V. V

Siena, 1340

Rocca di Tentennano era una construcción colosal. Se apostaba como un buitre en lo alto de un monte, en Val d’Orcia, estratégicamente situada para fiscalizarlo todo. Sus inmensos muros se habían construido para soportar incontables asaltos y ataques enemigos y, a juzgar por el hacer y el sentir de sus propietarios, su grosor era más que necesario.

Durante todo el viaje, Giulietta no había parado de preguntarse por qué Salimbeni habría tenido la delicadeza de mandarla al campo, lejos de él. Cuando se había despedido de ella el día anterior, a la entrada del palazzo Salimbeni, mirándola con cierto aire de benevolencia, le había hecho pensar si quizá —merced a la maldición que había caído sobre su virilidad— se arrepentía de lo que había hecho y buscaba compensarla por el dolor que le había causado sacándola de la ciudad.

Imbuida de optimismo, lo había visto despedirse de su hijo Niño —que la acompañaría a Val d’Orcia— y darle las últimas instrucciones para el camino, y había creído hallar en sus ojos un afecto verdadero.

—Que Dios te bendiga durante el viaje y también después —le había dicho mientras Niño montaba el caballo que había llevado en el Palio.

El joven no había respondido. Se había comportado como si su padre no estuviera allí, y su maldad había hecho que Giulietta —aun apenas un instante— sintiera lástima de Salimbeni.

Sin embargo, más tarde, al descubrir la vista desde su alcoba en Rocca di Tentennano, empezó a comprender la verdadera razón de su traslado, y supo que no se trataba de un alarde de generosidad, sino de una ingeniosa forma de seguir castigándola.

El lugar era una fortificación. Del mismo modo que no podía entrar nadie de fuera, tampoco nadie podía salir sin autorización. Al fin entendía por qué criticaban que Salimbeni enviase a sus esposas a la isla: sólo la muerte podría sacarla de Rocca di Tentennano.

Para su sorpresa, una criada acudió en seguida a encenderle el fuego y ayudarla a cambiarse. Era un día frío de principios de diciembre y, en las últimas horas de viaje, las yemas de los dedos se le habían quedado blancas y entumecidas. Ahora llevaba un vestido de lana y unas zapatillas secas, y daba vueltas ante el fuego, tratando de recordar cuándo se había sentido cómoda por última vez.

Al abrir los ojos vio a Niño a la puerta de la alcoba, contemplándola con un gesto no del todo displicente. Lástima que fuese tan sinvergüenza como su padre, porque era un joven apuesto, fuerte y capaz, que parecía sonreír más a menudo de lo conveniente para lo que debía de pesarle la conciencia.

—¿Querríais bajar a cenar conmigo esta noche? —le preguntó con la misma cordialidad con que se solicita un baile—. Tengo entendido que habéis comido sola las tres últimas semanas y me gustaría disculparme por la descortesía de mi familia. —Al verla perpleja, sonrió encantador—. No temáis. Os aseguro que estamos completamente solos.

Y lo estaban. Apostados en ambos extremos de una mesa en la que habrían cabido veinte personas, Giulietta y Niño cenaron en silencio, mirándose muy de vez en cuando entre los candelabros. Cuando la veía mirarlo, Niño sonreía, y por fin Giulietta halló en su interior el valor necesario para dar voz a sus pensamientos.

—¿Matasteis vos a mi primo Tebaldo en el Palio?

La sonrisa de Niño se desvaneció.

—Claro que no. ¿Cómo podéis pensar eso?

—¿Quién lo hizo, entonces?

La miró inquisitivo, si bien ninguna de sus preguntas parecía haberlo disgustado.

—Sabéis bien quién lo hizo. Todo el mundo lo sabe.

—¿Y sabe todo el mundo… —se detuvo un instante para serenarse—, lo que vuestro padre le hizo a Romeo?

En vez de contestar, Niño se levantó y recorrió la mesa hasta ella, se arrodilló a su lado y le tomó la mano como un caballero se la tomaría a una damisela en apuros.

