VII. I

Cuando Lippi dejó de leer, nos quedamos en silencio. En principio, había sacado el texto italiano para librarme del tema Alessandro-Romeo pero, de haberlo sabido tan lúgubre, lo habría dejado en mi bolso.

—Pobre fray Lorenzo —dijo Janice, apurando su vaso de vino—, no tuvo un buen final.

—Siempre he pensado que Shakespeare fue muy clemente con él —observé por aligerar el ambiente—. En su obra se pasea como si nada por el cementerio, sembrado de cadáveres, incluso reconoce estar tras la cagada del somnífero…, y ya está. Los Capuleto y los Montesco podrían haber intentado culparlo al menos.

—Tal vez lo hicieron después —repuso Janice—. «Unos serán perdonados, otros tendrán su castigo». Parece que la historia no terminaba porque cayese el telón…

—Obviamente, no —dije mirando de reojo el texto que Lippi acababa de leernos—. Además, según mamá, aún no ha terminado.

—Esto es muy inquietante —señaló el maestro, aún ceñudo por las maldades del anciano Salimbeni—. Si es cierto que fray Lorenzo escribió esa maldición, con esas mismas palabras, perduraría, en teoría, para siempre, hasta que… —miró el texto para repetir las palabras exactas— «redimáis vuestros pecados y os arrodilléis ante la Virgen… y Giulietta despierte para contemplar a su Romeo».

—Vale —dijo Janice, no muy dada a las supersticiones—, tengo dos preguntas: ¿a quién se refiere ese «redimáis»?…

—Está claro —la interrumpí—, teniendo en cuenta que maldice a las dos familias. Habla de los Salimbeni y los Tolomei, que estaban allí, en el sótano, torturándolo. Y, como tú y yo, somos de la familia Tolomei, también estamos malditas.

—Pero ¿qué estás diciendo? —espetó Janice—. ¡De la familia Tolomei! ¿Qué importará el nombre?

—No es sólo un nombre —repuse—. Son los genes y el nombre. Mamá tenía los genes, papá tenía el nombre. No tenemos escapatoria.

A Janice no le entusiasmó mi razonamiento, pero qué le iba a hacer.

—Muy bien, perfecto —suspiró—, Shakespeare se equivocaba. Está Mercucio, que moría por culpa de Romeo y maldecía a su familia y a la de Tebaldo; la maldición venía de fray Lorenzo. Genial. Pero tengo otra pregunta, y es la siguiente: si te crees lo de la maldición, ¿entonces, qué? ¿Cómo va a haber alguien tan bobo que crea que puede pararla? No se trata de arrepentimiento, sino de un maldito «redimáis vuestros pecados». ¿Cómo? ¿Desenterramos a Salimbeni, le hacemos cambiar de opinión y… lo llevamos a rastras a la catedral para que se arrodille ante el altar o qué? ¡Por favooor! —Nos miró beligerante, como si el maestro y yo fuésemos quienes la hubiéramos metido en ese lío—. ¿Por qué no volvemos a casa y dejamos la condenada maldición en Italia? ¿Qué nos importa?

—A mamá le importaba —dije sin más—. Esto es lo que pretendía: sacarlo a relucir y acabar con la maldición. Tenemos que hacerlo nosotras, se lo debemos.

—Permíteme que me repita: si acaso, le debemos seguir con vida —señaló Janice apuntándome con una ramita de romero.

Me toqué el crucifijo que llevaba colgado del cuello.

—A eso me refiero precisamente. Si queremos seguir viviendo tan felices, según mamá, tenemos que acabar con la maldición. Tú y yo, Giannozza. Nadie más puede hacerlo.

Por el modo en que me miró, tuve claro que se había dado cuenta de que yo tenía razón o, por lo menos, mi teoría le resultaba convincente. Aunque no le gustara.

—Todo esto es absurdo —dijo—, pero, vale, supongamos por un momento que de verdad existe esa maldición y que, si no acabamos con ella, nos va a matar, como mató a papá y a mamá. La pregunta sigue siendo cómo. ¿Cómo acabamos con ella?

Miré al maestro. Había estado inusualmente atento toda la noche —y seguía estándolo—, pero ni siquiera él sabía la respuesta a la pregunta de Janice.

—No lo sé —confesó—, pero creo que la estatua dorada desempeña un papel importante. Y quizá la daga y el cencío también, aunque no veo cómo.

—¡Ah, bueno! —exclamó Janice, muy indignada—, ¡entonces ya está todo arreglado!… Salvo porque no tenemos ni idea de dónde está la estatua. La historia sólo cuenta que Salimbeni les hizo una «tumba santa» y que «apostó guardias en la capilla»… ¡podría estar en cualquier parte! Así que… no sabemos dónde está la estatua, ¡y tú has perdido la daga y el cencío! Me asombra que aún tengas el crucifijo, pero imagino que es porque no vale para nada.

Miré al maestro Lippi.

—El libro que usted tenía, el que hablaba de «los ojos de Julieta» y de la tumba…, ¿seguro que no decía nada de dónde está? Cuando hablamos de ello, me dijo que le preguntase a Romeo.

—¿Y se lo has preguntado?

