VI. I

Janice no mentía cuando decía que era buena escaladora. No sé por qué, nunca me había creído mucho sus postales de sitios exóticos, salvo las que hablaban de decepción y depravación. La imaginaba más durmiendo la mona en un motel de México que buceando entre arrecifes de coral en aguas tan claras que —como le había escrito una vez a tía Rose— una se zambullía en ellas hecha una pecadora empedernida y salía sintiéndose como Eva en su primer día en el paraíso, antes de que apareciese Adán con la prensa y los cigarrillos.

Al verla trepar hasta mi balcón, caí en lo mucho que había anhelado su regreso, porque, después de pasearme de un lado a otro de la habitación durante al menos una hora, había llegado a la frustrante conclusión de que jamás le encontraría sentido a aquella situación yo sola.

Yo siempre había sido así. Cuando, de pequeña, le contaba mis problemas a tía Rose, se alteraba mucho, pero, al final, yo terminaba sintiéndome mucho peor que antes. Si algún chico me fastidiaba en el colegio, llamaba al director y a todos los profesores y les exigía que hablasen con sus padres. En cambio, Janice —si se enteraba de casualidad— se encogía de hombros como si nada y me soltaba:

—Le molas. Se le pasará. ¿Qué hay de cena? —Y, muy a mi pesar, tenía razón.

Seguramente también ahora tenía razón. No me entusiasmaban sus críticas de Alessandro y Eva María, pero alguien tenía que hacerlas, y yo era víctima de un claro conflicto de intereses.

Jadeando tras aquel esfuerzo de supervivencia, Janice agarró la mano que le tendía y logró pasar una pierna por encima de la barandilla.

—La escalada… —resolló, cayendo como un saco de patatas—, ¡dulce pesar!

—¿Por qué no has subido por la escalera? —pregunté al verla sentada en el suelo, jadeando.

—¡Muy graciosa! —replicó—. ¡Teniendo en cuenta que hay por ahí suelto un asesino en serie que me odia a muerte…!

—¡Venga ya! —dije—. Si Umberto hubiera querido cortarnos el cuello, lo habría hecho hace tiempo.

—Con esa clase de gente, ¡nunca se sabe cuándo van a atacar! —Janice se levantó al fin, sacudiéndose la ropa—. Sobre todo ahora que tenemos el cofre de mamá. Propongo que salgamos de aquí pitando y… —Sólo entonces me miró a la cara y reparó en mis ojos rojos e hinchados—. ¡Madre mía, Jules! —exclamó—. ¿Qué te pasa?

—Nada —dije restándole importancia—. Acabo de terminar de leer la historia de Romeo y Giulietta. Perdona que te fastidie el final, pero no termina bien. Niño Salimbeni intenta seducirla —o violarla— y ella se suicida con un fuerte somnífero justo antes de que Romeo irrumpa en su alcoba para salvarla.

—¿Y qué esperabas? —Entró en el baño para lavarse las manos—. Los tipos de la calaña de Salimbeni nunca cambian. En su vida. Lo llevan en los genes. Malvados con sonrisa. Niño, Alessandro…, todos cortados por el mismo patrón. O los matas o te matan.

—Eva María no es así… —empecé, pero Janice no me dejó terminar.

—¡No me digas! —se burló desde el baño—. Permite que te abra los ojos. Eva María ha estado jugando contigo desde el primer día. ¿En serio crees que viajaba en ese avión por casualidad?

—¡Venga ya! —exclamé—. ¡Nadie sabía que iba en ese avión salvo…! —me interrumpí.

—¡Exacto! —Janice dejó la toalla y se tiró sobre la cama—. Es obvio que Umberto y ella están compinchados. No me extrañaría nada que fueran hermanos. Así funciona la mafia, ¿sabes? Es todo cosa de familia, de favores y de cubrirse las espaldas unos a otros… Que conste que a mí no me importaría cubrírselas a tu chico, pero no tengo claro que me apetezca dormir bajo tierra.

—¡Bueno, vale ya!

—¡No, no vale! —Janice se había embalado—. El primo Peppo dice que el marido de Eva María, Salimbeni, era un bastardo classico, un mañoso de limusina y matones de camisa impecable y corbata siciliana, el paquete completo. Hay quien piensa que Eva María hizo liquidar a la joyita de papá para apoderarse del negocio y fundirse las tarjetas de crédito. Tu don Meloso es su cachitas particular, por no decir su perrito faldero. Pero ahora…, ¡tachán!, te lo ha azuzado, y la pregunta es: ¿desenterrará el hueso para ella o para ti? ¿Dominará la virgetariana al playboy o prevalecerá la madrina y recuperará las joyas familiares en cuanto les pongas las manitas encima?

Me la quedé mirando.

—¿Has terminado ya?

Janice pestañeó un par de veces y volvió de su viaje astral en solitario.

—Totalmente. Yo me largo de aquí. ¿Tú?

—¡Joder! —Me senté a su lado, de pronto exhausta—. Mamá quiso dejarnos un tesoro y lo hemos estropeado todo. Yo lo he estropeado. Quiero arreglarlo, se lo debo, ¿no te parece?

