IX. II

Al salir de Siena con Alessandro el día anterior, no me imaginaba que regresaría tan pronto, tan sucia, y esposada. Tampoco había previsto que lo haría en compañía de mi hermana, mi padre y tres tipos que parecían haberse librado de la pena de muerte, no con papeleos, sino con dinamita.

Era obvio que, aunque los conocía por su nombre, Umberto era tan rehén de los gorilas como nosotras. Lo metieron de un empujón en la furgoneta —una de reparto de flores, robada, seguramente—, igual que a Janice y a mí, y los tres caímos como fardos sobre su fondo metálico. Con los brazos atados, sólo un fino lecho de flores podridas nos amortiguó el golpe.

—¡Eh! —protestó Janice—, ¡somos tus hijas, ¿no?! Diles que no se pasen. Será posible…, Jules, di algo.

No se me ocurrió nada. Me sentía como si el mundo entero se hubiera vuelto patas arriba a mi alrededor, y yo me había ido a pique. Sin haber digerido aún el paso de Umberto de héroe a villano, debía asimilar también que era mi padre, para lo que casi habría de hacer borrón y cuenta nueva: yo lo quería, pero en realidad no debía quererlo.

Cuando los malos nos cerraron las puertas, vi de refilón a otro rehén que habían apresado en algún punto del camino. Estaba agazapado en un rincón, amordazado y con los ojos vendados; de no haber sido por los hábitos, jamás lo habría reconocido. Las palabras me brotaron al fin:

—¡Fray Lorenzo! —grité—. ¡Dios mío! ¡Han secuestrado a fray Lorenzo!

La furgoneta arrancó de pronto y pasamos unos minutos deslizándonos de un lado a otro por el suelo estriado mientras el conductor cruzaba la selva de acceso a la casa de mamá.

En cuanto la cosa se tranquilizó, Janice soltó un suspiro hondo y desconsolado.

—Muy bien —dijo en alto a la oscuridad—, tú ganas. Las joyas son tuyas… o de ellos. Ya no las queremos. Te ayudaremos. A lo que sea. Lo que quieran. Eres nuestro padre, ¿no? ¡Tenemos que hacer piña! No hace falta que nos matéis… ¿verdad?

Su pregunta se quedó en el aire.

—Mira —prosiguió Janice con la voz quebrada de miedo—, espero que sepan que jamás encontrarán la estatua sin nuestra ayuda…

Umberto no dijo nada. No tenía por qué. Aunque los bandidos ya estaban al tanto de lo de la supuesta entrada secreta por Santa María della Scala, obviamente pensaban que aún podíamos serles útiles para encontrar las joyas, o no nos habrían llevado consigo en la furgoneta.

—¿Y qué me dices de fray Lorenzo? —pregunté.

Umberto habló por fin.

—¿Qué pasa con él?

—¡Vamos! —intervino Janice, de pronto más animada—, ¿en serio crees que el pobre hombre os va a servir de algo?

—Cantará, te lo aseguro.

Cuando vio que nos espantaba su indiferencia, Umberto profirió un sonido que podría haber sido una risa, pero probablemente no lo era.

—¿Qué demonios esperabais? —gruñó—. ¿Que… se rindieran? Tenéis suerte de que lo hayamos intentado por las buenas primero.

—¿«Por las buenas»?… —gritó Janice, pero conseguí acallarla de un rodillazo.

—Por desgracia —prosiguió Umberto—, la pequeña Juliet no hizo su papel.

—¡Igual es porque no sabía que tuviera uno! —señalé con un nudo tan grande en la garganta que casi no me salían las palabras—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué ha tenido que ser así? Podríamos haber ido en busca del tesoro hace años, juntos. Habría sido… divertido.

—¡Ya, claro! —Umberto se revolvió en la oscuridad, tan incómodo como nosotras—. ¿Creéis que esto era lo que yo quería? ¿Volver aquí para arriesgarlo todo, jugar a las adivinanzas con un puñado de monjes ancianos y que me maltraten estos gilipollas, todo por un par de piedras que probablemente desaparecieron hace cientos de años? Me parece que no os dais cuenta de… —Suspiró—. No, claro que no. ¿Por qué creéis que permití que tía Rose se os llevara y os educara en Estados Unidos? Os diré por qué: porque os habrían utilizado… para obligarme a que volviera a trabajar con ellos. Sólo había una solución: desaparecer.

—¿Estás hablando de… la mafia? —inquirió Janice. Umberto rio burlón.

—¡La mafia! Al lado de estos tíos, la mafia es una institución benéfica. Me reclutaron cuando necesitaba dinero y, una vez te pillan, no te sueltan. Si te resistes, te aprietan las tuercas.

Oí a Janice coger aire para devolverle el sarcasmo, pero, no sé cómo, acerté a propinarle un codazo en la oscuridad y volví a acallarla. Provocar a Umberto y empezar una discusión no era la mejor forma de prepararse para lo que nos esperaba, eso lo tenía muy claro.

—Entonces, a ver si acierto… —dije con toda la calma de que fui capaz—, cuando ya no nos necesiten…, ¿se acabó?

Umberto titubeó.

—Coceo me debe un favor. Le perdoné la vida una vez. Espero que me corresponda.

—Te la perdonará a ti —dijo Janice con frialdad—. Pero ¿y nosotras?

Se produjo un largo silencio, o al menos a mí me lo pareció. Sólo entonces, entre el ruido del motor y el traqueteo general, oí a alguien rezar.

—¿Y qué será de fray Lorenzo? —añadí en seguida.

—Confiemos en que Coceo se sienta generoso —dijo Umberto al fin.

—No lo entiendo —replicó Janice—. ¿Quiénes son esos tíos? ¿Y por qué dejas que nos hagan esto?

—Eso no es precisamente un cuento de hadas —respondió Umberto, hastiado.

—Tampoco esto lo es —observó Janice—. Así que, papaíto, ¿por qué no nos cuentas qué demonios está pasando en el país de las hadas?

En cuanto empezó a hablar, Umberto no pudo parar, como si hubiera estado esperando todos esos años para contarnos su historia y, sin embargo, cuando al fin pudo hacerlo, no pareció experimentar un gran alivio, ya que su tono era cada vez más amargo.

