VII. II

La plaga y el anillo Siena, 1340-1370

Los Marescotti son una de las familias nobles más antiguas de toda Siena. Se cree que el nombre proviene de Marius Scotus, un general escocés del ejército de Carlomagno. La mayoría de los Marescotti se afincaron en Bolonia, pero la familia estaba muy diseminada y la rama de Siena era particularmente célebre por su valor y su liderazgo en tiempos de crisis.

Sin embargo, como es bien sabido, nada grandioso lo es eternamente, y la celebridad de los Marescotti no es una excepción. Hoy en día, casi nadie recuerda su pasado glorioso en Siena, claro que la historia siempre ensalza más a los que viven para destruir que a los que se empeñan en proteger y preservar.

Romeo nació cuando la familia todavía era ilustre. Su padre, el comandante Marescotti, era muy admirado por su moderación y su decoro, e invertía tanto en esos valores que ni siquiera su hijo —de sobrada avaricia e indolencia— lograba dilapidar su fortuna.

Sin embargo, la fortaleza moral del comandante fue puesta a prueba cuando, a principios de 1340, Romeo conoció a Rosalinda. Ésta estaba casada con un carnicero, pero todos sabían que no eran felices juntos. En la versión de Shakespeare, Rosalinda es una joven belleza que atormenta a Romeo con su voto de castidad; la verdad era bien distinta. Rosalinda era diez años mayor que él, y se convirtió en su amante. Romeo pasó meses intentando convencerla de que se fugara con él, pero Rosalinda era demasiado astuta para fiarse del joven.

Justo después de las Navidades de 1340 —no mucho después de que Romeo y Giulietta murieran aquí, en Rocca di Tentennano— Rosalinda tuvo un bebé, y todos vieron en seguida que el carnicero no era el padre. Fue un gran escándalo, y Rosalinda tenía miedo de que su marido averiguara la verdad y matase al niño, así que le llevó el recién nacido al comandante Marescotti y le pidió que lo criara en su casa.

Pero el comandante se negó. No se creyó la historia y la rechazó. Sin embargo, antes de marcharse, Rosalinda le dijo:

—Algún día lamentaréis lo que nos habéis hecho a mí y a este niño. ¡Algún día Dios os castigará por negarme la justicia que os pido!

El comandante se olvidó de todo aquello hasta que, en 1348, llegó la peste negra a Siena. En unos meses murió más de un tercio de la población, y la mortandad fue mayor en la ciudad. Los cadáveres se apilaban en las calles y eran numerosos los hijos abandonados por sus padres y las esposas abandonadas por sus maridos; todos temían demasiado recordar lo que significa ser humano y no animal.

En una semana, el comandante había perdido a su madre, a su esposa y a sus cinco hijos; sólo él sobrevivió. Los lavó, los vistió, los puso a todos en una carreta y se los llevó a la catedral en busca de un sacerdote que pudiese oficiar un funeral, pero no halló ninguno. Los que vivían andaban demasiado ocupados cuidando de los enfermos del hospital, el de al lado de la catedral, Santa María della Scala. Incluso allí tenían más muertos de los que podían enterrar, así que lo que hicieron fue levantar una pared hueca, echar allí los cuerpos y sellarla.

Cuando el comandante llegó a la catedral de Siena, los misericordistas estaban cavando una fosa común en la piazza, y los sobornó para que enterrasen a su familia en aquella tierra consagrada. Les dijo que aquéllas eran su madre y su esposa, les dio los nombres y las edades de todos los niños, y les explicó que iban vestidos con sus mejores galas, pero a ellos les dio igual. Aceptaron el oro y volcaron la carreta, y el comandante vio a sus seres queridos —su futuro— caer a la fosa sin una oración, una bendición ni una esperanza.

Luego estuvo vagando sin rumbo por la ciudad, sin reparar en lo que tenía alrededor. Para él, aquello era el fin del mundo, así que empezó a increparle a Dios, a preguntarle por qué lo había dejado vivir para ver aquella miseria y enterrar a sus propios hijos. Hasta se hincó de rodillas y, con las manos, cogió agua sucia del desagüe, rebosante de podredumbre y de muerte, se la echó por encima y la bebió, confiando en enfermar y morir como los demás.

