IX. III

Mi macabro descubrimiento hizo que todos retrocedieran muertos de asco, y Janice estuvo a punto de vomitar cuando vio lo que había encontrado.

—¡Dios santo! —dijo con una arcada—. ¡Es una fosa común! —Reculó tambaleándose y se tapó la boca y la nariz con la manga de la blusa—. De todos los sitios repugnantes… Joder… ¡hemos ido a parar a un pozo de peste, plagado de microbios! ¡Vamos a morir!

Contagió el pánico a los hombres y Coceo tuvo que calmarlos a todos a base de alaridos. El único que no parecía alterado era fray Lorenzo, que bajó la cabeza y empezó a rezar, supuestamente por las almas de los difuntos, que —según la profundidad real de la cueva— debían de ser cientos, si no miles.

Coceo no estaba de humor para oraciones y, apartando al fraile con la culata de su arma, me señaló y bramó algo desagradable.

—Quiere saber qué hacemos ahora —tradujo Umberto, contrarrestando la furia de Coceo con su voz serena—. Dice que, según tú, Giulietta estaba enterrada en esta cueva.

—Yo no he dicho eso… —protesté, perfectamente consciente de que sí lo había dicho—. En sus apuntes, mamá dice «cruzad el umbral y allí yace Julieta».

—¿Dónde puerta? —repuso Coceo, mirando furioso a un lado y a otro—. ¡No veo puerta!

—Bueno, ya sabes, debe de estar aquí, en alguna parte —mentí.

Coceo puso los ojos en blanco, espetó alguna barbaridad y se fue hecho una furia.

—No se lo cree —observó Umberto, muy serio—. Piensa que le has tendido una trampa. Va a hablar con fray Lorenzo.

Janice y yo vimos con creciente angustia cómo los hombres rodeaban al fraile y lo freían a preguntas. Aturdido, intentó escucharlos a todos a la vez, pero, al cabo de un rato, cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos.

Stupido! —espetó Coceo, abalanzándose sobre el pobre anciano.

—¡No! —gritó Janice, y corrió a agarrar a Coceo por el codo para evitar que hiciese daño a fray Lorenzo—. ¡Déjame intentarlo a mí! ¡Por favor!

Por unos segundos aterradores, temí que mi hermana hubiera sobrestimado su ascendiente sobre el matón. A juzgar por el modo en que Coceo se miró el codo —que Janice aún agarraba—, le costaba creer que hubiera tenido el valor de intentar detenerlo.

Probablemente consciente de su error, Janice lo soltó de inmediato y se hincó de rodillas para abrazarse sumisa a sus piernas. Tras otro instante de gran tensión, el matón alzó los brazos con una sonrisa y dijo algo a sus colegas que sonó a «¡Mujeres! ¡No hay quien las entienda!».

Así, gracias a Janice, se nos permitió hablar con fray Lorenzo sin interferencias mientras Coceo y sus hombres se fumaban un paquete de tabaco y pateaban un cráneo humano como si fuera un balón de fútbol.

Colocándonos de forma que el fraile no pudiera ver su indecente juego, le preguntamos —con la ayuda de Umberto— si sabía cómo podíamos llegar a la tumba de Romeo y Giulietta desde donde estábamos, pero, en cuanto entendió la pregunta, el fraile respondió con brusquedad y negó con la cabeza.

—Dice que no quiere indicarles a estos tipejos dónde está la tumba —tradujo Umberto—. Sabe que la profanarán. También dice que no tiene miedo a morir.

—¡Lo llevamos claro! —masculló Janice, luego le puso una mano en el brazo al fraile y añadió—: Lo entendemos pero, verá, es que nos van a matar a todos, y luego subirán a secuestrar a otros y los matarán también. Curas, mujeres, personas inocentes… No pararán hasta que alguien los lleve hasta esa tumba.

Fray Lorenzo meditó un instante lo que le transmitía Umberto, después me señaló e hizo una pregunta que me resultó un tanto recriminatoria.

—Pregunta si tu esposo sabe dónde estás —tradujo Umberto, divertido a pesar de todo—. Piensa que eres muy tonta de estar aquí, rodeada de matones, cuando deberías estar en casa, cumpliendo con tus deberes conyugales.

Aunque no la vi, noté que Janice, atónita y descorazonada, se disponía a tirar la toalla. Sin embargo, la asombrosa sinceridad del fraile resonó en mi interior de un modo que ella jamás podría haber entendido.

—Lo sé —dije mirándolo a los ojos—, pero mi primer deber es acabar con la maldición, y eso no puedo hacerlo sin su ayuda, fray Lorenzo.