Según nos contó, su padre, conocido como conde Salimbeni, siempre había lamentado que su esposa, Eva María, le diera sólo un hijo varón, y se propuso hacer de él un hombre recto y disciplinado. Alistado en una academia militar contra su voluntad, Umberto había terminado huyendo a Nápoles para buscar trabajo y quizá ir a la universidad a estudiar música, pero pronto se había quedado sin dinero. Así que empezó a aceptar trabajos sucios que otros temían hacer, y se le daba bien. Por alguna razón, no le costaba nada quebrantar la ley, y no tardó en tener trajes a medida, un Ferrari y un apartamento de lujo sin amueblar. El paraíso.

Cuando al fin volvió al castello Salimbeni, hizo creer a sus padres que se había hecho corredor de Bolsa y logró persuadir al conde para que lo perdonara por abandonar la academia. Días después, sus padres ofrecieron una gran fiesta a la que asistieron el profesor Tolomei y su joven ayudante norteamericana, Diane.

Umberto la secuestró ipso facto y se la llevó a dar un paseo en coche a la luz de la luna. Ése fue el inicio de un largo y hermoso verano. Empezaron a pasar juntos los fines de semana, recorriendo en coche la Toscana y, cuando por fin él la invitó a visitarlo en Nápoles, ella aceptó. Allí, delante de una botella de vino, en el mejor restaurante de la ciudad, él se atrevió a confesarle a qué se dedicaba.

Horrorizada, Diane se negó a escuchar sus explicaciones y sus pretextos y, ya en Siena, se lo devolvió todo —joyas, ropa, cartas— y le dijo que no quería volver a verlo.

Después de eso, estuvo algo más de un año sin saber de ella y, cuando volvió a verla, se quedó atónito: Diane paseaba a unas gemelas en cochecito por el Campo de Siena, y alguien le dijo que se había casado con el profesor Tolomei. Supo en seguida que él era el padre de las niñas y, cuando se acercó a Diane, ella palideció y confesó que, aunque él era efectivamente el padre, no quería que sus hijas se criaran con un criminal.

Entonces hizo algo horrible. Recordaba que Diane le había hablado de la investigación del profesor Tolomei y de una estatua con dos piedras preciosas por ojos y, llevado por los celos, se lo contó a unos tipos de Nápoles. Su jefe no tardó en enterarse y lo presionó para que visitara al profesor Tolomei y averiguase más, y eso hizo, con otros dos hombres. Esperaron a que Diane y las gemelas salieran de casa para llamar a la puerta. El profesor, muy atento, los invitó a pasar, pero, al descubrir el motivo de su visita, se mostró hostil.

Viendo que se negaba a colaborar, los otros dos tipos empezaron a presionar al anciano, que sufrió un infarto y murió. Umberto, aterrado, como es lógico, intentó en vano reanimarlo. Entonces les dijo a los otros que se reuniría con ellos en Nápoles y, en cuanto se marcharon, prendió fuego a la casa con la esperanza de que la investigación de Tolomei ardiera con su cuerpo y ése fuese el fin de la historia de la estatua dorada.

Tras la tragedia, Umberto decidió romper con su turbio pasado, volver a la Toscana y vivir del dinero que había ganado. Unos meses después del incendio fue a ver a Diane y le dijo que había cambiado de vida. Al principio ella no lo creyó y lo acusó de haber tenido que ver con el sospechoso incendio que había matado a su esposo, pero él estaba decidido a recuperarla y lo consiguió, aunque ella nunca llegó a creer del todo en su inocencia.

Vivieron juntos dos años, casi como una familia, y él incluso volvió a llevar a Diane de visita al castello Salimbeni. Claro que nunca les contó a sus padres la verdad sobre las gemelas, y a su padre lo enfurecía que no se casase y tuviese hijos propios, porque ¿quién heredaría el castello Salimbeni si Umberto no tenía descendencia?

Habrían sido felices si Diane no se hubiera obsesionado con no sé qué maldición familiar. Le había hablado de ella cuando se habían conocido, pero él no se lo había tomado en serio. Luego tuvo que aceptar que aquella mujer hermosa —la madre de sus hijas— era nerviosa y compulsiva por naturaleza, y que la presión de la maternidad no hacía sino empeorar su carácter. En lugar de libros para niños, les leía a las pequeñas el Romeo y Julieta de Shakespeare sin cesar, hasta que entraba él y, con dulzura, le quitaba el libro, aunque, por muy bien que lo escondiera, ella siempre terminaba encontrándolo.

Mientras las gemelas dormían, Diane pasaba horas y horas en soledad, intentando recrear la investigación de su difunto esposo sobre los tesoros familiares y la ubicación de la tumba de Romeo y Giulietta. No le interesaban las joyas; sólo quería salvar a sus hijas. Estaba convencida de que, como las pequeñas tenían una madre Tolomei y un padre Salimbeni, serían doblemente vulnerables a la maldición de fray Lorenzo.

Umberto ni siquiera sabía lo cerca que estaba Diane de dar con la ubicación de la tumba cuando un día algunos de sus viejos colegas napolitanos se presentaron en la casa y empezaron a hacer preguntas. Sabiendo que carecían de escrúpulos, le dijo a Diane que se llevara a las niñas a la parte de atrás y se escondieran mientras él hacía todo lo posible por convencerlos de que ni ella ni él sabían nada.

Al oír que le pegaban, Diane volvió armada y les ordenó que dejaran en paz a su familia. Como no le hacían caso, intentó dispararles, pero erró el tiro, y ellos la mataron de un disparo. Luego le dijeron a Umberto que eso era sólo el principio y que, si no les daba las cuatro gemas, volverían a por sus hijas.

Llegados a este punto del relato, Janice y yo saltamos a la vez:

—Entonces, ¿tú no mataste a mamá?

—¡Claro que no! —respondió Umberto con desdén—. ¿Cómo habéis podido pensar eso?

—Será porque, hasta ahora, no has hecho más que mentirnos en todo —replicó Janice con un nudo en la garganta.

Umberto suspiró profundamente y se revolvió de nuevo, aún incómodo. Frustrado y cansado, reanudó el relato y nos contó que, cuando, después de asesinar a Diane, los matones se largaron, él quedó destrozado y sin saber qué hacer. Lo último que quería era llamar a la policía, o al cura, y arriesgarse a que un puñado de burócratas se llevaran a las pequeñas. Cogió el cadáver de Diane, lo metió en el coche y lo llevó a un lugar desierto donde poder empujar el vehículo desde un risco de modo que pareciera que había muerto en un accidente. Incluso metió en él algunas cosas de las niñas para que pensaran que habían muerto también. Luego se las llevó a sus padrinos, Peppo y Pia, pero se marchó antes de que los Tolomei pudieran hacerle preguntas.