Mientras estaba allí, arrodillado en el barro, de pronto oyó la voz de un niño que le decía:

—Ya lo he probado yo. No funciona.

El comandante miró al pequeño y creyó estar viendo un fantasma.

—¡Romeo! —dijo—. ¿Romeo? ¿Eres tú?

Pero no era Romeo, sino un niño de unos ocho años, muy sucio y vestido de harapos.

—Me llamo Romanino —contestó el chico—. Puedo llevaros la carreta.

—¿Por qué quieres llevarme la carreta? —preguntó el comandante.

—Porque tengo hambre —repuso Romanino.

—Toma… —El comandante sacó el dinero que le quedaba—. Ve a comprarte comida.

El niño lo rechazó, apartándole la mano.

—No soy un mendigo.

Y así el comandante le dejó tirar del carro de vuelta al palazzo Marescotti —ayudándolo de vez en cuando con un empujoncito— y, al llegar a la puerta, el niño, alzando la vista, contempló las águilas que decoraban los muros y dijo:

—Aquí es donde nació mi padre.

Como es lógico, el comandante se quedó pasmado al oír eso y le preguntó al niño:

—¿Cómo lo sabes?

—Madre solía contarme cosas —repuso él—. Decía que padre era muy valiente. Era un gran caballero con los brazos así de grandes, pero tuvo que irse a luchar con el emperador en Tierra Santa y jamás regresó. Madre me decía que un día vendría a buscarme y, que si lo hacía, sólo tendría que decirle una cosa para que supiese en seguida quién era yo.

—¿Qué es lo que tendrías que decirle?

El niño sonrió y, en ese mismo instante, por su sonrisa, el comandante supo lo que iba a decirle antes de oír siquiera sus palabras:

—Que soy un aguilucho, un aquilino.

Esa noche, el comandante Marescotti se encontró sentado frente a la mesa vacía de los criados, en la cocina, comiendo por primera vez en días. Frente a él, Romanino roía los huesos de pollo, demasiado atareado para hacer preguntas.

—Dime —lo instó el comandante—, ¿cuándo murió tu madre, Rosalinda?

—Hace tiempo —respondió—. Antes de todo esto. Él le pegaba, hasta que un día ella ya no se levantó. Le gritó y le tiró del pelo, pero no se movió. No se movió en absoluto. Luego él se echó a llorar. Yo me acerqué a ella y le hablé, pero no abrió los ojos. Estaba fría. Le toqué la cara y lo noté… Entonces supe que le había pegado demasiado fuerte, y se lo dije, y él empezó a darme patadas e intentó atraparme. Yo salí de allí corriendo… y no paré de correr. Aunque me seguía gritando, yo no paré de correr y correr, hasta que llegué a casa de mi tía; ella me acogió y me quedé allí. Trabajaba. Ayudaba un poco. Además, me encargué del bebé cuando nació, y la ayudaba a llevar comida a la mesa. Yo les gustaba, me parece que les gustaba tenerme por allí, cuidando del bebé, hasta que empezaron a morir todos. Murió el panadero, el carnicero y el agricultor que nos vendía la fruta. No teníamos suficiente comida, pero ella seguía dándome lo mismo que a los otros, aunque los demás se quedaran con hambre, así que… hui.

El niño lo miró con unos sabios ojos verdes y el comandante se preguntó cómo podía aquel escuerzo de ocho años ser más íntegro que cualquier hombre que él hubiera conocido.

—¿Cómo has sobrevivido a todo esto? —tuvo que preguntarle.

—No sé… —se encogió de hombros—, pero madre siempre decía que yo era diferente. Más fuerte. Que no enfermaría ni me volvería lelo como los demás. Solía decirme que yo llevaba una cabeza distinta sobre los hombros, y por eso no les caía bien, porque sabían que yo era mejor. Así he sobrevivido, pensando en lo que ella decía, de mí, de ellos. Me decía que yo sobreviviría, y eso es lo que he hecho.