—Tal y como yo lo veo, lo único que le debemos es seguir vivas. —Agitó un manojo de llaves delante de mí—. Vamos a casa.

—¿De dónde son esas llaves?

—De la vieja casa de mamá. Peppo me habló de ella. Está al sureste de aquí, en un lugar llamado Montepulciano. Lleva vacía todos estos años. —Me miró con comedida esperanza—. ¿Te vienes?

La miré, extrañada de que me preguntase.

—¿En serio quieres que vaya?

Janice se incorporó.

—Jules —me dijo con inusual sobriedad—, quiero que salgamos las dos de aquí, en serio. Esto no va sólo de estatuas y piedras preciosas. Aquí pasa algo muy chungo. Peppo me habló de una sociedad secreta que cree que pesa una maldición sobre nuestra familia y que tienen que pararla. ¿Y sabes quién dirige el cotarro? Tu querida doña mafia. Es el mismo rollo en que estaba metida mamá…, no sé qué rituales de sangre para convocar a los muertos. Perdona si no me mola el plan.

Me levanté, me acerqué a la ventana y fruncí el ceño ante mi propio reflejo.

—Me ha invitado a una fiesta. En su casa de Val d’Orcia.

Como no respondía, me volví a ver qué pasaba. Tumbada boca arriba, se tapaba la cara.

—¡Madre de Dios! —protestó—. ¡No me lo puedo creer! Déjame adivinar: ¿a que el niño también va?

—¡Venga ya, Jan! —exclamé alzando los brazos—. ¿No quieres llegar al fondo de esto? ¡Yo sí!

—¡Y lo harás! —Janice se levantó de golpe y empezó a pasearse briosa por la habitación, apretando mucho los puños—. Llegarás al fondo de algo, seguro, con el corazón partido o los pies hundidos en cemento. ¡Te juro que, como sigas con todo esto y termines igual que nuestros ancestros, enterrada bajo los escalones de entrada al palacio de Eva María, no te vuelvo a hablar!

Me miró beligerante; yo, incrédula. Ésa no era mi Janice. A mi Janice le daba igual lo que hiciera o lo que me pasara mientras fracasara estrepitosamente en todo lo que me proponía. Imaginarme con los pies sumergidos en cemento la habría hecho mondarse de risa, no morderse el labio inferior como si fuera a llorar.

—Vale —añadió, más serena, al ver que yo guardaba silencio—, ¡adelante, que te maten en algún… ritual satánico! A mi me da igual.

—No he dicho que vaya a ir.

Se tranquilizó un poco.

—Ah, bueno, en ese caso, creo que es hora de que tú y yo nos tomemos un gelato.

Pasamos buena parte de la tarde catando sabores antiguos y nuevos en Nannini, una heladería estratégicamente ubicada en la piazza Salimbeni. Aunque no nos reconciliamos del todo, al menos nos pusimos de acuerdo en dos cosas: primero, sabíamos muy poco de Alessandro para dejarle que me llevase en coche a la fiesta y, segundo, el gelato era mejor que el sexo.

—Confía en mí —dijo Janice, guiñándome un ojo para animarme.

A pesar de sus defectos, mi hermana siempre había sido muy perseverante, y ella sola se hizo más de una hora de guardia, mientras yo me agazapaba en un banco al fondo del local, muerta de vergüenza de que alguien pudiera vernos.

De pronto, Janice tiró de mí para que me levantara. No dijo nada; no hizo falta. Al mirar por la puerta de cristal, vimos a Alessandro cruzar a pie la piazza Salimbeni y seguir por el Corso.

—¡Va al centro! —observó Janice—. ¡Lo sabía! Los tíos como él no viven en las afueras. O a lo mejor… —me puso ojitos— va a ver a su amante. —Estiramos el cuello para ver mejor, pero Alessandro se había evaporado—. ¡Mierda!

Salimos disparadas de la heladería y echamos a correr por la calle lo más discretamente posible, procurando no llamar mucho la atención, algo casi imposible en compañía de Janice.

—¡Espera! —la cogí del brazo para frenarla—. ¡Ya lo veo! Está ahí… ¡Huy!

En ese preciso momento, Alessandro se detuvo y tuvimos que escondernos en un portal.

—¿Qué hace? —susurré, demasiado asustada para averiguarlo por mí misma.

—Está hablando con un tío —contestó Janice, asomándose—. Un tío con una bandera amarilla. ¿De qué va el rollo este de las banderas? Aquí todo el mundo tiene una. —Al poco reanudamos la persecución y, ocultándonos entre escaparates y portales, seguimos a nuestra presa por toda la calle y cruzamos el Campo en dirección a la piazza Postierla. Ya se había detenido varias veces para saludar a alguien a su paso, pero, a medida que aumentaba la pendiente de la calle, crecía también el número de amistades que se cruzaban en su camino.

—¡Madre mía! —exclamó Janice cuando Alessandro paró a hacerle cucamonas a un bebé en una sillita—. ¿Qué pasa con ese tío?, ¿que va para alcalde o qué?

—Se llama relacionarse con otros seres humanos —murmuré—. Deberías probarlo.

