Cuando Alessandro terminó por fin su historia, estábamos tumbados el uno junto al otro sobre el tomillo silvestre, cogidos de la mano.
—Aún recuerdo el día en que nos contaron lo del accidente —añadió—. Tenía trece años, pero entendí lo terrible que debía de ser. Pensé en la pequeña, tú, que en teoría era Giulietta. Siempre supe que yo era Romeo, claro, pero nunca me había parado mucho a pensar en Giulietta. A partir de entonces empecé a pensar en ella y me di cuenta de lo extraño que resultaba ser Romeo si no había Giulietta en el mundo. Extraño y triste.
—¡Venga ya! —me incorporé sobre un codo, vacilándole con una violeta silvestre—. Seguro que no han faltado mujeres dispuestas a hacerte compañía.
Sonrió y apartó la flor.
—¡Pensaba que habías muerto! ¿Qué iba a hacer?
Suspiré y meneé la cabeza.
—Adiós a la inscripción del anillo de Romeo: «Fiel por los siglos de los siglos».
—¡Eh! —Alessandro rodó conmigo y, mirándome ceñudo desde arriba, protestó—: Romeo le dio el anillo a Giulietta, ¿recuerdas?…
—Sabia decisión.
—Muy bien… —Me miró a los ojos, descontento con el rumbo de la conversación—. Dime, Giulietta de América…, ¿has sido fiel por los siglos de los siglos?
Lo decía medio en broma, pero para mí no lo era. En lugar de contestar, lo miré resuelta y le pregunté sin más:
—¿Por qué te colaste en mi habitación del hotel?
Aunque Alessandro estaba preparado para lo peor, no podría haberlo dejado más helado. Con un gruñido, se tumbó boca arriba y se cubrió la cara con las manos, sin molestarse siquiera en fingir que se trataba de un error.
—Porca vacca!
—Supongo que tendrás una buena explicación —dije sin moverme de donde estaba, mirando al cielo con los ojos fruncidos—. Si no lo creyera, no estaría aquí.
Volvió a gruñir.
—La tengo. Pero no te lo puedo contar.
—¿Cómo? —Me incorporé de golpe—. ¿Me desvalijas la habitación y te niegas a decirme por qué?
—¿Qué? ¡No! —Alessandro se incorporó también—. ¡No fui yo! Ya estaba todo manga por hombro… ¡Pensé que tú lo habías dejado así! —Al ver mi gesto, levantó los brazos en señal de rendición—. Mira, es verdad. Esa noche, después de que discutimos y te fuiste del restaurante, me acerqué a tu hotel a…, no sé a qué. Pero, al llegar, te vi descolgarte por el balcón y salir de allí a hurtadillas…
—¡Y qué más! —exclamé—. ¿Por qué demonios iba a hacer eso?
—Vale, tal vez no fueras tú —rectificó, muy incómodo con el tema—, pero era una mujer. Que se parecía a ti. Fue ella la que te desvalijó la habitación. Cuando entré, la puerta del balcón ya estaba abierta y todo estaba revuelto. Confío en que me creas.
Me llevé las manos a la cabeza.
—¿Cómo esperas que te crea si no quieres decirme por qué lo hiciste?
—Lo siento —dijo, alargando la mano para quitarme una ramita de tomillo del pelo—. Ojalá pudiera, pero no soy yo quien tiene que contártelo. Con suerte, pronto te enterarás.
—¿Quién me lo va a contar? ¿O eso también es un secreto?
—Me temo que sí. —Se atrevió a sonreír—. Espero que me creas cuando digo que lo hice con buena intención.
Negué con la cabeza, enfadada conmigo misma por ser tan fácil.
—Debo de estar loca.
Sonrió más.
—¿Es ésa tu forma de decir que sí?
Me levanté y me sacudí enérgicamente la falda, aún algo cabreada.
—No sé por qué te dejo salirte con la tuya…
—Ven aquí… —Me cogió de la mano y tiró de mí para que volviera a sentarme con él—. Ya me conoces. Sabes que nunca te haría daño.
—Te equivocas —dije mirando para otro lado—. Eres Romeo. Tú eres precisamente quien más daño puede hacerme.
Sin embargo, cuando me estrechó en sus brazos, no me resistí. Era como si se derrumbase una barrera dentro de mí —llevaba toda la tarde derrumbándose— y me volviera blanda y acomodadiza, apenas capaz de ver más allá del momento.
—¿De verdad crees en las maldiciones? —le susurré, acurrucada en sus brazos.
—Creo en las bendiciones —repuso con los labios pegados a mi sien—. Creo que por cada maldición hay una bendición.
—¿Sabes dónde está el cencío?
Noté que se ponía tenso.
—Ojalá lo supiera. Quiero recuperarlo casi tanto como tú.
Lo miré a los ojos, tratando de averiguar si mentía.
—¿Por qué?
—Porque… —recibió con convincente serenidad mi mirada recelosa— carece de valor sin ti.