Después de oír la traducción de Umberto de mi pregunta, fray Lorenzo, algo ceñudo, alargó la mano para acariciarme el cuello.

—Pregunta dónde está el crucifijo —dijo Umberto—. Te protegerá de los demonios.

—No… no sé dónde está —balbucí, recordando de pronto que Alessandro me lo había quitado del cuello, tonteando, y lo había dejado en la mesilla junto a su bala. Luego me había olvidado de él por completo.

Al fraile no le satisfizo la respuesta, tampoco que ya no llevara el anillo del águila.

—Dice que sería peligroso que te acercaras a la tumba así —me informó Umberto, limpiándose una gota de sudor de la frente— y te aconseja que lo reconsideres.

Tragué saliva unas cuantas veces para serenarme y, antes de convencerme a mí misma de lo contrario, dije:

—Dile que no hay nada que reconsiderar. No tengo elección. Hay que encontrar la tumba esta noche. —Señalé con la cabeza a los matones—. Esos tipos son los verdaderos demonios. Sólo la Virgen puede protegernos de ellos. Pero sé que tendrán su castigo.

Fray Lorenzo asintió al fin, pero en lugar de hablar, cerró los ojos y empezó a tararear una canción, meciendo la cabeza, adelante y atrás, como para recordar la letra. Al mirar a Janice, vi que le hacía una seña a Umberto, pero, cuando ella abrió la boca para comentar mis progresos —o la ausencia de ellos—, el fraile dejó de tararear, abrió los ojos y recitó una especie de poema.

—«La peste negra guarda la puerta de la Virgen» —tradujo Umberto—, eso dice el libro.

—¿Qué libro? —quiso saber Janice.

—«Mirad a los impíos postrarse ahora ante su puerta, cerrada para siempre» —prosiguió, ignorándola—. Fray Lorenzo dice que esta cueva debe de ser la antigua antecámara de la cripta. Lo que pasa es que… —Umberto se interrumpió al ver que el fraile se dirigía de pronto al muro más próximo, murmurando para sí.

Como no teníamos claro lo que debíamos hacer, seguimos obedientes a fray Lorenzo mientras recorría la cueva palpando la pared. Ahora que sabía qué pisábamos, sentía un pequeño escalofrío con cada paso que daba, y casi agradecía las ráfagas de humo del tabaco que ahogaban el otro olor presente en la cueva: el olor a muerte.

Hasta que dimos la vuelta entera y volvimos al punto de partida —procurando ignorar las burlas constantes de los hombres de Coceo, que nos observaban divertidos—, fray Lorenzo no se detuvo y nos habló de nuevo.

—La catedral de Siena tiene una orientación este-oeste con la fachada principal al oeste —explicó Umberto—. Es lo normal en las catedrales, por lo que sería lógico pensar que la cripta está orientada del mismo modo. Sin embargo, según el libro…

—¿Qué libro? —volvió a preguntar Janice.

—¡Por Dios, Janice! —espeté—. Uno que leen los frailes de Viterbo, ¿vale?

—Según el libro —prosiguió Umberto, mirándonos furioso—, «la parte negra de la Virgen es un reflejo de su parte blanca», lo que podría significar que la cripta, la parte negra, la que está bajo tierra, tiene en realidad una orientación oeste-este, y su entrada al este, con lo que la puerta que conduce a ella desde esta sala miraría al oeste. ¿Estáis de acuerdo?

Janice y yo nos miramos; la vi tan perpleja como yo.

—No tenemos ni idea de cómo ha llegado a esa conclusión —le dije a Umberto—, pero, a estas alturas, creeremos lo que sea.

En cuanto se enteró, Coceo se deshizo del cigarrillo y se remangó para ajustar la brújula de su reloj de pulsera. Tan pronto como tuvo claro dónde estaba el oeste, empezó a gritarles instrucciones a sus hombres.

Al poco andaban todos liados levantando el piso de la parte más occidental de la cueva, desenterrando con las manos esqueletos desmembrados y echándolos a un lado como si no fueran más que ramas de un árbol caído. La estampa era extraña: aquellos hombres vestidos de chaqué y zapatos resplandecientes tirados por el suelo, con los faros calzados en la cabeza y en absoluto preocupados por estar inhalando el polvo de los huesos en fase de descomposición.

A punto de vomitar, me volví hacia Janice, en apariencia hipnotizada por la excavación. Al ver que la miraba, se estremeció y dijo:

—«Señora, salid de este lugar de muerte, de putrefacción y de sueño contra natura, pues una fuerza superior que no hemos podido gobernar ha torcido nuestros planes».

La rodeé con el brazo, tratando de protegernos a las dos de aquella horrenda visión.