—¡No! ¡Claro que no! —Me sentí furiosa de pronto, aunque sabía que no tenía motivos para culpar al pintor de mi ceguera—. No he sabido que era Romeo hasta esta tarde.

—¿Por qué no se lo preguntas la próxima vez que lo veas? —me propuso el maestro, como si fuese de lo más normal.

Era ya medianoche cuando Janice y yo volvimos al hotel. En cuanto pisamos el vestíbulo, el director Rossini apareció de detrás del mostrador y me entregó una pila de notas dobladas.

—El capitán Santini la ha llamado a las cinco de esta tarde —me comunicó, culpándome sin duda de no haber estado en mi habitación esperando a que me llamase—. Y muchas veces desde entonces. La última ha sido… —miró el reloj de la pared— hace diecisiete minutos.

Mientras subíamos en silencio, vi que Janice miraba furiosa los mensajes de Alessandro, prueba de su interés por mi paradero. Me preparé para el inevitable nuevo capítulo de la discusión pendiente sobre su carácter y sus razones, pero, en cuanto entramos en la habitación, nos recibió una inesperada corriente de aire procedente del balcón, que se había abierto solo sin indicios inmediatos de que nadie lo hubiese forzado. Aun así aprensiva, en seguida comprobé que no faltaba ningún documento del cofre de mamá; lo habíamos dejado allí mismo, encima del escritorio, porque estábamos convencidas de que no contenía ningún mapa del tesoro.

—«Por favor, llámame…» —canturreó Janice, repasando los mensajes de Alessandro uno por uno—. «Por favor, llámame. ¿Tienes planes para esta noche? ¿Estás bien? Lo siento. Llámame, por favor. Por cierto, soy un travestí…».

—¿No cerramos la puerta del balcón? —pregunté rascándome la cabeza—. Recuerdo claramente haberla cerrado.

—¿Falta algo? —Janice tiró a la cama los mensajes de Alessandro, de forma que quedaron esparcidos por todas partes.

—No —observé—. Los papeles están todos.

—Además —dijo quitándose la camiseta delante de la ventana—, la mitad de las fuerzas del orden sienesas vigilan tu habitación.

—¿Quieres quitarte de ahí? —le grité tirando de ella.

Janice rio encantada.

—¿Por qué? ¡Así sabrán que no te acuestas con un hombre!

En ese instante sonó el teléfono.

—Ese tío está zumbado —suspiró Janice, meneando la cabeza—. Escucha bien lo que digo.

—¿Por qué? —espeté, corriendo a por el teléfono—. ¿Porque le gusto?

—¿Que tú le gustas? —Janice parecía no haber oído cosa más ingenua en toda su vida, así que soltó una prolongada y sonora carcajada, que no cesó hasta que le arrojé una almohada.

—¿Diga? —Levanté el auricular y lo aislé con cuidado del ruido de mi hermana, que se paseaba desafiante por la habitación, tarareando la siniestra melodía de una peli de terror.

Era Alessandro, sí, agobiado que me hubiera pasado algo porque no le había devuelto las llamadas. Ya, claro, reconoció, era demasiado tarde para cenar juntos, pero ¿podía confirmarle si de verdad tenía previsto asistir a la fiesta de Eva María al día siguiente?

—Sí, madrina… —se burló Janice de fondo—. Lo que tú digas, madrina…

—Lo cierto es que no…

Me esforcé por recordar mis excelentes motivos para rechazar la invitación, pero todos me parecían completamente infundados ahora que sabía que era Romeo. A fin de cuentas, él y yo éramos del mismo equipo, ¿no? Los maestros Ambrogio y Lippi habrían estado de acuerdo, y también Shakespeare. Además, nunca había tenido claro que fuese Alessandro quien había entrado en mi habitación. No habría sido la primera vez que Janice se equivocaba. O me mentía.

—Vamooos… —me dijo en un tono que podría convencer a cualquier mujer de lo que fuera, y seguro que lo había logrado más de una vez—, significaría mucho para ella.

Entretanto, en el baño, Janice se peleaba ruidosamente con la cortina de la ducha, fingiendo —al parecer— que la mataban a puñaladas.

—No sé —respondí, procurando evitar que se oyeran los gritos de mi hermana—, ahora mismo todo es… un caos.

—Tal vez lo que necesitas es un fin de semana tranquilo —me propuso Alessandro—. Eva María cuenta contigo. Ha invitado a mucha gente. Personas que conocían a tus padres.

—¿En serio? —inquirí, dejando que la curiosidad se apoderase de mi débil voluntad.

—Te recojo a la una, ¿vale? —espetó, optando por interpretar mi titubeo como un sí—. Te prometo que responderé a todas tus preguntas por el camino.

Pensaba que Janice me montaría el número cuando volviera a la habitación, pero no fue así.

—Haz lo que quieras —dijo sin más, encogiéndose de hombros como si le diera igual—, pero luego no digas que no te lo advertí.

—Para ti es muy fácil, ¿verdad? —Me senté al borde de la cama, de pronto exhausta—. Tú no eres Julieta.