Janice puso los ojos en blanco.

—¡Vaya, habló la sociable!

Buscaba una réplica ingeniosa cuando nos dimos cuenta de que nuestro blanco había desaparecido.

—¡Ay, no! —exclamó Janice—. ¿Dónde se ha metido?

Corrimos a donde lo habíamos visto por última vez —casi enfrente del local de Luigi— y allí descubrimos la entrada a la callejuela más oscura de toda Siena.

—¿Lo ves? —le susurré a Janice escondiéndome detrás de ella.

—No, pero no ha podido ir a otro sitio. —Me cogió de la mano y tiró de mí—. ¡Vamos!

Mientras recorríamos el pasaje de puntillas, no pude evitar reírme como una boba. Allí estábamos las dos, curioseando de la mano como cuando éramos niñas. Janice me miró muy seria, preocupada por el ruido, pero, cuando vio mi cara risueña, se ablandó y empezó a reír también.

—¡No puedo creer que estemos haciendo esto! —le susurré—. ¡Qué vergüenza!

—¡Chis! —me espetó furiosa—. No creo que éste sea un buen barrio. —Señaló el grafiti de una de las paredes—. ¿Qué es galleggiante? Suena a palabrota. ¿Y qué coño pasó en el 92?

Al fondo, el callejón doblaba a la derecha; nos paramos un instante en la esquina, escuchando los pasos que se extinguían. Janice incluso asomó la cabeza para evaluar la situación, pero la ocultó de inmediato.

—¿Te ha visto? —le susurré.

Janice respiró profundamente.

—¡Ven! —Me cogió del brazo y me hizo doblar la esquina sin darme tiempo a rechistar.

Por suerte, Alessandro ya no estaba y pudimos avanzar en sigiloso nerviosismo hasta que vimos, de pronto, a un grupo de personas que cuidaban de un caballo al fondo del angosto callejón.

—¡Para! —La eché contra la pared con la esperanza de que nadie nos hubiera visto—. Esto no me gusta. Esos tíos…

—Pero ¿qué haces? —Se apartó de la pared y enfiló el callejón hacia el caballo y sus cuidadores. Al ver que, por fortuna, Alessandro no estaba entre ellos, corrí tras ella, tirándole del brazo para detenerla.

—¿Estás loca? —le dije furiosa—. Ese caballo debe de ser para el Palio y a esos tíos no les va a hacer gracia que unas guiris los anden espiando…

—Yo no soy guiri, soy periodista —repuso, se zafó de mí y siguió caminando.

—¡No! ¡Jan! ¡Espera!

Al verla acercarse a los hombres que custodiaban el caballo me invadió una mezcla de admiración y deseos de matarla. La última vez que me había sentido así había sido en el instituto, cuando se le había ocurrido llamar a un chico de clase porque yo había dicho que me gustaba.

En ese instante, alguien abrió unas contraventanas encima de nosotras y, al ver que era Alessandro, me pegué en seguida a la pared y arrastré a Janice conmigo, desesperada por que no nos viese husmeando por el barrio como adolescentes enamoradizas.

—¡No mires! —le susurré, aún conmocionada—. Creo que vive ahí arriba, en el tercero. Misión cumplida. Caso cerrado. Hora de largarse.

—¿Cómo que «misión cumplida»? —Se echó hacia atrás y miró a la ventana de Alessandro con los ojos brillantes—. Hemos venido a averiguar qué se trae entre manos. No podemos irnos. —Probó la puerta de al lado y, al ver que se abría sin problemas, meneó las cejas y entró—. ¡Vamos!

—¿Estás grillada? —Miré nerviosa a los hombres que nos observaban fijamente, que debían de estar preguntándose qué hacíamos—. ¡No pienso entrar en ese edificio! ¡Vive ahí!

—Por mí, genial —replicó encogiéndose de hombros—. Quédate aquí con ellos, no creo que les importe.

Resultó que no estábamos en una escalera. Mientras avanzaba en la penumbra detrás de Janice, había temido que me llevara a la carrera hasta el tercero, decidida a irrumpir en el piso de Alessandro y acribillarlo a preguntas, pero, cuando vi que no había escaleras, empecé a relajarme.

Al final del largo pasillo había una puerta entreabierta y nos asomamos a ver qué había al otro lado.

—¡Banderas! —espetó Janice, visiblemente decepcionada—. Más banderas. Me parece que a alguien le obsesiona el amarillo por aquí. Y los pájaros.

—Es un museo —dije al ver algunos cencíos colgados de las paredes—. Un museo de contrada, como el de Peppo. Me pregunto…

—Genial —repuso Janice, empujando la puerta sin que me diera tiempo a rechistar—, echemos un vistazo. Siempre te han gustado las chatarras polvorientas.

—¡No! ¡Por favor, no…! —Traté de retenerla, pero se zafó y entró decidida en la sala—. ¡Vuelve aquí! ¡Jan!

—¿Qué clase de hombre vive en un museo? —masculló, echando un vistazo a los objetos allí expuestos—. ¡Qué grima!

—«En», no —la corregí—, «encima de». Además, tampoco tiene momias aquí metidas.

