El médico se dio cuenta evidentemente de lo que ocurría.

—Vamos, vamos. No se trata más que de una ligera conmoción y, aunque lo dudo, puede que el hueso haya sido lesionado.

La inyección resultó sorprendentemente rápida y Chance no sintió ningún dolor.

Después de unos minutos, el médico le comunicó que no había ninguna fractura.

—Todo lo que tiene que hacer —dijo— es descansar hasta la hora de la cena y, si se siente bien, puede levantarse para comer. Eso sí; tenga cuidado de no apoyarse sobre la pierna lesionada. Mientras tanto, le daré a la enfermera las indicaciones necesarias acerca de las inyecciones; le haré aplicar una cada tres horas y tomará usted una de las píldoras que le recetaré con cada comida. Si llega a ser necesario, mañana dispondré que le saquen una radiografía. Por ahora, descanse bien.

El médico salió de la habitación.

Chance estaba cansado y con sueño. Pero cuando EE volvió, abrió los ojos.

Mientras los demás lo miran y se dirigen a uno, se está a salvo. Sea lo que fuere lo que uno haga, es entonces interpretado por los otros del mismo modo en que uno interpresa lo que ellos hacen.

—Señora Rand —dijo Chance—, estaba por dormirme.

—Lamento haberlo incomodado —dijo ella—, pero acabo de hablar con el médico; me dijo que todo lo que usted necesita es descanso. Señor Gardiner…

La mujer se sentó en una silla al lado de la cama.

—Quiero decirle que me siento muy culpable y que me considero responsable de su accidente. Espero que este asunto no le cause demasiados trastornos.

—Por favor, le ruego que no se preocupe —dijo Chance—. Le estoy muy reconocido por su ayuda. No quisiera…

—Es lo menos que podíamos hacer. Dígame, ¿no hay nadie con quien quisiera comunicarse? ¿Su mujer? ¿Su familia?

—No tengo mujer ni familia.

—¿Acaso con la gente de negocios con las que usted actúa? Siéntase en entera libertad para usar el teléfono, enviar un telegrama o recurrir a nuestro télex. ¿No necesita una secretaria? Mi marido ha estado enfermo durante tanto tiempo que actualmente su personal tiene muy poco que hacer.

—No, gracias. No necesito nada.

—Pero seguramente habrá alguien con quien usted puede querer comunicarse… Espero que no se sienta…

—No hay nadie.

—Señor Gardiner, si tal es el caso… y espero que no crea que se lo digo sólo por amabilidad… si usted no tiene ningún asunto que atender, me complacería mucho que se quedase con nosotros hasta que se haya recuperado por completo. Sería terrible que tuviese que quedarse solo en semejante estado. Tenemos mucho lugar y los mejores médicos estarán a su disposición. Espero que no rehúse quedarse.

Chance aceptó la invitación. EE se lo agradeció y Chance la oyó dar órdenes a los sirvientes para que desempacaran su maleta.

* * *

Un rayo de luz que se filtraba a través de los pesados cortinados despertó a Chance. Eran las últimas horas de la tarde. Se sentía mareado; tenía conciencia de que la pierna le dolía, pero no de dónde estaba. Luego recordó el accidente, el automóvil, la mujer y el médico. Cerca de la cama, al alcance de su mano, había un televisor. Lo puso en funcionamiento y contempló las tranquilizadoras imágenes. Entonces, en el preciso momento en que había decidido levantarse y correr los cortinados, sonó el teléfono. Era EE que lo llamaba. Le preguntó cómo seguía y quiso saber si quería que le sirvieran la merienda y si ella podía quería subir a visitarlo. Chance le contestó afirmativamente.

Entró una criada con una bandeja en las manos, que apoyó sobre la cama. Chance comió lentamente con finura, mientras recordaba escenas semejantes en la televisión.

Se había sentado apoyado contra las almohadas y estaba mirando la televisión cuando entró EE en la habitación. Al acercar ella una silla a su cama, apagó de mala gana el televisor. Venía a enterarse del estado de su pierna. Chance admitió que sentía algún dolor. En su presencia, ella llamó al médico y le aseguró que parecía encontrarse mejor.

EE le contó a Chance que su marido tenía muchos más años que ella, bastante más de setenta. Hasta su reciente enfermedad, su marido había sido un hombre lleno de vigor y aún ahora, a pesar de su edad y su enfermedad, seguía interesado y activo en sus negocios. Lamentaba, continuó diciéndole, no tener hijos propios, sobre todo porque Rand había roto relaciones por completo con su anterior esposa y con el hijo habido de ese matrimonio. EE confesó que se sentía responsable de la ruptura entre padre e hijo, pues Benjamin Rand se había divorciado de la madre del muchacho para casarse con ella.