—Y yo que pensaba que jamás te aprenderías esos condenados versos.

—No eran los versos —dijo—, sino el papel. Yo nunca era Julieta. —Estrechó mi abrazo—. Nunca podría morir por amor.

Traté de leerle el semblante a la luz inconstante.

—¿Cómo lo sabes?

No contestó, pero dio igual porque, en ese mismo instante, uno de los hombres gritó algo desde el hoyo que estaban excavando y las dos nos acercamos a ver qué había ocurrido.

—Han encontrado la tapa de algo —dijo Umberto, señalando—. Al parecer, fray Lorenzo tenía razón.

Nos estiramos para ver lo que señalaba Umberto, pero, a la luz ocasional de los faros, era imposible distinguir más que a los hombres moviéndose por el hoyo como escarabajos locos.

Sólo al rato, cuando subieron todos a por sus herramientas mecánicas, me atreví a dirigir mi linterna al socavón para ver lo que habían encontrado.

—¡Mira! —agarré a Janice por el brazo—, ¡es una puerta sellada!

De hecho, no era sino el tope puntiagudo de una estructura blanca en la pared de la cueva —de apenas un metro de altura—, pero no cabía duda de que había sido el marco de una puerta, o al menos la parte superior de una, e incluso tenía una rosa de cinco pétalos esculpida en lo alto. Sin embargo, el hueco de la puerta se había sellado con un revoltijo de ladrillo rojo y mármol; quien hubiera supervisado la obra —seguramente durante el terrible año de 1348— tenía demasiada prisa para preocuparse por los materiales o el diseño.

Cuando volvieron los hombres con sus herramientas y empezaron a perforar el ladrillo, Janice y yo nos refugiamos detrás de Umberto y fray Lorenzo. Al poco, resonaba la cueva entera con el alboroto de la demolición y del techo empezaron a caer trozos de toba como granizo, que nos cubrieron —una vez más— de escombros.

Al menos tres capas de ladrillo separaban la fosa común de lo que había debajo, por eso, en cuanto atravesaron la última capa, los hombres se retiraron y echaron el resto abajo a patadas. Pronto tuvieron abierto un agujero grande y dentado y, antes de que el polvo llegara a asentarse, Coceo los apartó para ser el primero en asomar por él su linterna.

En el silencio que siguió al estrépito de los taladros, todos lo oímos silbar de admiración, y ese sonido generó un eco hueco y espeluznante. —La cripta! —susurró fray Lorenzo, persignándose.

—Vamos allá —masculló Janice—. Espero que hayas traído ajos.

A los hombres de Coceo les llevó una media hora preparar nuestro descenso a la cripta. Pretendían que llegáramos al nivel del suelo excavando más en los huesos entrelazados y perforando el ladrillo de la pared según avanzaban, pero, al final, cansados de esa tarea, empezaron a tirar huesos y escombros por el agujero para formar un montículo que nos sirviera de rampa al otro lado. Al principio, los ladrillos caían con fuerte estruendo sobre lo que parecía un suelo de piedra, pero, cuando el montículo empezó a crecer, el ruido fue disminuyendo.

Cuando por fin Coceo nos hizo pasar por el agujero, Janice y yo descendimos a la cripta de la mano de fray Lorenzo, deslizándonos con cuidado por el montículo de ladrillo y huesos, sintiéndonos como supervivientes de un bombardeo que bajaran por una escalera destrozada y preguntándonos si ése sería el final —o el principio— del mundo.

En la cripta, el aire era mucho más frío que en la cueva de la que veníamos, y más limpio. Al mirar alrededor, a la luz de una docena de faros oscilantes, casi esperaba encontrar una sala grande y alargada con filas de tumbas y siniestras inscripciones latinas en las paredes; en cambio, para mi sorpresa, se trataba de un espacio bello y majestuoso de techo abovedado y altos pilares. Aquí y allá había superficies de piedra que debían de haber sido altares pero se encontraban ahora desprovistas de objetos sagrados. Aparte de eso, quedaba poco más que sombras y silencio.

—¡Madre mía! —susurró Janice, iluminando con mi linterna las paredes que nos rodeaban—. ¡Mira esos frescos! Somos los primeros que los ven desde…

—La peste —dije—. Y no creo que les sienten muy bien… tanto aire y tanta luz.

Resopló.

—Ésa debería de ser la última de nuestras preocupaciones ahora, ¿no crees?

Mientras observábamos los frescos de las paredes, pasamos por delante de una puerta cerrada por una verja de hierro forjado con filigranas doradas. Al iluminar el interior con la linterna vimos una pequeña capilla lateral con tumbas que me recordaron el cementerio donde se hallaba el sepulcro de los Tolomei y que había ido a visitar con mi primo Peppo hacía una eternidad.