—¿Sabes quién soy? —preguntó al fin el comandante.

El niño lo miró.

—Sois un gran hombre, creo yo.

—No lo sé.

—Lo sois —insistió el niño—. Sois un gran hombre. Tenéis una gran cocina. Y pollo. Me habéis dejado tirar de vuestra carreta todo el camino. Y compartís vuestro pollo conmigo.

—Eso no me convierte en un gran hombre.

—Bebíais agua de la alcantarilla cuando os encontré —observó—. Ahora bebéis vino. A mis ojos, eso os convierte en el hombre más grande que he conocido.

A la mañana siguiente, el comandante decidió llevar a Romanino a casa de sus tíos. Mientras bajaban las empinadas calles hacia Fontebranda, esquivando la basura y los cadáveres, salió el sol por primera vez en días. O quizá no, pero el comandante había pasado todo ese tiempo en la penumbra de su casa, humedeciéndose unos labios que ya no querían beber.

—¿Cómo se apellida tu tío? —inquirió, consciente de pronto de que había olvidado preguntarle lo más obvio.

—Benincasa —dijo el niño—. Mi tío hace colores. Me gusta el azul, pero es muy caro. —Miró al comandante—. Mi padre siempre llevaba colores muy bonitos. Sobre todo el amarillo, con una capa negra que, al galope, semejaba unas alas. Cuando se es rico, se puede hacer eso.

—Supongo —señaló el comandante.

Romanino se detuvo delante de la alta verja de hierro y contempló el patio con tristeza.

—Aquí es. Ésa es la señora Lappa, mi tía. En realidad, no lo es, pero quiso que la llamara así.

Al comandante le extrañaron las dimensiones del lugar; lo había imaginado más humilde. En el patio, tres niños ayudaban a su madre a tender la colada mientras un bebé gateaba por ahí recogiendo el grano que se había echado a los gansos.

—¡Romanino! —La mujer se levantó de golpe en cuanto vio al niño a través de la verja y, tan pronto como levantó la barra con que estaba atrancada y se abrió la puerta, lo metió dentro y, entre lágrimas, lo llenó de besos y abrazos—. ¡Te creíamos muerto, tontorrón!

En medio de aquel alboroto, nadie vigilaba al bebé, y el comandante —que estaba a punto de retirarse de aquel feliz reencuentro familiar— fue el único con la presencia de ánimo suficiente para verla gatear hacia la puerta abierta y agacharse a cogerla, algo violento.

Era una pequeña preciosa —pensó el comandante—, y más simpática de lo que podría esperarse de alguien de semejante tamaño. De hecho, a pesar de su falta de experiencia con personitas tan diminutas, descubrió que le costaba devolvérsela a su madre y se quedó mirándole la carita, notando que algo le bullía en el pecho, como una flor primaveral que brotara del suelo helado.

La fascinación fue recíproca y la pequeña no tardó en empezar a toquetearle la cara al comandante, entusiasmada.

—¡Caterina! —gritó la madre, arrebatándole en seguida la niña a la distinguida visita—. ¡Os ruego que me perdonéis, señor!

—No hay por qué, no hay por qué —dijo él—. Dios ha cuidado de vos y de los vuestros, mi señora Lappa. Vuestra casa está bendita, creo yo.

La mujer se lo quedó mirando. Luego respondió con una reverencia:

—Gracias, mi señor.

A punto de irse, el comandante titubeó y se volvió hacia Romanino. El niño estaba tieso como un árbol joven que se crece frente al viento, pero de sus ojos había desaparecido el valor.

—Mi señora Lappa —dijo—. Quiero… Querría… Me pregunto si podríais prescindir de este muchacho. Cedérmelo.

La mujer lo miró incrédula más que otra cosa.

—Veréis —añadió en seguida el comandante—, creo que es mi nieto.

Esas palabras asombraron a todos, incluso al propio comandante. Aunque la confesión casi parecía haber asustado a la señora Lappa, Romanino se mostró sin duda ilusionado, y la alegría del niño a punto estuvo de provocar la carcajada de Marescotti, muy a su pesar.

