VI. II

La maldición del muro Siena, 1370

Hay un relato que no muchos conocen, pues lo ocultaron las ilustres familias implicadas. Comienza con santa Catalina, conocida desde niña por sus poderes especiales. Gente de toda Siena acudía a ella con dolores y padecimientos, y ella los curaba con sus manos. De mayor, pasaba casi todo su tiempo cuidando de los enfermos del hospital situado junto a la catedral de Siena, el Santa María della Scala, donde tenía un cuarto propio con una cama.

Un buen día le pidieron que fuera al palazzo Salimbeni y, al llegar, vio que todos estaban muy preocupados. Cuatro noches antes, le contaron, se había celebrado allí una gran boda, la de la hermosa Mina, de los Tolomei. El banquete había sido fantástico, porque el novio era uno de los hijos de Salimbeni, y las dos familias se habían reunido allí a celebrar una paz ya muy larga.

Pero, cuando el novio se dirigió a su alcoba nupcial a medianoche, la novia no estaba. Preguntó a los criados, pero ninguno la había visto, y empezó a asustarse. ¿Qué le habría pasado a su Mina? ¿Habría huido?, ¿o la habrían secuestrado los enemigos? Pero ¿quién se atrevería a hacerles algo así a los Tolomei y a los Salimbeni? Imposible. El novio la buscó por todas partes, arriba, abajo, preguntó a los criados, a los guardias, pero todos le decían que Mina no podía haber salido sin ser vista. ¡Su corazón también le decía que no podía ser! Él era joven, bueno y guapo. Ella jamás huiría de él. El joven Salimbeni se lo contó a su padre, y al de ella, y la casa entera empezó a buscar a Mina.

La buscaron durante horas —en las alcobas, en las cocinas, incluso entre los criados—, hasta que empezó a cantar la alondra y al fin se rindieron. Pero, al nacer el nuevo día, la abuela más anciana de la boda, la señora Cecilia, bajó y los encontró allí sentados, hablando entre lágrimas de declararle la guerra a tal o a cual. La anciana los escuchó y les dijo:

—Tristes caballeros, venid conmigo, yo hallaré a Mina. Hay un lugar en la casa donde no habéis mirado y presiento que está allí.

La señora Cecilia los llevó abajo, a lo más profundo de la tierra, a las antiguas mazmorras del palazzo Salimbeni, les mostró que las puertas se habían abierto con las llaves de la casa que se le habían entregado a la novia durante la ceremonia nupcial, y les dijo que aquéllos eran los pasadizos que nadie había pisado en muchos años por miedo a la oscuridad. Los ancianos de la boda se asustaron mucho, porque no podían creer que a la novia se le hubieran dado las llaves de esas puertas secretas, y se enfadaron y se espantaron cada vez más, pues sabían que había mucha oscuridad allí abajo, y que habían ocurrido muchas cosas en el pasado, antes de la Peste, que era mejor olvidar. Así que allí fueron todos atónitos, los grandes hombres, detrás de la señora Cecilia, con sus antorchas.

Al fin llegaron a un cuarto usado para castigos en otros tiempos. La señora Cecilia se detuvo, los hombres también, y entonces oyeron llorar a alguien. Sin dudarlo, el novio entró corriendo con su antorcha y, cuando la luz iluminó el fondo de la celda, vio allí a su esposa, en el suelo, con su fino camisón azul. Temblaba de frío y estaba tan asustada que gritó al ver a los hombres porque no reconocía a ninguno, ni siquiera a su propio padre.

Como es lógico, la levantaron y la subieron a la casa, donde había luz; la arroparon con una manta de lana y le ofrecieron agua para beber y cosas ricas para comer, pero Mina no dejaba de estremecerse y lo rechazaba todo. Su padre intentó hablar con ella, pero ella volvió la cabeza y ni siquiera quiso mirarlo. Finalmente, el pobre hombre la cogió por los hombros y le dijo:

—¿No recuerdas que eres mi pequeña Mina?

Pero ella lo apartó de sí con un gesto de desdén y, con una voz que no era la suya, oscura como la muerte, le respondió:

—No, yo no soy tu Mina. Mi nombre es Lorenzo.