—¡Espera! —dijo Janice—. ¿Y la herida de bala? ¿No vio la policía que había muerto antes del accidente?

Umberto titubeó, luego confesó a regañadientes.

—Incendié el coche. No pensé que fueran a investigarlo tanto. ¿Por qué iban a hacerlo? Les iban a pagar igual. Pero un listillo empezó a hacer preguntas y, cuando quise darme cuenta, ya me habían cargado el paquete entero: el profesor, el incendio, vuestra madre… ¡hasta vosotras!

Esa misma noche —siguió contándonos— Umberto llamó a tía Rose, haciéndose pasar por un agente de policía de Siena, y le dijo que su sobrina había muerto, que las niñas estaban con su familia, que no estaban a salvo en Italia y que más valía que fuera a buscarlas de inmediato. Después de esa llamada, cogió el coche en dirección a Nápoles e hizo una visita a los asesinos de Diane y a casi todos los que sabían algo del tesoro. Ni siquiera se molestó en ocultar su identidad. Quería que fuese una advertencia. Sólo le perdonó la vida a Coceo: no fue capaz de matar a un muchacho de diecinueve años.

Luego desapareció durante meses mientras la policía lo buscaba por todas partes. Terminó marchándose a Estados Unidos a ver a las niñas, sin planes concretos. Cuando las localizó, esperó a que ocurriera algo. A los pocos días vio a una mujer por el jardín, podando las rosas. Dando por supuesto que se trataba de tía Rose, se le acercó y le preguntó si necesitaba a alguien que le echara una mano con el patio. Así fue como empezó. Seis meses después, se trasladó allí y aceptó trabajar por poco más que el alojamiento y las comidas.

—¡No me lo creo! —espeté—. ¿Nunca le extrañó que «casualmente» anduvieras por allí?

—Se sentía sola —masculló Umberto, poco orgulloso de sí mismo—. Demasiado joven para ser viuda y demasiado vieja para ser madre. Estaba predispuesta a creer cualquier cosa.

—¿Y Eva María? ¿Sabía dónde estabas?

—La llamaba por teléfono, pero nunca le dije dónde estaba, ni le hablé de vosotras.

Siguió explicándonos que había temido que, de haberse enterado de que tenía dos nietas, Eva María habría insistido en que volvieran los tres a Italia. Sabía bien que él nunca podría volver; la gente lo reconocería y la policía se le echaría encima de inmediato, a pesar de su nombre y pasaporte falsos. Y, aunque no hubiera insistido, conocía lo bastante bien a su madre para saber que habría ideado algún modo de ver a las niñas y las habría puesto en peligro. En caso contrario, habría pasado el resto de sus días suspirando por esas nietas que no había llegado a conocer, habría muerto con esa pena y, por supuesto, habría culpado a Umberto. Por eso jamás se lo dijo.

Con el tiempo, Umberto empezó a pensar que su turbio pasado napolitano había quedado enterrado para siempre. Dejó de creerlo cuando un buen día vio una limusina acercarse a la finca de tía Rose y parar delante de su puerta. Cuatro hombres bajaron del vehículo y, al verlos, reconoció de inmediato a Coceo. Nunca supo cómo lo habían localizado después de tantos años, pero supuso que habrían sobornado a alguien para que rastreara las llamadas de Eva María.

Los matones le dijeron que aún estaba en deuda con ellos y que, si no les pagaba él, lo harían sus hijas. Contestó que no tenía dinero, pero se rieron de él y le recordaron la estatua de las gemas que les había prometido hacía tiempo. Cuando quiso explicarles que era imposible, que no podía volver a Italia, le soltaron que era una lástima, porque, si no lo hacía, irían a por sus hijas. Al final accedió a buscar las joyas, le dieron tres semanas para hacerlo.

Antes de marcharse, para asegurarse de que Umberto los tomaba en serio, lo llevaron al vestíbulo y empezaron a darle una paliza, durante la cual volcaron el jarrón veneciano de la mesa de debajo de la lámpara de araña, que se hizo añicos en el suelo. El ruido despertó de su siesta a tía Rose, que salió del dormitorio y, cuando vio lo que ocurría, empezó a gritar desde lo alto de la escalera. Uno de ellos sacó un arma para dispararle, pero Umberto consiguió arrebatársela. Por desgracia, tía Rose, aterrada, perdió el equilibrio y rodó por la escalera. Cuando los matones se marcharon y Umberto pudo atenderla, ya estaba muerta.

—¡Pobre tía Rose! —exclamé—. Me dijiste que había muerto en paz, mientras dormía.

—Bueno, mentí —dijo Umberto con voz ronca—. Lo cierto es que murió por mi culpa. ¿Habrías preferido que te dijera eso?

—Habría preferido que nos dijeras la verdad —dije, serena—. Si nos lo hubieras contado hace años… —aún acongojada, hice una pausa para respirar profundamente—, quizá podríamos haber evitado lo demás.

—Quizá. Ahora ya es demasiado tarde. No quería que lo supierais…, quería que fueseis felices, que llevarais una vida normal.

Siguió contándonos que esa noche, tras la muerte de tía Rose, había llamado a Eva María y se lo había dicho todo, hasta que tenía dos nietas. Le preguntó también si podía ayudarle a pagar a los matones, pero ella le contestó que no podía reunir esa cantidad de dinero en tres semanas. En un principio, Eva María quiso implicar a la policía y a su ahijado, Alessandro, pero él la disuadió. No había más forma de deshacer el entuerto que complacer a aquellos sinvergüenzas encontrando las condenadas joyas.

Eva María accedió a ayudarlo, y le prometió que buscaría el apoyo de los lorenzanos de Viterbo, siempre que, cuando todo terminara, pudiese conocer a sus nietas y ellas jamás supieran nada de los crímenes de su padre. A él le pareció bien. Nunca había querido que sus hijas conocieran su turbio pasado, por eso no les había dicho quién era. Sabía que, si descubrían que era su padre, averiguarían todo lo demás.

—¡Qué tontería! —protesté—. Si nos hubieras dicho la verdad, lo habríamos entendido.

—¿En serio? —repuso con tristeza—. Yo no estoy tan seguro.

—Bueno —intervino Janice, muy seca—. Ahora nunca lo sabremos.