—¿Cómo podré reparar el daño que ha hecho mi padre? —Se acercó la mano de Giulietta a la mejilla—. ¿Cómo eclipsar la mala sombra que pesa sobre los míos? Decidme, por favor, señora mía, ¿cómo puedo complaceros?

Giulietta escudriñó su rostro, luego se limitó a decir:

—Dejadme marchar.

Él la miró desconcertado, sin saber a qué se refería.

—No soy la esposa de vuestro padre —prosiguió Giulietta—. No hay necesidad de que me retengáis aquí. Dejadme ir y no volveré a molestaros.

—Lo siento, pero no puedo hacer eso —dijo Niño, besándole la mano esta vez.

—Entiendo —repuso ella, retirándola—. En ese caso, dejadme volver a mi alcoba. Eso me complacería mucho.

—Y lo haré —respondió Niño poniéndose en pie—, cuando os toméis otra copa de vino. —Le rellenó la copa que apenas había tocado—. Casi no habéis comido. Estaréis hambrienta. —Al ver que Giulietta no contestaba, Niño sonrió—. La vida por aquí puede ser muy agradable, ¿sabéis? Aire puro, buena comida, estupendo pan, no como los pedruscos que nos sirven en casa, y… —alzó los brazos— excelente compañía. Todo para vuestro disfrute. Sólo tenéis que tomarlo.

Cuando le ofreció la copa, aún sonriente, Giulietta entendió al fin lo que insinuaba.

—¿No teméis la reacción de vuestro padre? —le preguntó, serena, cogiendo la copa.

Niño rio.

—Creo que a los dos nos vendría bien olvidarnos de mi padre por una noche. —Se apoyó en la mesa, esperando a que ella bebiera—. Confío en que veáis que no soy como él.

Giulietta dejó la copa sobre la mesa y se levantó.

—Agradezco esta comida y vuestras atenciones —dijo—, pero es hora de que me retire. Os deseo buenas noches…

Una mano en la muñeca le impidió marcharse.

—No soy un desalmado —dijo Niño, serio al fin—. Sé que habéis sufrido y querría que no hubiese sido así, pero el destino ha dispuesto que estemos aquí juntos…

—¿El destino? —Giulietta trató de zafarse, pero no pudo—. ¿Querréis decir vuestro padre?

Sólo entonces Niño renunció a todo fingimiento y la miró hastiado.

—¿No entendéis que estoy siendo generoso? Aunque no lo creáis, no tengo por qué serlo. Pero me gustáis. Merecéis la pena. —Le soltó la muñeca—. Marchad ya y haced lo que suelen hacer las mujeres; iré a veros cuando estéis lista. —Tuvo el descaro de sonreír—. Os prometo que no me encontraréis tan ofensivo a medianoche.

Giulietta lo miró a los ojos, pero no vio en ellos sino resolución.

—¿No hay nada que pueda hacer para convenceros de lo contrario?

Niño se limitó a sonreír y negar con la cabeza.

Camino de su alcoba, Giulietta vio un guardia apostado en cada esquina. Sin embargo, con tanta protección, no había cerradura en su puerta, ni forma alguna de evitar que entrara Niño.

Abriendo las contraventanas a la gélida noche, alzó la vista a las estrellas y se asombró de su número y su brillo, un espectáculo deslumbrante que el cielo había organizado, al parecer, sólo para ella, para que pudiera llenarse el alma de belleza antes de que todo se desvaneciera.

Había fracasado en todo cuanto se había propuesto. Sus planes de enterrar a Romeo y matar a Salimbeni se habían echado a perder, y sólo había sobrevivido para que abusaran de ella. Su único consuelo era que, por más que lo habían intentado, no habían logrado invalidar sus votos con Romeo: jamás había pertenecido a ningún otro. Era su esposo, aunque no lo fuese. Sus almas estaban unidas, sus cuerpos separados por la muerte. Pero no por mucho tiempo. Lo único que debía hacer era serle fiel hasta el final; quizá entonces, si fray Lorenzo le había dicho la verdad, se reuniría con Romeo en la otra vida.

Dejó abiertas las ventanas y se acercó a su equipaje. Vestidos, galas…, lo que buscaba estaba oculto en una zapatilla de brocado: un frasquito de perfume que había pasado algún tiempo en su mesilla de noche, en el palazzo Salimbeni, y al que en seguida había decidido dar otro uso.