—¿Cómo lo sabes? —Le levantó la visera a una armadura para curiosear—. A lo mejor tiene momias de caballo. Tal vez es aquí donde celebran esos rituales secretos con los que convocan a los espíritus de los muertos.

—Sí. —La miré furiosa—. Gracias por llegar al fondo del asunto cuando tuviste ocasión.

—¡Eh! —Casi me hizo un corte de mangas—. ¡Que Peppo no sabía más ¿vale?!

Durante cosa de un minuto la vi pasearse de puntillas por la exposición, fingiéndose interesada. Las dos sabíamos que lo hacía sólo por fastidiarme.

—Bueno —le susurré al fin—, ¿has terminado de ver banderas? —En vez de contestar, entró en otra sala y me dejó allí sola, medio escondida.

Tardé un rato en encontrarla; estaba curioseando en una capilla diminuta con velas encendidas en el altar y magníficas pinturas al óleo en las paredes.

—¡Vaya! —exclamó cuando por fin nos encontramos—. ¿Qué te parecería esto como salón? ¿Qué se hace en un sitio así? ¿Examinar entrañas?

—¡Espero que sean las tuyas! ¿Te importa si nos vamos?

Pero antes de que pudiese responderme alguna grosería, oímos pasos. Casi chocándonos, presas del pánico, salimos de la capilla a toda prisa, buscando un escondite en la otra sala.

—¡Aquí! —Arrastré a Janice a un rincón, tras una vitrina llena de gorros de equitación deslustrados y, al cabo de cinco segundos, pasó por nuestro lado una anciana cargada de paños amarillos muy bien doblados. La seguía un niño de unos ocho años, ceñudo, con las manos en los bolsillos. La mujer cruzó la habitación sin detenerse; el niño se quedó a tres metros de nuestro escondite, contemplando las espadas antiguas de la pared.

Janice hizo una mueca, pero ninguna de las dos nos atrevimos a movernos un centímetro, ni siquiera a susurrar, agazapadas en el rincón como bribonas de libro. Por suerte para nosotras, el chaval andaba demasiado absorto en su travesura para prestar atención a nada más. Cuando estuvo seguro de que su abuela no lo veía, se empinó, descolgó un estoque y adoptó un par de posturas de ataque que no estaban nada mal. Tan ensimismado estaba en su ilícito empeño que no oyó que alguien entraba en la sala hasta que ya era demasiado tarde.

—¡No, no, no! —lo reprendió Alessandro, cruzando la estancia para quitarle el estoque. Sin embargo, en lugar de volver a colgar el arma de la pared como habría hecho cualquier adulto responsable, le enseñó al niño la postura correcta y luego le devolvió el estoque—. Tocca a te!

El chaval blandió el arma con soltura hasta que, al final, Alessandro cogió otro estoque de la pared y los dos se enzarzaron en una «lucha» que terminó con el grito furioso de una mujer:

—Enrico! Dove sei?

Al cabo de un segundo, las armas estaban en su sitio y, cuando la abuela apareció por la puerta, Alessandro y el niño la esperaban, inocentes, con las manos a la espalda.

—¡Ah! —exclamó la mujer, encantada de ver a Alessandro, y le besó las mejillas—. ¡Romeo!

Dijo mucho más que eso, pero no lo oí. Si Janice y yo no hubiésemos estado tan juntas, probablemente me habría desplomado, porque de pronto me fallaron las piernas.

Alessandro era Romeo.

Pues claro. ¿Cómo no había caído? ¿No era ése el museo del Águila? ¿No había visto ya la verdad en los ojos de Malena… y en los de él?

—¡Ostras, Jules, al loro! —me dijo Janice por señas.

Pero eso ya me daba igual. Todo cuanto creía saber de Alessandro pasó por delante de mis ojos como los números de una ruleta, y supe que, en una sola conversación con él, había apostado todo mi haber al color equivocado.

No era Paris, no era un Salimbeni, ni siquiera era Niño. Siempre había sido Romeo. No el juerguista seductor del sombrero de elfo, sino el Romeo exiliado al que los chismorreos y las supersticiones habían desterrado hacía tiempo y que había dedicado su vida a ser otra persona. Según él mismo me había dicho, Romeo era su rival. Romeo tenía las manos malditas y la gente prefería creerlo muerto. Romeo no era quien yo creía; nunca me rondaría con versos rimados. Claro que Romeo también era el hombre que visitaba el taller del maestro Lippi por las noches para tomarse un vaso de vino y contemplar el retrato de Giulietta Tolomei. Eso, para mí, valía mucho más que la más exquisita poesía.

Aun así, ¿por qué no me había contado la verdad? Yo le había preguntado por Romeo una y otra vez, pero todas y cada una ellas me había respondido como si se tratase de otro, alguien a quien no me conviniera conocer en absoluto.

De pronto recordé cuando me había enseñado la bala que llevaba colgada del cuello y cuando Peppo, postrado en la cama del hospital, me había dicho que Romeo había muerto. Recordé también el gesto de Alessandro cuando Peppo comentó que Romeo era un hijo bastardo. Sólo entonces entendí su rabia hacia la familia Tolomei, que, ignorando su verdadera identidad, se habían complacido en tratarlo como a un Salimbeni y, por tanto, como a un enemigo. Igual que lo había hecho yo.