Ignorando la apostilla, Umberto nos contó que, al día siguiente, Eva María fue a Viterbo a hablar con fray Lorenzo, y de dicha conversación dedujo lo que hacía falta para que los monjes la ayudasen a encontrar la tumba de Romeo y Giulietta. Fray Lorenzo le dijo que debía celebrar una ceremonia con la que «redimir los pecados» de los Salimbeni y los Tolomei, y que, después, los llevaría —a ella y a los otros penitentes— a la tumba de los enamorados para que pudieran arrodillarse ante la Virgen misericordiosa.

El único problema era que fray Lorenzo no estaba del todo seguro de cómo llegar allí. Sabía que había una entrada secreta en Siena y cómo continuar a partir de ella, pero ignoraba dónde se hallaba exactamente. Una vez, le contó a Eva María, lo había visitado una joven llamada Diane Tolomei que le había dicho que había averiguado la ubicación de dicha entrada, pero no había querido confiársela por temor a que cualquier desaprensivo encontrara la estatua y la echase a perder.

Diane también le dijo que tenía en su poder el cencío de 1340 e iba a hacer un experimento: quería tumbar en él a su pequeña Giulietta y a un niño llamado Romeo, porque pensaba que así repararía de algún modo los errores del pasado. Fray Lorenzo no estaba seguro de que eso funcionara, pero estaba dispuesto a intentarlo. Acordaron que Diane volvería al cabo de pocas semanas para que pudiesen ir juntos en busca de la tumba, pero, por desgracia, ella no regresó.

Cuando Eva María le contó todo esto a Umberto, él pensó que el plan podría funcionar, porque sabía que Diane guardaba un cofre con documentos importantes en el banco del palazzo Tolomei, e intuía que allí habría alguna pista para encontrar la entrada secreta a la tumba.

—Creedme —dijo Umberto, quizá percibiendo mis malas intenciones—, lo último que quería era implicaros en todo esto, pero, quedando tan sólo dos semanas…

—Así que me tendiste una trampa y me hiciste creer que era cosa de tía Rose —concluí, cada vez más cabreada con él.

—¿Y yo qué? —chilló Janice—. ¡A mí me hizo pensar que había heredado una fortuna!

—¡Chorradas! —replicó Umberto—. ¡Dad gracias de que seguís vivas!

—Supongo que yo no encajaba en tus maquinaciones —continuó Janice, cabreadísima—. Jules siempre fue el cerebrito.

—¡Ya estamos! —espeté con desdén—. Yo soy Giulietta, y yo estaba en peligro…

—¡Basta! —bramó Umberto—. Nada me habría gustado más que manteneros al margen, os lo aseguro, pero no había otra forma de hacerlo, así que le pedí a un viejo amigo que vigilara a Juliet para asegurarme de que estaba a salvo…

—¿Te refieres a Bruno? —inquirí, espantada—. ¡Creí que quería matarme!

—Su misión era protegerte —me contradijo Umberto—. Por desgracia, quiso sacarle partido a la situación. —Suspiró—. Lo de Bruno fue un error.

—¿Por eso lo… silenciaste? —quise saber.

—No hizo falta. Sabía demasiado sobre demasiada gente. Esos tipos no duran mucho en el trullo.

Incómodo con el tema, Umberto pasó a resumir diciendo que todo había salido conforme al plan en cuanto había logrado convencer a Eva María de que yo era su nieta y no una actriz contratada para camelarla y conseguir que lo ayudara. Tal era su recelo que incluso le pidió a Alessandro que entrase en mi habitación del hotel a por una muestra de ADN, pero, en cuanto tuvo la prueba de mi identidad, se dispuso a organizar la fiesta de inmediato.

Recordando todo lo que fray Lorenzo le había dicho, Eva María le pidió a Alessandro que llevase al castello Salimbeni la daga de Romeo y el anillo de Giulietta, pero no le dijo por qué. Sabía que, si su ahijado albergaba la más mínima sospecha de lo que pretendía, lo estropearía todo llamando a los carabinieri. De hecho, habría preferido mantenerlo al margen de sus planes, pero como, en realidad, era Romeo Marescotti, lo necesitaba para que, sin saberlo siquiera, desempeñara su papel ante fray Lorenzo.

Pensándolo bien, admitió Umberto, habría sido preferible que Eva María me hubiera puesto al tanto de sus planes, o de parte de ellos, pero sólo porque la cosa salió mal. Si yo hubiera hecho lo que esperaban —beberme el vino, acostarme y quedarme dormida—, todo habría ido sobre ruedas.

—¡Un momento! —dije—. ¿Insinúas que me drogó?

Umberto titubeó.

—Sólo un poco. Por tu propia seguridad.

—¡No me lo puedo creer! ¡Es mi abuela!

—Si te sirve de consuelo, a ella no le hacía gracia, pero yo le dije que era el único modo de manteneros al margen, a Alessandro y a ti. Por desgracia, él tampoco se lo bebió.

—¡Espera, espera…! —objeté—. ¡Él me robó el libro de mamá de la habitación del hotel y te lo dio a ti anoche! ¡Lo vi con mis propios ojos!

—¡Te equivocas! —Se mostró molesto de que lo contradijera y algo sorprendido de que yo hubiera presenciado su reunión secreta con Alessandro—. Él no era más que un mensajero. Alguien le dio el libro ayer por la mañana, en Siena, y le pidió que se lo llevara a Eva María. Alessandro no sabía que era robado, de lo contrario habría…

—¡Ya, ya! —lo interrumpió Janice—. Menuda estupidez. Fuera quien fuese el ladrón, ¿por qué no se llevó el cofre entero? ¿Por qué sólo el librito?

Umberto guardó silencio un momento. Luego dijo, muy sereno:

—Vuestra madre me contó que el código estaba en el libro. Me dijo que si le ocurría algo… —No pudo seguir.

Todos guardamos silencio un rato, hasta que Janice suspiró y dijo:

—Bueno, me parece que le debes una disculpa a Jules…

—¡Jan! —la interrumpí—. Déjalo estar.

—Pero mira lo que te ha pasado… —insistió.

—¡Ha sido culpa mía! —repliqué—. Fui yo la que… —No supe cómo seguir.

—¡Lo vuestro es increíble! —gruñó Umberto—. ¿Para qué me he molestado en educarte? Hace una semana que lo conoces… ¡Y allí estabais los dos! ¡Tan tiernos!