No éramos las únicas interesadas en las capillas laterales: los hombres de Coceo examinaban sistemáticamente todas y cada una de las puertas, sin duda en busca de la tumba de Romeo y Giulietta.

—¿Y si no es aquí? —susurró Janice, mirando nerviosa a Coceo, cada vez más frustrado por la búsqueda infructuosa—. ¿O están enterrados aquí y la estatua está en otro sitio?… ¡Jules!

Sólo la escuchaba a medias. Después de pisar varios trozos de lo que parecía escayola, iluminé el techo con mi linterna y descubrí que aquello estaba más deteriorado de lo que había supuesto en un principio. Se habían desprendido algunos pedazos de la bóveda y un par de pilares aguantaban precariamente el peso del mundo moderno.

—¡Ay, Dios! —exclamé, de pronto consciente de que Coceo y sus matones no eran nuestros únicos enemigos allí abajo—, ¡este sitio está a punto de derrumbarse!

Miré con disimulo el agujero que conducía a la antecámara, donde estaba la fosa común, y reparé en que, aunque pudiéramos escabullimos sin ser vistas, jamás podríamos subir de vuelta al lugar desde donde habíamos saltado con la ayuda de los matones. Haciendo un gran esfuerzo, podría subir a Janice, pero ¿y yo?, ¿y fray Lorenzo? En teoría, Umberto podía auparnos a los tres uno por uno, pero ¿cómo subiría él después?, ¿íbamos a dejarlo allí?

Mis cavilaciones se vieron interrumpidas cuando Coceo nos llamó con un fuerte silbido y le ordenó a Umberto que nos preguntara si teníamos alguna otra pista de dónde podía encontrarse la condenada estatua.

—¡Si está aquí! —espetó Janice—. La cuestión es dónde la escondieron.

Al ver que Coceo no la seguía, forzó una risa.

—¿En serio pensabais —siguió con voz temblorosa— que iban a dejar algo tan valioso a la vista de todo el mundo?

—¿Qué dice fray Lorenzo? —preguntó Umberto, más que nada para desviar la atención de Janice, que parecía que iba a echarse a llorar en cualquier momento—. Alguna idea tendrá.

Miramos al fraile, que se paseaba solo, contemplando las estrellas doradas del techo.

—«Y puso un dragón allí para que guardara sus ojos» —dijo Umberto—. Eso es todo. Pero aquí no hay ningún dragón. Ni ninguna estatua en ninguna parte.

—Lo raro es que ahí —dije—, a la izquierda, hay cinco capillas equidistantes, pero en este lado sólo hay cuatro. Mirad. Falta la del centro. Sólo hay pared.

Antes de que Umberto terminara de traducir lo que yo había dicho, Coceo nos empujó a todos al lugar en el que debería haber estado la quinta puerta para examinarlo detenidamente.

—No sólo hay pared —dijo Janice, señalando un vistoso fresco—, también un paisaje con una enorme… serpiente roja voladora.

—A mí me parece un dragón —observé, retrocediendo un poco—. ¿Sabéis lo que pienso? Creo que la tumba está detrás de esta pared. Mirad… —señalé una grieta alargada en el fresco que dejaba ver la forma de una puerta bajo la escayola—. Era una capilla lateral como las demás, pero Salimbeni debió de hartarse de tenerla vigilada a todas horas y la tapió. Tiene sentido.

Coceo no necesitó más pruebas de que allí era, obviamente, donde se escondía la tumba y, al poco, taladro en mano, los hombres perforaban el fresco del dragón para acceder al nicho supuestamente oculto tras él, el estruendo del metal contra la piedra resonando por toda la cripta. Esta vez no sólo nos cayó polvo encima mientras contemplábamos la destrucción con los oídos tapados, sino también pedazos del techo abovedado; varias estrellas doradas que se desplomaron a nuestro alrededor con un fatídico estrépito, como si se derrumbaran los engranajes del universo.

Cuando pararon los taladros, el boquete de la pared era lo bastante grande para que pasara una persona y, tras él, como sospechábamos, había un nicho oculto. Uno a uno, los hombres desaparecieron por la improvisada puerta y, al final, ni Janice ni yo pudimos resistir la tentación de seguirlos, aunque nadie nos lo hubiera pedido.

Al pasar a través del agujero, llegamos a una capilla pequeña y en penumbra, y casi nos dimos de bruces con los otros, que estaban allí de pie. Cuando me estiré para ver lo que todos miraban, apenas vislumbré algo resplandeciente, hasta que uno de los matones tuvo el detalle de iluminar con su linterna el inmenso objeto que parecía hallarse suspendido en el aire sobre nosotros.

