Ya era casi de día cuando Janice y yo nos dormimos por fin en mi habitación del hotel, rendidas las dos sobre una manta de documentos, con la cabeza repleta de historias familiares. Nos habíamos pasado la noche yendo y viniendo de 1340 al presente y, cuando cerramos los ojos, Janice sabía casi tanto como yo de los Tolomei, los Salimbeni, los Marescotti y sus álter egos shakespearianos. Le había enseñado absolutamente todos los papeles del cofre de nuestra madre, incluidos el volumen tiñoso de Romeo y Julieta y el cuaderno de bocetos. Para mi sorpresa, no le importó que me quedara con el crucifijo de plata y lo llevara colgado del cuello; le interesaba más nuestro árbol genealógico y el poder seguir nuestro linaje hasta la hermana de Giulietta, Giannozza.
—¡Mira esto! —había exclamado Janice recorriendo con el dedo el largo documento—, ¡hay Giuliettas y Giannozzas por todas partes!
—Las primeras eran gemelas —le había explicado, mostrándole un fragmento de una de las últimas cartas de Giulietta a su hermana—, ¿ves? Dice: «Me has dicho muchas veces que, aunque eres cuatro minutos más joven que yo, te sientes cuatro siglos mayor. Ahora te entiendo».
—¡Qué fuerte! —había añadido, explorando de nuevo el árbol genealógico—. ¡A lo mejor todas éstas son gemelas! Igual es un gen de familia.
Sin embargo, aparte de que nosotras también éramos gemelas, no había muchas otras similitudes entre nuestras vidas y las de nuestras homologas medievales. Ellas habían vivido en una época en que las mujeres eran las víctimas silenciosas de los errores de los hombres; nosotras, en principio, éramos libres de cometer los nuestros y proclamarlos tan alto como quisiéramos.
Sólo después de seguir leyendo —juntas— el diario del maestro Ambrogio, aquellos dos mundos tan distintos se habían fundido al fin en un lenguaje que todo el mundo entendía, el del dinero. Salimbeni le había regalado a Giulietta una diadema nupcial con cuatro supergemas —dos zafiros y dos esmeraldas—, y por lo visto ésas eran las joyas que habían terminado decorando la estatua que presidía su tumba. Pero nos habíamos quedado dormidas antes de llegar ahí.
Cuando apenas me había dormido, me despertó el teléfono.
—Señorita Tolomei, ¿está despierta? —gorjeó Rossini, orgulloso de su papel de madrugador.
—Ahora sí. —Fruncí los ojos para ver la esfera de mi reloj de pulsera. Eran las nueve—. ¿Qué pasa?
—El capitán Santini ha venido a verla. ¿Qué le digo?
—Eh… —Estudié el caos que me rodeaba. Janice roncaba como un lirón a mi lado—. Bajo dentro de cinco minutos.
Con el pelo aún empapado de una ducha rápida, bajé lo más aprisa que pude a reunirme con Alessandro, que me esperaba sentado en un banco del jardín, jugando distraído con una flor de magnolia. Me hizo ilusión verlo, pero en cuanto levantó la vista para mirarme, me acordé de las fotos que Janice le había hecho colándose en mi habitación del hotel, y el feliz cosquilleo se convirtió de inmediato en una punzada de duda.
—Buenos días —dije, poco convencida—. ¿Alguna noticia de Bruno?
—Vine ayer —respondió, mirándome pensativo—, pero no estabas.
—¿No estaba? —me esforcé por parecer sorprendida. En mi impaciencia por reunirme con el motorista Romeo en la torre del Mangia, me había olvidado de mi cita con Alessandro—. Qué raro. Bueno… ¿qué ha dicho Bruno?
—No mucho. —Alessandro tiró la flor y se levantó—. Está muerto.
—¿Así…, de repente? —exclamé espantada—. ¿Qué ha ocurrido?
Mientras paseábamos por la ciudad, Alessandro me explicó que a Bruno Carrera —el tipo que había entrado a robar en el museo de Peppo— lo habían hallado muerto en la celda la mañana después del arresto. Resultaba difícil saber si había sido un suicidio o se había pagado a alguien de dentro para que lo silenciara, pero, según él, hacía falta mucha pericia —por no decir un milagro— para colgarse de unos viejos cordones sin romperlos con la caída.
—¿Insinúas que lo han asesinado? —Me daba pena, a pesar de su carácter, su conducta y el arma—. Supongo que alguien no quería que hablase.
Alessandro me miró como si sospechara que sabía más de lo que daba a entender.
—Eso parece.
Fontebranda era una antigua fuente pública —en desuso merced al agua corriente— ubicada en una amplia zona abierta, al fondo de un laberinto de calles en pendiente. El edificio era una especie de pórtico de antiquísimo ladrillo rojizo al que se llegaba por una ancha escalera cubierta de hierbajos.
Sentada al borde, al lado de Alessandro, contemplé el agua de verde cristalino recogida en la enorme pila de piedra y el caleidoscopio de luces reflejadas en las paredes y en el techo abovedado.
—¿Sabes qué? —dije, digiriendo con dificultad tanta belleza—, ¡qué tu antepasado era un capullo integral!
Rio sorprendido, con una risa triste.
—Confío en que no me juzgues por mis antepasados. Ni te juzgues a ti misma por los tuyos.
«¿Qué tal si te juzgo por la foto del móvil de mi hermana?», pensé mientras me inclinaba para pasar los dedos por el agua. En cambio, dije:
—La daga… puedes quedártela. Dudo que Romeo quisiera recuperarla. —Lo miré, empeñada en responsabilizar a alguien de los crímenes de Salimbeni—. Peppo tenía razón: esa daga lleva en sí el espíritu del diablo. Aunque también algunas personas.