—¿Estuviste espiándonos? —Me sentí abochornada—. ¡Será posible…!

—¡Necesitaba el cencío! —señaló—. Todo habría sido tan fácil si vosotros no…

—Ya que estamos —lo interrumpió Janice—, ¿cuánto sabía Alessandro de todo esto?

—¡Más que suficiente! —bufó Umberto—. Sabía que Juliet es nieta de Eva María, pero que su madrina quería decírselo personalmente. Ya está. Como os he dicho, no podíamos arriesgarnos a que interviniera la policía, por eso ella no le contó lo de la ceremonia con el anillo y la daga hasta poco antes de que tuviera lugar. No le hizo ninguna gracia que se lo hubiera ocultado, pero accedió a participar de todas formas, porque Eva María le dijo que para ella y para ti era muy importante celebrar una ceremonia que, supuestamente, pondría fin a la maldición familiar. —Umberto hizo una pausa, luego siguió, más amable—: Lástima que la cosa haya terminado así.

—¿Quién ha dicho que ha terminado? —espetó Janice.

Aunque Umberto no lo dijo, los dos sabíamos que estaba pensando: «Sí, ha terminado».

Allí tirados, presa de un amargo silencio, noté que la oscuridad me envolvía poco a poco, que penetraba mi cuerpo por innumerables heridas y me llenaba hasta el borde de desesperación. El miedo que había sentido antes, cuando me perseguía Bruno Carrera o cuando Janice y yo nos habíamos quedado atrapadas en los bottini, no era nada comparado con el que sentía de pronto, destrozada por el remordimiento y por la certeza de que era demasiado tarde para arreglarlo.

—Sólo por curiosidad —masculló Janice, cuya mente albergaba pensamientos sin duda muy distintos de los míos, aunque quizá igual de desoladores—, ¿llegaste a quererla? A mamá, digo.

Al ver que Umberto no respondía en seguida, añadió, aún más titubeante:

—¿Y ella… te quiso a ti?

Umberto suspiró.

—Me amaba y me odiaba. Era el mayor de sus encantos. Decía que llevábamos la lucha en los genes, y que a ella le gustaba así. Solía llamarme… —se detuvo para aclararse la voz— Niño.

Cuando la furgoneta se detuvo al fin, ya casi había olvidado adonde íbamos y por qué, pero, en cuanto se abrieron de golpe las puertas y vi las siluetas de Coceo y sus compinches recortadas sobre el fondo de la catedral de Siena, a la luz de la luna, todo volvió a mi memoria con la potencia de un puñetazo en el estómago.

Nos sacaron del vehículo por los tobillos como si no fuéramos más que unos fardos, luego entraron a sacar a fray Lorenzo. Ocurrió tan de prisa que apenas me dolió que me arrastraran por el fondo estriado de la furgoneta y, cuando nos dejaron en tierra, Janice y yo nos tambaleamos, incapaces de sostenernos en pie después de permanecer tumbadas tanto rato en la oscuridad.

—¡Eh, mirad! —susurró Janice con una chispa de esperanza en la voz—. ¡Músicos!

Cierto. Había tres coches aparcados a un tiro de piedra de la furgoneta y, a su alrededor, media docena de hombres de chaqué con estuches de chelos y violines, fumando y bromeando. Sentí una punzada de alivio pero, al ver que Coceo se dirigía a ellos, saludando con la mano, entendí que aquellos hombres no habían ido allí a tocar, sino que eran parte de la banda napolitana.

En cuanto los tipos nos vieron a Janice y a mí, empezaron a dar muestras de entusiasmo. En absoluto preocupados por el ruido que estaban haciendo, nos silbaban para que los miráramos. Umberto no intentó poner fin a la diversión; era obvio, como nosotras, tenía suerte de seguir vivo. Sólo al ver a fray Lorenzo salir de la furgoneta, a nuestra espalda, el júbilo pareció transformarse en una especie de inquietud, y todos se inclinaron a coger sus instrumentos como los escolares se agachan a recoger las mochilas cuando aparece un profesor.

Para la gente de la piazza —y había bastante, sobre todo turistas y adolescentes—, debíamos de parecer el típico grupo local que volviera de algún festejo relacionado con el Palio. Los hombres de Coceo no paraban de charlar y reír y, en el centro, Janice y yo avanzábamos obedientes, envueltas en sendas banderas de la contrada, que ocultaban con elegancia las ataduras y las afiladas navajas con que nos apuntaban a las costillas.

Al acercarnos a la entrada principal de Santa María della Scala, de repente divisé a Lippi, que pasaba por allí cargado con un caballete, sin duda preocupado por asuntos nada mundanales. No me atreví a llamarlo a gritos, pero lo miré con toda la intensidad de que fui capaz, confiando en llegar a él por la vía espiritual. Sin embargo, cuando el artista al fin nos miró, sus ojos nos exploraron sin reconocernos, y yo me quedé desinflada.

Entonces las campanas de la catedral tocaron las doce. Había sido una noche calurosa hasta el momento, tranquila y bochornosa, y en algún lugar lejano se preparaba una tormenta. Cuando nos aproximábamos a la imponente puerta de entrada al viejo hospital, barrieron la plaza las primeras ráfagas de viento, como demonios invisibles en busca de algo, de alguien.

Sin perder ni un segundo, Coceo sacó un móvil e hizo una llamada; al poco se apagaron las luces de los costados de la puerta y fue como si todo el edificio suspirara profundamente. Acto seguido, Coceo se sacó una llave grande de hierro del bolsillo, la introdujo en la cerradura que había debajo del inmenso pomo y abrió con un fuerte estruendo.

Sólo entonces, cuando estábamos a punto de entrar en el edificio, caí en la cuenta de que no me apetecía nada explorar Santa María della Scala de noche, con o sin navaja en las costillas. Aunque, según Umberto, hacía muchos años que el hospital era un museo, aún poseía un historial de enfermedad y muerte. Incluso los que no creían en los fantasmas tenían de qué preocuparse: los gérmenes latentes de la peste, por ejemplo. Lo cierto es que cómo me sintiera yo daba igual; ya hacía tiempo que había perdido el control de mi propio destino.

Cuando Coceo abrió la puerta, esperaba que nos recibiera una ráfaga de sombras fugaces y cierto olor a descomposición, pero al otro lado no había más que una fría oscuridad. Aun así, tanto Janice como yo titubeamos en el umbral, y sólo cuando los hombres tiraron de nosotras nos adentramos de mala gana en lo desconocido.

