Condujimos una eternidad por oscuras carreteras comarcales, subiendo y bajando montes, cruzando valles y pueblos dormidos. Janice ni siquiera se molestó en decirme adonde íbamos, pero a mí no me importaba. Me bastaba con que nos moviéramos, sin tener que tomar ninguna decisión por un rato.
Cuando al fin nos detuvimos en un camino lleno de baches a la entrada de un pueblo, estaba tan cansada que me habría acurrucado en el parterre más cercano y habría dormido durante un mes. Sin más luz que la del faro de la moto, nos abrimos paso por una jungla de arbustos y maleza hasta llegar al fin a una casa completamente a oscuras.
Apagó el motor, se quitó el casco, se sacudió el pelo y me miró por encima del hombro.
—Ésta es la casa de mamá. Bueno, ahora es nuestra. —Sacó una linterna del bolsillo—. No hay luz, por eso he traído esto. —Me llevó hasta una puerta lateral, la abrió y me dejó pasar—. Bienvenida a casa.
Por un estrecho pasillo, llegamos directamente a una estancia que sólo podía ser la cocina. Aun en la oscuridad, se masticaba el polvo y la suciedad, y el aire olía a cerrado, como a ropa húmeda macerando en un cesto.
—Propongo que acampemos aquí esta noche —siguió Janice, encendiendo unas velas—. No hay agua y todo está bastante sucio; lo de arriba está aún peor, y la puerta principal, atrancada.
—¿Cómo diablos has dado con este sitio? —pregunté, olvidando por un instante lo cansada que estaba y el frío que tenía.
—No ha sido fácil. —Se abrió la cremallera de otro bolsillo y sacó un mapa plegado—. Ayer, después de que tú y el menda ese os largasteis, fui a por esto. Cualquiera encuentra una calle en este país… —Al ver que no miraba el mapa, me apuntó con la linterna a la cara y meneó la cabeza—. Mírate, estás hecha un asco. ¿Y sabes qué? ¡Sabía que esto iba a pasar! ¡Te lo dije! ¡Pero no me hiciste ni caso! Para variar…
—Perdona, pero ¿qué es lo que sabías tú exactamente, doña Pitonisa? —le espeté furiosa, poco dispuesta a soportar sus fanfarronadas—. ¿Que una secta esotérica me iba a… drogar y a…?
En lugar de replicarme, como deseaba hacerlo sin duda, se limitó a darme un golpecito con el mapa en la nariz y dijo, muy seria:
—Sabía que el semental italiano no era de fiar. Y te lo dije. Jules, te dije que ese tío…
Aparté el mapa de un manotazo y me tapé la cara con las manos.
—Si no te importa, prefiero no hablar de ello. Ahora no. —Como seguía apuntándome con la linterna, la aparté de un manotazo también—. ¡Para ya! ¡Me estalla la cabeza!
—¡Ay, pobre! —exclamó con su habitual sarcasmo—. Virgetariana norteamericana logra escapar de hecatombe en la Toscana gracias a su hermana… pero sufre terrible dolor de cabeza.
—Venga, sí —mascullé—, ríete de mí. Me lo merezco.
Esperaba que continuara, y me extrañó que no lo hiciese. Al apartar las manos de la cara vi que me miraba fijamente, intrigada. Entonces, boquiabierta y con unos ojos como platos, dijo:
—¡No! ¡Te has acostado con él!, ¿a que sí?
Como no se lo refuté sino que me eché a llorar, suspiró profundamente y me abrazó.
—Bueno, preferías que te jodiera él a que lo hiciera yo. —Me besó en la cabeza—. Espero que haya merecido la pena.
Acampadas en la cocina, sobre abrigos y cojines apolillados, demasiado nerviosas para dormir, pasamos la madrugada tumbadas en la oscuridad, diseccionando mi fuga del castello Salimbeni. Aunque los comentarios de Janice iban aliñados con sus típicas sandeces, terminamos coincidiendo en casi todo, salvo en el asunto de si debía o no haber —en palabras suyas— «echado un quiqui con el aguilucho».
—Es tu opinión —dije dándole la espalda por zanjar el tema—, pero, aun habiendo sabido lo que sé ahora, lo habría hecho de todos modos.
Se limitó a responderme, amarga:
—¡Aleluya! Me alegro de que hayas conseguido algo a cambio de nuestro dinero.