—Ni tú tampoco —repuso ella, sentándose a mi lado—. Sólo una mujer que tuvo una madre rara. Como yo. Mira… —me rodeó con el brazo—, sé que quieres ir a esa fiesta. Ve. Sólo espero…, confío en que no te tomes muy en serio todo el rollo de Romeo y Julieta. Shakespeare no te creó, y no le perteneces. Eres dueña de ti misma.

Más tarde, nos tumbamos en la cama y repasamos una vez más el cuaderno de mamá. Ahora que ya conocíamos la historia de la estatua, sus bocetos del hombre con la mujer en brazos tenían sentido, pero seguíamos sin ver nada en el cuaderno que indicase la ubicación de la tumba. Casi todas la páginas estaban llenas de bocetos y garabatos. Sólo una era distinta: tenía un borde de rosas de cinco pétalos y una cita de Romeo y Julieta escrita con una bonita caligrafía:

Y lo oscuro que pueda contenerse en tu libro está escrito sobre el margen de mis ojos.

Resultó ser la única cita explícita de Shakespeare de todo el cuaderno, y nos hizo pensar.

—Eso lo dice de Paris la madre de Julieta —observé—. Pero está mal. No es «tu libro», ni «mis ojos», sino «en libro tal» y «sus ojos».

—A lo mejor se confundió —propuso Janice.

La miré furiosa.

—¿Con Shakespeare? ¿Mamá? Lo dudo. Creo que lo hizo a propósito. Trataba de decirle algo a alguien.

Se incorporó. Siempre le habían gustado los acertijos y los secretos y, por primera vez desde la llamada de Alessandro, parecía entusiasmada de verdad.

—¿Y qué quería decir? Que, aunque haya alguien «oscuro», podemos encontrarlo, ¿no?

—Habla de un «libro», y de un «margen». Me suena a obra escrita.

—No sólo uno, dos —señaló Janice—: El nuestro y el suyo. Llama sus ojos a su libro. Eso me suena mucho a cuaderno de dibujo… —dio un golpecito en el cuaderno—, como éste. ¿No te parece?

—Pero no hay nada escrito en el margen… —Empecé a pasar las hojas del cuaderno y, de pronto, por primera vez, las dos reparamos en los números anotados, aparentemente al azar, abajo, en los bordes de las páginas—. ¡Madre mía, tienes razón! ¿Cómo no lo hemos visto antes?

—Porque no lo buscábamos —respondió quitándome el cuaderno—. Si estos números no son referencias de páginas y versos, puedes llamarme Ishmael.

—¿Páginas y versos de qué? —inquirí.

Caímos en la cuenta a la vez. Si el cuaderno era su libro, la edición de bolsillo de Romeo y Julieta —el único otro libro del cofre— era el nuestro, y los números de páginas y versos tenían que ser de pasajes concretos de la obra de Shakespeare. Qué propio.

Las dos nos lanzamos a por el cofre, pero no encontramos en él lo que buscábamos. Entonces supimos qué era lo que había desaparecido esa tarde: el tiñoso volumen.

Janice siempre había sido dormilona. Me repateaba que, cuando le sonaba el despertador, siguiera durmiendo sin alargar siquiera el brazo para pararlo. Nuestros cuartos estaban uno enfrente del otro y dormíamos con la puerta entreabierta. Tía Rose, desesperada, recorrió varias veces la ciudad en busca de un despertador lo bastante monstruoso para sacar a mi hermana de la cama y ponerla en marcha. Nunca lo consiguió. Yo tuve uno rosa, chiquitín, de la Bella Durmiente hasta que empecé a ir a la universidad; Janice, en cambio, terminó con un artilugio industrial, que Umberto había tuneado en la cocina con unas pinzas y que sonaba como la alarma de evacuación de una central nuclear. Aun así, sólo me despertaba a mí, por lo general con un alarido de pánico.

La mañana después de nuestra cena con el maestro Lippi, me sorprendió verla despierta en la cama, contemplando los primeros rayos de sol que se colaban por las contraventanas.

—¿Pesadillas? —le pregunté, pensando en los fantasmas anónimos que se habían pasado la noche persiguiéndome en mi sueño por un castillo parecido a la catedral de Siena.

—No podía dormir —respondió volviéndose hacia mí—. Voy a ir a la casa de mamá.

—¿Cómo? ¿Vas a alquilar un coche?

—No, voy a recuperar la moto. —Aunque meneó las cejas, no la vi muy convencida—. El sobrino de Peppo lleva el depósito de la grúa. ¿Vienes? —Noté que ya sabía que no iría.

Cuando Alessandro vino a recogerme a la una en punto, estaba sentada en los escalones de entrada al hotel con un bolso de fin de semana a los pies, coqueteando con el sol que pasaba por entre las ramas del magnolio. Al ver aparecer su coche se me aceleró el corazón; quizá porque era Romeo, quizá porque se había colado en mi habitación una o dos veces, o quizá sencillamente porque —como decía Janice— me faltaba un hervor. Podría haber culpado de todo al agua de Fontebranda pero, en realidad, mi locura, mi pazzia, había empezado hacía tiempo, mucho tiempo. Seiscientos años antes por lo menos.

