VIII. II

—¡Giulietta Tolomei! —El anciano monje se levantó de la silla, me enmarcó el rostro con las manos y me miró intensamente a los ojos. Sólo entonces tocó el crucifijo que yo llevaba colgado del cuello, no con recelo, sino con reverencia. Cuando hubo tenido suficiente, se inclinó para besarme la frente con sus labios secos como la mojama.

—Fray Lorenzo —me explicó Eva María— es el líder de la Hermandad de Lorenzo. Siempre adopta el nombre de Lorenzo en recuerdo del amigo de tu antepasada. Es un gran honor que estos hombres hayan accedido a estar aquí esta noche para entregarte algo que te pertenece. ¡Los monjes de esta comunidad llevan siglos esperando este momento!

Cuando Eva María dejó de hablar, fray Lorenzo les hizo una seña a los demás monjes para que se levantaran también, y éstos lo hicieron sin rechistar. Uno de ellos, inclinándose, cogió una cajita del centro de la mesa de comedor y, con gran ceremonia, fueron pasándosela uno a otro hasta llegar a fray Lorenzo.

En cuanto asocié la cajita con la que había visto antes en el maletero de Alessandro, reculé, pero, al notar que me movía, Eva María me clavó los dedos en el hombro para inmovilizarme. Fray Lorenzo se embarcó entonces en una extensa explicación en italiano, que ella tradujo palabra por palabra con entrecortada celeridad.

—Éste es un tesoro que la Virgen ha guardado durante muchos siglos y que sólo tú debes llevar. Pasó años enterrado bajo el suelo de la celda del verdadero fray Lorenzo, pero, cuando se trasladó su cuerpo del palazzo Salimbeni a suelo sacro en Viterbo, los monjes lo hallaron entre sus restos. Se cree que lo ocultó en alguna parte de su cuerpo para que no cayera en manos equivocadas. Después estuvo desaparecido muchísimos años, pero al fin podemos volver a bendecirlo.

Fray Lorenzo abrió entonces el estuche y dejó al descubierto el sello de Romeo, alojado en el interior de regio terciopelo azul, y todos —incluso yo— nos inclinamos para verlo.

Dio! —susurró Eva María, admirando la maravilla—. Es el anillo de boda de Giulietta. Y un milagro que fray Lorenzo lograra salvarlo.

Miré de reojo a Alessandro, esperando detectar en él al menos una pizca de culpabilidad por pasear el condenado anillo en el maletero todo el día y contarme sólo la mitad de la historia, pero su gesto era de absoluta serenidad; o no se sentía culpable o lo disimulaba de maravilla. Entretanto, fray Lorenzo impartió una elaborada bendición sobre el anillo, lo sacó de su estuche con manos temblorosas y se lo entregó a Alessandro, no a mí.

—Romeo Marescotti…, per favore.

Alessandro titubeó y, al alzar la vista, vi que intercambiaba una mirada con Eva María, una mirada oscura, grave, que marcaba un punto sin retorno simbólico entre los dos y me asía después el corazón como el carnicero ase su presa antes de asestarle el último golpe.

Fue entonces —quizá comprensiblemente— cuando una nueva ola de abandono me nubló la visión y me meció un instante al tiempo que la sala daba vueltas sin llegar a detenerse del todo. Me agarré del brazo de Alessandro y pestañeé unas cuantas veces, empeñada en recuperarme; para mi asombro, ni él ni su madrina permitieron que mi indisposición estropeara ese momento.

—En la Edad Media, todo era muy sencillo —proclamó, traduciendo a fray Lorenzo—. El novio decía: «Te entrego este anillo», y ya estaba. Eso era el casamiento. —Me cogió la mano y me calzó el anillo en el dedo—. Sin diamantes. Sólo el águila.

Tuvieron suerte de que yo estuviera demasiado grogui para pronunciarme sobre el hecho de que me calzaran, sin mi consentimiento, un anillo maldito rescatado del féretro de un muerto. Algún elemento extraño —el vino no, otra cosa— me manoseaba el entendimiento y enterraba bajo una avalancha de ebrio fatalismo mis facultades de raciocinio. Y allí estaba yo, de pie, mansa como una vaca, mientras fray Lorenzo elevaba al cielo una oración y pedía que le pasaran otro objeto de la mesa.