Cuando, al fin, salieron todos de allí —la abuela y Enrico en una dirección, Alessandro en la otra— Janice me cogió por los hombros, con los ojos encendidos.

—¿Quieres calmarte de una vez?

Pero eso era pedir demasiado.

—¡Romeo! —protesté, llevándome las manos a la cabeza—, ¿cómo puede ser Romeo? ¡Mira que soy imbécil!

—Sí, pero eso no es ninguna novedad. —Janice no estaba de humor para ser simpática—. No sabemos si es Romeo. Ese Romeo. A lo mejor es sólo su segundo nombre. Es muy corriente en Italia. Además, aunque fuera ese Romeo…, tampoco cambia nada. ¡Sigue estando conchabado con los Salimbeni! ¡Y sigue siendo él quien te desvalijó la habitación del hotel!

Tragué saliva un par de veces.

—No me encuentro muy bien.

—Venga, larguémonos de aquí. —Janice me cogió de la mano y tiró de mí, pensando que nos llevaba hacia la entrada principal del museo.

En cambio, fuimos a parar a una parte de la exposición que todavía no habíamos visto, una sala de luz muy tenue, con las paredes forradas de cencíos antiguos, ya ajados, protegidos por cristal. Parecía un santuario y, en uno de los laterales, había una empinada escalera de caracol de peldaños oscurecidos que conducía al sótano.

—¿Qué habrá ahí abajo? —me susurró Janice, asomándose.

—¡Olvídalo! —le espeté, recobrando un poco el ánimo—. ¡No nos vamos a quedar atrapadas en alguna mazmorra!

No obstante, la diosa Fortuna prefería sin duda la audacia de Janice a mi canguelo, porque, al poco, volvimos a oír voces —en apariencia, procedentes de todas las direcciones— y casi rodamos por la escalera en nuestro afán de ocultarnos. Jadeando de miedo, nos agazapamos al fondo; las voces se acercaron y los pasos se detuvieron justo encima de nosotras.

—¡Ay, Dios, es él! —le susurré a Janice antes de que me tapara la boca con la mano.

Nos miramos con los ojos como platos. En ese instante, acurrucadas como estábamos en el sótano de Alessandro, ni siquiera a Janice parecía apetecerle la perspectiva de un encuentro.

Justo entonces se encendieron las luces a nuestro alrededor y vimos que Alessandro empezaba a bajar la escalera, luego se detenía.

—Ciao, Alessio, come stai?… —lo oímos saludar a alguien.

Janice y yo nos miramos, conscientes de que nuestra humillación se había pospuesto, aunque sólo fuese unos minutos.

Al mirar histéricas alrededor en busca de opciones, descubrimos que estábamos verdaderamente atrapadas en aquel callejón sin salida subterráneo, como yo había predicho. Aparte de los tres orificios cavernosos de la pared —las oscuras bocas de lo que, sin duda, eran los bottini—, no había otro modo de salir de allí más que subiendo y pasando por delante de Alessandro. Las rejas negras que tapaban las bocas de los pasadizos impedían el acceso a los mismos.

Pero un Tolomei nunca se rinde. Horrorizadas ante la idea de quedarnos allí atrapadas, nos levantamos y empezamos a inspeccionar las rejas con dedos temblorosos: yo, emperrada en ver si podríamos colarnos por allí a la fuerza; Janice, palpando con pericia cierres y bisagras, resistiéndose a creer que aquello no pudiera abrirse. Para ella, todas las paredes tenían puertas y éstas, llave; en definitiva, todos los entuertos tenían remedio. Sólo había que encontrarlo.

—¡Pst! —Me hizo una seña nerviosa para demostrarme que, en efecto, la tercera reja se abría, como una puerta y sin rechinar—. ¡Vamos!

Nos adentramos en el pasadizo tanto como nos lo permitieron las luces, luego avanzamos algunos metros más a tientas, en la más absoluta oscuridad, hasta que nos detuvimos.

—Si tuviéramos una linterna… —señaló Janice—. ¡Joder! —Casi nos abrimos la cabeza la una a la otra cuando, de pronto, un rayo de luz iluminó el pasadizo hasta apenas unos metros de donde estábamos y después se retrajo, como la resaca de las olas en el mar.

Escarmentadas, nos adentramos un poco más, hasta que topamos con algo que parecía un nicho lo bastante grande para que cupiéramos las dos.

—¿Viene? ¿Viene? —me susurró Janice, que no veía porque yo la tapaba—. ¿Es él?

Asomé la cabeza y volví a esconderla en seguida.

—¡Sí, sí y sí!

Resultaba difícil ver otra cosa más que la luz de la linterna bamboleándose de un lado a otro, pero, de repente, todo se estabilizó y me atreví a mirar de nuevo. Efectivamente era Alessandro —o mejor debería decir Romeo— y, al parecer, se había parado a abrir una puerta en la pared de la cueva, sosteniendo con fuerza la linterna bajo el brazo.