Ambas familias se horrorizaron al ver que la joven había perdido el juicio. Las mujeres empezaron a rezarle a la Virgen y los hombres comenzaron a acusarse unos a otros de malos padres, malos hermanos, y de haber tardado tanto en encontrar a la pobre Mina. La única que mantuvo la calma fue la señora Cecilia, que se sentó al lado de la muchacha, le acarició el pelo e intentó que volviera a hablar.

Pero Mina se mecía de atrás adelante y no quería mirar a nadie, hasta que la anciana al fin le dijo:

—Lorenzo, Lorenzo, querido, soy Cecilia. ¡Sé lo que te hicieron!

Por fin Mina miró a la anciana y se echó a llorar otra vez. Cecilia la abrazó y la dejó llorar, durante horas, hasta que ambas se quedaron dormidas en el lecho nupcial. Mina durmió tres días enteros, y tuvo sueños, sueños terribles, y despertó a toda la casa con sus gritos, por lo que las familias decidieron llamar a santa Catalina.

Una vez informada de lo sucedido, santa Catalina entendió que la señora Mina estaba poseída por un espíritu. Pero no tuvo miedo. Se quedó sentada junto a la cama de la joven toda la noche y rezó sin pausa y, cuando Mina despertó por la mañana, ya recordaba quién era.

La casa entera se regocijó y todos elogiaron a santa Catalina, que los reprendió y les dijo que los elogios eran sólo para Cristo. Sin embargo, aun en su gran dicha, Mina seguía atribulada y, cuando le preguntaron qué le preocupaba, les contestó que tenía un mensaje para ellos, de Lorenzo, y que no descansaría hasta que se lo transmitiera. Como es lógico, todos se espantaron al oírla hablar otra vez de Lorenzo, el espíritu que la había poseído, pero le dijeron:

—Muy bien, estamos preparados para oír el mensaje.

Sin embargo, Mina no recordaba el mensaje, y se echó a llorar de nuevo horrorizándolos a todos. Quizá hubiera vuelto a perder el juicio, se preocuparon.

Entonces, la sabia santa Catalina le dio a Mina pluma y tinta y le dijo:

—Querida, deja que Lorenzo escriba el mensaje con tu mano.

—¡Yo no sé escribir! —replicó Mina.

—No —le dijo santa Catalina—, pero, sí Lorenzo sabe, su mano guiará la tuya.

Así que Mina cogió la pluma y permaneció un rato sentada esperando a que su mano se moviera, mientras la santa rezaba por ella. Al fin, se levantó sin mediar palabra, salió del cuarto, y enfiló la escalera como una sonámbula y bajó hasta el sótano con el resto detrás de ella. Al llegar a la celda donde la habían encontrado, se acercó a la pared y empezó a pasear el dedo por ella, como si escribiera; los hombres se aproximaron con antorchas para ver lo que hacía y le preguntaron qué escribía, pero Mina les dijo:

—¡Leedlo! —Cuando ellos le contestaron que lo que escribía era invisible, ella replicó—: No, está ahí, ¿no lo veis?

Santa Catalina mandó a un muchacho a por tinte para la ropa del taller del padre y le pidió a Mina que mojara el dedo en el tinte y reescribiera el texto. Mina, que no sabía leer ni escribir, llenó la pared entera, y lo que escribió dejó muertos de miedo a los grandes hombres allí presentes. Éste es el mensaje que el espíritu de Lorenzo hizo escribir a la señora Mina:

Malditas sean vuestras casas.
Pereceréis todos entre sangre y fuego,
vuestros hijos gemirán eternamente bajo una luna furiosa,
hasta que redimáis vuestros pecados y os arrodilléis ante la Virgen
y Giulietta despierte para contemplar a su Romeo.

Cuando Mina hubo terminado de escribir, se desplomó en brazos de su marido, llamándolo por su nombre, y le pidió que se la llevase de allí, pues su tarea había concluido ya. Él así lo hizo y, llorando de alivio, la llevó arriba, a la luz. Mina no volvió a hablar por Lorenzo, pero jamás olvidó lo sucedido y, aunque su padre y su suegro procuraron ocultarle la verdad, hizo cuanto pudo por averiguar quién era Lorenzo y por qué se había manifestado a través de ella.