Era la daga de Romeo.

—Esta daga está contaminada —susurró Alessandro—, pero fray Lorenzo se encargará de ella y de que ya no haga más daño…

Aun presa del aturdimiento, pensé: «¡Qué detalle! ¡Y qué detalle por tu parte entregarle a ese tío una reliquia de familia que mis padres me legaron a mí!». Pero no dije nada.

—¡Chist! —A Eva María le daba igual que yo no entendiese de qué iba aquello—. ¡Vuestra mano derecha!

Alessandro y yo nos quedamos de piedra al verla alargar la mano derecha y ponerla encima de la daga que fray Lorenzo nos tendía.

—¡Venga! —me instó—. Pon tu mano encima de la mía.

Y eso hice. Puse la mano encima de la suya como si de algún juego infantil se tratara; después, Alessandro cubrió la mía con la suya. Para cerrar el círculo, fray Lorenzo puso la mano que le quedaba libre encima de la de Alessandro al tiempo que mascullaba una plegaria con tintes de oscura invocación.

—Esta daga ya no dañará a un Salimbeni, un Tolomei o un Marescotti —susurró Alessandro, ignorando la mirada furiosa de Eva María—. El círculo de violencia se ha cerrado. Ya no podremos lastimarnos con ninguna arma. Al fin ha llegado la paz, y esta daga debe volver al lugar del que provino, a los entresijos de la tierra.

Cuando fray Lorenzo hubo concluido su oración, metió la daga con muchísimo cuidado en un estuche metálico oblongo con cierre, y sólo después de entregárselo a uno de sus hermanos, nos miró al fin y sonrió, como si ése fuese un encuentro de lo más corriente y no acabáramos de participar en un rito nupcial medieval y en un exorcismo.

—Y ahora, una última cosa —dijo Eva María, no menos exaltada que él—: Una carta… —Esperó a que fray Lorenzo se sacara del bolsillo del hábito un pequeño rollo de pergamino amarillento. Si de verdad era una carta, era muy antigua y jamás se había abierto, porque aún llevaba el lacre rojo—. Esto —explicó Eva María— es una carta que Giannozza le envió a su hermana Giulietta en 1340, cuando aún vivía en el palazzo Tolomei. Fray Lorenzo no llegó a entregársela, por todo lo que ocurrió durante el Palio. Los hermanos lorenzanos la encontraron hace muy poco, en los archivos del monasterio al que Lorenzo llevó a Romeo para curarlo tras salvarle la vida. Ahora te pertenece.

—Ah, gracias —dije viendo cómo fray Lorenzo volvía a guardarse la carta en el bolsillo.

—Y ahora… —Eva María chascó los dedos y en un santiamén se plantó a nuestro lado un camarero con una bandeja de antiguas copas de vino—. Prego… —Eva María le pasó la copa mayor a fray Lorenzo, después nos sirvió a los demás y alzó la suya en un brindis ceremonial—. Ah, Giulietta…, dice fray Lorenzo que cuando hayas…, cuando todo esto termine, tendrás que viajar a Viterbo para devolver el crucifijo a su dueño. A cambio, te dará la carta de Giannozza.

—¿Qué crucifijo? —pregunté, consciente de que arrastraba las palabras.

—Ése… —señaló el crucifijo que llevaba colgado del cuello—. Era de fray Lorenzo. Quiere recuperarlo.

Aunque el vino sabía a polvo y a abrillantador de metales, bebí con avidez. Nada desata la sed como la presencia de unos monjes fantasmales envueltos en capas bordadas. Eso por no hablar de mis mareos recurrentes y del anillo de Romeo, que llevaba anclado —por completo— a mi dedo. Claro que al menos ya tenía algo que de verdad me pertenecía. En cuanto a la daga —encerrada en su estuche metálico y lista para volver al crisol—, más me valía admitir que, en realidad, nunca había sido mía.

—Bien… —dijo Eva María, dejando su copa—, es la hora de nuestra procesión.