—¿Vos sois el comandante Marescotti? —inquirió la mujer con las mejillas sonrojadas de emoción—. ¡Entonces, era cierto! ¡Ay, la pobre! Yo nunca… —Demasiado perpleja para saber cómo actuar, la señora Lappa agarró al niño por el hombro y lo empujó hacia el comandante—. ¡Anda, vete, tontorrón! ¡Y… no olvides dar gracias a Dios!

No tuvo que decírselo dos veces. Antes de que el comandante fuera siquiera consciente de que se le acercaba, los brazos de Romanino le rodearon el tronco y su nariz mocosa se hundió en el terciopelo bordado.

—Vamos —dijo acariciándole el pelo mugriento—, hay que comprarte unos zapatos, amén de otras cosas. Así que deja de llorar.

—Ya lo sé —gimoteó el niño, limpiándose las lágrimas—, los caballeros no lloran.

—Claro que sí —le replicó el comandante—, pero sólo cuando van limpios, bien vestidos y calzados. ¿Podrás esperar todo eso?

—Lo intentaré.

Mientras se alejaban calle abajo, de la mano, el comandante Marescotti se sorprendió tratando de resistir un súbito bochorno. ¿Cómo era posible que él, un hombre enfermo de pena, que lo había perdido todo salvo el latido de su propio corazón, hallase alivio en la firme presencia de un puño pequeño y pringoso alojado en el suyo?

Años después llegó al palazzo Marescotti un monje que quería ver al señor de la casa. Explicó que venía de un monasterio de Viterbo y que su abad le había encomendado que devolviese un tesoro a su legítimo dueño.

Romanino, que era ya un hombre adulto de treinta años, invitó al monje a pasar y mandó a sus hijas al piso superior a preguntarle a su bisabuelo, el viejo comandante, si tendría fuerzas para recibir a la visita. Mientras esperaban a que bajase el anciano, Romanino se encargó de que le llevasen comida y bebida al fraile y, como sentía mucha curiosidad, preguntó al desconocido por la naturaleza de aquel tesoro.

—Sé poco de su origen —replicó el fraile entre bocados—. Lo único que sé es que no puedo regresar con él.

—¿Por qué no? —inquirió Romanino.

—Porque tiene un gran poder destructivo —contestó el fraile, sirviéndose más pan—. Todo aquel que abre el cofre cae enfermo. Romanino se recostó en la silla.

—¿No habéis dicho que era un tesoro? ¡Ahora me decís que es maligno!

—Disculpadme, señor —lo corrigió el fraile—, pero yo no he dicho que fuese maligno. He dicho que posee grandes poderes: protectores, pero también destructores. Por eso debe volver a unas manos que sepan controlarlos. Debe volver a su propietario legítimo. Es lo único que sé.

—¿Y su propietario es el comandante Marescotti?

El fraile asintió de nuevo con la cabeza, aunque esta vez con menos convicción.

—Eso creemos.

—Porque, en caso contrario, habréis metido al diablo en mi casa, ¿lo sabéis?

El fraile se mostró abochornado.

—Creedme, señor, os lo ruego —dijo con urgencia—, no pretendo haceros daño a vos o a vuestra familia. Sólo hago lo que me han pedido. Este cofre… —se llevó la mano al bolsón y sacó una cajita de madera muy sencilla que puso con cuidado encima de la mesa— nos lo dieron los hermanos de San Lorenzo, nuestra catedral, y creo, aunque no estoy del todo seguro, que contiene la reliquia de un santo enviada hace poco a Viterbo por su noble patrona en Siena.

—¡No he oído hablar de esa santa! —espetó Romanino mirando el cofre con aprensión.

El fraile cruzó las manos en señal de respeto.

—La piadosa y modesta señora Mina de los Salimbeni, señor.

—Ajá. —Romanino guardó silencio un instante. Había oído hablar de la dama, sin duda. ¿Quién no sabía de la locura de la joven novia y de la supuesta maldición del muro del sótano? Pero ¿qué clase de santo podía fraternizar con los Salimbeni?—. Entonces, ¿puedo preguntaros por qué no le devolvéis a ella el supuesto tesoro?