Cuando al fin volvimos paseando al coche, nuestras sombras se extendían ante nosotros y el aire tenía cierto aroma nocturno. Justo cuando empezaba a preguntarme si no llegaríamos tarde a la fiesta de Eva María, sonó el móvil de Alessandro, y me dejó guardando las copas y la botella en el maletero mientras él, alejándose del coche, intentaba explicarle a su madrina el misterioso retraso.
Buscando un lugar seguro donde dejar las copas, vi una caja de vinos de madera al fondo del maletero con la etiqueta «castello Salimbeni» impresa en el lateral. Levanté la tapa para ver qué había dentro y descubrí que no eran botellas de vino sino virutas de madera. Sospeché que era allí donde Alessandro había llevado las copas y el prosecco. Para asegurarme de que las copas cabían bien en la caja, metí la mano entre las virutas y hurgué un poco. Al hacerlo, mis dedos toparon con algo duro y, cuando lo saqué, vi que era una caja antigua, del tamaño de una de puros.
De pronto me acordé del día anterior, en los pasadizos subterráneos, cuando Janice y yo habíamos visto a Alessandro sacar un estuche similar de la caja fuerte del muro de toba. Incapaz de resistir la tentación, levanté la tapa del estuche con la temblorosa premura del infractor; jamás habría pensado que ya sabía lo que contenía. Al palparlo con los dedos —el sello dorado acolchado en terciopelo azul—, la realidad pulverizó en segundos mis pensamientos románticos.
Debido a la conmoción de descubrir que íbamos por ahí cargando con un objeto que había matado —directa o indirectamente— a un montón de gente, apenas había conseguido volver a guardarlo todo en la caja de vino cuando Alessandro se plantó a mi lado con el móvil cerrado en la mano.
—¿Qué buscas? —me preguntó con los ojos fruncidos.
—Mi crema solar —dije como si nada, corriendo la cremallera de mi bolso de viaje—. Aquí el sol es… criminal.
De nuevo en ruta, me costó calmarme. No sólo había entrado a robar en mi habitación y me había mentido sobre su nombre, sino que incluso ahora, después de todo lo que había ocurrido entre nosotros —besos, confesiones, secretos familiares…—, seguía sin decirme toda la verdad. Sí, me había contado una parte, y yo había decidido creerlo, pero no iba a ser tan tonta de creer que eso era todo lo que debía saber. Él mismo lo había admitido al negarse a explicarme por qué se había colado en mi habitación. Había puesto algunos ases sobre la mesa, cierto, pero sin duda aún me ocultaba sus mejores cartas. Igual que yo, supongo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó al cabo de un rato—. Estás muy callada.
—¡Estoy perfectamente! —Me limpié una gota de sudor de la nariz y noté que me temblaba la mano—. Tengo calor, eso es todo.
—Te sentirás mucho mejor cuando lleguemos —dijo dándome un apretón en la rodilla—. Eva María tiene piscina.
—Lógico.
Respiré profundamente. Me noté la mano algo entumecida donde el anillo había rozado la piel y, con disimulo, me limpié los dedos en la ropa. No era de las que se dejan llevar por supersticiones, pero allí las tenía, revoloteándome en el estómago como maíz en una máquina de palomitas. Cerré los ojos y me dije que no era el momento de sucumbir a un ataque de pánico, y que aquella opresión en el pecho no era más que mi cerebro empeñado en aguarme la fiesta, como siempre. Aunque esa vez no se lo permitiría.
—Creo que lo que necesitas… —Redujo la marcha y tomó un caminito de grava—. Cazzo!
Una colosal puerta de hierro nos cortaba el paso. A juzgar por su reacción, no era así como Eva María solía recibir a su ahijado, e hizo falta un intercambio diplomático por el interfono para que se abriera la cueva mágica y pudiésemos enfilar el acceso flanqueado por apreses recortados en espiral. Una vez estuvimos a salvo en el interior de la finca, la altísima verja volvió a cerrarse suavemente a nuestra espalda y el chasquido de la cerradura apenas se oyó con el leve crujido de la gravilla y el canto vespertino de los pajarillos.
Eva María Salimbeni vivía en un lugar de ensueño. Su magnífica hacienda —castello, más bien— se encontraba en lo alto de un monte a escasa distancia de la villa de Castiglione, rodeada de campos y viñas por todas partes, como las faldas de una doncella sentada en un prado. Era de esos sitios que una sólo encuentra en los típicos libros caros de dimensiones imposibles pero con los que jamás se topa en realidad y, según íbamos acercándonos a la casa, me felicité internamente por haber decidido desoír las advertencias y acudir a la fiesta.
Desde que Janice me había dicho que primo Peppo creía que Eva María era una mafiosa, me había debatido entre la preocupación y la incredulidad más absolutas, pero, desde allí, a la luz del día, la idea me parecía descabellada. Si Eva María manejara los hilos de algo turbio, no habría organizado una fiesta en su casa y habría invitado a una desconocida como yo.