La señora Mina era una mujer testaruda, una auténtica Tolomei. Cuando su esposo viajaba por negocios, ella pasaba muchas horas con la anciana Cecilia, escuchando historias del pasado y haciendo muchas preguntas y, aunque al principio la anciana tenía miedo, sabía que compartir aquella pesada carga, en lugar de llevarse la verdad a la tumba, le proporcionaría paz interior.

Cecilia le contó a Mina que en el muro en que ella había escrito aquella terrible maldición el joven fray Lorenzo había escrito esas mismas palabras con su sangre muchísimos años antes. Aquélla era la celda en la que lo habían encerrado y torturado hasta su muerte.

—Pero ¿quién? —preguntó Mina, inclinándose sobre la mesa y guardando las manos huesudas de la anciana entre las suyas—. ¿Quién le hizo eso, y por qué?

—Un hombre —respondió Cecilia con la cabeza gacha de pesar— al que hace tiempo que dejé de considerar mi padre.

Ese hombre, le explicó la señora Cecilia, gobernaba la casa de los Salimbeni en la época de la gran plaga, y lo hacía con tiranía. Algunos lo excusaban arguyendo que, de niño, los bandidos de Tolomei habían matado a su madre ante sus ojos, pero eso no justificaba que él hiciera lo mismo. Y eso hacía: era cruel con sus enemigos y duro con su familia. Cuando se cansaba de sus esposas, las encerraba en su finca rural e instruía a los criados para que no les dieran mucho de comer y, tan pronto como morían, volvía a casarse. A medida que envejecía, elegía esposas más jóvenes, pero, al final, ni la juventud lo complacía ya y, desesperado, empezó a obsesionarse con una joven cuyos padres había ordenado matar él mismo. Esa joven se llamaba Giulietta. Aunque Giulietta ya se había prometido en secreto a otro, al parecer, con la bendición de la Virgen, Salimbeni forzó su matrimonio con ella y, al hacerlo, se creó el mayor enemigo que se pueda tener, porque es de todos bien sabido que a la Virgen no le agrada la intromisión de los hombres en sus planes y, como era de esperar, todo aquello terminó en muerte y desgracia. No sólo se mataron los jóvenes amantes, sino que también falleció el primogénito de Salimbeni en el empeño desesperado de defender el honor de su padre.

Por todas aquellas ofensas, Salimbeni arrestó y torturó a fray Lorenzo. Lo responsabilizó de favorecer en secreto el desastroso romance de los jóvenes, e invitó al tío de Giulietta, Tolomei, a presenciar el castigo del fraile insolente que había arruinado su plan de unir a las familias enemigas mediante el matrimonio. Aquéllos eran los hombres a los que Lorenzo había dedicado la maldición del muro: el señor Salimbeni y el señor Tolomei.

Tras la muerte del fraile, Salimbeni enterró el cuerpo bajo el suelo de la celda de tortura, como era costumbre, y pidió a los criados que lavaran la maldición y encalaran el muro de nuevo. Sin embargo, no tardó en descubrir que aquellas medidas no bastaban para deshacer lo ocurrido.

Cuando fray Lorenzo se le apareció en sueños pocas noches después para advertirle que no habría jabón ni cal que borraran la maldición, Salimbeni, presa del pánico, mandó cerrar la vieja celda de tortura para que quedaran allí encerrados sus poderes malignos. Entonces, empezó a oír voces que le decían que estaba maldito y que la Virgen buscaba el modo de castigarlo. Las oía por todas partes: en la calle, en el mercado, en la iglesia…, aun estando solo. Una noche se produjo un enorme incendio en el palacio y creyó que se trataba de la maldición de fray Lorenzo, por la que su familia «perecería entre sangre y fuego».

Fue por entonces cuando llegaron a Siena los primeros rumores de la peste negra. Venían los peregrinos de Oriente con relatos de una plaga terrible que había asolado más pueblos y ciudades que un poderoso ejército, pero muchos pensaron que afectaría sólo a los paganos.

Estaban convencidos de que la Virgen tendería su manto protector sobre Siena —como lo había hecho tantas otras veces— y de que las oraciones y las velas mantendrían a raya aquel mal si llegaba a cruzar el océano.