Al cabo de un rato aún seguíamos tumbadas, dándonos la espalda en obstinado silencio, cuando de pronto suspiró y masculló:
—Echo de menos a tía Rose.
Como no sabía bien a qué se refería —esa clase de afirmaciones no eran propias de ella—, estuve a punto de hacer un apostilla malintencionada al respecto, porque tía Rose, al igual que ella, me habría tachado de boba por aceptar la invitación de Eva María. En cambio, me oí decir:
—Yo también.
Y eso fue todo. Al poco, su respiración se hizo más lenta y supe que se había dormido. Yo, sola al fin con mis pensamientos, deseé más que nunca poder quedarme roque como ella y salir volando en una cáscara de avellana, dejando atrás mi congoja.
A la mañana siguiente —o, más bien, a mediodía—, compartimos una botella de agua y una barrita de cereales al sol sentadas en el quebradizo escalón de entrada a la casa, pellizcándonos de vez en cuando la una a la otra para asegurarnos de que no estábamos soñando. Según me había dicho Janice, le había costado encontrar la casa al principio y, de no haber sido por la ayuda de los vecinos, jamás habría reparado en el edificio durmiente tras aquella jungla que un día fueron el camino y el patio principal.
—Me costó un montón sólo abrir la verja —explicó—. Estaba atascada a causa del óxido. Eso, por no hablar de la puerta. No entiendo que una casa pueda estar así, completamente vacía, durante veinte años sin que nadie la ocupe o se haga con la finca.
—Esto es Italia —dije encogiéndome de hombros—. Veinte años no son nada. Por aquí la edad no es un problema. ¿Cómo iba a serlo, estando rodeados de espíritus inmortales? Tenemos suerte de que nos hayan dejado andar por ahí un tiempo como si fuéramos nativas.
Janice soltó un bufido.
—Seguro que la inmortalidad es una lata. Por eso les gusta jugar con los mortales sustanciosos… como tú —sonrió y se pasó la lengua por el labio superior, sugerente.
Al ver que ni siquiera eso me hacía reír, su sonrisa se tornó compasiva, casi auténtica.
—¡Mírate, has logrado escapar! Imagina lo que te habría sucedido si te hubieran cogido. Te habrían… Yo qué sé… —Incluso a Janice le costaba imaginar lo mal que lo habría pasado—. Alégrate de que tu hermanita te encontrara a tiempo.
Al ver su gesto esperanzado, me lancé a sus brazos y le di un fuerte achuchón.
—¡Y me alegro! De verdad. Pero no entiendo… ¿a qué fuiste allí? El castello Salimbeni está muy lejos de aquí. ¿Por qué no dejaste que me…?
Janice estudió mis cejas arqueadas.
—¡Lo dirás en broma! ¡Esas ratas nos habían robado el libro! ¡Era hora de devolvérsela! Si no hubieras salido de allí echando leches, habría entrado a registrar el maldito castillo entero.
—¡Pues has tenido suerte! —Me levanté y fui a la cocina a por mí bolso de viaje—. Voilá! —Se lo arrojé a los pies—. No digas que no he hecho nada por nosotras.
—¡Será una broma, ¿no?! —Abrió la cremallera impaciente y empezó a hurgar en el bolso pero, al poco, sacó la mano asqueada—. ¡Puaj! ¿Qué demonios es esto?
Las dos nos quedamos mirando sus manos, impregnadas de sangre, o algo muy parecido.
—¡Joder, Jules! —exclamó Janice—, ¿has matado a alguien? ¡Aaarrr-ggg! ¿Qué es esto? —Se olisqueó las manos con manifiesta aprensión—. Tiene pinta de ser sangre. No me digas que es tuya, porque, como lo sea, ¡vuelvo ahora mismo y convierto a ese tío en una pieza de arte moderno!
No sé por qué, su mueca beligerante me hizo reír, quizá porque aún no me acostumbraba a que saliese en mi defensa de ese modo.
—¡Ya era hora, niña! —dijo olvidando su enfado en cuanto me vio sonreír por fin—. Me tenías preocupada. No vuelvas a hacerlo.
Juntas, cogimos mi bolso y lo volcamos. De allí salió mi ropa, y Romeo y Julieta, que, por suerte, no había sufrido grandes daños. El misterioso frasquito verde, sin embargo, se había hecho añicos, probablemente cuando, en mi huida, había tirado el bolso por encima de la verja.