Hasta la amenaza del anillo maldito pareció disiparse cuando el castello Salimbeni se alzó ante nosotros y, al parar junto a la fuente central, cualquier preocupación que aún pudiera atenazarme se ahogó de inmediato en las aguas turquesas que brotaban en cascadas de tres cuernos de la abundancia sostenidos en alto por ninfas desnudas a lomos de grifos de mármol.
Ante una entrada lateral había aparcada una furgoneta de catering de la que dos hombres con delantales de cuero descargaban cajas bajo la atenta supervisión de Eva María. En cuanto vio el coche, se acercó, saludándonos emocionada e instándonos a que aparcáramos rapidito.
—Benvenuti! —gorjeó con los brazos abiertos—. ¡Qué bien que hayáis venido los dos!
Como de costumbre, la exuberancia de Eva María me aturdió y me impidió reaccionar con normalidad; lo único que se me pasó por la cabeza fue: «Si pudiera ponerme unos pantalones así a su edad, sería la mujer más feliz del mundo».
Me besó con vehemencia, como si hubiese temido por mi integridad hasta entonces, luego se volvió hacia Alessandro —su sonrisa de pronto recatada— y lo agarró por los bíceps.
—¿Qué travesura has estado haciendo? ¡Te esperaba hace horas!
—Quería enseñarle Rocca di Tentennano a Giulietta —dijo sin sentimiento de culpa.
—¡No! —exclamó, casi abofeteándolo—. ¡Ese espantoso lugar! ¡Pobre Giulietta! —Se volvió hacia mí, compadeciéndome—. Siento que hayas tenido que ver ese horrible edificio. ¿Qué te ha parecido?
—Lo cierto es que me ha parecido bastante… idílico —contesté mirando a Alessandro.
Por alguna razón inexplicable, mi respuesta la complació tanto que me besó la frente; luego nos condujo al interior de la casa.
—¡Por aquí! —Nos llevó por una puerta trasera a la cocina, después rodeamos una mesa gigantesca repleta de comida—. Espero que no te importe, querida, que entremos por aquí… Marcello! Dio Santo! —le gritó a uno de los responsables del catering, y luego dijo algo que lo hizo coger una caja que acababa de soltar y colocarla con mucho cuidado en otro sitio—. No puedo dejarlos solos ni un momento, ¡son un desastre, pobre gente! Ah…, Sandro!
—Pronto!
—¿Qué haces que no vas a por el equipaje? —le espetó Eva María, impaciente—. ¡Giulietta necesitará sus cosas!
—Pero… —A Alessandro no le hacía mucha gracia dejarme con su madrina, y su gesto de impotencia casi me hizo reír.
—¡Nos apañamos solitas! —prosiguió ella—. ¡Queremos hablar de cosas de mujeres! ¡Venga! ¡Ve a por el equipaje!
A pesar del caos y del brío con que caminaba Eva María, pude apreciar las dimensiones de la cocina a mi paso por ella. En mi vida había visto pucheros y sartenes tan grandes, tampoco una chimenea del tamaño de un cuarto universitario; era la clase de cocina rústica con la que muchos dicen soñar pero que —si algún día la tuvieran— no sabrían cómo usar.
Desde la cocina salimos a un espléndido vestíbulo, sin duda la entrada oficial al castello Salimbeni. Era un espacio cuadrado y ostentoso, con un techo de unos quince metros de altura y una arcada en la primera planta que rodeaba todo su perímetro, del estilo de la biblioteca del Congreso en Washington, donde tía Rose nos había llevado una vez a Janice y a mí —con fines educativos y para no tener que cocinar— mientras Umberto disfrutaba de sus vacaciones anuales.
—¡Aquí es dónde haremos la fiesta esta noche! —dijo Eva María con una breve pausa para asegurarse de que me sobrecogía.
—Es… impresionante —fue cuanto pude observar; las palabras escapándoseme bajo el altísimo techo.
Las habitaciones de invitados estaban arriba, lejos de aquel pórtico. Mi anfitriona, además, había tenido el detalle de asignarme una con balcón y vistas: de la piscina, de un huerto y, más allá del huerto, de Val d’Orcia bañado de oro. Un pedacito del Edén.
—¿No hay manzanos? —bromeé, asomándome al balcón y admirando la enredadera que trepaba por el muro—. ¿Ni serpientes?
—En mi vida he visto una serpiente aquí —me contestó Eva María muy seria—. Y paseo por el huerto todas las noches. Pero, si me encontrara una, la aplastaría con una piedra, tal que así. —Me hizo una demostración.
—Sí, pasaría a mejor vida —dije.
—De todas formas, si tienes miedo, Sandro está ahí mismo… —señaló las puertas francesas que había junto a las mías—. Compartís ese balcón. —Me dio un codazo cómplice—. He querido ponéroslo fácil.
Algo anonadada, la seguí al interior de mi habitación. La dominaba una espléndida cama con dosel hecha con ropa blanca. Al reparar en mi estupefacción, Eva María meneó las cejas como lo habría hecho Janice.
—Bonita cama, ¿eh? ¡Colosal!
—Verá… —dije con las mejillas encendidas— no quiero que se haga usted una idea equivocada sobre mí y… su ahijado.