—¿Qué hace? —quiso saber Janice.

—Parece una especie de caja fuerte… Está sacando algo. Una caja.

Mi hermana, histérica, me dio un zarpazo.

—¡Tal vez sea el cencío!

Volví a mirar.

—No, es pequeña. Como una caja de puros.

—¡Lo sabía! Es fumador.

Observé a Alessandro cerrar la caja fuerte y volver al museo con la cajita. Poco después se cerró la reja metálica con un fuerte sonido que resonó por el pasadizo —y en nuestros oídos— más tiempo del deseado.

—¡Ay, no! —exclamó Janice.

—¿No me digas que…? —Me volví hacia ella, esperando que me tranquilizara, pero aun en la oscuridad pude ver su cara de pánico.

—Ya me extrañaba a mí que no estuviese cerrada… —dijo, defensiva.

—Pero eso no te ha impedido bajar, ¿no? —espeté—. ¡Y ahora estamos atrapadas!

—¿Dónde está tu espíritu aventurero? —Janice tenía por costumbre disfrazar de virtud la necesidad—. Esto es genial. Siempre me ha llamado la atención la espeleología. Por algo será. —Me miró bromeando para aliviar su inquietud—. ¿O guizá Biulieda breberiría gue da resgadase Drobeo?

Umberto nos había descrito una vez las catacumbas romanas, después de que pasamos la tarde preguntándole a tía Rose por qué no podíamos ir a Italia y bombardeándola con consultas sobre dicho país. Tras darnos un paño de cocina a cada una para que lo ayudáramos a secar los platos que él lavaba, nos había explicado que los primeros cristianos se reunían en galerías subterráneas para celebrar la eucaristía donde nadie pudiera verlos ni informar de sus actividades al emperador pagano. Además, aquellos primeros cristianos, contrarios a la tradición romana de la incineración, envolvían a sus muertos en sudarios, los bajaban a las galerías, los depositaban en nichos abiertos en la roca y celebraban ritos funerarios anclados en la esperanza de otra vida.

Si nos empeñábamos en ir a Italia, concluía Umberto, él mismo se encargaría de bajarnos a las catacumbas y enseñarnos aquellos interesantes esqueletos.

Mientras recorríamos a tientas los pasadizos, encabezando por turnos la procesión, recordé las fantasmales historias de Umberto. Como los protagonistas de su relato, nos movíamos furtivamente por el subsuelo para evitar que nos localizaran, e igual que los primeros cristianos tampoco sabíamos cuándo ni dónde saldríamos a la superficie, si es que lo hacíamos.

Nos vino bien el mechero del cigarrillo de la semana de Janice; cada veinte pasos o así, parábamos y lo encendíamos unos segundos, sólo por asegurarnos de que no caíamos en un pozo sin fondo o —como dijo Janice lloriqueando cuando la pared del pasadizo se volvió pringosa— nos estampábamos contra una inmensa telaraña.

—Las arañas son la menor de nuestras preocupaciones —espeté, robándole el mechero—. No lo gastes. Quizá debamos pasar la noche aquí abajo.

Caminamos en silencio un buen rato —yo, delante; Janice, detrás, murmurando algo de que a las arañas les gustaba la humedad—, hasta que tropecé con una roca, caí al suelo desigual y me hice tanto daño en las rodillas y las muñecas que me habría echado a llorar de no haberme agobiado más comprobar que el mechero estuviera intacto.

—¿Estás bien? —preguntó Janice, aterrada—. ¿Puedes andar? Yo no puedo contigo.

—¡Estoy bien! —gruñí, oliendo la sangre en mis dedos—. Te toca ir delante. Toma… —Le di el mechero, nerviosa—. Rómpete una pierna.

Mientras ella iba delante, pude rezagarme y mirarme las heridas —físicas y mentales—, al tiempo que nos adentrábamos aún más en lo desconocido. Tenía las rodillas más o menos destrozadas, aunque nada comparable al caos en que se encontraba mi alma.

—¿Jan? —Le di un toquecito en la espalda—. ¿Tú crees que no me dijo que era Romeo porque quería que me enamorara de él por quien es, no por su nombre?

Su bufido no me extrañó.

—Vale… —proseguí—, no me dijo que era Romeo porque lo único que le faltaba era que una pesada virgetariana lo delatara…

—¡Jules! —Janice estaba tan concentrada en avanzar por la peligrosa oscuridad que apenas le quedaba paciencia para mis figuraciones—. ¡Deja de torturarte! ¡Y de torturarme a mí! Ni siquiera sabemos si es Romeo. Además, aunque lo fuera, lo voy a despellejar por tratarte así.

A pesar de su tono airado, volvió a asombrarme que se preocupara de ese modo por mí, y comencé a preguntarme si sería algo nuevo o quizá algo en lo que yo no había reparado antes.

—El caso es que él nunca me ha dicho que fuese un Salimbeni —proseguí—. Ha sido cosa mía… ¡Oh! —A punto estuve de volver a caerme, y me agarré a Janice para recobrar el equilibrio.