—¿Qué es esto? —Janice cogió un pedazo de cristal y lo examinó en su mano.
—Eso es el frasquito del que te he hablado —dije—, el que Umberto le dio a Alessandro, con el que se cabreó tanto.
—Ajá. —Janice se limpió las manos en la hierba—. Al menos sabemos qué había dentro: sangre. Mira tú por dónde. Tal vez tenías razón y son todos vampiros. Quizá esto era una especie de tentempié de media mañana…
Nos sentamos un rato a valorar las opciones, entonces cogí el cencío y lo miré agobiada.
—¡Qué lástima! ¿Cómo se limpia la sangre de la seda antigua?
Janice lo cogió por un lado y entre las dos lo estiramos para examinarlo. Lo cierto era que las manchas no eran sólo del frasquito, pero eso no se lo iba a decir, claro.
—¡La madre del cordero! —dijo Janice de repente—. Ahí está, Jules: la sangre no se va. Así era exactamente como querían ver el cencío. ¿No lo entiendes?
Me miró nerviosa, pero a mí debió de quedárseme cara de lela.
—¡Cómo ocurría antes —se explicó—, cuando las mujeres inspeccionaban las sábanas del lecho nupcial después de la noche de bodas! Me apuesto el cuello… —cogió un par de trozos del frasquito roto, incluido el corcho— a que esto es, o era, lo que en las agencias de boda llamamos «insta-virgen». No es sólo sangre, es sangre mezclada con otra cosa. Toda una ciencia, créeme.
Al ver mi expresión, Janice se echó a reír.
—Sí, sí, aún se hace. ¿No me crees? ¿Acaso piensas que sólo se fiscalizaban las sábanas en la Edad Media? ¡Qué va! Tal vez no lo has notado, pero algunas culturas todavía son medievales. Piénsalo bien: si vuelves a un pueblo perdido en el monte para casarte con tu primo el cabrero, pero resulta que ya te has cepillado a Fulano, Mengano y Zutano… ¿qué haces? Lo más probable es que al cabrero y a tus suegros no les haga mucha ilusión que ya se te hayan pasado por la piedra. Solución: te apañan en una clínica privada. Te lo ponen todo en su sitio y repites el dichoso ritual, sólo por complacer a tu público. O bien te llevas a la fiesta un frasquito de esto. Mucho más barato.
—Venga ya… —protesté.
—¿Sabes lo que creo? —prosiguió Janice con los ojos brillantes—. Que te la han jugado. Te han drogado, o al menos lo han intentado, y esperaban que estuvieras grogui después del colocón con fray Lorenzo y el dream team para poder coger el cencío, pringarlo de la cosa ésta y que pareciera que el bueno de Romeo te había desflorado.
Eso me dolió, pero ella no pareció darse cuenta.
—Lo curioso es que podrían haberse ahorrado las molestias —siguió, demasiado absorta en su lascivo argumento para reparar en lo que me incomodaba el tema y su forma de tratarlo—. Porque vosotros ibais a mojar el churro de todas formas. Igual que Romeo y Julieta. ¡Ñaca-ñaca! Del baile al balcón y del balcón a la cama en cincuenta páginas. ¿Qué queríais?, ¿batir un récord?
Me miró emocionada, como esperando la palmadita en el lomo y la chuchería de premio por ser tan lista.
—¿Es humanamente posible ser más vulgar que tú? —protesté.
Janice sonrió como si ése fuera el mayor elogio que podía hacerle.
—Probablemente no. Si lo que buscas es poesía, vuelve a rastras con tu pollo.
Me recosté en el quicio de la puerta y cerré los ojos. Cada vez que mencionaba a Alessandro, aunque fuese en medio de alguna de sus ordinarieces, me asaltaban recuerdos de la noche anterior —algunos dolorosos; otros, no— que me distraían de la realidad presente. Si le pedía que parase, con toda seguridad haría lo contrario.
—Lo que no entiendo es para qué querían el frasquito —dije, decidida a cambiar de tema y aclarar la situación—. Si de verdad hubieran querido poner fin a la maldición de los Tolomei y los Salimbeni, lo último que habrían hecho es «simular» la noche de bodas de Romeo y Giulietta. ¿En serio creían que podían engañar a la Virgen?
Janice frunció los labios.
—Tienes razón. No tiene sentido.