—¡Ah, no! —exclamó el fraile, espantado—. ¡No! ¡Al tesoro no le agradan los Salimbeni! Uno de mis pobres hermanos, Salimbeni de nacimiento, murió mientras dormía después de tocar el cofre…

—¡Maldito seáis, fraile! —bramó Romanino, alzándose—. ¡Salid de mi casa ipso facto y llevaos vuestro cofre maldito!

—¡Tenía ciento dos años! —se apresuró a añadir el fraile—. ¡Y otros que lo han tocado se han recuperado milagrosamente de dolencias crónicas!

En ese preciso momento entró en el comedor el comandante Marescotti, muy digno, sosteniendo su orgulloso porte con la ayuda de un bastón. En lugar de echar a escobazos al fraile —como estaba a punto de hacer— Romanino se calmó y ayudó a su abuelo a sentarse cómodamente a un extremo de la mesa, antes de relatarle los pormenores de la inesperada visita.

—¿Viterbo? —inquirió el comandante, ceñudo—. ¿Y de qué me conocen?

El fraile permaneció en pie, intranquilo, sin saber si debía sentarse o no, ni si se esperaba que contestara él o Romanino.

—Tomad… —optó por decir, colocando el cofre delante del anciano—, esto, me dicen, debe volver con su legítimo dueño.

—¡Padre, tened cuidado! —advirtió Romanino al comandante cuando éste alargó la mano para abrir el cofre—. ¡No sabemos qué demonios contiene!

—No, hijo mío —le replicó el comandante—, pero pretendemos averiguarlo.

Se hizo un silencio terrible mientras el comandante levantaba despacio la tapa del cofre y se asomaba al interior. Al ver que su abuelo no se desplomaba de inmediato, entre convulsiones, Romanino se acercó a mirar también.

En el cofre había un anillo.

—Yo no lo… —empezó a decir el fraile, pero el comandante Marescotti ya había sacado el anillo y lo examinaba incrédulo.

—¿Quién decís que os ha dado esto? —preguntó con la mano temblorosa.

—Mi abad —dijo el fraile, apartándose aterrado—. Me comentó que quienes lo hallaron habían pronunciado el nombre de Marescotti antes de morir de una fiebre espantosa, tres días después de recibir el ataúd del santo.

Romanino miró a su abuelo deseando que soltase el sello, pero el anciano estaba absorto, acariciando el águila sin ningún miedo y mascullando un viejo lema familiar: «Fiel por los siglos de los siglos», grabado en letra pequeña en el interior de la alianza.

—Ven aquí, hijo mío —dijo al fin, tendiéndole la mano a Romanino—. Éste era el anillo de tu padre. Ahora es tuyo.

Romanino no sabía qué hacer. Por un lado, quería obedecer a su abuelo pero, por el otro, el anillo le daba miedo, y no estaba seguro de ser su legítimo dueño, aunque hubiese pertenecido a su padre. Cuando el comandante Marescotti lo vio titubear, se enfureció muchísimo y comenzó a tacharlo de cobarde y a exigirle que lo aceptara. Romanino se acercaba ya cuando el anciano se desplomó en la silla, víctima de un ataque, y el anillo cayó al suelo.

Al ver que el anciano había caído presa del maleficio del anillo, el fraile gritó horrorizado y salió de allí, dejando a Romanino solo con su abuelo, suplicándole a su alma que no abandonara el cuerpo hasta recibir el último sacramento.

—¡Fraile! —bramó, sujetándole la cabeza al comandante—. ¡Volved aquí y haced vuestro trabajo, rata asquerosa, o juro que llevaré al diablo a Viterbo y os comeremos vivo!

Cuando oyó la amenaza, el fraile volvió y sacó del bolsón el frasquito de santos óleos que su abad le había dado para el camino. Y así el comandante recibió la extremaunción y se mantuvo muy sereno un rato, mirando a Romanino. Sus últimas palabras antes de morir fueron:

—Alumbra alto, hijo mío.

Con razón, Romanino no sabía qué pensar del condenado anillo.