En cuanto estuvimos todos dentro y la puerta cerrada, los hombres empezaron a calzarse los faros de espeleología en la cabeza y a abrir los estuches de sus instrumentos. En el interior llevaban linternas, armas y herramientas mecánicas; tan pronto como lo hubieron montado todo, apartaron los estuches de una patada.

Andiamo! —dijo Coceo, haciendo un gesto con la ametralladora para que saltáramos la verja de seguridad, que nos llegaba a la ingle.

A Janice y a mí, aún atadas de manos, iba a costamos lo nuestro y, al final, los hombres nos cogieron por los brazos y nos pasaron por encima, ignorando nuestros gritos de dolor al arañarnos las espinillas con las barras metálicas.

Entonces, por primera vez, Umberto se atrevió a protestar por su brutalidad y le dijo algo a Coceo que no podía significar otra cosa más que «no te pases con las chicas», pero lo único que consiguió fue un codazo en el pecho que lo dejó doblado y sin aliento. Cuando me paré a ver si estaba bien, dos de los matones de Coceo me cogieron por los hombros y me propinaron un fuerte empujón, sin que sus pétreos rostros revelasen emoción alguna.

El único al que trataban con un poco de respeto era fray Lorenzo, que pudo pasar la verja con calma y la escasa dignidad que pudiera quedarle.

—¿Por qué lleva aún los ojos vendados? —le susurré a Janice en cuanto me soltaron.

—Porque le van a perdonar la vida —me contestó, sombría.

—¡Chis! —dijo Umberto con una mueca—. Cuanto menos llaméis la atención, mejor.

Bien pensado, era difícil. Ni Janice ni yo nos habíamos duchado desde el día anterior; más aún, ni siquiera nos habíamos lavado las manos, y yo todavía llevaba el vestido rojo largo de la fiesta de Eva María, aunque éste había perdido ya toda su prestancia. Antes, Janice me había sugerido que me pusiera algo del armario de mamá para no parecer tan encorsetada, pero a las dos nos había resultado insufrible el olor a apolillado, así que allí estaba, descalza y sucia, pero vestida de gala.

Avanzamos en silencio un rato, siguiendo el bamboleo de la luz de los faros por pasillos oscuros y diversos tramos de escaleras, dirigidos por Coceo y uno de sus secuaces, un tipo alto e ictérico de rostro descarnado y hombros encorvados que me recordaba a un buitre carroñero. Cada cierto tiempo, los dos se detenían y se orientaban por un pedazo de papel grande, que debía de ser un mapa del edificio, y siempre que lo hacían, alguien me tiraba fuerte del pelo o del brazo para asegurarse de que también yo paraba.

Llevábamos cinco hombres delante y cinco detrás en todo momento y, si intentaba mirar a Janice o a Umberto, el tipo que llevaba detrás me hundía el cañón del arma entre los omóplatos hasta que gritaba de dolor. Janice, pegada a mí, recibía idéntico trato y, aunque no podía mirarla, sabía que estaba tan asustada y furiosa como yo, y se sentía igualmente indefensa.

A pesar de ir de chaqué y engominados, los hombres olían a rancio, lo que indicaba que también ellos estaban bajo presión. O quizá era el edificio lo que olía; cuanto más descendíamos, más horrible se hacía. A simple vista, el lugar parecía muy limpio, casi aséptico, pero, a medida que nos adentrábamos en aquella maraña de estrechos pasillos subterráneos, empezó a asaltarme la fuerte sensación de que —al otro lado de aquellas paredes secas y bien selladas— algo pútrido se abría camino poco a poco por entre la escayola.

Cuando los hombres por fin se detuvieron, ya me había desorientado por completo hacía rato. Debíamos de estar al menos a quince metros bajo tierra, pero no estaba segura de que aún nos encontráramos bajo Santa María della Scala. Temblando de frío, me froté ambos pies congelados en los gemelos para recuperar el riego sanguíneo.

—¡Jules! —dijo Janice de pronto, interrumpiendo mi gimnasia—. ¡Vamos!

Casi esperaba que alguien nos atizara en la cabeza para acallarnos; en cambio, los hombres nos empujaron hacia adelante hasta que estuvimos cara a cara con Coceo y el buitre carroñero.

E ora, ragazze? —dijo Coceo, cegándonos con su faro.

—¿Qué ha dicho? —susurró Janice impaciente, volviendo la cabeza para evitar la luz.

—Algo de «chicas» —respondí en voz baja, nada contenta de haber identificado la palabra.

—Ha dicho «¿Y ahora qué, señoritas?» —intervino Umberto—. Ésta es la habitación de santa Catalina, ¿qué hacemos ahora?

Sólo entonces vimos que, a través de una cancela abierta en la pared, el buitre iluminaba una pequeña celda monacal con una cama estrecha y un altar; en la cama se hallaba la estatua yacente de una mujer —supuestamente santa Catalina—, y la pared detrás estaba pintada de azul y salpicada de estrellas doradas.

—¡Ah! —dijo Janice, tan sobrecogida como yo al descubrir que estábamos allí de verdad, en la cámara de la que hablaba el acertijo de mamá: «Traedme en seguida una barra de hierro».

—¿Ahora qué? —repitió Umberto, ansioso por demostrarle a Coceo lo útiles que éramos.

Janice y yo nos miramos, conscientes de que las indicaciones de mamá terminaban justo ahí, con un desenfadado «¡Moveos, chicas!».

—Un momento… —de pronto recordé otro fragmento—, sí, sí…, «para acabar con la cruz».

—¿La cruz? —Umberto se quedó atónito—. La croce

Volvimos a asomarnos todos a la celda y, justo cuando Coceo nos apartaba para mirar, Janice, vehemente, intentó señalarme algo con la punta de la nariz.

—¡Allí! ¡Mira! ¡Debajo del altar!

Bajo el altar había, en efecto, una losa con una cruz negra, que bien podría ser la entrada a un sepulcro. Sin perder un momento, Coceo reculó y apuntó con la ametralladora al candado que cerraba la cancela y, antes de que pudiéramos ponernos a cubierto, lo reventó con una ráfaga ensordecedora que desmontó por completo la verja.

—¡Dios santo! —gritó Janice, contraída de dolor—, ¡creo que me ha reventado los tímpanos! ¡Este tío está chalado!