Tras su boda, todas las noches pasaba una anciana a darle una cucharada de somnífero, con los ojos llenos de inconfesable compasión.

—¡Abrid la boca y sed buena chica! —le decía, áspera—. Queréis tener felices sueños, ¿no es así?

Las primeras veces Giulietta escupía la poción en la bacinilla en cuanto la anciana salía de la alcoba, decidida a estar completamente despierta para recordarle a Salimbeni su maldición en caso de que osara volver a su lecho.

Pero después se le ocurrió vaciar el frasquito de agua de rosas que Antonia le había dado a modo de despedida y fue llenándolo con los buches de somnífero que le administraban cada noche.

Al principio pensó en usarlo contra Salimbeni, pero, como él la visitaba cada vez menos, el frasquito se quedó en su mesilla sin un propósito claro, salvo el de recordarle a Giulietta que, cuando estuviera lleno, resultaría letal para cualquiera que lo bebiese.

Desde su más temprana edad, recordaba haber oído relatos de mujeres que se mataban con somníferos cuando las abandonaban sus amantes. Aunque su madre procuraba protegerlas de ese tipo de chismorreos, había demasiadas criadas en la casa que disfrutaban con la atención de las pequeñas. Y así, Giulietta y Giannozza habían pasado muchas tardes en su lecho secreto de margaritas, muriéndose por turnos mientras la otra representaba el papel de quienes descubrían horrorizados el cadáver y el frasco vacío. Una vez, Giulietta había permanecido quieta y aletargada tanto tiempo que Giannozza la había creído muerta de verdad.

—¿Giu-giu? —le había dicho, tirándole de los brazos—. ¡Para, por favor! Ya no tiene gracia. ¡Por favor!

Al final, Giannozza había empezado a llorar y, aunque Giulietta se había incorporado, riendo, no había logrado consolarla. Había llorado toda la tarde y toda la noche, y se había ido corriendo de la mesa sin cenar. No habían vuelto a jugar a ese juego.

Durante su encierro en el palazzo Salimbeni, había pasado algunos días sentada acariciando el frasquito y deseando que estuviera lleno y tener el valor de poner fin a su propia vida, pero el frasco no había terminado de llenarse hasta la víspera de su partida a Val d’Orcia y, mientras viajaba, se había consolado pensando en el tesoro que llevaba oculto en su equipaje.

De pronto, sentada en la cama con el frasquito en las manos, tuvo la certeza de que aquello le pararía el corazón. Ése debía de haber sido siempre el plan de la Virgen: que su enlace con Romeo se consumara en el cielo, no en la tierra. Esa idea tan agradable la hizo sonreír.

Sacó pluma y tinta, también ocultas en el equipaje, y se dispuso a escribir una última carta a Giannozza. El tintero que fray Lorenzo le había dado en el palazzo Tolomei estaba casi vacío, y había afilado la pluma tantísimas veces que sólo quedaba de ella un lánguido penacho; aun así, redactó con paciencia un último mensaje para su hermana; después enrolló el pergamino y lo escondió en una grieta de la pared, detrás de la cama. «Te esperaré, querida hermana, en nuestro lecho de margaritas —le escribió, emborronando la tinta de lágrimas— y, cuando me llames, despertaré en seguida, lo prometo».

Romeo y fray Lorenzo llegaron a Rocca di Tentennano con diez hombres a caballo entrenados en toda suerte de combates. De no haber sido por el maestro Ambrogio, jamás habrían sabido dónde encontrar a Giulietta, y, de no ser por su hermana Giannozza y los guerreros que les prestó, nunca podrían haber pasado a la acción.