Cuando empezaron a sucederse los desastres, Salimbeni, que siempre había creído que todo lo bueno que ocurría a su alrededor era fruto de su genialidad, comenzó a pensar que también aquello era obra suya, y a obsesionarse con la idea de que él y sólo él era culpable de que la peste amenazara con llegar a Siena. Presa de esa locura, exhumó los cuerpos de Romeo y Giulietta de la tierra impía en que los había enterrado y les preparó una tumba santísima para acallar las voces de la gente o, mejor dicho, las de su propia cabeza, que lo culpaban de la muerte de dos jóvenes cuyo amor había bendecido el cielo.

Tan empeñado estaba en hacer las paces con el fantasma de fray Lorenzo que pasó muchas noches estudiando la maldición escrita en un pergamino, tratando de encontrar un modo de satisfacer la petición de «redimir sus pecados y arrodillarse ante la Virgen». Incluso pidió ayuda a sabios profesores universitarios sobre cómo conseguir que Giulietta «despertase para contemplar a su Romeo», y fueron ellos quienes finalmente dieron con una solución.

Para librarse de la maldición debía empezar a entender que las riquezas no son buenas, y que un hombre que posee oro no es un hombre feliz. Aceptado eso, no le dolería otorgar grandes sumas de su fortuna a quienes lo ayudasen a redimirse, como los sabios profesores universitarios. Además, un hombre así estaría encantado de encargar una carísima escultura que, sin duda, acabaría con la maldición y le permitiría descansar al fin por las noches, sabedor de que él solo, sacrificando su maldito dinero, había llevado el perdón a toda la ciudad, amén de la salvación de la temida plaga.

La estatua —le dijeron— debía colocarse junto a la tumba de Romeo y Giulietta y recubrirse del oro más puro. Debía representar a los jóvenes amantes de modo que constituyese un antídoto a la maldición de Lorenzo. Salimbeni usaría las joyas de la tiara nupcial de Giulietta como ojos de la escultura: las dos esmeraldas para Romeo, los zafiros para Giulietta. A los pies de la estatua debía figurar la siguiente inscripción:

Aquí yace la fiel Giulietta,
a la que, por amor y misericordia de Dios,
despertará Romeo, su legítimo esposo,
en un instante de gracia absoluta.

De ese modo, Salimbeni pudo recrear artificialmente su resurrección, haciendo posible que los amantes se vieran una vez más y para siempre, y permitiendo que todos los habitantes de Siena contemplaran la escultura y creyeran generoso y piadoso a Salimbeni.

Sin embargo, para favorecer esa impresión, debía hacer perdurar la historia de su liberalidad y encargar un relato que lo exculpara por completo. Sería el de Romeo y Giulietta y tendría que contener mucha poesía y confusión, como todo buen arte, pues un autor avezado que desborda de llamativos engaños capta mucho más la atención que el honrado aburrido.

A quienes, aun así, siguieran proclamando la culpa de Salimbeni, habría que acallarlos poniendo oro en sus manos o acero en sus espaldas, pues sólo deshaciéndose de las malas lenguas podría Salimbeni redimirse a los ojos del pueblo, volver a formar parte de sus oraciones y llegar así a los santos oídos del cielo.

Ésas fueron las encomiendas de los profesores, que Salimbeni quiso llevar a la práctica de inmediato. Primero, siguiendo su consejo, se ocupó de silenciarlos para que no lo difamaran. Después, encargó a un poeta que inventara un relato sobre los desdichados amantes, cuya trágica muerte no era culpa sino de ellos, y que lo divulgaran entre las clases lectoras, no como ficción, sino como verdad vergonzosamente ignorada. Por último encomendó al gran maestro Ambrogio que supervisara la creación de la estatua. Una vez terminada, con las valiosas joyas en las cuencas de los ojos, apostó a cuatro guardias armados en la capilla para que protegiesen a la inmortal pareja a todas horas.