Me lanzó una mirada muy parecida a una de decepción.
—¿No?
—No. No soy de esa clase de personas. —Al ver que mi castidad no lograba impresionarla, añadí—: Sólo hace una semana que lo conozco. Más o menos.
Eva María sonrió al fin y me dio una palmadita en la mejilla.
—Eres una buena chica. Me gusta. Ven, que te voy a enseñar el baño…
Cuando por fin me dejó sola —después de comunicarme que había un biquini de mi talla en el cajón de la mesilla y un quimono en el armario—, me tiré en la cama con los brazos en cruz. Había algo muy relajante en la espléndida hospitalidad de aquella mujer; si hubiera querido, podría haberme quedado allí el resto de mi vida, viviendo las estaciones de postal del calendario de la Toscana, siempre vestida para cada ocasión. Aun así, todo aquello me resultaba preocupante; de hecho, tenía la sensación de que aún me quedaba por descubrir algo terrible sobre Eva María —no lo de la mafia, otra cosa—, y no ayudaba nada que las pistas que necesitaba se hallaran suspendidas en el aire, como globos atrapados por un techo altísimo. Claro que tampoco ayudaba mi falta de perspectiva, la media botella de prosecco que me había bebido con el estómago vacío y que yo también flotara en el séptimo cielo como consecuencia de mi tarde con Alessandro.
Cuando empezaba a quedarme adormilada, oí un fuerte chapuzón procedente de fuera y, al poco, una voz que me llamaba. Me levanté de la cama sin muchas ganas y, al salir al mirador, vi a Alessandro saludándome desde la piscina, muy juguetón.
—¿Qué haces ahí arriba? —me chilló—. ¡El agua está buenísima!
—¿Y a ti qué diablos te ocurre con el agua? —le repliqué.
Se mostró perplejo, aunque eso sólo potenció su encanto.
—¿Qué tiene de malo el agua?
Cuando me reuní con él junto a la piscina, envuelta en el quimono de Eva María, Alessandro soltó una carcajada.
—¿No tenías calor? —dijo, sentándose al borde con los pies en el agua para disfrutar de los últimos rayos de sol.
—Tenía —respondí mientras jugaba con el cinto del quimono, algo incómoda—, pero ya me encuentro mejor. Tampoco soy buena nadadora, la verdad.
—No tienes que nadar —repuso—. La piscina no es muy profunda. Además… —me miró de arriba abajo— yo estoy aquí para protegerte.
Miré a todas partes menos a él. Llevaba uno de esos bañadores minúsculos europeos, pero eso era lo único minúsculo en él. Allí sentado, a la luz del atardecer, parecía de bronce; su cuerpo casi relumbraba y —no cabía duda— lo había esculpido alguien perfectamente familiarizado con las proporciones ideales del físico humano.
—¡Anda, ven! —dijo volviendo a sumergirse en el agua como si fuese su elemento—. Te va a encantar, ya verás.
—No bromeo —dije, sin moverme de donde estaba—. No soy muy de agua.
Sin creerme del todo, nadó hasta mí y apoyó los brazos en el borde de la piscina.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que te disuelves?
—Tiendo a ahogarme —contesté, quizá más áspera de lo preciso—, y me entra el pánico. En el orden inverso. —Al ver que no me creía, suspiré profundamente y proseguí—: Cuando tenía diez años, mi hermana me empujó desde un muelle para impresionar a sus amigos. Me di un fuerte golpe en la cabeza con una amarra y estuve a punto de ahogarme. Desde entonces no puedo estar tranquila donde no haga pie. Hala, ya lo sabes: Giulietta es una cagueta.
—Vaya con tu hermanita… —dijo Alessandro meneando la cabeza.
—En realidad, tenía motivos —me expliqué—. Yo intenté tirarla a ella primero.
—Así que te dio tu merecido —rio—. Venga. Estás demasiado lejos. Siéntate aquí —dijo dando unas palmaditas en las baldosas grises.
Me desprendí por fin del quimono, dejando a la vista el biquini minúsculo de Eva María, y me senté a su lado con los pies en el agua.
—¡Ah, la piedra quema!
—¡Pues ven aquí! —me instó—. Abrázate a mi cuello. Yo te cojo.
Negué con la cabeza.
—No. Lo siento.
—Anda, ven. No podemos seguir así, tú ahí arriba y yo aquí abajo. —Alargó los brazos y me agarró por la cintura—. ¿Cómo voy a enseñar a nadar a nuestros hijos si ven que tú le tienes miedo al agua?
—¡Vaya, eres una joyita! —bromeé apoyándome en sus hombros—. ¡Cómo me ahogue, te denuncio!
—Di que sí, denúnciame —dijo levantándome del borde y sumergiéndome en el agua—; tú no te culpes de nada.
Por suerte, ese comentario me fastidió tanto que no le presté mucha atención al agua. Antes de darme cuenta, me había metido hasta el pecho, con las piernas enroscadas en su cintura desnuda. Y me sentía de maravilla.
—¿Ves? —sonrió triunfante—. No está tan mal como pensabas, ¿no?