Obviamente era maligno y había matado a su abuelo, pero también había pertenecido a su padre, Romeo. Al final decidió quedárselo y guardar el cofre donde nadie pudiera encontrarlo, de modo que bajó al sótano y después a los bottini para esconderlo en algún rincón oscuro al que nadie fuese jamás. Nunca les habló de él a sus hijos por miedo a que su curiosidad desatara de nuevo sus demonios, pero escribió en papel toda la historia, la selló y la guardó con los demás documentos familiares.

Muy probablemente Romanino no descubriera la verdad sobre el anillo en toda su vida y, durante muchas generaciones, el cofre permaneció oculto en los bottini, bajo el palacio, intacto, sin que nadie lo reclamase. Aun así, los Marescotti siempre pensaron que un mal antiguo anidaba de algún modo en la casa y, en 1506, la familia decidió vender el edificio. El cofre con el anillo, como es lógico, se quedó donde estaba.

Cientos de años después, otro anciano Marescotti iba paseando por sus viñedos un día de verano cuando, de pronto, se topó con una niñita. Le preguntó en italiano quién era y ella le respondió, también en italiano, que se llamaba Giulietta y tenía casi tres años. Al anciano le sorprendió mucho porque, por lo general, los niños le tenían miedo, pero aquélla le hablaba como si fuesen viejos amigos y, cuando empezaron a caminar, lo cogió de la mano.

Ya en la casa, vio que una joven hermosa tomaba café con su mujer, y había allí otra niña atiborrándose de biscotti. Su esposa le explicó que la joven era Diane Tolomei, la viuda del viejo profesor Tolomei, y que había ido a hacerles algunas preguntas sobre los Marescotti.

El abuelo Marescotti trató muy bien a Diane Tolomei y respondió a todas sus preguntas. Quería saber si era cierto que su familia descendía de Romeo Marescotti a través de Romanino, y él le contestó que sí. También le preguntó si estaba al tanto de que Romeo Marescotti era el Romeo de Shakespeare, y le dijo que también lo sabía. Después le preguntó si sabía que la familia de ella descendía de Julieta, y él respondió que sí, que lo sospechaba, dado que era una Tolomei y había llamado Giulietta a una de sus hijas. Pero, cuando le preguntó si imaginaba el motivo de su visita, le contestó que no tenía ni idea.

Entonces Diane Tolomei le preguntó si el anillo de Romeo se encontraba aún en su poder. El anciano Marescotti le dijo que no sabía de qué le hablaba. Ella le preguntó si no había visto nunca una cajita de madera que en teoría contenía un tesoro maligno o si había oído a sus padres o a sus abuelos hablar de ella. El anciano le respondió que jamás había oído a nadie mencionar esa caja. Diane se mostró algo decepcionada y, cuando él quiso saber de qué iba todo aquello, ella le dijo que quizá era mejor así, que tal vez no convenía que resucitara todas aquellas cosas antiguas.

Como es natural, el abuelo Marescotti repuso que ella le había hecho muchas preguntas y él las había contestado todas, así que ya era hora de que también ella le resolviera algunas dudas. ¿De qué clase de anillo hablaba y por qué suponía que él debía conocerlo?

Lo que Diane Tolomei le contó primero fue el relato de Romanino y el fraile de Viterbo. Le explicó que su marido había estado investigando aquello toda su vida y que había sido él quien había encontrado los expedientes de la familia Marescotti en el archivo de la ciudad y descubierto las notas de Romanino sobre el cofre. Menos mal que Romanino tuvo la prudencia de no ponerse el anillo —añadió—, pues no era él su legítimo dueño y le habría hecho mucho daño.

Antes de que Diane pudiera proseguir con sus explicaciones, el nieto del anciano, Alessandro —o, como lo llamaban ellos, Romeo—, se acercó a la mesa para robar un biscotto. Cuando Diane cayó en la cuenta de que era Romeo, se emocionó mucho y dijo:

—Es todo un honor conocerte, jovencito. Mira, quiero presentarte a alguien muy especial. —Se subió al regazo a una de sus hijas y dijo, como si hablara de la octava maravilla del mundo—: Ésta es Giulietta.