—¿Qué te ha pasado en las rodillas? —preguntó acercándose por el caminito que tenía delante de mí, vestido con unos vaqueros y una camisa remangada, nada medieval. Hasta Umberto habría tenido que admitir que Alessandro inspiraba mucha confianza a pesar de su atuendo desenfadado, claro que Umberto era —en el mejor de los casos— un sinvergüenza, con lo que no tenía por qué seguir rigiéndome por su código ético.

El recuerdo de Umberto me provocó una pequeña punzada en el corazón; ¿por qué todas las personas que me importaban —con la salvedad quizá de tía Rose, que casi era adimensional— tenían siempre un lado oscuro?

Aparcando aquellos pensamientos tristes, me estiré la falda para tapar la evidencia de mi episodio del día anterior en los bottini.

—Un tropiezo con la realidad.

Alessandro me miró intrigado pero no dijo nada. Se agachó a coger mi bolso de viaje y, por primera vez, le vi el águila de Marescotti en el antebrazo. Y pensar que había estado siempre ahí, mirándome a la cara mientras bebía de sus manos en Fontebranda. Claro que el mundo estaba lleno de aves, y yo no era precisamente una experta.

Se me hizo extraño volver a sentarme en su coche, esta vez en el asiento del acompañante. Habían sucedido muchas cosas desde mi llegada a Siena con Eva María —algunas agradables, otras todo lo contrario—, gracias en parte a él. Mientras salíamos de la ciudad, un tema, sólo uno, me abrasaba la lengua, pero no encontraba valor para abordarlo. Tampoco se me ocurría mucho más de que hablar que no nos llevara de nuevo a la madre de todas las preguntas: ¿por qué no me había dicho que era Romeo?

Como es lógico, tampoco yo se lo había contado todo. De hecho, apenas le había contado nada de mis —ciertamente penosas— pesquisas sobre la estatua de oro, y nada de nada de Umberto y de Janice, pero al menos le había dicho quién era desde el principio, y había sido él quien había decidido no creerme. Claro que yo sólo le había contado que era Giulietta Tolomei para evitar que descubriera a Juliet Jacobs, así que tampoco contaba mucho a mi favor en la gran balanza de la culpa.

—¡Qué callada estás hoy! —dijo mirándome de reojo mientras conducía—. Tengo la sensación de que es por mi culpa.

—Al final no me contaste lo de Carlomagno —repuse, dando carpetazo a mi conciencia por un rato.

—¿Es eso? —Rio—. Tranquila, para cuando lleguemos a Val d’Orcia, sabrás más de mí y de mi familia de lo que pueda apetecerte. Pero, primero, dime qué sabes ya, para que no lo repita.

—¿Te refieres a lo que sé de los Salimbeni? —Traté en vano de explorar su reacción.

Como sucedía siempre que mencionaba a los Salimbeni, me dedicó una sonrisa torcida. Ahora, claro está, ya sabía por qué.

—No, háblame de tu familia, los Tolomei. Cuéntame lo que sepas de lo ocurrido en 1340.

Y eso hice. En un rato, le conté la historia que había recompuesto a partir de la confesión de fray Lorenzo, las cartas de Giulietta a Giannozza y el diario del maestro Ambrogio, y no me interrumpió ni una sola vez. Al llegar al drama de Rocca di Tentennano, me pregunté por un instante si debía mencionar la historia italiana de la posesa señora Mina y la maldición de fray Lorenzo, pero opté por no hacerlo. Era demasiado rara, demasiado deprimente y, además, no quería volver a abordar el tema de la escultura y de las gemas después de haberle negado que supiese algo cuando me lo había preguntado por primera vez en la comisaría de policía.

—Así murieron —concluí—, en Rocca di Tentennano. No por efecto de daga y veneno, sino por un somnífero y una lanzada en la espalda. Fray Lorenzo fue testigo.

—¿Y cuánto de eso te has inventado? —me vaciló Alessandro.

—Un poco aquí y otro allá. —Me encogí de hombros—. Lo justo para rellenar los huecos. Me ha parecido que así resultaría más ameno; lo esencial no cambia… —Al mirarlo, lo vi hacer una mueca—. ¿Qué?

—Lo esencial no es lo que la mayoría de la gente piensa —dijo—. A mi juicio, tu historia, y la de Romeo y Julieta, no es una historia de amor, sino de política, y el mensaje es sencillo: cuando los mayores se pelean, son los jóvenes los que mueren.

—Eso no es nada romántico —comenté riendo.

Alessandro se encogió de hombros.

—Shakespeare tampoco lo veía romántico. Mira cómo los retrata. Romeo es un llorón, y es Julieta la verdadera heroína. Piénsalo bien. Él se bebe el veneno. ¿Qué hombre se envenena? Es ella la que se apuñala con la daga. Como lo haría un hombre.

No pude evitar reírme de él.

—Quizá eso sea cierto en el Romeo de Shakespeare, pero el auténtico Romeo Marescotti no era ningún llorón. Los tenía bien puestos. —Me volví para observar su reacción y lo pillé sonriendo—. No me extraña nada que Giulietta lo amara.

—¿Cómo sabes tú que lo amaba?