—A mi modo de ver —proseguí—, al único a quien han engañado de este modo, aparte de a mí, es a fray Lorenzo. O, mejor dicho, lo habrían engañado si hubieran usado lo del frasquito.
—Pero ¿por qué iban a querer embaucar a fray Lorenzo? —exclamó—. Es un carcamal. Salvo que… —me miró arqueando las cejas— el fraile tenga algo que ellos no tienen. Algo importante. Algo que quieran. Como…
Me incorporé de golpe.
—¿La tumba de Romeo y Julieta?
Nos miramos.
—Me parece que ésa es la conexión —dijo Janice, asintiendo despacio con la cabeza—. Cuando lo hablamos en el taller de Lippi, pensé que estabas grillada, pero igual tengas razón. Parte del rollo de redimir los pecados implica directamente la tumba y la estatua físicas, reales. ¿Y si, tras asegurarse de que Romeo y Giulietta están juntos al fin, los Tolomei y los Salimbeni tienen que ir a la tumba y arrodillarse ante la estatua?
—Pero la maldición decía que debían «arrodillarse ante la Virgen»…
—¿Y qué? —Janice se encogió de hombros—. La estatua se parece a una de la Virgen. Lo que pasa es que no saben dónde está. Sólo lo sabe fray Lorenzo, por eso lo necesitan.
Guardamos silencio un rato mientras hacíamos cábalas.
—¿Sabes qué? —dije al fin, acariciando el cencío—. No creo que él lo supiera.
—¿Quién?
La miré, empezando a ruborizarme.
—Ya sabes…, él.
—¡Venga ya, Jules! —protestó—. Deja de defender a ese capullo. Lo viste con Umberto. Además… —aunque intentaba suavizar el tono, no estaba acostumbrada y le costaba—, te siguió cuando huías para pedirte que le dieras el libro. Claro que lo sabía.
—Pero, si tú estás en lo cierto —dije, sintiendo una absurda necesidad de defenderlo—, habría seguido el plan y no habría…, bueno, ya sabes.
—¿Iniciado un contacto carnal? —propuso Janice en plan cursi.
—Exactamente —asentí—. Ni se habría sorprendido tanto cuando Umberto le dio el frasquito. De hecho, el frasquito lo habría tenido él.
—¡Cielo! —me miró por encima de la montura de unas gafas imaginarias—, se ha colado en tu habitación del hotel, te ha mentido y te ha robado el libro de mamá para dárselo a Umberto. Ese tío es un mamón, y me da igual que esté muy bien dotado y sepa hacer uso de su dotación; para mí, y perdona la vulgaridad, sigue siendo un cabronazo. Y tu estupendísima mafiosa…
—A propósito de mentiras y de colarse en mi habitación —dije mirándola fijamente—, ¿por qué no me dijiste que habías sido tú quien me había puesto la habitación patas arriba?
—¿Cómo? —exclamó asombrada.
—¿Vas a negar que me desvalijaste tú la habitación y le echaste la culpa a Alessandro? —le pregunté con frialdad.
—¡Oye, que él también se coló, ¿vale?! ¡Y yo soy tu hermana! Tengo derecho a saber qué está pasando… —Se interrumpió y puso carita de buena—. ¿Cómo lo has sabido?
—Porque él te vio. Pensó que eras yo, que me descolgaba de mi balcón.
—¿Me confundió con…? —exclamó Janice, escandalizada—. ¡Venga ya! ¡No fastidies!
—¡Janice! —grité, frustrada de que recurriera a su habitual descaro y me arrastrara consigo—. Me has mentido. ¿Por qué? Después de lo ocurrido, habría entendido que te colaras en mi habitación. Creías que te estaba escamoteando una fortuna.
—¿En serio? —me miró, de pronto esperanzada.
Me encogí de hombros.
—¿Por qué no somos sinceras la una con la otra para variar?
Las recuperaciones instantáneas eran especialidad de mi hermana.
—Perfecto —sonrió con picardía—, seamos sinceras. Para empezar, si no te importa… —meneó las cejas—, tengo más preguntas sobre lo de anoche.
Después de comprar unas provisiones en la tienda del pueblo, pasamos el resto de la tarde curioseando por la casa en busca de recuerdos de nuestra infancia. No ayudó que todo estuviera cubierto de polvo y de moho, que todos los tejidos tuvieran agujeros hechos por algún animal y que hubiera excrementos de rata en todas las grietas posibles (e imposibles). En el piso de arriba, las telarañas eran tan gruesas como cortinas de baño y, cuando intentamos abrir las contraventanas de la segunda planta para que entrase algo de luz, más de la mitad se descolgaron de los goznes.