De pequeña, mientras lo veía trabajar, acurrucada en el banco de la cocina, alguna vez Umberto me había hablado de las procesiones religiosas de la Italia medieval. Me había contado que los curas paseaban por las calles reliquias de santos muertos, antorchas, palmas y figuras sagradas alzadas en postes. Alguna vez había rematado su relato diciendo: «Y aún hoy se hace», pero yo siempre lo había entendido como el «por siempre jamás» de los cuentos, como una forma de hablar solamente.

Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que algún día tomaría parte en mi propia procesión, menos aún que ésta se celebraría, al parecer, en mi honor, ni que llevaría a doce austeros monjes y una pequeña urna de cristal con una reliquia por toda la casa —incluido mi dormitorio—, seguidos de un buen número de invitados a la fiesta de Eva María, todos ellos armados con cirios.

Mientras avanzábamos, sumisos, por la arcada superior, siguiendo el rastro del incienso y del cántico en latín de fray Lorenzo, busqué a Alessandro, pero no lo vi. Al notarme distraída, Eva María me cogió del brazo y me susurró:

—Sé que estás cansada. ¿Por qué no te vas a la cama? La procesión aún durará un rato. Tú y yo hablaremos mañana, cuando todo esto haya terminado.

No rechisté. Estaba deseando meterme en mi espectacular cama y hacerme un ovillo, aunque con ello me perdiera el resto de la extraña fiesta de Eva María. Así que, cuando volvimos a pasar por delante de mi puerta, me escapé con disimulo del grupo y me colé dentro.

Mi cama aún estaba húmeda del agua bendita con que la había rociado fray Lorenzo, pero me daba igual. Sin quitarme siquiera los zapatos, me desplomé —boca abajo— sobre la colcha, segura de que no tardaría ni un minuto en quedarme dormida. Aún notaba el sabor del amargo sangiovese de Eva María en la boca, pero ya no tenía fuerzas para ir a lavarme los dientes.

Sin embargo, allí tumbada, esperando a quedarme traspuesta, noté que mi aturdimiento remitía de pronto hasta permitirme verlo todo claro otra vez. La habitación dejó de darme vueltas y pude enfocar el anillo que llevaba en el dedo, que seguía sin poder quitarme y que parecía emanar una energía propia. Al principio, esa sensación me asustó, pero luego —al ver que seguía viva y su poder destructivo no me había afectado— el miedo se convirtió en cosquilleo. Ignoraba de qué. De pronto supe que no podría relajarme hasta que hablara con Alessandro. Con suerte, él podría darme una explicación lógica de los sucesos de esa noche; en caso contrario, me bastaría con que me envolviera en sus brazos y me dejase acurrucarme allí un rato.

Me quité los zapatos y salí al balcón que compartíamos con la esperanza de encontrarlo en su habitación. Seguramente aún no se habría acostado y, a pesar de todo lo sucedido esa noche, estaría dispuesto a seguir donde lo habíamos dejado antes.

Resultó que estaba asomado al balcón, vestido, con las manos apoyadas en la baranda, contemplando abatido la vista nocturna.

Aunque me oyó salir y sabía bien que estaba allí, no se volvió. Suspiró profundamente y dijo:

—Debes de pensar que estamos chiflados.

—¿Estabas al tanto de todo esto? —pregunté—. ¿Sabías que vendrían… fray Lorenzo y los monjes esta noche?

Por fin se volvió hacía mí y me dedicó una mirada más oscura que el cielo estrellado que tenía a su espalda.

—De haberlo sabido, no te habría traído. —Hizo una pausa, luego añadió—: Lo siento.

—No lo sientas… —dije, confiando en tranquilizarlo—. Lo estoy pasando en grande. ¿Cómo no iba a ser así? Todas esas personas…, fray Lorenzo…, la señora Chiara… la persecución de fantasmas… Es el sueño de cualquiera.

Alessandro negó con la cabeza, pero sólo una vez.

—El mío, no.

—Además, ¡mira! —levanté la mano—. He recuperado mi anillo.

Siguió sin sonreír.

—Eso no era lo que tú querías. Viniste a Siena en busca de un tesoro, ¿no?