—¿No es evidente? —repliqué, poniéndome de mal humor—. Lo amaba tanto que, cuando Niño intentó seducirla, se suicidó para seguir siendo fiel a Romeo, aunque ellos no habían…, bueno, ya sabes. —Lo miré, mosqueada al ver que aún sonreía—. Te parece ridículo ¿no?

—¡Del todo! —dijo Alessandro mientras acelerábamos para adelantar a otro coche—. Piénsalo bien. Niño no era tan malo…

—¡Niño era espantoso!

—A lo mejor era espantosamente bueno en la cama —replicó—. ¿Por qué no probar? Siempre podría haberse suicidado a la mañana siguiente.

—¿Cómo puedes decir eso? —protesté, indignada—. ¡No me creo que lo digas en serio! Si tú fueras Romeo, no querrías que Julieta… ¡catase a Paris!

Soltó una carcajada.

—¡Venga ya! ¡Si fuiste tú misma la que dijo que yo era Paris! Rico, guapo y malvado. Claro que quiero que Julieta me cate. —Me miró de reojo y sonrió, disfrutando de mi cabreo—. ¿Qué clase de Paris sería si no lo hiciese?

Volví a estirarme la falda.

—¿Y cuándo tienes previsto que eso suceda?

—¿Qué tal ahora mismo? —dijo él, aminorando la marcha.

Había estado demasiado absorta en nuestra charla para prestarle atención al recorrido, pero de pronto descubrí que ya habíamos dejado la autopista hacía un rato y rodábamos despacio por un camino de tierra desierto flanqueado por descuidados cedros. Terminaba de pronto al pie de un monte elevado, pero Alessandro, en lugar de dar media vuelta, se metió en un aparcamiento vacío y detuvo el coche.

—¿Aquí es dónde vive Eva María? —grazné, incapaz de ver una sola casa por la zona.

—No —respondió saliendo del coche y cogiendo una botella y dos copas del maletero—, esto es Rocca di Tentennano. Bueno…, lo que queda de ello.

Subimos el monte hasta la base misma de la fortaleza en ruinas. Sabía por la descripción de Ambrogio que el edificio había sido colosal en su tiempo; él lo había llamado «un peñasco imponente, nido gigante de temibles depredadores, esas aves antiguas, devoradoras de hombres». No costaba imaginar cómo había sido en su día, porque parte de la inmensa torre seguía en pie y, aun en su decadencia, se alzaba imponente, como recordándonos el poder que había tenido.

—Impresionante —dije tocando el muro.

Noté caliente el ladrillo, muy distinto, seguro, de cómo lo sintieron Romeo y fray Lorenzo aquella fatídica noche invernal de 1340. El contraste entre pasado y presente era allí más patente que nunca. En la Edad Media, la cima del monte bullía de actividad; ahora estaba tan silenciosa que se oía el alegre zumbido de los insectos. Sin embargo, en la hierba que nos rodeaba había algún que otro resto de ladrillo recién caído, como si el antiquísimo edificio —abandonado a su suerte hacía años— siguiera inflándose silencioso, como el pecho de un gigante dormido.

—Lo llamaban «la isla» —me explicó, paseando—. L’isola. El viento sopla aquí con mucha fuerza, pero hoy no. Hemos tenido suerte.

Lo seguí por un caminito rocoso. Entonces reparé en la espectacular vista de Val d’Orcia, vestida de los atrevidos colores del verano. Alrededor se extendían luminosos campos amarillos y verdes viñedos, y de vez en cuando se veía algún pedazo azul o rojo, donde las flores tomaban la frondosa campiña. Altos cipreses bordeaban los caminos que serpenteaban en el paisaje y, al final de cada uno, se levantaba una granja. Era el tipo de vista que me hacía anhelar no haber dejado la clase de dibujo artístico en el último año de secundaria sólo porque Janice había amenazado con apuntarse.

—No había quien escapara de los Salimbeni —observé, tapándome el sol con la mano—. Sabían bien cómo elegir un emplazamiento.

—Tiene una gran importancia estratégica —asintió—. Desde aquí, controlas el mundo.

—O al menos una parte.

—La parte que merece la pena controlar —dijo encogiéndose de hombros.

Mientras me guiaba, lo vi muy cómodo en aquel entorno natural, cargando con las copas y la botella de prosecco, sin prisa aparente por descorcharla. Cuando paró junto a un pequeño hoyo invadido de hierbajos y me miró —sonriendo con un orgullo infantil—, noté que se me anudaba la garganta.

—Déjame adivinar… —dije envolviéndome en mis propios brazos, aunque apenas soplaba la brisa—, aquí traes a todos tus ligues. Te advierto que a Niño no le salió muy bien.

Se mostró ofendido.

—¡No! Te equivocas. Mi tío me trajo aquí de niño —señaló con la cabeza los arbustos y los cantos rodados—. Luchamos a espada aquí mismo…, mi prima Malena y yo. —Quizá consciente de que su gran secreto podía empezar a desvelarse por el final, se interrumpió bruscamente y, en su lugar, dijo—: Desde entonces, siempre he querido volver.