Miré el agua y vi mi reflejo distorsionado.
—¡Ni se te ocurra soltarme!
Se agarró bien a la braguita del biquini de Eva María.
—No pienso soltarte jamás. Te tengo atrapada en esta piscina, para siempre.
A medida que mi temor al agua fue remitiendo, empecé a apreciar el tacto de su cuerpo contra el mío y, a juzgar por su mirada —entre otras cosas—, el sentimiento era mutuo.
—«Aunque tiene… hermoso el rostro, mejor que el de muchos hombres…, y un muslo…, ¡qué muslo! ¡Excede al de cualquiera! ¡Y qué mano, y qué pie!, ¡y qué cuerpo!… Ocioso es hablar de esto… ¡Exceden a toda comparación! No diría que él sea la flor de la cortesía pero, lo garantizo, es tierno como un cordero» —dijo.
Alessandro sin duda se esforzaba por ignorar la obra de ingeniería de la parte superior de mi biquini.
—¿Ves?, en eso Shakespeare tiene razón sobre Romeo…, para variar.
—¿En qué?… ¿En que no eres la flor de la cortesía?
Me estrujó un poco más.
—Pero soy tierno como un cordero.
Le puse una mano en el pecho.
—Más bien un lobo con piel de cordero.
—Los lobos son animales muy mansos —replicó, bajándome hasta que nuestros rostros quedaron a escasos centímetros de distancia.
Cuando me besó, me dio igual quién nos mirara. Lo estaba deseando desde nuestra visita a Rocca di Tentennano, y también yo lo besé sin reservas. Sólo al notar que ponía a prueba la flexibilidad del biquini de Eva María, exclamé:
—¿Qué ha sido de Colón y su exploración de la costa?
—Colón no te conoció a ti —repuso apoyándome en un lado de la piscina y cerrándome la boca con otro beso.
Habría seguido hablando y muy posiblemente yo le habría respondido bien si no nos hubiera interrumpido una voz que nos llamaba desde un balcón.
—¡Sandro! —chilló Eva María haciéndole una seña—. ¡Necesito que vengas, en seguida!
Aunque Eva María se retiró de inmediato, su repentina aparición nos hizo dar un respingo y, sin pensarlo, me solté de Alessandro y estuve a punto de hundirme. Menos mal que él no me soltó a mí.
—¡Gracias! —dije jadeando y colgándome de él—. Parece que tus manos no están malditas después de todo.
—¿Ves? Ya te lo dije. —Me apartó con la mano unos mechones de pelo que tenía pegados a la cara como espaguetis húmedos—. Para cada maldición existe una bendición.
Lo miré a los ojos y me asustó su repentina seriedad.
—Bueno, en mi opinión… —le acaricié la mejilla—, las maldiciones sólo funcionan si crees en ellas.
Cuando volví a mi cuarto, me senté en el suelo y me eché a reír. Acababa de hacer una de esas cosas que Janice hacía —darse el lote en una piscina—, y estaba deseando contárselo todo. Aunque tal vez no le haría mucha gracia saber que me había dejado meter mano por Alessandro, ignorando por completo sus advertencias. En cierta medida, me encantaba verla tan celosa de él, si era eso lo que le sucedía. No me lo había dicho claramente, pero sabía que la había decepcionado mucho que no hubiese querido acompañarla a Montepulciano en busca de la casa de mamá.
Sólo entonces, sintiéndome algo culpable por mi frívolo ensueño, percibí un olor a humo —¿incienso?— que ignoraba si había presidido mi cuarto desde antes. Con el quimono mojado, salí al balcón a tomar una bocanada de aire fresco y vi ocultarse el sol tras las montañas lejanas en una fiesta de oro y sangre y, a mi alrededor, el cielo se tintó de azules oscuros. Al caer el día, el aire traía consigo un toque de rocío cargado con una promesa, la de todos los olores, las pasiones y los escalofríos fantasmales de la noche.
Al volver adentro, encendí una lámpara y vi que me habían dejado un vestido sobre la cama, con una nota manuscrita que rezaba: «Póntelo para la fiesta». Lo cogí y lo examiné, alucinada; Eva María no sólo volvía a elegirme el modelito sino que además esta vez quería abochornarme. Se trataba de una prenda hasta los pies, de terciopelo carmesí, escote recto y mangas acampanadas; Janice lo habría considerado el último grito entre los muertos vivientes y lo habría desechado en seguida con una risa socarrona. Me vi tentada de hacer lo mismo.
Sin embargo, cuando saqué el mío y los comparé, pensé que, quizá, si bajaba a cenar enfundada en aquel vestidito negro esa noche precisamente cometería el mayor error de mi vida. A pesar de los escotazos de Eva María y sus comentarios subidos de tono, era muy posible que sus invitados fueran un puñado de mojigatos que, por mis tirantitos, me tildaran de buscona.