—A ver si lo adivino… —dijo encendiendo el mechero para que pudiera verla arquear las cejas—. ¿A que tampoco te ha dicho nunca que tuviese nada que ver con el robo del museo?

—¡Ése fue Bruno Carrera! —exclamé—. ¡Que trabajaba para Umberto!

—Ah, no, cielo —replicó, imitando fatal a Alessandro—, yo no robé el cencío de Romeo. ¿Por qué iba a hacerlo? Para mí no es más que un trapo viejo. Pero… deja que te guarde ese cuchillo, no te vayas a hacer daño. ¿Cómo has dicho que se llama?… ¿Daga?

—No, no fue así —murmuré.

—¡Te ha mentido vilmente, bonita! —Apagó por fin el mechero y reanudó la marcha—. Cuanto antes te entre en la cabecita, mejor. Créeme, Jules, ese tío no siente nada de nada por ti. Sólo está haciendo teatro para llevarse… ¡Ah! —A juzgar por cómo había sonado, se había dado un cabezazo contra algo, así que volvimos a parar—. ¿Qué ha sido eso? —Para comprobarlo, encendió el mechero, después de tres o cuatro intentos.

Así, descubrió que yo estaba llorando. Sorprendida por lo inusual de la escena, me abrazó con una torpe ternura.

—Lo siento, Jules. Sólo intentaba ahorrarte un disgusto.

—Pensaba que no tenías corazón.

—Huy… —me pellizcó—, ¡y tú has empezado a usarlo ahora! Una pena, la verdad, molabas más antes. —Manoseándome la barbilla con una mano pringosa que aún olía a moca y vainilla, al final consiguió hacerme reír, y siguió, derrochando generosidad—. De todas formas, es culpa mía. Debería haberlo visto venir. ¡Conduce un maldito Alfa Romeo, joder!

De no haber parado allí mismo, con el último destello débil del mechero moribundo, posiblemente jamás habríamos reparado en que el muro de la gruta se abría a nuestra izquierda. Apenas tenía medio metro de ancho, pero, por lo que vi al arrodillarme y asomar la cabeza, ascendía al menos diez metros —como el conducto de ventilación de una pirámide— y terminaba en un trozo de cielo azul en forma de concha. Incluso me pareció oír el tráfico de la superficie.

—¡Vaya, esto va pintando mejor! —exclamó Janice—. Tú primero. Edad antes que belleza.

La angustia de recorrer el túnel a ciegas no fue nada comparada con la claustrofobia que sentí al reptar por aquel pozo estrecho y el tormento de ir raspándome las rodillas y los codos. Cada vez que conseguía subir quince centímetros, con gran esfuerzo, ayudándome de los dedos de los pies y de las manos, resbalaba otro tanto.

—¡Vamos! —me instó Janice, pegada a mí—. ¡Muévete!

—¿Por qué no te has puesto delante? —repliqué—. Tú eres la superescaladora.

—Toma… —Puso una mano bajo mi sandalia de tacón—. Apóyate aquí.

Tras un ascenso lento y angustioso, logramos llegar al final del pozo y, aunque se ensanchaba bastante en la parte superior —permitiendo que Janice trepase a mi lado—, no dejaba de ser un lugar asqueroso.

—¡Puaj! —dijo al ver toda la porquería que la gente había tirado por la reja—. ¡Qué asco! ¿Eso es… una hamburguesa con queso?

—¿Dónde ves tú el queso?

—¡Ay, mira! —Cogió algo—. ¡Un móvil! Espera… Lástima, no le queda batería.

—Si has terminado ya de revolver en la basura, ¿te importa que sigamos?

Nos abrimos paso por un revoltijo de indescriptible repugnancia hasta llegar a la original tapa vertical de la alcantarilla que nos separaba de la superficie.

—¿Dónde estamos? —pegó la nariz a la reja de bronce y las dos miramos las piernas y los pies de los peatones—. Es una especie de piazza, pero enorme.

—¡Madre mía! —exclamé, cayendo en la cuenta de que yo había visto ese lugar antes, muchas veces, pero desde ángulos muy distintos—. Sé dónde estamos. En el Campo. —Empujé la tapa de la alcantarilla—. ¡Ah! Está muy dura.

—¿Hola? ¿Hola? —Se estiró para ver mejor—. ¿Alguien me oye? ¿Hay alguien ahí?

Al poco apareció una adolescente alucinada, con un cucurucho de helado en la mano y los labios verdes, y se agachó para vernos.

Ciao! —dijo sonriendo como si aquello fuese una cámara oculta—. Soy Antonella.

—Hola, Antonella —dije mirándola a los ojos—. ¿Hablas nuestro idioma? Estamos atrapadas aquí abajo. ¿Podrías… ir a por alguien que nos saque de aquí?

Después de veinte minutos de lo más embarazoso, Antonella apareció con un par de pies con sandalias.

—¿Maestro Lippi? —Me sorprendió tanto ver a mi amigo el pintor que casi se me escapó la pregunta—. ¡Hola! ¿Se acuerda de mí? Dormí en su sofá.

—¡Claro que me acuerdo! —Sonrió—. ¿Cómo estás?