—¡Ufff! —exclamó Janice cuando una de las contraventanas se descolgó y se hizo trizas en el escalón de entrada, a medio metro de su Ducati—. Habrá que ligarse a un carpintero.
—¿Y qué tal un fontanero? —propuse, quitándome algunas telarañas del pelo—. ¿O un electricista?
—Al electricista lígatelo tú, que tienes los cables cruzados —espetó.
Lo mejor fue cuando descubrimos la mesa de ajedrez desvencijada, en un rincón, escondida detrás de un roñoso sofá.
—¿No te lo había dicho? —sonrió orgullosa, meciéndola con cuidado para asegurarse—. Ha estado aquí todo el tiempo.
Al atardecer, la limpieza estaba ya tan avanzada que decidimos trasladar el campamento al piso de arriba, a lo que en su día había sido un despacho. Sentadas a un viejo escritorio, la una frente a la otra, cenamos pan, queso y vino tinto a la luz de las velas mientras planeábamos lo siguiente. Ninguna de las dos quería volver a Siena, pero sabíamos que esa situación no era sostenible. Para que la casa volviera a ser habitable, habría que invertir mucho tiempo y dinero en papeleos y manitas y, aunque lo consiguiéramos, ¿cómo íbamos a vivir? Seríamos como fugitivas, siempre huyendo de nuestro pasado y endeudándonos cada vez más.
—Según lo veo yo —dijo Janice, rellenando las copas—, o nos quedamos aquí, que no podemos, o volvemos a Estados Unidos, que sería patético, o nos lanzamos a la caza del tesoro y a ver qué pasa.
—Olvidas que el libro no tiene ningún valor en sí —señalé—. Necesitamos el cuaderno de dibujo de mamá para descifrar el código secreto.
—Por eso mismo —dijo hurgando en su bolso— lo he traído. ¡Tachan! —Plantó el bloc en la mesa, delante de mí—. ¿Alguna otra pregunta?
Reí a carcajadas.
—¿Te he dicho ya que te quiero?
Janice se esforzó por no sonreír.
—Tranquila, no te emociones.
Con el libro y el cuaderno, uno al lado del otro, no nos costó mucho descifrar el código, que, en realidad, no era tal, sino una lista bien escondida de números de página, línea y palabra. Mientras Janice cantaba los números garabateados en los márgenes del cuaderno, yo localizaba y leía en alto los fragmentos de Romeo y Julieta en los que nuestra madre había ocultado el mensaje que quería dejarnos. Rezaba así:
MI AMOR
ESTE VALIOSO LIBRO
ENCIERRA LA HISTORIA DORADA
DE
LA MAS PRECIADA
PIEDRA
AUNQUE TÚ ESTUVIERAS SOBRE LA INMENSA ORILLA DE UNOS MARES
LEJANOS, POR UNA JOYA ASÍ YO ME ARRIESGARÍA.
VE CON
EL ESPECTRAL CONFESOR
DE ROMEO
FUERA SACRIFICADA SU VIDA ANTES DE LO QUE CORRESPONDERIA
BUSCAD, INQUIRID
CON APEROS
NECESARIOS PARA ABRIR LOS SEPULCROS
CON CAUTELA DEBE HACERSE
AQUÍ YACE JULIETA
COMO UNA POBRE PRISIONERA
MUCHOS CIENTOS DE AÑOS
BAJO
LA REINA
MARIA
DONDE
ESTRELLAS DIMINUTAS
ILUMINAN EL ROSTRO DEL CIELO
ACÉRCATE PUES
A LA ESCALERA DE
SANTA
MARÍA
ENTRE UNA HERMANDAD DE MONJAS SANTAS
UNA CASA DONDE HUBIESE CONTAGIO DE LA PESTE, CON LAS PUERTAS
SELLADAS
UNA SEÑORA
SANTA
OCA
VISITANDO
LA ALCOBA
DE LA ENFERMA
ESTE SANTUARIO
ES
LA ENTRADA DE PIEDRA
A LA
ANTIGUA CÁMARA
TRAEDME EN SEGUIDA UNA BARRA DE HIERRO
PARA ACABAR
CON LA CRUZ
¡MOVEOS, CHICAS!
