Janice solía decir que hasta que te parten el corazón una vez no maduras ni te conoces. Para mí, esa estricta doctrina no había sido sino una magnífica razón para no enamorarme. Hasta entonces. Esa noche en la galería, viendo a Alessandro y a Umberto conspirar contra mí, supe al fin quién era yo de verdad: la tonta de Shakespeare.
A pesar de todo lo que había averiguado en la última semana, lo primero que sentí al ver a Umberto fue alegría; una alegría efervescente, absurda y descabellada que tardé en mitigar. Hacía dos semanas, tras el funeral de tía Rose, había creído que Umberto era el único ser querido que me quedaba en el mundo y, al iniciar mi aventura italiana, me había dolido abandonarlo allí. Ahora, claro está, todo era distinto, pero no por eso —lo sabía de pronto— había dejado de quererlo.
Me sorprendió verlo, pero en seguida supe que no tenía por qué. En cuanto Janice me había comunicado que Umberto era, en realidad, Luciano Salimbeni, había caído en la cuenta de que, a pesar de las tonterías que me había preguntado por teléfono y de haber fingido no enterarse de lo que le contaba del cofre de mamá, me había llevado varios pasos de ventaja todo el tiempo. Y precisamente porque lo quería y siempre lo defendía delante de Janice —insistiendo en que ella no había entendido a la policía o que se trataba de un simple error de identificación—, su traición se me hacía aún más dolorosa.
Por más que intentaba justificar su presencia allí, esa noche, ya no cabía duda alguna de que Umberto era Luciano Salimbeni. Había sido él quien había encargado a Bruno que me robara el cencío y, a juzgar por su historial —cuando él andaba cerca, siempre moría alguien—, seguramente también había mandado a Bruno al otro barrio.
Lo raro era que aún tuviese el mismo aspecto de siempre. Hasta la expresión de su rostro era como la recordaba; algo arrogante, algo divertida y siempre circunspecta.
La que había cambiado era yo.
Al fin podía admitir que Janice lo había calado hacía tiempo: era un psicópata al acecho. En cuanto a Alessandro, por desgracia, también estaba en lo cierto. Decía que yo le daba igual, que todo era un teatro para hacerse con el tesoro. Debería haberle hecho caso. Ahora era ya muy tarde. Allí estaba yo, la muy boba, sintiéndome como si alguien le hubiese dado un mazazo a mi futuro.
«Ésta —pensé mientras los espiaba por la rendija de la puerta— sería una de esas veces en que me echo a llorar». Pero no pude. Habían pasado muchas cosas esa noche. No me quedaban emociones, salvo un nudo en la garganta, en parte de incredulidad, en parte de miedo.
Entretanto, en la habitación, Alessandro se levantó del escritorio y le dijo algo a Umberto sobre lo de siempre: fray Lorenzo, Giulietta y el cencío. En respuesta, Umberto se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasquito verde, le dijo algo que no entendí, agitó el frasquito con energía y se lo tendió.
Conteniendo la respiración para no hacer ruido, lo único que pude ver fue un cristal verde y un corcho. ¿Qué sería? ¿Veneno? ¿Un somnífero? ¿Para quién? ¿Para mí? ¿Quería Umberto que Alessandro me matara? Jamás había necesitado tanto el italiano como entonces.
Ignoro qué debía de contener aquel frasquito, pero fue una sorpresa absoluta para su receptor. Mientras le daba vueltas en la mano, su mirada se tornó casi diabólica; al poco, se lo devolvió a Umberto con un comentario despectivo y, por un momento, creí que Alessandro se negaba a tomar parte en los planes perversos de Umberto, cualesquiera que éstos fuesen.
Umberto se encogió de hombros y dejó el frasquito en la mesa. Luego tendió la mano, obviamente esperando algo a cambio, y Alessandro, ceñudo, le entregó un libro.
Lo reconocí en seguida. Era el ejemplar de Romeo y Julieta de mi madre, desaparecido del cofre de documentos el día anterior mientras Janice y yo hacíamos espeleología en los pasadizos, o quizá después, cuando intercambiábamos relatos de fantasmas con Lippi en su taller. Por eso Alessandro no había parado de llamar al hotel: quería asegurarse de que había salido para poder entrar en mi habitación a robarlo.
Sin darle las gracias siquiera, Umberto empezó a hojear el libro con orgullosa avidez, mientras Alessandro se metía las manos en los bolsillos y se acercaba a mirar por la ventana.
Tragué saliva para evitar que se me saliera el corazón por la boca y miré al hombre que acababa de decirme —hacía sólo unas horas— que se sentía renacido y purificado de sus pecados. Allí estaba, traicionándome, y no con cualquiera, sino con el único otro hombre en el que había confiado en mi vida.
Justo cuando decidí que había visto bastante, Umberto cerró el libro de golpe y lo arrojó con desdén sobre la mesa, junto al frasquito, farfullando algo que pude entender sin saber italiano. Igual que Janice y yo, Umberto había llegado a la frustrante conclusión de que el libro —en sí— no contenía pista alguna del paradero de la tumba de Romeo y Julieta, y que, sin duda, faltaba alguna otra prueba esencial.