—Eh… ¿Cree que sería posible… quitar esto? —Agité los dedos por entre las barras de la tapa de la alcantarilla—. Estamos atrapadas aquí abajo. Por cierto… ésta es mi hermana.

El maestro Lippi se arrodilló para vernos mejor.

—¿Has ido a algún sitio donde no debías ir?

Sonreí con toda la ingenuidad de que fui capaz.

—Me temo que sí.

El artista arrugó el ceño.

—¿Has encontrado la tumba? ¿Has robado los ojos? ¿No te dije que no los tocaras?

—¡No hemos hecho nada! —Miré de reojo a Janice para asegurarme de que también ella parecía lo bastante inocente—. Nos hemos quedado atrapadas, eso es todo. ¿Cree que habría alguna forma de… —volví a empujar la tapa de la alcantarilla y una vez más la noté durísima— desatornillar esta cosa?

—¡Pues claro! —dijo sin dudarlo—. Es muy fácil.

—¿Está seguro?

—¡Claro que estoy seguro! —repuso, poniéndose de pie—. ¡La diseñé yo mismo!

La cena de esa noche consistió en pasta primavera de lata aderezada con romero del alféizar del maestro Lippi y acompañada de una caja de tiritas para nuestras heridas de guerra. Apenas había sitio para los tres en la mesa de su taller, dado que compartíamos el poco espacio con sus trabajos y con montones de plantas en distintas fases de deterioro. Aun así, Janice y él lo estaban pasando en grande.

—Estás muy callada —observó el artista mientras se recuperaba de un ataque de risa y servía más vino.

—Julieta ha sufrido un pequeño desengaño con Romeo —explicó Janice en mi nombre—. Lo había comparado con la luna. Craso error.

—¡Ah! —dijo el maestro—. Estuvo aquí anoche. No estaba contento. Ahora lo entiendo.

—¿Estuvo aquí anoche? —repetí.

—Sí —asintió el artista—. Dijo que no te pareces al retrato, que eres mucho más guapa y mucho más… ¿cómo lo dijo? Ah, sí… ¡letal! —Lippi sonrió y alzó su vaso con complicidad.

—¿Por casualidad no le diría por qué ha estado volviéndome loca en lugar de decirme que es Romeo desde el principio? —repliqué sin poder evitar el sarcasmo—. Pensaba que era otra persona.

El maestro se mostró sorprendido.

—Pero ¿no lo reconociste?

—¡No! —Me llevé las manos a la cabeza, frustrada—. No lo reconocí. ¡Y seguro que él tampoco me reconoció a mí!

—¿Qué nos puede contar de ese tío? —le preguntó Janice a Lippi—. ¿Cuántas personas saben que es Romeo?

—Yo lo único que sé es que no quiere que lo llamen de ese modo —respondió el artista encogiéndose de hombros—. Sólo su familia lo llama así. Es un gran secreto. No sé por qué. Quiere que lo llamen Alessandro Santini…

—Y, si siempre lo ha sabido, ¿por qué no me lo dijo? —exclamé, indignada.

—¡Creí que lo sabías! —replicó el maestro—. ¡Eres Julieta! ¡Quizá necesites gafas!

—Perdone —intervino Janice, frotándose un arañazo del brazo—, pero ¿cómo supo usted que era Romeo?

El maestro Lippi se mostró perplejo.

—Yo… yo…

Janice alargó la mano para coger otra tirita.

—Y no me diga que lo conocía de una vida anterior.

—No —repuso, algo ceñudo—. Lo identifiqué por el fresco. El del Palazzo Pubblico. Luego le vi el águila de Marescotti en el brazo… —me cogió la muñeca y me señaló la cara interna del antebrazo—, justo aquí. ¿Nunca se la has visto?

Por unos segundos volví al sótano del palazzo Salimbeni y al momento en que trataba de ignorar los tatuajes de Alessandro mientras hablábamos de los que me seguían. Incluso entonces tuve claro que los suyos —a diferencia de las calcomanías de Janice— no eran meros souvenirs de una noche de borrachera primaveral en Ámsterdam, pero tampoco pensé que contuvieran pistas importantes sobre su identidad. En realidad, había estado demasiado ocupada curioseando los diplomas y las reliquias de las paredes de su despacho para caer en la cuenta de que aquél era un hombre que no exhibía sus virtudes en un marco de plata, sino que las llevaba siempre encima.

—No son gafas lo que necesita, sino un cerebro nuevo —observó Janice, disfrutando de mi perplejidad.

—No es por cambiar de tema —dije cogiendo mi bolso—, pero ¿podría traducirnos algo? —Le di al maestro Lippi el texto en italiano que había en el cofre de nuestra madre y que llevaba días paseando con la esperanza de toparme con alguien dispuesto a traducírmelo. Al principio, había barajado la posibilidad de pedírselo a Alessandro, pero algo me había echado atrás—. Creemos que podría ser importante.

El maestro cogió el texto y examinó el título y los primeros párrafos.

—Esto es un cuento —dijo, algo sorprendido—. La maledizione sul muro… La maldición del muro. Es bastante largo. ¿Seguro que queréis oírlo?