Sin mediar palabra, Coceo se volvió y la cogió con fuerza por el cuello, casi ahogándola. Sucedió tan rápido que ni lo vi, hasta que al fin la soltó y ella cayó de rodillas, medio asfixiada.

—¡Jan! —chillé, y me arrodillé a su lado—. ¿Estás bien?

Tardó un instante en recobrar el aliento. Cuando al fin lo hizo, masculló agitada, pestañeando para recuperar la visión:

—Importante…, ese mamón entiende nuestro idioma.

Al poco, los hombres atacaban la cruz de debajo del altar con barras de hierro y taladros. Cuando la losa se desplomó atronadora sobre el suelo de piedra en medio de una nube de polvo, a ninguno nos sorprendió ver que al otro lado se hallaba la entrada a un túnel.

Tras salir por la tapa de la alcantarilla del Campo hacía tres días, Janice y yo nos habíamos prometido que jamás volveríamos a hacer espeleología en los bottini. Y allí estábamos otra vez, abriéndonos paso por un conducto poco mayor que un agujero de gusano, en una oscuridad casi absoluta y sin un cielo azul que nos esperara al otro lado.

Antes de empujarnos al agujero, Coceo nos desató al fin las manos, no por consideración, sino porque era el único modo de que fuéramos con ellos. Por suerte, aún creía que nos necesitaba para encontrar la tumba de Romeo y Giulietta; no sabía que la de la cruz bajo el altar de la celda de santa Catalina era la última pista del cuaderno de mamá.

Mientras avanzaba despacio detrás de Janice, sin más vista que sus vaqueros y el reflejo ocasional de los faros en la superficie rugosa del túnel, deseé haber llevado pantalón yo también. La larga falda del vestido no paraba de enganchárseme por todas partes, y el fino terciopelo no protegía mis rodillas encostradas de la arenisca irregular. Por suerte, estaba tan aterida que apenas notaba el dolor.

Cuando llegamos al final del túnel, me alivió tanto como a nuestros captores descubrir que no había ninguna roca ni ningún montón de escombros que nos taponara el camino y nos obligara a retroceder; salimos a una cueva de unos seis metros de ancho, lo bastante alta para estar todos erguidos. —E ora? —dijo Coceo en cuanto Janice y yo nos pusimos en pie, y esta vez no hizo falta que Umberto nos lo tradujera. «¿Ahora qué?», nos preguntaba.

—¡Ay, no! —me susurró Janice—, ¡es un callejón sin salida!

A nuestra espalda fueron saliendo del túnel el resto de los hombres, entre ellos fray Lorenzo, al que sacaron entre el buitre y un tío con coleta como si fueran las comadronas reales asistiendo el parto de un príncipe. Alguien había tenido el detalle de quitarle al anciano monje la venda de los ojos antes de empujarlo por el agujero, y el fraile se movía animoso, con unos ojos como platos, como si hubiera olvidado las desagradables circunstancias que lo habían llevado hasta allí.

—¿Qué hacemos? —susurró nerviosa Janice, intentando que Umberto la mirara, pero éste andaba ocupado sacudiéndose el polvo de los pantalones y no percibió la repentina tensión—. ¿Cómo se dice «callejón sin salida» en italiano?

Por suerte para nosotras, Janice se equivocaba. Al mirar a mí alrededor con mayor detenimiento, vi que, en efecto, aparte de la boca de la que veníamos, la cueva tenía dos salidas. Una se hallaba en el techo, pero era un conducto largo y oscuro rematado por una losa de hormigón que ni siquiera podríamos haber alcanzado con una escalera. Parecía, más que nada, un viejo colector de basuras, y reforzaba esa hipótesis el hecho de que la otra salida estuviera en el suelo justo debajo, suponiendo que, como había imaginado yo, hubiera una boca bajo la oxidada plancha metálica del suelo de la cueva, cubierta por completo de polvo y tierra. En teoría, cuando ambas bocas se encontraran abiertas, cualquier cosa que se arrojara desde arriba podría atravesar la cueva sin detenerse en ella.

Al ver que Coceo aún nos miraba a nosotras en busca de indicaciones, hice lo lógico: señalar la plancha metálica del suelo.

—Busca, indaga —dije, procurando que mi propuesta sonase lo bastante profética—, mira bajo tus pies, porque aquí yace Julieta.

—¡Sí! —asintió Janice, tirándome del brazo, nerviosa—, ¡aquí yace Julieta!

Tras la confirmación de Umberto, Coceo ordenó a sus hombres que, con barras de hierro, intentaran soltar y retirar la plancha metálica, y le pusieron tanto brío que fray Lorenzo se refugió en un rincón a rezar el rosario.

—Pobre hombre —comentó Janice, mordiéndose el labio—, está completamente ido. Espero que… —Aunque no terminó la frase, sabía lo que pensaba, porque yo llevaba un rato dándole vueltas.

Era sólo una cuestión de tiempo que Coceo terminara dándose cuenta de que el anciano monje no era más que un lastre y, cuando eso ocurriera, nosotras no podríamos hacer nada para salvarlo.

Ya teníamos las manos libres, pero estábamos tan atrapadas como antes, y lo sabíamos. En cuanto había salido del túnel el último de los matones, el tío de la coleta se había apostado delante de la boca para que ninguno de nosotros fuese tan estúpido de intentar escapar, así que Janice y yo sólo teníamos un modo de salir de aquella cueva —con o sin Umberto y el fraile— y esa forma era por el conducto del suelo, con todos los demás.

Cuando por fin lograron levantar la tapa metálica, quedó a la vista un orificio en lo bastante grande para que cupiera en él un hombre. Coceo se acercó y lo iluminó con la linterna; tras dudar un instante, los otros hicieron lo mismo, murmurando entre sí algo descorazonados. El hedor procedente del negro agujero era nauseabundo, y nosotras no fuimos las únicas que nos tapamos la nariz al principio, aunque, al cabo de un rato, dejó de parecemos tan insoportable. Sin duda empezábamos a acostumbrarnos al olor a podredumbre.

Viera lo que viese Coceo allí abajo, tan sólo se encogió de hombros y dijo:

—Un bel niente.

—Dice que no hay nada —tradujo Umberto, ceñudo.

—¿Y qué esperaba? —espetó Janice, socarrona—, ¿un neón que dijera: «Ladrones de tumbas, por aquí»?