Su conexión con Giannozza había sido obra de fray Lorenzo. Cuando estaban escondidos en el monasterio —Romeo aún inmovilizado por la herida del estómago— el fraile la había enviado una carta a la única persona que pensaba que podría compadecerse de su situación. Conocía bien la dirección de Giannozza, pues había sido el mensajero secreto de su hermana durante más de un año, y no habían pasado ni dos semanas cuando recibió una respuesta. «Tu dolorosa carta me llega en buen momento —le escribía—, pues acabo de enterrar al hombre de esta casa y al fin soy dueña de mi destino. Aun así, no tengo palabras para expresar la pena que siento, querido Lorenzo, al saber de tus tribulaciones y del destino de mi hermana. Por favor, dime cómo puedo ayudar. Tengo hombres, caballos. Son tuyos».

Sin embargo, los fuertes guerreros de Giannozza se sentían impotentes ante la inmensa puerta de Rocca di Tentennano y, mientras estudiaban de lejos la fortaleza a la luz del crepúsculo, Romeo supo que tendría que servirse de alguna artimaña para entrar a salvar a su dama.

—Me recuerda a un avispero gigante —les dijo a los otros, mudos al ver la fortaleza—. Un ataque a plena luz del día nos costaría la vida, pero quizá podamos lograrlo al anochecer, cuando estén todos dormidos excepto unos cuantos centinelas.

Así esperó a que oscureciera para escoger a ocho hombres —entre los cuales, fray Lorenzo, al que no podía dejar atrás—, se aseguró de que iban provistos de cuerdas y dagas y se los llevó con sigilo a los pies del acantilado sobre el que se levantaba la fortaleza de Salimbeni.

Sin otro público que las estrellas centelleantes en un cielo sin luna, los intrusos escalaron la montaña con tanto sigilo como fueron capaces para llegar por fin a los pies del extraordinario edificio. Desde allí, reptaron por la base de la muralla inclinada hasta que uno de ellos divisó una abertura prometedora unos metros más arriba y le dio un toque en el hombro a Romeo para indicárselo.

Sin cederle a otro el honor de ir primero, Romeo se amarró una cuerda a la cintura y, con una daga en cada mano, inició el ascenso, clavándolas en la argamasa de entre las piedras y tirando laboriosamente de su cuerpo con los brazos. La muralla presentaba la inclinación justa para permitir la hazaña sin llegar a facilitarla, y fray Lorenzo se espantaba cada vez que Romeo resbalaba y se quedaba colgado de los brazos. No le habría preocupado tanto si el joven hubiera estado en perfectas condiciones, pero sabía que cada movimiento de su amigo al escalar el muro debía de estar causándole un dolor casi insoportable porque la herida del abdomen no había curado del todo.

Sin embargo, a Romeo apenas le dolía la vieja herida mientras trepaba por el muro, ya que el dolor de imaginar a Giulietta obligada a someterse a la voluntad del despiadado hijo de Salimbeni ahogaba todos los demás. Recordaba bien a Niño del Palio, donde lo había visto apuñalar hábilmente a Tebaldo, y sabía que ninguna mujer podría darle un portazo a su voluntad. Tampoco era probable que Niño cayera presa de amenazas de maldición; el joven debía de saber que, en lo relativo al cielo, ya estaba condenado para toda la eternidad.

La abertura en lo alto resultó ser una tronera lo bastante ancha para que Romeo cupiera por ella. Al pasar por el ventanuco, vio que se encontraba en un arsenal, y la paradoja casi lo hizo sonreír. Se desató la cuerda que llevaba a la cintura, la amarró a un antorchero de la pared y tiró de ella dos veces para que los otros supieran que podían subir.

Rocca di Tentennano era un sitio triste por dentro y por fuera. No había allí frescos que alegraran las paredes, ni tapices que paliaran las corrientes; a diferencia del palazzo Salimbeni —despliegue de refinamiento y opulencia—, aquel lugar se había construido sin otro propósito más que el del dominio, y cualquier elemento decorativo no habría hecho sino entorpecer el trajín de hombres y de armas.

Mientras recorría los serpenteantes e interminables pasillos —con fray Lorenzo y los otros a remolque— Romeo empezó a temer que encontrar a Giulietta en aquel mausoleo viviente y escapar con ella sin ser vistos fuese más una cuestión de suerte que de valor.

—¡Cuidado! —susurró de pronto, levantando una mano para detener a los otros al divisar a un guardia—. ¡Replegaos!