Romeo se metió el biscotto en el bolsillo.

—Lo dudo mucho —replicó—. Lleva pañales.

—¡No! —protestó Diane Tolomei, bajándole el vestidito a la niña—. Son braguitas. Ella ya es una niña mayor, ¿verdad, Jules?

Romeo empezó a recular con la esperanza de poder escaquearse, pero su abuelo lo detuvo y le pidió que se fuese a jugar con las dos niñas mientras los adultos tomaban café. Así lo hizo.

Mientras tanto, Diane les habló al anciano Marescotti y a su esposa del anillo de Romeo; les explicó que era el sello del joven y que éste se lo había regalado a Giulietta cuando su amigo, fray Lorenzo, los había casado en secreto. Por esa razón, la legítima heredera del anillo era Giulietta, su hija, e insistió en que debía recuperarlo para poner fin a la maldición de los Tolomei.

Al abuelo Marescotti lo dejó fascinado la historia de Diane, sobre todo porque, aunque obviamente ella no era italiana, parecía apasionarle todo lo acontecido allí en el pasado. Lo sorprendió que aquella norteamericana moderna creyese que pesaba una maldición sobre la familia —una maldición medieval, nada menos—, y que incluso pensara que su marido había muerto como consecuencia de ella. Podía entender que deseara acabar con la maldición para que sus hijas pudieran crecer sin que ésta pendiese sobre sus cabezas. Parecía creer que sus pequeñas se hallaban particularmente expuestas, quizá porque tanto su padre como su madre eran Tolomei.

Como es lógico, el abuelo Marescotti lamentaba no poder ayudar a aquella joven viuda, pero Diane lo interrumpió en cuanto empezó a disculparse.

—Por lo que dice, señor, deduzco que el cofre del anillo sigue allí, oculto en los bottini, bajo el palazzo Marescotti, intacto desde que Romanino lo escondió hace más de seiscientos años.

Marescotti no pudo evitar reírse a carcajadas, golpeándose las rodillas.

—¡Todo esto es absurdo! —dijo—. Me cuesta creer que siga allí y, en caso contrario, será porque está tan bien escondido que nadie puede encontrarlo, ni siquiera yo.

Para persuadirlo de que fuese a buscar el anillo, Diane le dijo que, si lograba encontrarlo y se lo daba, ella le entregaría a cambio algo que los Marescotti posiblemente también querían recuperar y que llevaba demasiado tiempo en poder de los Tolomei. Le preguntó si sabía de qué le hablaba, pero él respondió que no.

Entonces, Diane sacó una foto del bolso y la puso en la mesa delante de él. Marescotti se persignó al verla. No era sólo un cencío antiquísimo, sino que era el mismo del que tanto había oído hablar a su propio abuelo, un cencío que jamás creyó que llegara a ver, o tocar, porque no era posible que aún existiese.

—¿Cuánto hace que tu familia nos oculta esto? —inquirió con voz temblorosa.

—Tanto como su familia nos ha ocultado el anillo, signore. Coincidirá conmigo en que es hora de que devolvamos estos tesoros a sus legítimos dueños y pongamos fin al maleficio que nos ha dejado a ambos en tan lamentable estado.

Como era de esperar, al abuelo le ofendió ese último comentario y empezó a proclamar en voz alta todas las bendiciones que lo rodeaban.

—¿Acaso insinúa —le dijo Diane inclinándose sobre la mesa y cogiéndole las manos— que no hay días en los que siente que lo observa con ojos impacientes una fuerza todopoderosa, un antiguo aliado que espera que haga lo único que de verdad le queda por hacer?

Esas palabras impresionaron a sus anfitriones, que guardaron silencio un momento, hasta que, de pronto, se oyó un gran alboroto en el granero y Romeo se acercó corriendo, cargado con una de sus invitadas, que se revolvía en sus brazos. Giulietta se había cortado con un bieldo, y la abuela de Romeo tuvo que coserle la herida encima de la mesa de la cocina.