Pero ni la estatua ni los guardias pudieron evitar la peste. La terrible enfermedad asoló Siena durante más de un año, cubriendo de pústulas negras los cuerpos sanos y acabando con casi todo lo que tocaba. Pereció la mitad de la población: por cada uno que vivía, moría otro. No hubo bastantes supervivientes para enterrar a los muertos; las calles se llenaron de podredumbre y quienes aún podían comer morían de inanición.

Cuando acabó, el mundo había cambiado. La historia de la humanidad empezaba de cero, para bien o para mal. Quienes habían logrado sobrevivir estaban demasiado ocupados rehaciendo su vida para prestar atención al arte y a los viejos chismorreos, y la historia de Romeo y Giulietta se convirtió en poco más que un leve eco de otro mundo, recordada alguna vez, fragmentada. Respecto a la tumba, desapareció para siempre bajo una montaña de muerte, y quedaron pocos que conociesen el valor de la estatua. El maestro Ambrogio, que había colocado personalmente las piedras preciosas y sabía lo que eran, fue uno de los miles de sieneses que perdieron la vida como consecuencia de la peste.

Cuando Mina hubo escuchado toda la historia de la anciana Cecilia sobre Lorenzo, decidió que aún podía hacerse algo para aplacar al fantasma del fraile. Y así, un buen día, cuando su amantísimo esposo partió a hacer sus negocios, ordenó a seis criados fornidos que la siguieran al sótano y levantaran el suelo de la celda de tortura.

Como es lógico, a los criados no les entusiasmó la macabra tarea, pero al ver a su señora esperando pacientemente junto a ellos mientras trabajaban, animándolos con promesas de dulces y pasteles, no se atrevieron a protestar.

En el transcurso de la mañana encontraron los huesos, no de una, sino de varias personas. Al principio, el descubrimiento de tanta muerte y tantos abusos les produjo un gran malestar, pero, al ver que la señora Mina —aunque pálida— no flaqueaba, se sobrepusieron de inmediato, cogieron las herramientas y prosiguieron su trabajo. A medida que iba avanzando el día aumentó su admiración por aquella joven, tan decidida a librar a la casa de aquel mal.

Una vez recuperados todos los huesos, Mina les pidió que los envolvieran en sudarios y los llevaran al cementerio, salvo los más recientes, que, estaba segura, debían de ser los de Lorenzo. Sin saber muy bien qué hacer, pasó un rato sentada junto a los restos, mirando el crucifijo de plata que Lorenzo llevaba en la mano, hasta que se le ocurrió un plan.

Antes de casarse, Mina había tenido un confesor, un hombre santo y extraordinario, procedente del sur, de Viterbo, que a menudo le había hablado de su catedral, la de San Lorenzo. ¿No sería ése el lugar perfecto para enviar los restos del pobre fraile y que sus santos hermanos lo ayudaran a encontrar al fin la paz lejos de la Siena que le había causado indecibles penurias?

Cuando regresó su esposo esa noche, Mina lo tenía todo listo. Los restos del monje se encontraban en un ataúd de madera, preparados para cargarlos en un carro, junto con una carta que había escrito a los monjes de San Lorenzo, donde les contaba lo justo para que entendieran que aquel hombre merecía el fin de sus sufrimientos. Sólo faltaba la autorización de su esposo y un puñado de dinero para iniciar la empresa, pero Mina, en un par de meses de matrimonio, había aprendido que con una velada agradable podían conseguirse esas cosas de un hombre.

A primera hora del día siguiente, antes de que levantara la bruma de la piazza Salimbeni, Mina, de pie ante la ventana de su alcoba mientras su esposo dormía tranquilo a su espalda, vio partir el carro con el ataúd rumbo a Viterbo. Colgado del cuello llevaba el crucifijo de Lorenzo, limpio y pulido. Su primer impulso había sido meterlo en el ataúd, junto con los restos del fraile, pero al final había decidido quedárselo como recuerdo de su conexión mística.

Aún no comprendía por qué el fraile había decidido hablar a través de ella y escribir con su mano la maldición que anunciaba la desgracia de los suyos, pero creía que lo había hecho por bondad, para advertirla de que debía encontrar un remedio. Hasta entonces llevaría consigo el crucifijo para no olvidar las palabras del muro ni al hombre que no había muerto pensando en sí mismo, sino en Romeo y Giulietta.