—Quizá el fin de la maldición de Lorenzo sea el tesoro más valioso que podía encontrar —repliqué—. Sospecho que el oro y las joyas no valen de mucho en el fondo de la tumba.

—Entonces, ¿es eso lo que quieres? —Me escudriñó sin saber bien a qué me refería—. ¿Acabar con la maldición?

—¿No es para eso para lo que hemos venido? —Me acerqué—. ¿A reparar los males del pasado? ¿Para escribir un final feliz? Corrígeme si me equivoco, pero acabamos de casarnos… o algo así.

—¡Ay, Dios! —Se pasó ambas manos por el pelo—. ¡Lo siento muchísimo!

Al verlo tan avergonzado, no pude evitar reírme.

—Pues si ésta es nuestra noche de bodas, no sé a qué esperas para irrumpir en mi alcoba y darme unos azotes al estilo medieval. Voy a bajar ahora mismo a protestarle a fray Lorenzo… —Hice ademán de salir, pero me agarró por la muñeca y me retuvo.

—Tú no vas a ninguna parte —dijo siguiéndome el juego por fin—. Ven aquí, mujer… —Me estrechó entre sus brazos y me besó hasta que dejé de reír.

Sólo cuando empecé a desabrocharle la camisa volvió a hablar.

—¿Crees en «el amor eterno»? —preguntó sujetándome las manos un instante.

Lo miré a los ojos, asombrada de su sinceridad y, alzando el sello del águila entre ambos, me limité a decir:

—Esa eternidad empezó hace mucho.

—Si quieres, puedo llevarte a Siena y… dejarte en paz. Ahora mismo.

—¿Y luego qué?

Enterró el rostro en mi pelo.

—Se acabó perseguir fantasmas.

—Si me dejas marchar ahora —le susurré apretándome contra él—, puede que tardes otros seiscientos años en encontrarme de nuevo. ¿Estás dispuesto a correr ese riesgo?

Desperté cuando aún no era de día, sola, enredada en una maraña de sábanas revueltas. En el jardín se oía el canto incesante de algún pájaro, que debía de haberse colado en mis sueños para despertarme. Según mi reloj, no eran más que las tres de la mañana y las velas se habían consumido hacía rato. Tan sólo iluminaba la estancia el resplandor de la luna llena que se filtraba por el balcón.

Quizá era una boba, pero me chocaba que Alessandro se hubiera ido de mi cama así la primera noche que pasábamos juntos. El modo en que me había abrazado antes de dormirnos me había hecho pensar que jamás volvería a dejarme escapar.

Sin embargo, allí estaba yo, sola y sin saber por qué, muerta de sed y resacosa de lo que fuese que me había tomado esa noche. Para confundirme aún más, la ropa de Alessandro seguía —como la mía— tirada en el suelo, junto a la cama. Encendí la lámpara y, al mirar la mesilla, descubrí que incluso se había dejado el colgante de cuero con la bala, que yo misma le había sacado por la cabeza hacía unas horas.

Me envolví en una de las sábanas, asustada de ver cómo habíamos puesto la ropa de cama de época de Eva María. Además, entre las sábanas blancas, había un fardo de delicada seda azul en el que no había reparado hasta entonces. Mientras lo desplegaba, me costó identificarlo, quizá porque no esperaba volver a verlo. Y menos aún en mi cama.

Era el cencío de 1340.

Dado que no lo había visto hasta entonces, alguien empeñado en que durmiese encima de aquel objeto tan valioso debía de haberlo ocultado entre las sábanas. Pero ¿quién? ¿Y por qué?

Hacía veinte años, mi madre había hecho lo imposible por proteger el cencío y legármelo; yo lo había perdido al poco de encontrarlo y, sin embargo, allí estaba otra vez, debajo de mí, como una sombra de la que no pudiera librarme. El día anterior, sin ir más lejos, le había preguntado a Alessandro directamente si sabía dónde estaba. Su críptica respuesta había sido que, estuviera donde estuviese, carecía de valor sin mí. De pronto, mientras lo sostenía en mis manos, allí sentada, todo empezó a encajar.