—Pues ya has tardado —señalé, sabiendo bien que me traicionaban los nervios y que aquello no iba a ayudarnos a ninguno de los dos—. No me quejo, ¿eh? Esto es precioso. El lugar perfecto para una celebración. —Al ver que no contestaba, me quité los zapatos y di unos pasos descalza—. Por cierto, ¿qué celebramos?

Ceñudo, se volvió a contemplar el paisaje y noté que le costaba soltar lo que quería decir. Cuando al fin me miró, el gesto risueño al que ya estaba tan acostumbrada había desaparecido de su rostro; lo había reemplazado uno de absoluta desazón.

—He pensado que es hora de empezar de cero —dijo sereno.

—¿Quién va a empezar de cero?

Por fin dejó la botella y las copas sobre la hierba alta y se acercó a mí.

—Giulietta —me dijo en voz baja—, no te he traído aquí para hacer de Niño. Ni de Paris. Te he traído aquí porque aquí fue donde terminó todo. —Me acarició el rostro con veneración, como el arqueólogo que encuentra al fin el valioso objeto que se ha pasado la vida buscando—. Me ha parecido un buen sitio para empezar de cero. —Sin saber cómo interpretar mi reacción, añadió angustiado—: Siento no haberte dicho la verdad antes. Confiaba en no tener que hacerlo. No parabas de preguntar por Romeo, y yo esperaba que… —sonrió triste— me reconocieras.

Aunque ya sabía lo que quería contarme, con su solemnidad y la tensión del momento, me impactó de verdad, me llegó al alma, me afectó más que si hubiese llegado allí —y escuchado su confesión— sin saber nada en absoluto.

—Giulietta… —intentó mirarme a los ojos, pero no se lo permití.

Había esperado ansiosa esa conversación desde el descubrimiento de su verdadera identidad, y ahora que al fin estaba ocurriendo, quería oírselo decir una y otra vez. Pero, como había pasado un auténtico calvario durante los últimos días —aunque él no lo supiera—, necesitaba hacerlo sufrir un poco.

—Me has mentido.

En lugar de retroceder, se acercó más a mí.

—Nunca te he mentido sobre Romeo. Te dije que no era el hombre que tú creías.

—Y que me mantuviese alejada de él —le recordé—. Dijiste que me iría mejor con Paris.

Mi acusación lo hizo sonreír.

—Fuiste tú quien me dijo que yo era Paris…

—¡Y tú me dejaste que lo creyera!

—Sí. —Me acarició despacio la barbilla, como preguntándose por qué no sonreía—. Porque era lo que querías. Querías que fuese el enemigo. Sólo así podías relacionarte conmigo.

Abrí la boca para protestar, pero me di cuenta de que tenía razón.

—Llevo mucho tiempo esperando mi momento —prosiguió, consciente de que me tenía en el bote—. Y he pensado… Ayer, en Fontebranda, me pareció verte contenta. —Posó el pulgar en la comisura de mi boca—. Me pareció… que yo te gustaba.

Se hizo el silencio. Sus ojos confirmaban todo cuanto acababa de decirme y me rogaban una respuesta, pero, en lugar de hablar en seguida, le puse una mano en el pecho, y, al notar en ella el cálido latido de su corazón, un gozo absoluto e irracional bulló en mi interior, en algún lugar de cuya existencia ni siquiera era consciente, un gozo que al fin hallaba su vía de escape.

—Me gustas.

Jamás sabré cuánto duró el beso. Fue uno de esos momentos que no pueden cuantificarse aunque uno quiera, pero, al volver de ese remoto paraíso, todo era infinitamente mejor, como si el universo hubiera sufrido una transformación integral desde la última vez que lo había visto… O tal vez nunca lo había visto bien.

—Me alegro mucho de que seas Romeo —le susurré con la frente pegada a la suya—, pero, aunque no lo hubieras sido…

—Aunque no lo hubiera sido, ¿qué?

Lo miré avergonzada.

—Sería feliz de todos modos. —Rio, consciente de que había estado a punto de decir algo mucho más revelador.

—Ven… —me sentó en la hierba, a su lado—, que me lías y se me olvida mi promesa. ¡Eso se te da de miedo!

Lo observé allí sentado, decidido a ordenar sus ideas.

—¿Qué promesa?

—La de hablarte de mi familia —repuso, resignado—. Quiero contártelo todo…

—No hace falta que me lo cuentes todo —lo interrumpí, montando en su regazo—. Ahora no.

—¡Pero… espera un momento! —Trató en vano de pararme las manos traviesas—. Primero tengo que contarte lo de…

—¡Chis! —le tapé la boca con los dedos—. Primero tienes que volver a besarme.

—… Carlomagno…

—Puede esperar… —Retiré los dedos y le di un beso lento que no dejó lugar a dudas—. ¿No te parece?

Me miró con el gesto de un guerrero solitario ante un ejército de bárbaros.

—Pero quiero que sepas dónde te estás metiendo.

—Tranquilo —le susurré—, creo que sé dónde me estoy metiendo…

Tras resistirse durante tres nobles segundos, su voluntad flaqueó y me apretó contra sí tanto como permitía el decoro italiano.