—¡Jodeeeer! —se oyó en nuestro idioma y, por una vez, incluso Janice se quedó pasmada.

Allí estaba, la estatua de Romeo y Giulietta, mucho mayor y más espectacular de lo que había imaginado; de hecho, sus dimensiones la hacían casi aterradora. Parecía que su creador hubiera querido que quienes la contemplaran cayeran rendidos a sus pies, suplicando clemencia. Yo estuve a punto de hacerlo.

Aun en su estado actual, encaramada en lo alto de un inmenso sepulcro de mármol y cubierta de seis siglos de polvo, irradiaba un brillo dorado que ni siquiera el tiempo había podido robarle, y a la débil luz de la capilla, sus cuatro valiosos ojos —dos zafiros y dos esmeraldas— poseían un fulgor casi sobrenatural.

Para quien no conociera su historia, la estatua no hablaba de dolor, sino de amor. Romeo, arrodillado sobre el sepulcro, sostenía en brazos a Giulietta, y los dos amantes se miraban con una intensidad que logró penetrar el oscuro escondite de mi corazón y avivar mis pesares. Quedaba claro que los bocetos de mamá no eran sino conjeturas; ni su representación más tierna de aquellos dos personajes, Romeo y Giulietta, les hacía justicia.

Allí de pie, atenazada por el remordimiento, me costaba aceptar que hubiera ido a Siena en busca de esa estatua y su cuatro gemas. Ahora que las tenía delante no sentía el más mínimo deseo de poseerlas y, si hubieran sido mías, de buena gana las habría regalado mil veces a cambio de volver al mundo, a salvo de tipejos como Coceo, o incluso de poder ver a Alessandro otra vez.

—¿Crees que los enterraron juntos? —susurró Janice, estorbando mis pensamientos—. Ven… —Se abrió paso entre los hombres, tirando de mí y, cuando estuvimos junto al sepulcro, me quitó la linterna e iluminó con ella la inscripción esculpida en la piedra—. ¡Mira! ¿Recuerdas? ¿Crees que éste es el de verdad?

Nos acercamos para ver mejor, pero no logramos descifrar el italiano.

—¿Cómo era aquello? —dijo ceñuda, tratando de recordar el texto traducido—. ¡Ah, sí! «Aquí yace la fiel Giulietta…, a la que, por amor y misericordia de Dios». —Hizo una pausa, no recordaba el resto.

—«Despertará Romeo, su legítimo esposo» —proseguí en voz baja, hipnotizada por el rostro dorado de Romeo, que me miraba desde lo alto— «en un instante de gracia absoluta».

Si la historia que el maestro Lippi nos había traducido era cierta —y parecía que así era—, el anciano maestro Ambrogio había supervisado personalmente la creación de la estatua en 1341. Sin duda él, amigo personal de Romeo y Giulietta, debió de esforzarse por lograr que aquélla fuera una representación fiel de su aspecto real.

Pero Coceo y los suyos no habían viajado desde Nápoles para perderse en ensoñaciones, y dos de ellos ya habían trepado al sepulcro con el fin de determinar qué herramientas necesitaban para arrancar los cuatro ojos de la estatua. Al final, decidieron que hacía falta un taladro especial y, en cuanto los montaron y se los pasaron, se volvieron cada uno hacia su figura —uno a Romeo y el otro a Giulietta— dispuestos a proceder.

Al ver lo que pretendían, fray Lorenzo —que se había mantenido sereno hasta entonces— se abalanzó sobre los matones y trató de detenerlos, rogándoles que no dañaran la estatua, no sólo por su valor artístico, sino porque estaba convencido de que, si robaban los ojos, se desataría sobre todos ellos un mal inefable que los fulminaría. Como a Coceo le sobraban las supersticiones de fray Lorenzo, lo apartó de un empujón y ordenó a sus hombres que procedieran.

Por si no habían tenido bastante con el estruendo de tirar la pared, el ruido de los taladros metálicos resultó ser un verdadero infierno. Janice y yo nos retiramos de aquel bullicio tapándonos los oídos con las manos, perfectamente conscientes de que se acercaba el amargo fin de nuestra búsqueda.

Cuando salimos por el boquete a la parte principal de la cripta, seguidas de un angustiado fray Lorenzo, vimos en seguida que aquello se desmoronaba. Las enormes grietas de las paredes ascendían veloces hacia el techo abovedado, generando ramificaciones que, con la más mínima vibración, se extenderían en todas las direcciones.