Para evitar al guardia tuvieron que embarcarse en un laberíntico desvío tras el cual terminaron en el punto de partida, agazapados en silencio entre las sombras, allí donde la luz de las antorchas murales no llegaba.

—Hay guardias en todas las esquinas —susurró uno de los hombres de Giannozza—, pero sobre todo en esa dirección… —añadió señalando hacia delante.

Romeo asintió, muy serio.

—Tendremos que eliminarlos uno a uno, pero prefiero esperar cuanto sea posible.

No hubo necesidad de explicarles por qué razón quería posponer el clamor de armas. Todos eran conscientes de que los guardias que dormían en las entrañas del castillo los superaban en número, y sabían que, cuando comenzara la lucha, su única esperanza sería salir corriendo. Con ese fin, Romeo había dejado a tres hombres a cargo de los caballos, pero empezaba a sospechar que no les quedaría otra que volver a Giannozza con el relato de su fracaso.

Entonces, cuando empezaba a desesperar, fray Lorenzo le dio un golpecito en el hombro y le señaló una figura familiar, con una antorcha, al otro lado del pasillo. La figura —Niño— avanzaba despacio, casi con desgana, como si tuviese que cumplir una misión que de buen grado aplazaría. A pesar de que la noche era fría, vestía sólo una túnica, si bien llevaba la espada sujeta al cinto; Romeo supo de inmediato adonde se dirigía.

Después de hacer una seña a fray Lorenzo y a los hombres de Giannozza para que lo siguieran, enfiló el pasillo tras el bandido y se detuvo sólo cuando éste lo hizo para dirigirse a dos guardias que flanqueaban una puerta cerrada.

—Podéis ir a descansar —les dijo—. Yo me encargo de la seguridad de la señora Giulietta. De hecho… —se volvió para hablarles a todos los guardias a la vez—, ¡podéis marcharos todos! Y pedid en cocinas que esta noche no se racione el vino.

Cuando se hubieron ido todos los guardias —felices ante la perspectiva de la juerga— Niño respiró profundamente al fin y asió el pomo de la puerta. Pero, en ese preciso instante, lo sobresaltó un ruido a su espalda, el inconfundible desenvainar de una espada.

Se volvió despacio y pudo ver, incrédulo, a su asaltante. Cuando identificó al hombre que había ido hasta allí para retarlo, los ojos estuvieron a punto de salírsele de las cuencas.

—¡Imposible! ¡Estáis muerto!

Romeo salió a la luz de la antorcha con una sonrisa venenosa.

—Si estuviese muerto, sería un fantasma y vos no tendríais que temer mi espada.

Niño miró atónito a su rival. Tenía ante sí a un hombre al que no esperaba volver a ver, un hombre que había desafiado a la muerte para salvar a su amada. Por primera vez en su vida, quizá el hijo de Salimbeni pensara que aquél era el verdadero héroe, y él, Niño, el villano.

—Os creo —dijo, sereno, y colgó la antorcha de la pared—, y respeto vuestra espada, pero no la temo.

—Craso error —replicó Romeo, esperando a que el otro se preparara.

Oculto a la vuelta de la esquina, fray Lorenzo escuchó aquel diálogo con vana agitación. No entendía que Niño no llamase a los guardias para someter a Romeo sin necesidad de luchar. Aquélla era una intrusión infame, no un espectáculo público; no tenía por qué correr ningún riesgo. Ni tampoco Romeo.

A su lado, agazapados en la oscuridad, fray Lorenzo vio a los hombres de Giannozza intercambiar miradas, preguntándose por qué Romeo no les pedía que salieran a cortarle el cuello a Niño antes de que el engreído transgresor tuviese tiempo de clamar socorro. A fin de cuentas, aquello no era un torneo con el que ganarse el corazón de una dama, sino un asalto en toda regla. Sin duda Romeo no le debía un duelo de caballeros al hombre que le había robado a su esposa.

Pero los dos rivales no pensaban del mismo modo.

—Quien yerra sois vos —repuso Niño, desenvainando ansioso su espada—. Os recuerdo que ya os ha reducido dos veces un Salimbeni. La gente dirá que le tenéis aprecio a nuestro acero.