Una vez obedientemente ataviada con el atuendo medieval de Eva María y el pelo recogido en un moño pretendidamente festivo, me quedé un instante a la puerta, escuchando llegar a los invitados. Oí risas y música y, entre el descorche de botellas, a mi anfitriona saludando no sólo a amigos y familiares queridos, sino también a miembros del clero y la nobleza. Poco convencida de contar con agallas para sumergirme yo sola en la jarana, recorrí de puntillas el pasillo y llamé con disimulo a la puerta de Alessandro. Pero no estaba allí. Cuando me disponía a agarrar el pomo de la puerta, alguien me puso una zarpa en el hombro.
—¡Giulietta! —Eva María tenía una forma de aparecérseme que me desconcertaba—. ¿Ya estás lista para bajar?
Me volví con un respingo, avergonzada de que me sorprendiese allí, a punto de colarme en el cuarto de su ahijado.
—¡Buscaba a Alessandro! —espeté espantada de encontrármela a mi espalda, más alta de lo que la recordaba, con una tiara de oro en la cabeza y una cantidad excesiva de maquillaje, incluso para ella.
—Ha tenido que ir a hacer un recado —dijo quitándole importancia—. Volverá. Ven…
Mientras avanzábamos juntas por el pórtico, me fue imposible no fijarme en su vestido. Si había barajado la idea de que mi atuendo me hacía parecer la heroína de una obra de teatro, al mirarla supe que, como mucho, me tocaba un papel secundario. Vestida de tafetán dorado, brillaba más que cualquier sol y, cuando bajó parsimoniosa la escalera, con la mano firmemente anclada a mi hombro, los invitados reunidos abajo no pudieron ignorarla.
Al menos había un centenar de personas en el salón, y todas contemplaron maravilladas el espléndido descenso de su anfitriona, que me escoltaba hasta ellos con la delicadeza de una hada esparciendo pétalos de rosa ante la realeza de los bosques. Sin duda había previsto ese efecto con antelación, porque sólo las velas altas de las lámparas de araña y los candelabros iluminaban la estancia, y ese tintineo daba tanta vida a su vestido que parecía tener luz propia. Por un momento, no oí más que música; no los temas de siempre sino la interpretación en directo de un grupo de músicos medievales apostados al fondo del salón.
Mientras observaba a la muda multitud, me alivió haberme decidido por el vestido de terciopelo rojo en lugar del mío. Calificar de puñado de gazmoños a los invitados de Eva María esa noche habría sido un eufemismo colosal; afirmar que eran de otro mundo habría resultado más acertado. A simple vista, no había allí nadie de menos de setenta; en realidad, eran casi todos octogenarios. Una persona caritativa los habría considerado abuelitos que sólo iban de fiesta cada veinte años y no habían abierto una revista de moda desde la segunda guerra mundial; yo había convivido demasiado con Janice para ser tan generosa. De haber visto lo que yo, mi hermana habría puesto cara de espanto y se habría pasado la lengua por los colmillos, provocativa. Por fortuna, si eran vampiros, parecían tan frágiles que probablemente jamás me dieran alcance.
Cuando llegamos al final de la escalera, un enjambre de ellos se acercó a mí, hablándome en un rapidísimo italiano y tocándome con sus dedos exangües para confirmar que era de verdad. Su asombro de verme parecía indicar que —a su juicio— era yo la que había salido de la tumba para la ocasión.
Al verme confundida e incómoda, Eva María no tardó en despacharlos y al final nos quedamos con las dos mujeres que sí tenían algo que decirme.
—Ella es la señora Teresa y ella es la señora Chiara —me explicó Eva María—. Teresa desciende de Giannozza Tolomei, como tú; Chiara, de la señora Mina de los Salimbeni. Están emocionadas de tenerte aquí, porque te creían muerta hace tiempo. Saben mucho del pasado, y de la mujer cuyo nombre has heredado, Giulietta Tolomei.
Miré a las dos ancianas. No me extrañaba nada que lo supieran todo de mis antepasados y de los sucesos de 1340, pues muy bien podrían haber huido de la Edad Media en un coche de caballos para asistir a la fiesta. Ambas parecían sostenerse sólo por los corsés y las gorgueras de encaje. Una de ellas no paraba de sonreír tímida tras un abanico negro; en cambio, la otra, con un moño que yo no había visto más que en pinturas antiguas, del que sobresalía una pluma de pavo real, me observaba con cierta reserva. Entre aquellos personajes obsoletos, Eva María resultaba decididamente juvenil, y me alegró que no se moviera de mi lado, impaciente por traducirme en seguida todo lo que me dijeran.
—La señora Teresa —dijo refiriéndose a la del abanico— quiere saber si tienes una gemela llamada Giannozza. Que las gemelas se llamen Giulietta y Giannozza es una tradición familiar centenaria.
—Lo cierto es que sí —asentí—. Ojalá estuviera aquí esta noche. Todo esto le… —repasé con la mirada la sala iluminada por las velas y a toda aquella gente rara y contuve una sonrisa— le habría encantado.
La noticia de que éramos dos rompió el rostro arrugado de la anciana en una efusiva sonrisa, y me hizo prometer que la próxima vez que fuéramos de visita me llevaría conmigo a mi hermana.