—¿Qué tal si salimos por patas? —dijo Janice, mirando nerviosa alrededor—. Al menos en la otra cueva sólo tendremos que lidiar con muertos.

—¿Y luego qué? —pregunté—. ¿Nos quedamos sentadas debajo del agujero del techo esperando a que estos… caballeros vengan a ayudarnos a salir?

—No —replicó, frotándose la contusión que le había hecho un cascote en el brazo—, pero una de las dos podría ayudar a la otra a subir y ésta salir por el túnel en busca de ayuda.

Me la quedé mirando, de pronto consciente de que tenía razón y de que yo había sido imbécil de no caer en esa posibilidad antes.

—Bien —dije titubeante—, ¿cuál de las dos sale?

Janice me dedicó una sonrisa amarga.

—Sal tú. Eres la que tiene algo que perder… —Luego añadió, con aire de suficiencia—: Además, yo soy la que sabe lidiar con Coceo-loco.

Estuvimos así un momento, mirándonos. Luego vi a fray Lorenzo por el rabillo del ojo, arrodillado ante uno de los altares de piedra vacíos, rezándole a un Dios que ya no estaba allí.

—No puedo hacerlo —susurré—. No puedo dejarte aquí.

—Tienes que hacerlo —replicó Janice con firmeza—. Si no lo haces tú, lo haré yo.

—Genial —contesté—, hazlo, por favor.

—¡Jo, Jules! ¿Por qué siempre tienes que ser tú la heroína? —espetó abrazándose a mí.

Podríamos habernos ahorrado el trastorno emocional de disputarnos el martirio, porque, cuando quisimos darnos cuenta, los taladros ya no sonaban y los hombres salían de la capilla, riendo y bromeando sobre su hazaña y pasándose de unos a otros las cuatro gemas del tamaño de una nuez. El último en salir fue Umberto, y en seguida vi que pensaba lo mismo que nosotras: ¿sería ése el fin de nuestro trato con los mañosos napolitanos o decidirían que querían más?

Como si nos hubieran leído el pensamiento, cesó de pronto su algarabía y nos miraron de arriba abajo a Janice y a mí, aún abrazadas. Coceo, sobre todo, parecía muy complacido de vernos y, por su sonrisa de satisfacción, creí saber cómo pensaba rematar exactamente la gran faena. Entonces, tras desnudar a Janice con la vista y decidir que, a pesar de su conducta provocadora, no era más que otra niñita asustada, sus ojos calculadores se enfriaron y dijo algo a sus hombres que hizo que Umberto saliera disparado a interponerse entre ellos y nosotras.

—No! Ti prego! —le suplicó.

Vaffanculo! —dijo Coceo con desdén, apuntándolo con la ametralladora.

Los dos hombres mantuvieron un agitado intercambio de lo que a todas luces parecían súplicas de un lado y obscenidades del otro, hasta que Umberto decidió pasarse a nuestro idioma.

—Amigo mío —dijo, casi poniéndose de rodillas—, sé que eres un hombre generoso. Y que también eres padre. Por favor, sé clemente. Prometo que no lo lamentarás.

Coceo no respondió en seguida. A juzgar por su gesto ceñudo, no le hacía mucha gracia que le recordaran su propia humanidad.

—Por favor —prosiguió Umberto—. Las chicas jamás se lo contarán a nadie. Te lo juro.

Al fin, Coceo hizo una mueca y dijo con su acento italiano:

—Las mujeres lo cuentan todo. No paran de hablar. Bla-bla-bla.

Detrás de mí, Janice me apretaba la mano con tanta fuerza que me dolía. Sabía, igual que yo, que Coceo no iba a dejarnos salir vivas de allí por nada del mundo. Tenía las joyas, y le bastaba. No le hacían ninguna falta los testigos oculares. No obstante, me costaba creer que aquello fuera a terminar así: a pesar de todo lo que habíamos pasado por ayudarlo, ¿sería capaz de matarnos? En vez de miedo sentí rabia, rabia de que fuera tan capullo, y de que el único hombre con valor para hacerle frente y defendernos fuera nuestro padre.

Hasta fray Lorenzo andaba rezando el rosario tranquilamente, con los ojos cerrados, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera que ver con él. Claro que, ¿cómo iba a saberlo? No entendía ni el mal ni nuestro idioma.

—Amigo mío —repitió Umberto empeñado en mantener la calma, con la esperanza de contagiar a Coceo, quizá—. Yo te perdoné la vida una vez, ¿recuerdas? ¿Eso no cuenta?

Coceo fingió meditarlo un instante, luego respondió con una mueca de desprecio.