Romeo miró a su oponente con una sonrisa burlona.

—Os recuerdo que, en vuestra familia, escasea el acero últimamente —dijo poniéndose en posición de ataque—. De hecho, la gente anda demasiado entretenida hablando del crisol… vacío de vuestro padre para preocuparse de otras cosas.

El insolente comentario habría hecho que un espadachín menos experimentado se lanzase furioso sobre su adversario, olvidando que la rabia descentra y lo convierte a uno en blanco fácil, pero Niño no era tan vulnerable. Comedido, acusó recibo tocando la punta de la espada de Romeo con la suya.

—Cierto —dijo rodeando a su oponente—, mi padre es lo bastante sabio para conocer sus limitaciones. Por eso me ha encomendado a la joven. Cuan grosero de vuestra parte diferir así su disfrute. Se encuentra tras esta puerta, esperándome con labios húmedos y mejillas sonrosadas.

Esta vez fue Romeo quien tuvo que contenerse, poniendo a prueba el acero de su rival con un leve toque y absorbiendo la vibración en su mano.

—La dama de la que habláis es mi esposa —señaló—, y me animará con gritos de placer mientras os hago pedazos.

—¿Eso pensáis? —Niño atacó, esperando en vano sorprenderlo—. Por lo que sé, no es más esposa vuestra que de mi padre, y pronto… —sonrió— no será la de nadie, sino mi putita, que esperará ansiosa todo el día a que acuda a entretenerla por las noches…

Romeo atacó a Niño y no le acertó por poco, pues éste tuvo la prudencia de apartarse y esquivar el acero. No obstante, eso bastó para interrumpir su conversación y, durante un rato, no se oyó más que el choque furioso de las espadas que los arrastraba a una danza mortal.

Aunque Romeo ya no era el ágil espadachín de antes, sus tribulaciones le habían enseñado a resistir y, lo más importante, lo habían llenado de un odio ciego que, bien canalizado, podía reemplazar sus aptitudes para la lucha. Así, aunque Niño lo provocaba bailando a su lado, Romeo no picó el anzuelo y esperó pacientemente su momento de venganza, momento que estaba seguro de que la Virgen le concedería.

—¡Cuán afortunado soy! —espetó Niño, tomando por fatiga la contención de su rival—. Poder disfrutar de mis dos deportes favoritos en la misma noche… Decidme, ¿qué se siente?…

Romeo no necesitó más que un descuido momentáneo en la pose de Niño para lanzarse sobre él con asombrosa velocidad y clavarle la espada entre las costillas, atravesándole el corazón e inmovilizándolo, por un instante, contra la pared.

—¿Qué se siente? —preguntó burlón ante su rostro atónito—. ¿De veras queréis saberlo?

Dicho esto, extrajo asqueado el acero y observó cómo el cuerpo sin vida se deslizaba hasta el suelo, dejando en la pared una estela carmesí.

Desde la esquina, fray Lorenzo presenció estupefacto el breve duelo. La muerte le había sobrevenido tan de pronto al joven Niño que su rostro no revelaba sino sorpresa; el fraile habría querido que aquel sinvergüenza admitiese su derrota antes de expirar, siquiera por un instante, pero el cielo, más clemente, había puesto fin a su sufrimiento antes de que empezase.

Sin detenerse a limpiar la espada, Romeo pasó sobre el cadáver para girar el pomo que Niño había guardado con su vida. Al ver desaparecer a su amigo por la fatídica puerta, el fraile salió por fin de su escondite y, corriendo aprisa por el pasillo, siguió a Romeo a lo desconocido, con los hombres de Giannozza a remolque.

Al cruzar la puerta, el fraile se detuvo para acomodar la vista. No había más luz en la alcoba que el fulgor de unas ascuas en la chimenea y el débil brillo de las estrellas que se colaba por la ventana abierta; aun así, Romeo había ido directo al lecho a despertar a su amada durmiente.

—¡Giulietta, mi amor, despierta! —la instó, abrazándola y regándole de besos el pálido rostro—. ¡Hemos venido a salvarte!

Cuando la joven al fin se movió, el fraile vio en seguida que algo ocurría. La conocía lo bastante como para saber que se hallaba presa de una fuerza mayor que la de su amado.