Sin previo aviso, se acercó a la puerta y apenas tuve tiempo de ocultarme como una bala entre las sombras antes de que saliera a la galería, haciéndole una seña a Alessandro para que lo siguiera en seguida. Pegada a un recodo del muro, los vi salir al pasillo y bajar sigilosos la escalera hasta el gran salón.
Al fin noté que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero las contuve, convenciéndome de que estaba más enfadada que triste. Genial. Alessandro estaba en todo aquello por la pasta, como Janice había supuesto. Si eso era así, al menos podría haber tenido la decencia de dejar las manos quietas y no empeorar las cosas. Respecto a Umberto, en el diccionario gigante de tía Rose no había palabras suficientes para describir la rabia que me daba que estuviera allí y me hiciera aquello. Era evidente que había manipulado a Alessandro y le había ordenado que no me quitase el ojo —ni las manos, ni la boca, ni nada— de encima en ningún momento.
Mi cuerpo ejecutó el único plan de juego lógico antes de que mi cerebro lo aprobase: entré veloz en el cuarto del que acababan de salir ellos y cogí el libro y el frasquito (este último, por despecho). Luego volví a la habitación de Alessandro y envolví mi botín en una camisa que encontré tirada sobre su cama.
Miré alrededor en busca de cualquier objeto que pudiera perjudicarme y se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era robar las llaves del Alfa Romeo. Sin embargo, al abrir de golpe el cajón de la mesilla de Alessandro, lo único que encontré fue un puñado de moneda extranjera, un rosario y una navaja. Sin molestarme en cerrar el cajón, traté de localizar otros escondites, procurando ponerme en el lugar de Alessandro.
—Romeo, Romeo —murmuré hurgando aquí y allá—, ¿dónde ocultáis las llaves de vuestro vehículo?
Cuando al fin se me ocurrió mirar bajo la almohada, además de las llaves del coche encontré una pistola. Sin pensarlo, cogí las dos cosas, y me sorprendió lo que pesaba el arma. De no haber estado tan mosqueada, me habría reído de mí misma: ¡increíble pacifista, yo!, ¿adónde había ido a parar mi ideal de un mundo justo sin violencia? En ese momento, la pistola de Alessandro era mi pipa de la paz.
De nuevo en mi cuarto, lo metí todo de prisa en mi bolso de viaje. Cuando estaba cerrando la cremallera, mis ojos repararon en el anillo que llevaba puesto. Sí, era mío, y de oro macizo, sí, pero simbolizaba mi simbiosis espiritual —y ahora física— con el hombre que se había colado dos veces en mi habitación para robarme la mitad de mi mapa del tesoro y dárselo al capullo mentiroso que posiblemente había asesinado a mis padres. Así que tiré y tiré de él hasta que salió; luego lo dejé encima de la almohada, a modo de melodramática despedida de Alessandro.
En el último momento cogí el cencío de la cama, lo doblé con sumo cuidado y lo guardé en la bolsa con todo lo demás. No es que lo quisiera para nada, ni que creyera que podría vendérselo a alguien, sobre todo en su estado actual. Simplemente no quería que lo tuvieran ellos, punto.
Hecho esto, cogí mi botín y salí por el balcón sin esperar el aplauso.
La vieja enredadera que cubría el muro era lo bastante fuerte para soportar mi peso y permitir que me descolgara desde el balcón. Lancé la bolsa a un seto mullido y, tras comprobar que había aterrizado en lugar seguro, me embarqué en mi laboriosa fuga.
Avanzando despacio por el muro, con las manos y los brazos destrozados, pasé cerca de una ventana aún iluminada a pesar de la hora. Al estirarme para verificar que no había en ella nadie a quien pudiera extrañarle el ruido, me asombró ver a fray Lorenzo y a tres de sus hermanos sentados en silencio, con las manos cruzadas, delante de una chimenea repleta de flores frescas. Dos de ellos se estaban quedando traspuestos, pero Lorenzo parecía resuelto a no cerrar los ojos por nada ni nadie hasta que esa noche hubiera terminado.
Mientras colgaba de esta guisa, jadeando desesperada, oí un bullicio arriba, en mi cuarto, y a alguien que salía furioso al balcón. Contuve la respiración y me quedé lo más quieta que pude hasta que estuve segura de que había vuelto dentro. No obstante, la prolongada tensión fue demasiado para la enredadera, que, en cuanto decidí reanudar el descenso, cedió y se desprendió del muro, mandándome de cabeza al follaje que tenía a mis pies.
Por fortuna, la caída no fue de más que de unos tres metros. Menos afortunado fue el aterrizaje en un lecho de rosas. No obstante, me levanté de entre las ramas espinosas demasiado histérica para sentir dolor alguno y recogí mi bolsa; los arañazos de los brazos y las piernas no eran nada comparados con la sensación de derrota que no pude evitar sentir mientras me alejaba a la pata coja de la mejor y la peor de las noches de mi vida, todo en uno.