—Pero, si esos nombres son una tradición familiar —dije—, ¡debe de haber cientos, miles de Giuliettas Tolomei por el mundo aparte de mí!
—¡No, no! —exclamó Eva María—. Recuerda que es una tradición de la rama materna y la mujer toma el apellido de su marido al casarse. Que la señora Teresa sepa, en todos estos años no se ha bautizado a ninguna otra Giulietta o Giannozza Tolomei. Pero tu madre era muy terca… —Eva María meneó la cabeza con medida admiración—. Ansiaba llevar ese apellido, así que se casó con el profesor Tolomei. Y, mira tú por dónde, ¡tuvo gemelas! —Buscó la confirmación de Teresa—. Que sepamos, eres la única Giulietta Tolomei del mundo. Eso te hace muy especial.
Me miraron expectantes, y me esforcé por parecer agradecida e interesada. Me encantaba averiguar más cosas de mi familia y conocer a parientes lejanos, claro está, pero no era el momento. Hay noches en que una es feliz departiendo con ancianitas adornadas de encajes y otras en que preferiría hacer algo distinto. Ese día, la verdad, habría preferido estar a solas con Alessandro —¿dónde demonios se había metido?— y, aunque habría pasado horas sumergida en los trágicos sucesos de 1340, las tradiciones familiares no eran lo que más me apetecía explorar esa noche.
Entonces fue Chiara quien me agarró del brazo para hablarme del pasado —con voz clara y frágil como el papel de seda—, y me acerqué cuanto pude para oírla bien sin comerme la pluma.
—La señora Chiara te invita a su casa —tradujo Eva María— para que veas su archivo de documentos familiares. Su antepasada, la señora Mina, fue la primera mujer que intentó esclarecer la historia de Giulietta, Romeo y fray Lorenzo. Ella encontró la mayoría de los viejos papeles: halló la documentación del juicio contra fray Lorenzo, y la confesión de éste, en un archivo oculto en una vieja cámara de tortura del palazzo Salimbeni y las cartas de Giulietta a Giannozza, escondidas en sitios distintos. Algunas estaban bajo el suelo del palazzo Tolomei, otras en el palazzo Salimbeni, e incluso una, la última de todas, en Rocca di Tentennano.
—Me encantaría tener esas cartas —dije, muy en serio—. He visto algunos fragmentos, pero…
—Cuando la señora Mina las encontró —me cortó Eva María a instancias de la señora Chiara, cuyos ojos, a la luz de las velas, se veían encendidos aunque distantes—, viajó muy lejos para llevárselas, al fin, a Giannozza, la hermana de Giulietta. Cuando esto sucedió, hacia 1372, Giannozza vivía feliz con su segundo marido, Mariotto, y era abuela. Imagina su sorpresa al saber que su hermana le había escrito hacía tantos años, antes de quitarse la vida. Las dos mujeres, Mina y Giannozza, hablaron de todo lo ocurrido, y juraron hacer lo posible por mantener viva aquella historia en futuras generaciones.
Eva María hizo una pausa y, sonriente, abrazó con cariño a las dos mujeres, que rieron como niñas agradecidas.
—Por eso nos hemos reunido aquí esta noche: para recordar lo ocurrido y procurar que no vuelva a suceder —dijo mirándome de forma significativa—. La señora Mina fue la primera, hace seiscientos años. Mientras vivió, todos los años, el día de la noche de bodas, bajó al sótano del palazzo Salimbeni a encenderle velas a fray Lorenzo en la horrible celda. Cuando sus hijas fueron lo bastante mayores, empezó a llevarlas allí consigo para que aprendieran a respetar el pasado y continuaran la tradición tras su muerte. Así, durante muchas generaciones, las mujeres de ambas familias mantuvieron viva esa costumbre. Sin embargo, hoy, esos hechos quedan muy lejos y, claro —me guiñó el ojo, revelando una pizca de su yo habitual—, a los grandes bancos modernos no les gustan las procesiones nocturnas de mujeres en camisón por sus cámaras de seguridad. Pregúntale a Sandro. Ahora nos reunimos aquí, en el castello Salimbeni, y encendemos las velas arriba, en vez de en el sótano. Somos personas civilizadas, y ya no tan jóvenes. Por eso, carissima, nos alegra tenerte con nosotras esta noche, la noche de bodas de Mina, y te damos la bienvenida a nuestro grupo.
Estando junto al bufet, noté por primera vez que algo me sucedía. Al querer agenciarme uno de los muslos de un pato asado exquisitamente dispuesto en una bandeja de plata, una ola de irresistible abandono barrió la orilla de mi conciencia meciéndome con suavidad. Fue algo leve, pero la cuchara se me cayó de la mano, y los músculos dejaron de responderme de pronto.