—Tú me perdonaste la vida una vez, así que yo te perdonaré una vida —dijo señalándonos a Janice y a mí—. ¿Cuál prefieres, la stronza o el angelo?

—¡Jules! —gimoteó Janice, abrazándome con tanta fuerza que no podía respirar—. ¡Te quiero! Pase lo que pase, ¡te quiero!

—No me hagas elegir, por favor —le dijo Umberto con una voz casi irreconocible—. Coceo, conozco a tu madre. Es una buena mujer. Esto no le gustaría.

—¡Mi madre bailará sobre tu tumba! —espetó Coceo—. Última oportunidad: ¿la stronza o el angelo? Elige una o las mato a las dos.

Al ver que Umberto no respondía, Coceo se acercó a él.

—Eres muy estúpido —le dijo despacio, clavándole en el pecho el cañón de la ametralladora.

Aterradas, ni Janice ni yo fuimos capaces de abalanzarnos sobre Coceo para evitar que disparara y, dos segundos después, un solo disparo atronador sacudió la cueva entera.

Seguras de que le había disparado, nos acercamos en seguida a Umberto, esperando que se desplomara, muerto, en el suelo, pero, cuando llegamos a él, seguía en pie, rígido y pasmado. En el suelo, desparramado de forma grotesca, se encontraba Coceo. Algo —¿un rayo del cielo?— le había atravesado el cráneo y se había llevado consigo la mitad posterior de la cabeza.

—¡Madre mía! —gimoteó Janice, pálida como un cadáver—, ¿qué ha sido eso?

—¡Al suelo! —gritó Umberto, tirando con fuerza de las dos—. ¡Tapaos la cabeza!

Al oír la ráfaga de disparos, los hombres de Coceo procuraron ponerse a cubierto, y aquellos que quisieron responder al ataque fueron abatidos de inmediato con pasmosa precisión. Tendida boca abajo, volví la cabeza para ver quién disparaba y, por primera vez en mi vida, no me desagradó ver desplegarse y tomar posiciones a un pelotón de polis de las fuerzas especiales. Entraron en la cripta por la boca que habíamos abierto, se apostaron tras los pilares más próximos y gritaron a los matones que quedaban —supongo— que soltaran las armas y se rindieran.

Me alivió tantísimo ver a la policía y comprender que nuestra pesadilla había terminado que sentí ganas de llorar y reír a la vez. Si hubieran tardado un minuto más en llegar, todo habría sido muy distinto. O quizá llevaran allí un rato, observando, esperando el momento de sentenciar a Coceo sin juzgarlo. Cualquiera que fuera el caso, tumbada en el suelo de piedra, aún atontada por el horror que habíamos vivido, no me habría costado creer que los había enviado la Virgen para castigar a quienes habían profanado su santuario.

Con tan escasas expectativas, los pocos mañosos que quedaban salieron de su escondite con las manos en alto. Cuando uno de ellos fue tan estúpido de agacharse a coger algo del suelo —probablemente una de las gemas—, le dispararon ipso facto. Me llevó segundos darme cuenta de que era el que había intentado meternos mano en la cueva y, lo mejor, que quien le había disparado era Alessandro.

En cuanto lo divisé, me invadió un gozo intenso, pero, cuando iba a contárselo a Janice, resonó sobre nuestras cabezas un tremendo estrépito que se convirtió en un estallido atronador cuando uno de los pilares que sostenían el techo abovedado se desplomó sobre los matones que quedaban, dejándolos sepultados bajo varias toneladas de piedra.

El eco trémulo de la columna desplomada se propagó por la red de cuevas subterráneas que nos rodeaban. Parecía que el caos de la cripta hubiera desatado una vibración bajo tierra similar a un terremoto. Entonces vi que Umberto se levantaba de pronto y nos hacía una seña a Janice y a mí para que hiciéramos lo mismo.

—¡Vamos! —nos instó, mirando inquieto los pilares—. No nos queda mucho tiempo.

Cruzando a toda prisa la estancia, escapamos por los pelos de una lluvia de escombros que caían del techo resquebrajado y, cuando una de las estrellas de la cúpula me atizó en la sien, estuve a punto de perder el conocimiento. Me detuve un instante para recuperar el equilibrio y vi que Alessandro venía hacia mí, saltando por encima de los cascotes e ignorando las advertencias de los demás. No dijo nada, tampoco hizo falta. Sus ojos me dijeron todo lo que esperaba oír.

Habría salido corriendo a su encuentro de no haber oído un leve grito a mi espalda.

—¡Fray Lorenzo! —exclamé, espantada, al darme cuenta de que nos habíamos olvidado del fraile.