Los abuelos no se enfadaron con Romeo por lo sucedido. Era mucho peor: les horrorizaba que su nieto causara dolor y destrucción allá adonde fuera. Tras oír el relato de Diane Tolomei, empezó a angustiarlos que de verdad tuviese las manos malditas, que algún viejo demonio lo poseyera y que, igual que su antepasado, viviese una vida —breve— de violencia y tristeza.

El abuelo Marescotti se sentía tan mal por lo que le había ocurrido a la pequeña que le prometió a Diane que haría cuanto pudiera por encontrar el anillo. Diane se lo agradeció y le dijo que, aunque no lo lograra, ella volvería pronto a llevarle el cencío para que al menos Romeo tuviera lo que le pertenecía. Para ella era fundamental que Romeo estuviese allí cuando regresara, porque quería probar algo con él. No dijo el qué, y nadie se atrevió a preguntar.

Acordaron que Diane regresaría a las dos semanas, con lo que Marescotti tendría tiempo de investigar lo del anillo, y se despidieron como amigos. Sin embargo, antes de marcharse, Diane le dijo una última cosa: si tenía suerte y encontraba el anillo, debía tener mucho cuidado, abrir el cofre lo mínimo posible y no tocar el anillo bajo ningún concepto. Aquella joya tenía tras de sí un largo historial de daños, le recordó.

El abuelo Marescotti se alegraba mucho de haber conocido a Diane y a las dos pequeñas y, al día siguiente, bajó a la ciudad dispuesto a recuperar el anillo. Pasó días y días recorriendo los pasadizos subterráneos del palazzo Marescotti en busca del escondite secreto de Romanino. Cuando al fin lo encontró —tuvo que pedir prestado un detector de metales—, entendió por qué nadie se había topado con él antes: el cofre estaba oculto en una grieta de la pared y había quedado enterrado por los restos de arenisca desprendida.

Al sacarlo, recordó lo que le había aconsejado Diane acerca de abrirlo sólo lo imprescindible, pero, tras seis siglos de polvo y gravilla acumulados, la madera estaba seca y quebradiza e incluso sus delicadas manos fueron demasiado para el cofre, que se deshizo como una bola de serrín y, en cuestión de segundos, lo dejó con el anillo en la mano.

Decidió no sucumbir a temores irracionales y, en lugar de guardar el anillo en otro cofre, se lo metió en el bolsillo de los pantalones y regresó a su villa en las afueras de la ciudad. Después de aquel trayecto con el anillo en el bolsillo, tan cerca de sus entrañas, reparó en que no había ningún otro varón en su familia de nombre Romeo Marescotti; para su frustración, todos habían tenido hijas y más hijas. Sólo quedaba un Romeo, su nieto, y dudaba mucho que aquel niño inquieto se casara alguna vez y tuviera hijos.

Como es lógico, el abuelo Marescotti no reparó entonces en eso; estaba demasiado feliz de haber encontrado el anillo para Diane Tolomei y ansiaba hacerse con el cencío de 1340 y enseñarlo por la contrada. Ya había planeado donarlo al museo del Águila, e imaginaba que les traería mucha suerte en el próximo Palio.

No fue así. El día en que Diane debía volver a verlos, el abuelo reunió a toda la familia para celebrar una gran fiesta, y su esposa había estado cocinando durante varios días. Había guardado el anillo en un cofre nuevo y ella le había atado un lazo rojo. Incluso habían llevado a Romeo a la ciudad —aun en vísperas del Palio— a que le cortasen bien el pelo, en vez de hacerlo con el perol de gnocchi y unas tijeras. Ya sólo les quedaba esperar.

Y esperaron. Diane no apareció. En otras circunstancias, el abuelo habría enfurecido, pero esa vez tuvo miedo. No habría sabido cómo explicarlo. Se sentía febril y falto de apetito. Esa misma noche se enteró de la noticia. Su primo lo llamó para contarle que había habido un accidente y la viuda del profesor Tolomei y sus pequeñas habían muerto. Eso le impactó. Su esposa y él lloraron por Diane y por las niñas, y esa noche se sentó a escribirle una carta a su hija, que vivía en Roma, para pedirle que lo perdonara y volviera a casa. No le respondió, tampoco volvió a Siena con ellos.