—Romeo… —masculló, intentando sonreír y acariciarle la cara—, ¡me has encontrado!

—¡Vamos —la animó él, tratando de incorporarla—, debemos irnos antes de que vuelvan los guardias!

—Romeo… —Se le cerraban los ojos y la cabeza se le caía como una flor bajo el peso de la guadaña—. Quería… —Habría seguido hablando, pero se le trabó la lengua. Romeo miró desesperado a fray Lorenzo.

—¡Ayúdame! —le pidió a su amigo—, ¡está enferma! Tendremos que llevarla en brazos. —Al verlo dudar, Romeo siguió su mirada y vio el frasquito y el corcho sobre la mesilla de noche—. ¿Qué es eso? —preguntó con la voz ronca de miedo—. ¿Veneno?

Fray Lorenzo se acercó corriendo a inspeccionar el frasquito.

—Era agua de rosas —dijo oliendo el frasco vacío—, pero también algo más…

—¡Giulietta, tienes que despertar! —exclamó Romeo zarandeándola—. ¿Qué has bebido? ¿Te han envenenado?

—Somnífero… —masculló ella sin abrir los ojos—, para que pudieras despertarme…

—¡Virgen santa! —Fray Lorenzo ayudó a Romeo a incorporarla—. ¡Giulietta! ¡Despertad! ¡Soy vuestro viejo amigo, Lorenzo!

Giulietta arrugó la frente y logró abrir los ojos. Sólo entonces, al ver al fraile y a todos aquellos extraños alrededor de su cama, pareció entender que no había muerto, que aún no estaba en el paraíso. Consciente de eso, se espantó y el pánico le desfiguró el rostro.

—¡Ay, no puede ser! —susurró, agarrándose a Romeo con la fuerza que le quedaba—. Mi amor… ¡estás vivo! Estás…

Empezó a toser y una serie de violentos espasmos se apoderó de su cuerpo; fray Lorenzo observó que le latía el pulso como si fueran a reventarle las venas. Sin saber qué hacer, procuraron mitigar sus dolores y serenarla, y siguieron sosteniéndola aun cuando empezó a sudar profusamente y, convulsa, volvió a desplomarse sobre la cama.

—¡Ayuda! —gritó Romeo a los hombres que rodeaban el lecho—. ¡Se está ahogando!

Pero los soldados de Giannozza estaban entrenados para quitar la vida, no para nutrirla, y miraban inmóviles cómo el marido y el amigo de la infancia intentaban salvar a la mujer amada. Aun siendo extraños, tan absortos estaban en la tragedia que tenía lugar ante sus ojos que no repararon en la llegada de los guardias de Salimbeni hasta que éstos estuvieron junto a la puerta y no hubo escapatoria posible.

Fue un grito de horror procedente del pasillo lo que los alertó del peligro. Alguno había visto al joven señor desparramado sobre su propia sangre. Cuando los guardias de Salimbeni inundaron la estancia, los hombres de Giannozza pudieron por fin desenvainar sus armas.

En una situación tan desesperada, la única esperanza de salvación era no tener ninguna. Sabiéndose ya muertos, los soldados de Giannozza se arrojaron sobre los guardias de Salimbeni con intrépido ímpetu y los redujeron sin piedad, sin detenerse siquiera a comprobar si habían acabado con uno antes de pasar al siguiente. El único hombre armado que no se volvió a luchar fue Romeo, incapaz de soltar a Giulietta.

Por un tiempo, los hombres de Giannozza fueron capaces de defender su posición y matar a todos los enemigos que entraban en la alcoba. La puerta era demasiado estrecha para que pasara más de uno y, en cuanto entraban, se encontraban de golpe con siete espadas a manos de hombres que no habían pasado la noche hartándose de vino. En un espacio reducido como aquél, unos cuantos hombres resueltos no estaban tan indefensos frente a centenares de adversarios como en campo abierto; mientras llegaran de uno en uno, el número carecía de importancia.