Chance, creyendo que debía demostrar un interés profundo por lo que EE le decía, recurrió a la práctica seguida en la televisión de repetir una parte de las frases pronunciadas por su interlocutora. De este modo, la alentó a continuar su relato y a explayarse. Cada vez que Chance repetía las palabras de EE, ésta parecía alegrarse y cobrar confianza. Llegó a sentirse tan cómoda que comenzó a subrayar sus palabras tocándole ya el hombro, ya el brazo. Las palabras de EE parecían flotar dentro de la cabeza de Chance, quien la observaba como si ella fuera un programa de televisión. EE se apoyó contra el respaldo de la silla. Un golpe a la puerta la interrumpió en la mitad de una frase.

Era la enfermera que venía a ponerle la inyección. Antes de irse, EE lo invitó a comer con ella y con el señor Rand, quien comenzaba a sentirse mejor.

Chance se preguntó si el señor Rand no le pediría que se fuera de la casa. No lo perturbaba el pensamiento de tener que partir —sabía que tarde o temprano eso debía ocurrir— sino el hecho de no saber, como en la televisión, qué sucedería después. Sabía, sí, que no conocía a los actores del nuevo programa. No tenía por qué tener miedo, pues todo lo que ocurre tiene su secuela y lo mejor era que esperase pacientemente su propia próxima aparición.

Estaba por conectar el televisor cuando entró un criado —un negro— que le traía su ropa, acabada de planchar. La sonrisa del hombre le recordó la de la vieja Louise.

* * *

EE volvió a llamar para decirle que se reuniera con ella y su marido para tomar una copa antes de la comida. Al pie de la escalera lo aguardaba un sirviente que lo condujo a la biblioteca donde EE y un hombre de edad avanzada lo estaban aguardando. Chance observó que el marido de EE era muy mayor, casi tanto como el anciano. El hombre le tendió una mano reseca y ardiente y le dio un débil apretón. Fijó la vista en la pierna de Chance.

—No la someta a ningún esfuerzo —le dijo, con voz segura—. ¿Cómo se siente? EE me contó su accidente. ¡Qué vergüenza! ¡Realmente no tiene ninguna justificación!

Chance titubeó un momento.

—No es nada, señor. Ya me siento mejor. Es la primera vez en mi vida que sufro un accidente.

Un criado sirvió champaña. Chance había bebido apenas unos sorbos cuando anunciaron la comida. Los hombres siguieron a EE al comedor, donde la mesa estaba puesta para tres. Chance observó la platería centelleante y las blancas estatuas en los rincones de la habitación.

Chance se preguntó cómo debía comportarse; decidió inspirarse en un programa de televisión sobre un joven hombre de negocios que era invitado frecuentemente a comer con su jefe y la hija de éste.

—Usted parece ser un hombre muy sano, señor Gardiner. Tiene mucha suerte —dijo Rand—. Pero este accidente, ¿no le impedirá atender debidamente a sus asuntos?

—Como ya le dije a la señora Rand —dijo Chance con lentitud—, mi casa está cerrada y no tengo ningún asunto urgente que atender. —Usaba los cubiertos y comía con extremo cuidado—. Estaba esperando que algo ocurriera cuando tuve el accidente.

El señor Rand se quitó las gafas, echó el aliento sobre los cristales y los limpió con un pañuelo. Volvió a colocarse las gafas y miró a Chance con expectación. Éste se dio cuenta de que su respuesta no había sido satisfactoria. Levantó los ojos y se encontró con la mirada de EE.

—No es fácil, señor —dijo—, encontrar un lugar adecuado, un jardín, en el que uno pueda trabajar sin injerencias y madurar con las estaciones. No quedan ya demasiadas oportunidades. En la televisión —vaciló y de repente todo se le aclaró—: nunca he visto un jardín. He visto selvas y bosques y a veces uno que otro árbol. Pero un jardín en el que yo pueda trabajar y contemplar cómo crece lo que he plantado…

El señor Rand se inclinó hacia él por encima de la mesa.

—Creo que lo ha expresado usted muy bien, señor Gardiner. ¿No le molesta que lo llame Chauncey? ¡Un jardinero! ¿No es acaso la descripción perfecta del verdadero hombre de negocios? Alguien que hace producir la tierra estéril con el trabajo de sus propias manos, que la riega con el sudor de su frente y que crea algo valioso para su familia y para la comunidad. Sí, Chauncey, ¡qué excelente metáfora! Un hombre de negocios productivo es en verdad un trabajador en su propia viña.