—¿Seguro? —Al poco estaba tendida boca arriba sobre un lecho de tomillo silvestre, riendo de sorpresa—. Bueno… —me miró muy serio—, confío en que no esperes versos rimados.

—Lástima que Shakespeare no escribiese indicaciones para la escena —dije riendo.

—¿Por qué? —Me besó con ternura en el cuello—. ¿En serio crees que el bueno de William era mejor amante que yo?

Al final no fue mi pudor femenino lo que puso fin a la diversión, sino el inoportuno fantasma de la caballerosidad sienesa.

—¿Sabías que a Colón le llevó seis años descubrir América? —gruñó Alessandro, inmovilizándome los brazos para que no le desabrochara la camisa. Mientras se alzaba sobre mí, todo contención, el misil se disparó entre los dos como un péndulo.

—¿Cómo tardó tanto? —pregunté, saboreando su esfuerzo con el cielo azul de fondo.

—Era un caballero italiano, no un conquistador —replicó, más que nada para sí.

—Iba a por el oro, como todos —repuse, intentando besarle la mandíbula apretada.

—Al principio, a lo mejor. Pero luego… —alargó el brazo para recolocarme la falda— descubrió lo mucho que le gustaba explorar la costa y familiarizarse con aquella cultura nueva.

—Seis años es mucho tiempo —protesté, en absoluto dispuesta a claudicar tan pronto—. Demasiado.

—No. —Sonrió a la tentación—. Seiscientos años es mucho tiempo. Así que puedes esperar media hora más a que te cuente mi historia.

Cuando fuimos a tomarnos el prosecco, ya estaba caliente, pero fue la mejor copa de vino que había probado en la vida. Me supo a miel y a hierbas silvestres, a amor y a planes frívolos, y allí sentada, apoyada en Alessandro, que a su vez descansaba sobre una piedra, casi pude creer que la mía sería una vida larga y llena de alegrías, y que al fin podría olvidarme de mis fantasmas.

—Sé que aún estás disgustada conmigo por no haberte dicho quién era —comentó acariciándome el pelo—. Tal vez piensas que temía que te enamoraras del nombre y no del hombre, pero lo cierto es que fue al revés. Temía, y aún temo, que, al saber mi historia, la de Romeo Marescotti, desearas no haberme conocido nunca.

Abrí la boca para protestar, pero no me dejó hacerlo.

—Todo lo que tu primo Peppo dijo de mí… es cierto. Seguro que los psicólogos podrían explicarlo con unos gráficos, pero en mi casa no hacemos caso de los psicólogos, ni de nadie. Nosotros, los Marescotti, tenemos nuestras propias teorías, y estamos tan convencidos de que son las acertadas que, como tú dices, se convierten en los dragones que guardan nuestra torre y no dejan entrar ni salir a nadie. —Hizo una pausa para rellenarme la copa—. El resto para ti, que yo tengo que conducir.

—¿Conducir? —reí—. ¡Eso no parece propio del Romeo Marescotti del que me habló Peppo! Creía que eras un imprudente. ¡Qué decepción!

—Tranquila… —Me estrechó entre sus brazos—. Te compensaré de otras formas.

Mientras sorbía mi vino, me habló de su madre, que se quedó embarazada a los diecisiete y no quiso decir quién era el padre. Como es lógico, el suyo —el anciano Marescotti, abuelo de Alessandro— se puso hecho un basilisco y la echó de casa. Ella se fue a vivir con la amiga de la infancia de su madre, Eva María Salimbeni. Cuando Alessandro nació, Eva María quiso ser su madrina, y fue ella quien insistió en que al niño se lo bautizara con el nombre tradicional de la familia, Romeo Alessandro Marescotti, aunque sabía que el anciano echaría espumarajos por la boca cuando se enterara de que un bastardo llevaba su apellido.

Al final, en 1977, la abuela de Alessandro logró convencer a su abuelo para que dejara que su hija y su nieto volvieran a Siena por primera vez desde el nacimiento de él, y se bautizó al niño en la fuente del Aquila justo antes del Palio. Sin embargo, ese año la contrada perdió los dos Palios de forma dramática, y el anciano Marescotti quiso buscar un culpable. Cuando se enteró de que su hija había llevado al niño a ver las cuadras antes de la carrera —y le había dejado tocar el caballo— se empeñó en que ésa era la razón de la derrota: el pequeño bastardo había traído mala suerte a toda la contrada.

Furibundo, le dijo a su hija que cogiera al pequeño, volviera a Roma y no regresara a casa hasta que hubiese encontrado marido. Y eso hizo. Volvió a Roma y encontró marido, un buen hombre que era carabiniere. Aquel hombre dejó que Alessandro llevase su apellido, Santini, y lo educó como a sus otros hijos, con disciplina y amor. Así fue cómo Romeo Marescotti se convirtió en Alessandro Santini.