Giré y vi su figura agazapada en medio de aquella devastación y, sin que Alessandro pudiera detenerme, deshice el camino, ansiosa por llegar hasta el anciano antes de que algún cascote me lo impidiera.

Alessandro me habría detenido de no ser porque otra columna se desplomó entre los dos en medio de una nube de polvo, seguida de una lluvia de cascotes. Esta vez la columna rompió el suelo y reveló que, bajo las losas de piedra, no había vigas de madera, ni planchas de hormigón, sólo un vacío grande y oscuro.

Petrificada, me detuve allí mismo, sin atreverme a seguir. Detrás de mí oí a Alessandro gritarme que volviera pero, cuando iba a retroceder, el suelo que pisaba empezó a desprenderse de la estructura que lo rodeaba. Antes de que me diera cuenta, el piso se había esfumado y yo caía en picado a la nada, demasiado aturdida para gritar, sintiéndome como si el adhesivo del mundo se hubiera evaporado de pronto y lo único que quedara en ese nuevo caos fueran trozos y pedazos, la gravedad y yo.

¿Cuánto caí? Yo diría que atravesé el tiempo mismo, vidas, muertes y siglos pasados, pero, en distancia, no fueron ni cinco metros. Al menos eso es lo que dicen. También dicen que, por suerte, al llegar al inframundo no me esperaban ni rocas ni demonios, sino un río antiguo que te despierta de los sueños y que a pocas personas se les ha permitido encontrar.

Se llama Diana.

Dicen que en cuanto me precipité con el piso desplomado, Alessandro saltó detrás de mí sin pararse siquiera a quitarse el equipo. Cuando se lanzó al agua helada, el peso de todo aquello —el chaleco, las botas, el arma— lo arrastró al fondo y tardó un momento a salir a la superficie. Luchando contra la corriente, logró sacar una linterna y al fin encontró mi cuerpo desmazalado sujeto al saliente de una roca.

Tras gritarles a sus compañeros que se dieran prisa, consiguió que le pasaran una cuerda para subirnos a los dos a la cripta de la catedral. Sordo a todos y a todo, me depositó en el suelo, en medio de los escombros, me sacó el agua de los pulmones y empezó a reanimarme.

Allí de pie, pendiente de sus esfuerzos, Janice no entendió la gravedad de la situación hasta que, al levantar la vista, vio a los otros agentes mirarse con tristeza. Todos sabían lo que Alessandro se negaba a aceptar: que yo estaba muerta. Sólo entonces Janice notó que le brotaban las lágrimas y ya no hubo forma de pararlas.

Al final, Alessandro dejó de intentar reanimarme y se limitó a abrazarme como si nunca fuera a soltarme. Me acarició la mejilla y me habló; me dijo las cosas que debería haberme dicho cuando estaba viva, sin importarle quién lo oyera. En ese instante, dice Janice, nos parecíamos mucho a la estatua de Romeo y Giulietta, salvo porque mis ojos estaban cerrados y el semblante de Alessandro, desencajado de dolor.

Al ver que incluso él había perdido la esperanza, Janice se zafó de los agentes que la retenían, se acercó corriendo a fray Lorenzo y lo agarró por los hombros.

—¿Por qué no reza? —chilló, zarandeando al anciano—. Récele a la Virgen, y dígale… —De pronto consciente de que no la entendía, Janice se alejó del fraile y, mirando al techo, gritó con todas sus fuerzas—: ¡Haz que viva! ¡Sé que puedes! ¡Déjala vivir!

Como no hubo respuesta, mi hermana cayó de rodillas y lloró desconsoladamente. Ninguno de los presentes se atrevió a tocarla.

Justo entonces, Alessandro sintió algo, un leve estremecimiento, y quizá fue él, no yo, pero eso bastó para alimentar su esperanza. Sujetándome la cabeza con las manos, volvió a hablarme, con ternura al principio, impaciente después.

—¡Mírame! —me imploró—. ¡Mírame, Giulietta!

Dicen que, cuando al fin lo oí, no tosí, ni boqueé, ni gemí. Sólo abrí los ojos y lo miré. Cuando finalmente entendí lo que ocurría a mí alrededor, por lo visto sonreí y susurré:

—A Shakespeare no le gustaría.

Todo esto me lo contaron luego; yo no recuerdo apenas nada. No recuerdo que fray Lorenzo se arrodillara a besarme la frente, ni que Janice bailase a mí alrededor como una posesa, besando a todos los policías sonrientes uno por uno. Sólo recuerdo los ojos del hombre que se negaba a perderme otra vez y me había arrebatado de las garras del Bardo para que al fin pudiéramos escribir nuestro final feliz.