Chauncey se sintió aliviado ante el entusiasmo de la respuesta de Rand; todo marchaba bien.

—Gracias, señor —murmuró.

—Por favor… llámeme Ben.

—Ben —asintió Chauncey—. El jardín que yo dejé era un lugar semejante y sé que no he de encontrar nada tan maravilloso. Todo lo que en él crecía era el resultado de mi obra: Planté las semillas, las regué, las vi crecer. Pero ahora todo eso ha desaparecido y lo único que queda es el cuarto de arriba —y señaló el cielo raso.

Rand lo miró con afabilidad.

—Usted es demasiado joven, Chauncey. ¿Por qué habla del «cuarto de arriba»? Allí es donde he de ir yo dentro de poco, no usted. Por su edad, usted casi podría ser mi hijo. Usted y EE, los dos tan jóvenes.

—Ben, querido —comenzó a decir EE.

—Sí, ya sé; ya se —la interrumpió el marido—; no te gusta que hable de nuestras edades. Pero todo lo que me queda a mí es el cuarto de arriba.

Chance se preguntó qué querría decir Rand al afirmar que dentro de poco tiempo estaría en el cuarto de arriba. ¿Cómo iba a instalarse allí mientras él, Chance, siguiese en la casa?

La comida continuó en silencio. Chance masticaba despaciosamente y se abstuvo de tomar vino. En la televisión, el vino ponía a la gente en un estado que no podían controlar.

—Pero si usted no encuentra una buena oportunidad pronto —dijo Rand—, ¿cómo atenderá a su familia?

—No tengo familia.

El rostro de Rand se ensombreció.

—No Puedo entenderlo. ¿Un hombre joven y apuesto como usted que no tenga familia? ¿Cómo es posible?

—No he tenido el tiempo necesario —replicó Chance.

Rand movió la cabeza, impresionado por sus palabras.

—¿Las exigencias de su trabajo han sido tantas?

—Ben, por favor… —interrumpió EE.

—Estoy seguro de que a Chauncey no le incomoda responder a mis preguntas. ¿No es verdad, Chauncey?

Chance negó con la cabeza.

—Bueno… ¿No sintió usted nunca la necesidad de una familia?

—No sé lo que es tener una familia.

—Entonces, usted está realmente solo, ¿no es cierto? —dijo Rand en voz baja.

Después de un silencio, los criados trajeron el plato siguiente. Rand estudió a Chance con la mirada.

—Hay algo en usted que me gusta, ¿sabe? Soy un hombre viejo y puedo hablarle con franqueza. Usted es una persona sin vueltas: capta las cosas rápidamente y las enuncia con sencillez. Como sabrá —continuó Rand— soy presidente de la Primera Compañía Financiera Norteamericana. Acabamos de iniciar un programa destinado a prestar ayuda a las empresas norteamericanas acosadas por la inflación, los impuestos excesivos, las huelgas y otras indignidades. Queremos dar una mano, por decirlo de algún modo, a los «jardineros» honestos de la comunidad comercial. Después de todo, son nuestra mejor defensa contra los focos de contaminación que de tal modo atentan contra nuestras libertades fundamentales y contra el bienestar de nuestra clase media. Tenemos que hablar de este asunto en detalle; tal vez cuando se haya recuperado totalmente podrá reunirse con los otros miembros del directorio, quienes lo pondrán más al corriente de nuestros proyectos y objetivos.

Chance se alegró de que Rand añadiera inmediatamente:

—Ya lo sé, ya lo sé; no es usted hombre de actuar impensadamente. Pero le pido que reflexione sobre lo que acabo de decirle y recuerde que yo estoy muy enfermo y que no sé si seguiré en este mundo por mucho tiempo…

EE comenzó a protestar, pero Rand continuó:

—Estoy cansado de vivir. Me siento como uno de esos árboles cuyas raíces aparecen en la superficie…

Chance dejó de escucharlo. Extrañaba su jardín; en el jardín del Anciano ninguno de los árboles tenía las raíces en la superficie ni había perdido su vigor. Allí todos los árboles eran jóvenes y estaban bien cuidados. En el silencio que se iba haciendo a su alrededor, dijo rápidamente:

—Tendré en cuenta lo que me acaba de decir. Todavía me duele la pierna y me resulta difícil tomar una decisión.

—Muy bien. No se apresure, Chauncey. —Rand se inclinó y palmeó a Chance en el hombro. Se pusieron de pie y se dirigieron a la biblioteca.