Tentando el camino en la húmeda oscuridad del jardín, salí de entre unos matorrales pringosos a la glorieta apenas iluminada de la entrada de coches. Allí parada, con la bolsa pegada al pecho, me di cuenta de que no iba a poder sacar el Alfa Romeo, atrapado entre varias limusinas que no podían ser sino de la Hermandad de Lorenzo. Aunque la idea no me hacía ninguna gracia, estaba claro que iba a tener que volver a Siena a pie.
De pronto, mientras me encontraba allí de pie, furiosa por mi mala pata, oí a unos perros ladrar rabiosos a mi espalda. Abrí la bolsa, saqué la pistola —por si acaso— y salí disparada por la gravilla, rezándole entre jadeos al ángel de la guarda que estuviese de servicio en la zona esa noche. Con un poco de suerte, podría llegar a la carretera principal antes de que me dieran alcance y pedirle a alguien que me llevara. Si el conductor consideraba provocativo mi romántico atuendo, le aclararía las cosas con la pistola en un pispás.
Como era de esperar, la altísima verja de entrada al castillo Salimbeni estaba cerrada, y no me molesté en pulsar los botones del interfono. Metí el brazo por entre los barrotes y deposité la pistola en la gravilla, al otro lado, luego lancé la bolsa por encima de la verja. Cuando la oí caer con un fuerte estruendo, se me ocurrió que quizá el golpe hubiera roto el frasquito que iba dentro. Me importaba bien poco: atrapada entre unos perros furibundos y una verja gigante, tendría suerte si el frasquito era lo único que terminaba hecho pedazos esa noche.
Por fin me así a los barrotes y empecé a trepar, pero, a medio camino, oí que alguien venía corriendo a por mí e, histérica, intenté acelerar el proceso. El metal estaba frío y resbaladizo y, antes de que pudiera llegar arriba y ponerme a salvo, una mano me agarró con fuerza el tobillo.
—¡Giulietta! ¡Espera! —Era Alessandro.
Lo miré furiosa, casi cegada por el miedo y la rabia.
—¡Suéltame! —espeté, esforzándome por zafarme de él—. ¡Capullo! ¡Ojalá os pudráis en el infierno! ¡Tú y tu condenada madrina!
—¡Baja! —Alessandro no estaba dispuesto a negociar—. ¡Te vas a hacer daño!
Logré soltarme el pie y ponerme a salvo.
—¡Sí, claro! ¡Gilipollas! ¡Prefiero partirme el cráneo a seguir jugando a tus jueguecitos!
—¡Baja de una vez! —Trepó para alcanzarme, esta vez echando mano de mi falda—. ¡Déjame que me explique! ¡Por favor!
Gruñí de frustración. Estaba deseando largarme; además, ¿qué podía querer decirme ya? Sin embargo, como me tenía bien agarrada por el vestido, no me quedó otra que aguantar, indignada, mientras las manos y los brazos se me iban rindiendo poco a poco.
—Giulietta, por favor, escúchame. Puedo explicártelo todo…
Supongo que estábamos tan centrados el uno en el otro que ninguno de los dos se percató de que una tercera persona surgía de entre las sombras al otro lado de la verja hasta que habló.
—Muy bien, Romeo, ¡quítale las manos de encima a mi hermana!
—¡Janice! —Me sorprendió tanto verla que casi me escurro.
—¡Sigue trepando! —Janice se agachó a coger la pistola—. Y tú, ¡esas manitas!
Por entre los barrotes, apuntó a Alessandro, que me soltó en seguida. Janice siempre había resultado muy convincente, fueran cuales fuesen sus complementos; con una pistola en la mano era la mismísima personificación del «no es no».
—¡Cuidado! —Alessandro saltó de la verja y reculó un poco—. Esa arma está cargada…
—¡Claro que está cargada! —espetó Janice—. ¡Levanta las zarpas, donjuán!
—… ¡y se dispara muy fácilmente!
—¿Ah, sí? ¡Pues yo también! Pero ¿sabes qué? ¡Ése es tu problema! ¡Tú eres el blanco!
Entretanto, pude pasar torpemente por encima de la verja y, en cuanto pude, me dejé caer al suelo al lado de Janice con un aullido de dolor.
—¡Joder, Jules! ¿Estás bien? Toma, coge esto… —Me pasó el arma—. Voy a buscarnos un medio de transporte… ¡No, idiota, apúntale a él!
Sólo estuvimos así unos segundos, pero se me hicieron eternos. Alessandro me miraba con tristeza a través de los barrotes mientras yo me esforzaba por apuntarle con el arma, con los ojos empañados de lágrimas.
—Dame el libro —fue todo cuanto me dijo—. Es lo que quieren. No te dejarán en paz hasta que lo tengan. Confía en mí. Por favor, no…
—¡Vamos! —gritó Janice, deteniendo a mi lado su moto en medio de una nube de tierra—. ¡Coge la bolsa y sube! —Al verme titubear, aceleró impaciente—. ¡Mueve el culo, doña Julieta! ¡Se acabó la fiesta!
Instantes después, surcábamos veloces la penumbra en su Ducati. Cuando me volvía a mirar por última vez, Alessandro seguía allí de pie, apoyado en la verja, como si hubiera perdido el tren más importante de su vida por un estúpido error de cálculo.