Sin embargo, no todos los guardias de Salimbeni eran imbéciles; cuando los soldados de Giannozza empezaban a albergar la esperanza de sobrevivir a esa noche, se oyó un fuerte estrépito procedente del fondo de la estancia y, al volverse, vieron que se abría una puerta secreta y un torrente de guardias entraban por ella. Atacados por delante y por detrás, los hombres pronto se vieron desbordados. Uno a uno, los soldados de Giannozza cayeron derrotados —moribundos unos, muertos otros— a medida que la alcoba se inundaba de guardias.

Ni siquiera entonces, perdidas todas las esperanzas, Romeo se dispuso a luchar.

—¡Mírame! —instó a Giulietta, más preocupado por revivirla que por defenderse—, ¡mírame!… —Pero una lanza arrojada desde el otro lado de la alcoba le acertó en plena espalda, y Romeo se desplomó en la cama sin más, resistiéndose, aun muerto, a dejar a Giulietta.

Al desmoronarse su cuerpo sin vida se le cayó de la mano el sello del águila, y el fraile entendió que la última voluntad de Romeo había sido devolver el anillo al dedo de Giulietta, donde debía estar. Sin pensarlo, cogió el objeto sagrado de la cama —porque no lo confiscaran unos hombres que jamás respetarían su destino—, pero, antes de que pudiese ponérselo a la joven, unas manos fuertes lo apartaron de ella.

—¿Qué ha pasado aquí, fraile parlanchín? —quiso saber el capitán de los guardias—. ¿Quién es ese hombre y por qué ha matado a la señora Giulietta?

—Ese hombre —replicó fray Lorenzo, demasiado paralizado por la conmoción y el dolor para atemorizarse— era su verdadero marido.

—¿Su marido? —El capitán cogió al fraile por la capucha del hábito y lo zarandeó—. ¡No sois más que un fraile apestoso! Pero… —sonrió enseñando los dientes— eso tiene fácil arreglo.

El maestro Ambrogio lo vio con sus propios ojos. El carro llegó de Rocca di Tentennano ya de noche —cuando él pasaba por el palazzo Salimbeni—, y los guardias del tirano no dudaron en soltar el infeliz cargamento a los pies de su señor, en los escalones de entrada a su casa.

Primero fue fray Lorenzo, atado, con los ojos vendados y casi incapaz de bajar del carro por sí mismo. A juzgar por la crueldad con que los guardias lo arrastraron hasta el edificio, lo llevaban directo a la cámara de tortura. Luego procedieron a descargar los cuerpos de Romeo, Giulietta y Niño… envueltos en la misma sábana ensangrentada.

Se dijo después que Salimbeni no se había inmutado al ver el cuerpo sin vida de su hijo, pero al maestro no lo engañó el gesto inflexible del hombre al contemplar su propia tragedia. Ése había sido fruto de sus tejemanejes: Dios lo castigaba presentándole a su hijo cual cordero descuartizado, bañado en la sangre de las dos personas que él mismo se había encargado de separar y aniquilar contra la voluntad divina. Sin duda entonces Salimbeni supo que se hallaba ya en el infierno y que, por lejos que fuese y mucho que viviera, sus demonios irían siempre con él.

Cuando Ambrogio volvió al taller esa noche, sabía que los guardias de Salimbeni podían llamar a su puerta en cualquier instante. Si eran ciertos los rumores sobre sus métodos de tortura, el pobre fray Lorenzo soltaría todo cuanto sabía —amén de un buen montón de invenciones y exageraciones— antes de medianoche.

¿Se atreverían a ir también a por él?, se preguntó. A fin de cuentas, era un famoso artista al que recurrían muchos nobles. No podía saberlo. Sólo una cosa era segura: si huía y se escondía, daría a entender que era culpable y —una vez fugado— no podría regresar a la ciudad que amaba más que a cualquier otra.

Así pues, buscó por el taller lo que pudiera incriminarlo, como el retrato de Giulietta y su diario, que estaba sobre la mesa y, tras añadir un último párrafo —unas líneas desordenadas sobre lo que había visto esa noche—, cogió ambos objetos, los envolvió en un paño, los metió en una caja hermética y la escondió en un hueco secreto de la pared donde nadie los encontraría jamás.