Al llegar al final del largo mensaje, nos dejamos caer en el asiento y nos miramos perplejas, nuestro entusiasmo inicial en suspenso.
—Vale, tengo dos preguntas —dijo Janice—. Una: ¿por qué no hemos hecho esto antes? Y dos: ¿qué fumaba mamá? —Me miró furiosa y alargó el brazo para coger su copa de vino—. Entiendo que escondió el código secreto en «este valioso libro» y que, de algún modo, es un mapa del tesoro para encontrar la tumba de Julieta y «la más preciada piedra», pero… ¿dónde hay que cavar? ¿Qué leches es eso de la peste y la barra de hierro?
—Me parece que habla de la catedral de Siena —dije hojeando el texto para releer algunos pasajes—. «Reina María» sólo puede ser la Virgen. Y lo de las «estrellas diminutas» que «iluminan el rostro del cielo» me recuerda al interior de la cúpula de la catedral, pintada de azul con estrellitas doradas. —La miré, de pronto entusiasmada—. ¿Te imaginas que la tumba está ahí? Lippi dijo que Salimbeni los había enterrado en «el más sagrado de los lugares», ¿recuerdas? ¿Qué podría ser más sagrado que la catedral?
—Tiene sentido —coincidió Janice—, pero ¿qué me dices de lo de la peste y lo de la «hermandad de monjas santas»? ¿Qué tiene eso que ver con la catedral?
—«La escalera de Santa María»… —mascullé, hojeando el libro—, «una casa sellada, infestada por la peste…, una señora santa…, oca…, visitando la alcoba del enfermo…». —Dejé que se cerrara el libro y me recosté en la silla, tratando de recordar la historia que me había contado Alessandro sobre el comandante Marescotti y la peste—. A lo mejor te parece una chorrada pero… —titubeé y miré a Janice, cuyos ojos muy abiertos rebosaban fe en mi habilidad para resolver acertijos—, durante la peste, poco después de la muerte de Romeo y Giulietta, eran tantos los fallecidos que no podían enterrarlos a todos. Así que, en Santa María della Scala, «escalera» en italiano, el hospital que hay frente a la catedral, donde «una hermandad de monjas santas» cuidaba de los enfermos durante la plaga…, bueno…, decidieron emparedar a los muertos.
Janice hizo un aspaviento.
—Así que creo —seguí— que buscamos una «alcoba» con una «cama» en ese hospital, Santa María della Scala…
—… en la que durmiera la «señora» del «santo» de la «oca» —propuso—, o quien fuera el tipo ese.
—O «la santa señora» de Siena nacida en la contrada de la «oca», santa Catalina…
—¡Vaya! —exclamó Janice con un silbido de admiración.
—… que, casualmente, tenía una habitación en ese hospital, donde dormía cuando trabajaba hasta tarde «visitando a los enfermos». ¿No lo recuerdas? Fue lo que nos leyó el maestro Lippi. Te apuesto un zafiro y una esmeralda a que allí encontraremos «la entrada de piedra a la cámara».
—¡Espera, espera…! —dijo Janice—. Qué lío. Primero era la catedral, después el cuarto de santa Catalina en el hospital y ahora la antigua cámara… ¿En qué quedamos?
Medité la pregunta un momento, tratando de recordar a la sensacionalista guía turística británica que llevaba delante en la catedral de Siena hacía unos días.
—Por lo visto —dije al fin—, en la Edad Media la catedral tenía una cripta, pero desapareció durante la peste y, desde entonces, no se ha vuelto a saber de ella. Claro que para los arqueólogos es difícil trabajar en esta zona, porque todos los edificios están protegidos. De todas formas, hay quien piensa que es sólo una leyenda…
—¡Yo no! —exclamó Janice, entusiasmada—. Tiene que ser eso. Romeo y Giulietta están enterrados en la cripta de la catedral. Es lógico. Si tú fueses Salimbeni, ¿no habrías levantado ahí el santuario? Además, como el lugar entero está consagrado, supongo, a la Virgen… Voilá!
—¿Voilá, qué?
Janice abrió los brazos como si fuera a bendecirme.
—Si te arrodillas en la cripta, te arrodillas «ante la Virgen», ¡cómo decía la maldición! ¿No lo ves? ¡Tiene que ser ahí!
—Pero, si es así, habrá que cavar mucho para llegar allí. La han buscado por todas partes.