Según el diario del maestro Ambrogio, Romeo había jurado que, si ganaba el Palio de 1340, cubriría con el cencío su lecho nupcial, pero el malvado Salimbeni había hecho todo lo posible por evitar que Romeo y Giulietta pasaran una noche juntos, y lo había conseguido.

Hasta entonces.

Quizá por eso —pensé, asustada de mi lucidez a las tres de la mañana— olía a incienso en mi cuarto cuando había vuelto de la piscina el día anterior; tal vez fray Lorenzo y sus monjes habían querido asegurarse personalmente de que el cencío estaba donde debía, en la cama donde suponían que me acostaría con Alessandro.

Bien mirado, resultaba todo muy romántico. Era evidente que la Hermandad de Lorenzo se había propuesto lograr que los Tolomei y los Salimbeni «enmendaran» sus errores pasados para poder acabar por fin con la maldición de fray Lorenzo, de ahí la ceremonia de esa noche destinada a calzarle de nuevo a Giulietta el anillo de Romeo y limpiar la daga de éste de todo mal. Ni siquiera me importaba que hubiesen puesto el cencío en mi cama; si la versión de los hechos del maestro Ambrogio era cierta y Shakespeare se equivocaba, Romeo y Julieta llevaban muchísimo tiempo queriendo consumar su matrimonio. ¿Quién iba a oponerse a una ceremonia?

Pero ése no era el problema, sino que quien hubiese puesto el cencío en mi cama estaba compinchado con Bruno Carrera y, por tanto, era —directa o indirectamente— responsable del robo del museo de la Lechuza, que había llevado a mi pobre primo al hospital. En otras palabras, no era un mero antojo romántico lo que me tenía sentada allí esa noche con el cencío en la mano, estaba en juego algo mayor y más siniestro, no cabía duda.

De pronto asustada de que algo malo le hubiera ocurrido a Alessandro, me levanté al fin. En lugar de buscar ropa limpia, volví a ponerme el vestido de terciopelo rojo tirado en el suelo y me acerqué al balcón. Salí fuera, me llené los pulmones de la balsámica sensatez de la noche fría y me asomé a la habitación de Alessandro.

No lo vi, pero tenía todas las luces encendidas y parecía que hubiera salido a toda prisa, sin cerrar siquiera la puerta.

Tardé un par de segundos en reunir el valor necesario para abrir la puerta de su balcón y colarme dentro. Aunque me sentía más cerca de él que de ningún otro hombre que hubiera conocido en mi vida, aún oía una vocecilla en mi cabeza que me decía que no lo conocía bien, salvo su fisonomía y sus dulces palabras.

Pasé un momento en medio de su alcoba, contemplando la decoración. Ésa no era otro cuarto de invitados, sino su habitación y, en otras circunstancias, me habría encantado curiosear, mirar las fotos de las paredes y hurgar en todas las jarritas llenas de extrañas fruslerías.

Cuando estaba a punto de colarme en el baño, oí voces más allá de la puerta entreabierta de la galería interior. Sin embargo, al asomarme, no vi a nadie en ella ni en el salón; la fiesta había terminado hacía horas y la casa entera estaba a oscuras, salvo por alguna antorcha mural que tintineaba en alguna que otra esquina.

Salí a la galería, intenté averiguar de dónde procedían las voces y llegué a la conclusión de que las personas a las que oía estaban en otro cuarto de invitados del mismo pasillo, más allá. A pesar de la dispersión de las voces —por no mencionar mi estado de ánimo—, me pareció oír hablar a Alessandro. Y a otra persona. El sonido de su voz me inquietó y me agradó a la vez, y supe que no podría volver a dormirme si no averiguaba quién había logrado arrancarlo de mi lado esa noche.

La puerta estaba entornada y, mientras me acercaba con sigilo, procuré que no me alcanzara el haz de luz que bañaba el suelo de mármol. Al asomarme, pude ver a dos hombres y captar algunos fragmentos de su conversación, aunque no entendí lo que decían. Uno era sin duda Alessandro, sentado en un escritorio, vestido sólo con unos vaqueros; se lo veía muy tenso, comparado con la última vez que lo había tenido cerca. En cuanto el otro se volvió para mirarlo, entendí por qué.

Era Umberto.