De todos modos, todos los veranos, Alessandro tenía que pasar un mes en la granja de sus abuelos en Siena, para conocer a sus primos y alejarse de la gran ciudad. Aquello no fue idea del abuelo —ni de su madre—, sino fruto de la insistencia de su abuela. Lo único de lo que no logró convencer al anciano Marescotti fue de que lo dejase asistir al Palio. Iban todos —primos, tíos, tías—, pero Alessandro tenía que quedarse en casa, porque su abuelo temía que diese mala suerte al caballo del Aquila. O eso decía. De modo que se quedaba en la granja solo y organizaba su propio Palio montando el viejo caballo de labranza. Más adelante aprendió a arreglar motos, y su Palio fue casi tan peligroso como el de verdad.

Alessandro terminó no queriendo volver a Siena porque, siempre que iba allí, el abuelo lo atormentaba con comentarios sobre su madre, que, como es lógico, no lo visitaba. Así que acabó sus estudios, ingresó en la policía, como su padre y sus hermanos, e hizo todo lo posible por olvidar que era Romeo Marescotti. Desde entonces se hizo llamar únicamente Alessandro Santini, y viajó todo lo lejos que pudo de Siena, con las misiones de paz que le proponían en otros países. Así fue a parar a Iraq, donde perfeccionó su inglés discutiendo con los soldados estadounidenses y se libró por los pelos de salir volando cuando los insurgentes estrellaron un camión repleto de explosivos contra la central de los carabinieri en Nassiriyah. Cuando volvió por fin a Siena, no le dijo a nadie que estaba allí, ni siquiera a su abuela, pero la víspera del Palio fue a las cuadras de la contrada. No lo tenía previsto; no pudo resistirse. Su tío estaba allí, custodiando el caballo, y cuando Alessandro le dijo quién era, se emocionó tanto que le dejó tocar el giubbetto amarillo y negro —la chaqueta del jinete— para que le diera buena suerte.

Por desgracia, durante el Palio del día siguiente, el jinete de la Pantera, la contrada rival, agarró al del Aquila por esa misma chaqueta y ralentizó tanto al caballo que perdieron la carrera.

Llegados a este punto de la historia, no pude evitar volverme para mirar a Alessandro.

—No debiste de pensar que era culpa tuya, ¿no?

Se encogió de hombros.

—¿Qué iba a pensar? Que le había dado gafe a nuestro giubbetto y habíamos perdido. Hasta mi tío lo dijo. No hemos vuelto a ganar un Palio desde entonces.

—Venga ya… —empecé.

—¡Chis! —Me tapó la boca con la mano—. Tú escucha. Desaparecí una larga temporada y apenas hace unos años que volví a Siena. Justo a tiempo. Mi abuelo estaba muy cansado. Recuerdo que estaba sentado en un banco, contemplando las viñas, y no me oyó hasta que le puse una mano en el hombro. Se volvió, me miró y se echó a llorar de alegría. Aquél fue un día genial. Hubo una gran comida y mi tío dijo que no volverían a dejarme ir. Al principio no estaba seguro de querer quedarme en la ciudad; nunca había vivido en Siena, y tenía muy malos recuerdos. Además, sabía que chismorrearían sobre mí si averiguaban quién era: la gente no olvida el pasado. Así que empecé por pedir un permiso. Pero entonces ocurrió algo. Corrimos en el Palio de julio y ésa fue una de nuestras peores carreras de todos los tiempos. En toda la historia del Palio, dudo que ninguna otra contrada haya perdido de ese modo, íbamos a la cabeza desde el principio, pero, en la última curva, nos adelantaron los de la Pantera y ganaron. —Suspiró al revivir el momento—. No hay peor forma de perder el Palio. Nos llevamos un disgusto. Luego tuvimos que defender nuestro honor en el Palio del mes de agosto y a nuestro fantino, nuestro jinete, lo penalizaron. Nos penalizaron a todos. No podíamos correr al año siguiente, ni al otro; nos habían sancionado. Llámalo política si quieres, pero para mi familia fue algo más que eso.

»Mi abuelo se disgustó tanto que le dio un infarto de pensar que el Aquila no podría correr en el Palio en los dos años siguientes. Tenía ya ochenta y siete años. Tres días después, falleció. —Alessandro hizo una pausa y miró hacia otro lado—. Pasé con él esos tres días. Estaba furioso consigo mismo por haber perdido tantísimo tiempo, y quería mirarme a los ojos todo lo posible. Al principio pensé que se había enfadado conmigo por haber vuelto a llevarles la mala suerte, pero entonces me dijo que no era culpa mía, sino suya, por no haberlo entendido antes.

—¿Entender el qué? —tuve que preguntar.

—A mi madre. Sabía que lo que le había pasado a ella tenía que pasarle. Mi tío tenía cinco hijas, ningún hijo. Soy el único nieto que lleva el apellido de la familia porque mi madre no estaba casada cuando yo nací, y a mí me pusieron su apellido. ¿Lo entiendes?

Me incorporé.

—¿Qué clase de machismo asqueroso…?

—¡Giulietta, por favor! —Tiró de mí para que volviera a apoyarme en su hombro—. Nunca comprenderás esto si no escuchas. Lo que mi abuelo entendió fue que había un mal antiguo que había despertado después de muchas generaciones y me había elegido a mí por mi nombre.

Se me erizó el vello de los brazos.

—¿Elegido… para qué?

—Ahora… —dijo volviendo a rellenarme la copa— es cuando viene lo de Carlomagno.