—No si mamá halló una entrada secreta desde el viejo hospital de Santa María della Scala —replicó acercándome el libro—. Léelo otra vez. Estoy segura de que tengo razón.
Releímos el mensaje una vez más y, de pronto, todo parecía encajar. Sí, hablábamos de una «antigua cámara» bajo la catedral y, sí, la «entrada de piedra» debía de estar en la habitación de Santa Catalina en Santa María della Scala, frente a la iglesia, al otro lado de la plaza.
—¡Jodeeeer! —Janice se recostó en la silla, abrumada—. Si tan fácil es, ¿por qué mamá no saqueó la tumba ella misma?
En ese preciso instante, una de las velas se apagó de pronto y, aunque quedaban otras, todas las sombras de la habitación se cernieron sobre nosotras.
—Sabía que estaba en peligro —repliqué, y mi voz resonó de forma extraña—, por eso hizo lo que hizo y puso el código en el cuaderno, el cuaderno en el cofre y el cofre en el banco.
—Entonces —dijo Janice, con fingido entusiasmo—, resuelto el enigma, ¿qué nos impide…?
—¿Colarnos en un edificio protegido y apalancar la puerta de la celda de santa Catalina con una barra de hierro? —repuse, socarrona—. ¡Ay, pues no sé!
—En serio. Eso es lo que mamá querría que hiciéramos, ¿no?
—No es tan fácil. —Hurgué en el libro en busca de las palabras exactas del mensaje—. Mamá nos dice que vayamos con el «espectral confesor de Romeo»… sacrificado prematuramente. ¿Quién es ése? Fray Lorenzo. Obviamente no el de verdad, sino quizá su nueva… encarnación. Apuesto a que eso significa que teníamos razón: el viejo sabe algo de la ubicación de la cripta y de la tumba, algo crucial que ni siquiera mamá logró averiguar.
—¿Qué propones, entonces? —quiso saber Janice—. ¿Que secuestremos a fray Lorenzo y lo interroguemos bajo una bombilla de cien vatios? Tal vez te estás equivocando. Vamos a hacerlo por separado, a ver si llegamos a la misma conclusión… —Empezó a abrir los cajones de la mesa uno a uno, buscando algo—. ¡Venga! ¡Tiene que haber algún boli por aquí…! ¡Espera! —Metió la cabeza entera en el último cajón para sacar algo atrapado en la madera. Cuando al fin lo soltó, se acomodó en la silla, triunfante, con el pelo enmarañado sobre la cara—. ¡Mira esto! ¡Una carta!
Pero no era una carta: era un sobre lleno de fotografías.
Cuando acabamos de ver las fotos de mamá, Janice decidió que necesitábamos al menos otra botella de vino para pasar la noche sin volvernos locas del todo. Mientras subía a por ella, volví a coger las fotos y las extendí sobre la mesa, una al lado de la otra, con las manos aún temblorosas de la impresión y la esperanza de que, de algún modo, me contasen otra historia.
Pero las aventuras de mamá en Italia no tenían otra interpretación. Por más que nos empeñáramos, los hechos y sus protagonistas eran siempre los mismos: Diane Lloyd se había ido a Italia, había empezado a trabajar para el profesor Tolomei, había conocido a un joven playboy con un Ferrari amarillo, se había quedado embarazada, se había casado con el profesor Tolomei, había tenido gemelas, había sobrevivido al incendio en el que su anciano marido había fallecido y había vuelto a liarse con el joven playboy, al que se veía tan feliz con las gemelas —nosotras— en todas las fotos que llegamos a la conclusión de que debía de ser nuestro verdadero padre.
El playboy era Umberto.
—¡Todo esto es surrealista! —bufó Janice, de vuelta con una botella y un sacacorchos—. Que haya estado todos estos años haciéndose pasar por el mayordomo y sin decir una palabra. Es raro de narices.
—En realidad, siempre fue nuestro padre —dije cogiendo una de las fotos de los tres—. Aunque no lo llamáramos así. Siempre… —No pude continuar.
Sólo entonces alcé la mirada y vi que también Janice lloraba, aunque, no queriendo proporcionarle a Umberto esa satisfacción, se secaba las lágrimas furiosa.
—¡Menudo capullo! —exclamó—. Mira que obligarnos a vivir esa mentira tantos años. Y ahora, de repente… —gruñó al tiempo que el corcho se partía en dos.