Tras respirar profundamente un par de veces, pude levantar la vista y enfocar lo que me rodeaba. El espectacular bufet de Eva María se hallaba en la terraza, a la puerta del gran salón, bajo la luna, y allí fuera las altas antorchas desafiaban la oscuridad con semicírculos concéntricos de fuego. A mi espalda, las decenas de ventanas iluminadas y los focos externos hacían fulgurar la casa, como un faro empeñado en mantener a raya la noche, último reducto del orgullo de los Salimbeni, y, o mucho me equivocaba, o las leyes del mundo no regían allí.
Cogí de nuevo la cuchara de servir y procuré desprenderme de aquel repentino mareo. Sólo me había tomado una copa de vino —que me había servido Eva María, interesada en saber mi opinión sobre su nuevo sangiovese—, pero había tirado la mitad a un tiesto por no desmerecer su aptitud para la producción vinícola no terminándomela. Dicho esto, y teniendo en cuenta todo lo que había sucedido ese día, no era de extrañar que me sintiera algo trastornada.
Entonces vi a Alessandro. Salía del jardín en penumbra y, apostado entre dos antorchas, me miraba fijamente; aunque me alivió y me emocionó volver a verlo, en seguida noté que pasaba algo malo. No me pareció enfadado, sino más bien preocupado, con cierto aire de condolencia, como si llamase a mi puerta para informarme de un terrible accidente.
Presa de una corazonada, dejé el plato y me dirigí a él.
—«Cada instante —dije forzando una sonrisa—, pues los minutos se me antojan días. ¡Qué vieja voy a ser, si mido el tiempo así, cuando vuelva a ver a Romeo!». —Me detuve delante de él e intenté leerle el pensamiento, pero su rostro entonces, como cuando lo había conocido, parecía completamente falto de emoción.
—Shakespeare, Shakespeare… —replicó despreciando mi poesía—, ¿por qué siempre tiene que interponerse entre nosotros?
Me atreví a alargar la mano.
—Es nuestro amigo.
—¿Ah, sí? —Me cogió la mano y me la besó, luego le dio la vuelta y me besó la muñeca sin dejar de mirarme—. ¿En serio? Dime, ¿qué nos haría hacer en este momento? —Al ver la respuesta en mis ojos, asintió despacio con la cabeza—. ¿Y después?
Tardé en entender a qué se refería. Tras el amor, venía la separación, y tras la separación, la muerte…, según mi amigo, el señor Shakespeare. Pero, antes de que pudiera recordarle que estábamos a punto de escribir nuestro propio final feliz —¿no?— Eva María se nos acercó grácil y extraordinaria, como un cisne dorado, con aquel vestido que refulgía a la luz de las antorchas.
—¡Sandro! ¡Giulietta! Grazie a Dio! —Nos hizo una seña para que la siguiéramos—. ¡Venid! ¡En seguida!
No nos quedaba otra más que obedecer, así que entramos en la casa tras la estela difusa de Eva María, sin molestarnos en preguntarle qué podía ser tan urgente. O quizá Alessandro ya sabía adonde nos dirigíamos y por qué; a juzgar por el brillo de sus ojos, nos encontrábamos de nuevo a merced del Bardo, o de la caprichosa fortuna, o de quien gobernase nuestros destinos esa noche.
De vuelta al gran salón, Eva María nos condujo fuera de la estancia por entre la multitud, por un pasillo a un comedor más pequeño y formal, increíblemente oscuro y silencioso, teniendo en cuenta la fiesta que se estaba celebrando a un paso de allí. Sólo entonces, al cruzar el umbral, se detuvo un instante y se volvió —con los ojos muy abiertos de emoción— para comprobar que la seguíamos y guardábamos silencio.
A primera vista la sala me pareció vacía, pero el teatro de Eva María me hizo mirar mejor. Entonces los vi. A ambos extremos de la larga mesa había sendos candelabros con velas y en cada una de las doce sillas altas de comedor se sentaba un hombre, ataviado con el atuendo monocromo de los clérigos. A un lado, oculto entre las sombras, de pie, había un joven con hábito de monje que movía discretamente un incensario.
Al verlos, se me aceleró el pulso y recordé de pronto la advertencia de Janice. Eva María, me había dicho con exagerado sensacionalismo tras su conversación con Peppo, era, al parecer, una mañosa enredada en actividades turbias, y allí, en su castillo, se reunía una sociedad secreta que practicaba sangrientos sacrificios para convocar a los espíritus de los muertos.
Atontada como estaba, habría salido de allí pitando si Alessandro no me hubiese pasado un posesivo brazo por la cintura.
—Estos hombres —me susurró Eva María con voz algo trémula—, son los miembros de la Hermandad de Lorenzo. Han venido desde Viterbo para conocerte.
—¿A mí? —Los miré muy seria—. Pero ¿por qué?
—¡Chis! —me dijo escoltándome muy solemne hasta la cabecera de la mesa para presentarme al monje de mayor edad, hundido en una especie de trono en la presidencia.
—No habla tu idioma, así que yo te traduzco. —Le hizo una reverencia al monje, que tenía los ojos clavados en mí o, mejor dicho, en el crucifijo que llevaba colgado del cuello—. Giulietta, éste es un momento muy especial. Me gustaría presentarte a fray Lorenzo.