El comentario me estremeció y, cuando vi la mirada provocadora que le dirigió a Coceo, pensé que éste saltaría por encima del agujero para volver a cogerla por el cuello.

No lo hizo. Le devolvió una mirada rara, calculadora, y entendí que mi astuta hermana lo había estado tanteando desde el principio, tratando de averiguar cómo hacerle picar el anzuelo. ¿Por qué? Porque él era nuestra única forma de salir de allí. —Dai, dai! —dijo sin más, indicando a sus hombres que saltaran al agujero uno a uno.

A juzgar por su recelo y por los gritos que se oían cuando llegaban al fondo de la otra cueva, aunque la distancia no fuese suficiente para justificar el uso de una soga, el salto era lo bastante grande como para amedrentar.

Cuando nos tocó el turno a nosotras, Janice se acercó en seguida, probablemente para demostrarle a Coceo que no teníamos miedo y, cuando él le tendió la mano —quizá por primera vez en su carrera—, ella le escupió en la palma, dio un buen salto y desapareció por el agujero. Para mi asombro, Coceo sólo sonrió enseñando los dientes y le dijo algo a Umberto que me alegré de no entender.

Al ver que Janice me hacía señas desde abajo y que la caída era de menos de tres metros, me tiré al bosque de brazos que me esperaban. Al dejarme en el suelo, uno de los matones pensó que se había ganado el derecho a magrearme, y me revolví en vano para zafarme de él.

Riendo, me cogió por las muñecas e intentó implicar a los otros en la broma, pero, cuando empezaba a sentirme aterrada, Janice acudió como una fiera a rescatarme, abriéndose paso entre la maraña de manos y brazos y situándose entre los hombres y yo.

—¿Queréis divertiros? —les preguntó con cara de asco—. Eso es lo que queréis, ¿eh? ¡Pues, venga, divertíos conmigo!…

Se rasgó la blusa con tanta furia que los hombres no sabían qué hacer. Paralizados al verle el sujetador, empezaron a recular, salvo el que había empezado. Aún sonriente, alargó la mano con descaro para tocarle el pecho, pero lo detuvo una ráfaga ensordecedora de metralleta que nos hizo dar un respingo de miedo y perplejidad.

Al poco, una lluvia estentórea de cascotes nos tumbó a todos y, cuando di con la cabeza en el suelo y la boca y la nariz se me llenaron de polvo, recordé de pronto mi aventura en Roma, cuando, asfixiada por el gas lacrimógeno, creí que iba a morir. Pasé varios minutos tosiendo tanto que pensé que iba a vomitar, y no era la única. A mí alrededor habían caído todos los matones, y también Janice. Mi único consuelo era que el piso de la cueva no era duro, sino más bien mullido; de haber sido roca maciza, me habría dejado inconsciente.

Alcé por fin la mirada en medio de una nube de polvo y vi a Coceo allí de pie, ametralladora en ristre, esperando a ver si alguien más quería divertirse. A nadie le apetecía, claro está. Por lo visto, con la onda expansiva de su ráfaga de amonestación, se habían desprendido pedazos del techo, y los hombres, ocupados en sacudirse el pelo y la ropa, no objetaron nada.

Al parecer satisfecho con el resultado, Coceo señaló con dos dedos a Janice y, en un tono que nadie pudo ignorar, proclamó: —La stronza é mia! —Aun sin saber el significado exacto de «stronza», capté el mensaje: nadie iba a cepillarse a mi hermana más que él.

Me puse de pie y noté que me temblaba todo y no era capaz de controlar los nervios. Cuando Janice se me acercó y se colgó de mi cuello, vi que también ella estaba temblando.

—Estás zumbada —le dije, abrazándola con fuerza—. Estos tíos no son como los bobos con los que sueles liarte. Los malos no vienen con manual de instrucciones.

Janice resopló.

—Todos los tíos vienen con manual. Tú dame tiempo. Coceo-loco nos sacará de aquí en un jet privado.

—Yo no estoy tan segura de eso —murmuré, viendo cómo los hombres bajaban a fray Lorenzo, hecho un manojo de nervios, a la cueva inferior—. Me parece que nuestras vidas no valen mucho para esta gente.

—Entonces, ¿por qué no te tiras al suelo y te dejas morir ahora mismo? —replicó Janice, soltándose—. Ríndete. Así es mucho más fácil, ¿no?

—Sólo trato de ser racional… —empecé, pero no me dejó seguir.

—¡No has hecho nada racional en toda tu vida! —Se cubrió el pecho haciéndose un nudo con la blusa desgarrada—. ¿Por qué ibas a empezar ahora?

Cuando la vi alejarse de mí furiosa, estuve a punto de sentarme en el suelo y rendirme. Pensar que todo aquello era culpa mía —la pesadilla de la caza del tesoro— y podría haberse evitado si hubiera escuchado a Alessandro y no hubiera huido del castello Salimbeni de ese modo. Si me hubiera quedado donde estaba, sin oír nada, sin ver nada y, sobre todo, sin hacer nada, quizá aún estuviera allí, dormida en sus brazos.

Pero mi destino era otro. Y allí estaba yo, en las entrañas de la nada absoluta, sucísima, presenciando impertérrita cómo un tarado homicida armado con una ametralladora exigía a gritos a mi padre y a mi hermana que le dijeran por dónde debía seguir en aquella cueva sin salidas.

Consciente de que no podía quedarme sin hacer nada cuando tanto necesitaban mi ayuda, me agaché a coger una linterna que se le había caído al suelo a alguien. Entonces vi otra cosa que sobresalía de entre los cascotes delante de mí. A la luz de la linterna, parecía una concha rota, pero obviamente no podía ser: el mar estaba a casi cien kilómetros. Me arrodillé para verla mejor y el pulso se me aceleró al descubrir que lo que tenía delante era un trozo de cráneo humano.

Superado el susto inicial, me sorprendió que el hallazgo no me afectara más. Claro que, teniendo en cuenta las indicaciones de mamá, el descubrimiento de restos humanos era de esperar; a fin de cuentas, buscábamos una tumba. Así que empecé a excavar el suelo poroso con las manos para ver si el resto del esqueleto estaba allí, y no tardé mucho en hallar la respuesta: sí, estaba. Pero no estaba solo.

Bajo la superficie —por el tacto, una mezcla de tierra y cenizas—, el fondo de la cueva estaba repleto de huesos humanos acoplados al azar.