—Al menos eso explica que supiera lo de la estatua —señalé—. Se lo contaría mamá. Además, si de verdad estaban…, ya sabes, juntos, también debía de saber lo del cofre del banco. Lo que explicaría que me escribiera una carta falsa de tía Rose pidiéndome que fuese a Siena y hablase con el presidente Maconi en el palazzo Tolomei. Sabía el nombre por mamá, claro.
—¡¿A qué esperaba?! —Janice derramó un poco de vino en la mesa mientras llenaba aprisa las copas, y cayeron unas gotas sobre las fotos—. ¿Por qué no lo hizo hace años? ¿Por qué no le contó todo esto a tía Rose cuando aún vivía?…
—¡Sí, claro! —Limpié en seguida las fotos—. No podía contarle la verdad a tía Rose. Habría llamado a la policía sin pensarlo. «Por cierto, Rosie, cielo, me llamo Luciano Salimbeni… Sí, el tipo que mató a Diane y al que buscan las autoridades italianas —dije imitando la voz grave de Umberto—. Si te hubieras molestado en visitarla, ¡qué Dios la bendiga!, te habrías topado conmigo cientos de veces».
—¡Menuda vidorra! —intervino Janice—. Mira ésta… —Señaló las fotos de Umberto y el Ferrari, aparcado en un mirador con vistas a un valle toscano, sonriendo a la cámara con la mirada de un amante—. Lo tenía todo, y va y se convierte en criado de tía Rose.
—No olvides que era un fugitivo —recalqué—. Aless… Alguien me dijo que es uno de los delincuentes más buscados de toda Italia. Tiene suerte de no estar entre rejas. O muerto. Por lo menos, trabajando para tía Rose, pudo vernos crecer con cierta libertad.
—¡No me cuadra! —dijo Janice, negando con la cabeza—. Sí, mamá ya está embarazada en la foto de su boda, pero eso les sucede a muchas, y no implica que el novio no sea el padre.
—¡Jan! —Le pasé algunas de las fotos de la boda—. Tolomei podría haber sido su abuelo. Ponte en el lugar de mamá por un segundo. —Al verla decidida a disentir, la cogí por el brazo y me la acerqué—. Venga, es la única explicación. Míralo… —Cogí una de las fotos de Umberto tumbado en la hierba sobre una manta mientras Janice y yo nos subíamos a gatas encima de él—. Nos quiere. —En cuanto dije eso, se me formó un nudo en la garganta y tuve que tragar saliva para no echarme a llorar—. ¡Mierda! —protesté—. Creo que ya he tenido bastante por hoy.
Permanecimos sentadas un rato en infeliz silencio. Luego Janice dejó su copa sobre la mesa y cogió una foto de grupo tomada delante del castello Salimbeni.
—Entonces… —dijo al fin—, ¿tu mafiosa es nuestra… abuela? —En la foto aparecían Eva María haciendo malabares con un sombrero enorme y dos perrillos, mamá con aire eficiente, vestida de pantalón blanco y armada con un portafolios, el profesor Tolomei, ceñudo, diciéndole algo al fotógrafo, y, en un lado, apoyado en su Ferrari, el joven Umberto, de brazos cruzados—. Sea como sea —siguió antes de que pudiera contestar—, espero no volver a verlo en mi vida.
Deberíamos haberlo previsto, pero no fue así. Demasiado ocupadas deshaciendo la maraña en que se habían convertido nuestras vidas, olvidamos prestar atención a los sonidos misteriosos de la noche, o hacer uso del sentido común por un momento.
Hasta que una voz nos habló desde la puerta del despacho no caímos en lo ingenuas que habíamos sido al buscar refugio en la casa de mamá.
—Bonita reunión familiar —dijo Umberto, entrando en el cuarto seguido de dos hombres a los que yo no había visto nunca—. Siento haberos hecho esperar.
—¡Umberto! —exclamé, levantándome de golpe de la silla—. ¿Qué demonios…?
—¡Julie! ¡No! —Con el rostro deformado a causa del miedo, Janice me agarró del brazo e hizo que me sentara de nuevo.
Sólo entonces lo vi. Umberto llevaba las manos atadas a la espalda y uno de los hombres le apuntaba a la cabeza con un arma.
—Aquí, mi amigo Coceo —dijo Umberto, manteniendo la calma a pesar de llevar el arma clavada en la nuca— quiere saber si vais a colaborar o no.