Guardamos silencio un momento; mi gesto ceñudo hizo sonreír a Alessandro.
—¡Venga ya, estás viva! ¡Mira, brilla el sol! Éste es el momento ideal para venir aquí, cuando la luz pasa a través de las arcadas y se refleja en el agua. Por la tarde, Fontebranda se convierte en un lugar oscuro y frío, como una gruta. No lo reconocerías.
—¡Qué raro —mascullé—, que algo pueda cambiar tanto en unas horas!
Si sospechaba que me refería a él, no dio muestras de ello.
—Todo tiene su lado oscuro. A mi juicio, eso es lo que hace interesante la vida.
A pesar de mi tristeza general, su lógica me hizo sonreír.
—¿Debería asustarme?
—Bueno… —se quitó la chaqueta y se recostó sobre la arcada—, los ancianos te dirán que Fontebranda tiene poderes especiales.
—Sigue. Ya te aviso cuando esté lo bastante asustada.
—Quítate los zapatos.
Muy a mi pesar, solté una carcajada.
—Vale, has conseguido asustarme.
—Vamos, te va a gustar. —Lo vi quitarse los suyos, y los calcetines; luego se remangó los pantalones y metió los pies en el agua.
—¿No tienes que trabajar hoy? —pregunté, observando cómo balanceaba las piernas.
Alessandro se encogió de hombros.
—El banco tiene más de quinientos años. Creo que puede sobrevivir una hora sin mí.
—Bueno… —dije cruzándome de brazos—, háblame de esos poderes especiales.
Lo pensó un momento, luego dijo:
—Para mí, hay dos clases de locura en este mundo: la creativa y la destructiva. El agua de Fontebranda, dicen, te vuelve loco, pazzo, pero en el buen sentido. Es difícil de explicar. Durante casi mil años, muchos hombres y muchas mujeres han bebido pazzia de esta fuente. Algunos han sido poetas, otros, santos; la más famosa, claro, fue santa Catalina, que se crió aquí, a la vuelta de la esquina, en la contrada de la Oca.
No estaba de humor para asentir a ciegas a todo cuanto dijese, ni para dejarlo que me distrajera con cuentos, así que negué rotundamente con la cabeza.
—Todas esas mártires…, mujeres que morían de hambre o quemadas en la hoguera…, ¿qué tiene eso de creativo? Es una inmensa locura.
—Para casi todo el mundo, apedrear a la policía romana también sería una locura. —Se rio de mi expresión—. Sobre todo si te niegas a meter los pies en esta maravillosa fuente.
—Yo sólo digo —añadí descalzándome— que depende de la perspectiva de cada cual. Lo que para ti es creativo quizá sea destructivo para mí. —Metí los pies con cautela en el agua—. Creo que todo depende de en qué creas. Vamos, de qué lado estés.
No supe interpretar su sonrisa.
—¿Insinúas que debo replantearme mi teoría? —dijo mirando cómo me mojaba los pies.
—Las teorías siempre hay que replanteárselas, de lo contrario, dejan de ser teorías y se convierten en otra cosa… —Agité las manos amenazadora—. Se transforman en dragones al pie de tu torre, que no dejan entrar ni salir a nadie.
Me miró, probablemente preguntándose por qué estaba tan picajosa esa mañana.
—¿Sabías que aquí el dragón simboliza la virginidad y la protección?
Miré para otro lado.
—Curioso. En China, el dragón representa al novio, el enemigo mismo de la virginidad.
Estuvimos un rato sin hablar. El agua de Fontebranda formaba ondas en silencio, proyectando sus rayos lustrosos en el techo abovedado con la paciente confianza de un espíritu inmortal y, por un instante, casi me sentí un poco poetisa.
—Entonces, ¿tú lo crees? —inquirí, deshaciéndome de la idea antes de que cuajara—. ¿Lo de que Fontebranda te vuelve pazzo?
Miró el agua y observó nuestros pies sumergidos en el líquido de color jade, luego sonrió lánguidamente, como si supiera de algún modo que, en el fondo, no esperaba respuesta porque estaba allí mismo, reflejada en sus ojos, aquella promesa de arrebato, de un verde intenso.
Me aclaré la garganta.
—No creo en los milagros.
Bajó la mirada a mi cuello.
—Entonces, ¿por qué llevas eso?
Me llevé la mano al crucifijo.
—No suelo llevarlo. Al contrario que tú. —Señalé con la cabeza su camisa desabrochada.
—¿Te refieres a esto?… —Se sacó el objeto que llevaba colgado del cuello con un cordel de cuero—. Esto no es un crucifijo. No me hace falta uno para creer en los milagros.
Me quedé mirando el colgante.
—¿Llevas colgada una bala?
Sonrió burlón.
—Yo lo llamo carta de amor. En el informe lo llamaron «fuego amigo». Muy amigo. Se detuvo a dos centímetros de mi corazón.
—Buena caja torácica.
—Buen compañero. Son balas hechas para atravesar a varias personas. Ésta pasó por otro primero. —Volvió a metérsela bajo la camisa—. De no haber estado en el hospital, me habría hecho pedazos. Al parecer, Dios sabe dónde estoy aunque no lleve crucifijo.
No supe qué decir.
—¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde?
Se inclinó hacia adelante para tocar el agua.
—Ya te lo he dicho. He vivido al límite.
Intenté mirarlo a los ojos, pero no me lo permitió.
—¿Y ya está?
—Ya está de momento.
—Vale —repuse—, voy a decirte en qué creo yo. Creo en la ciencia. Sus ojos vagaron por mi rostro, pero su gesto no cambió.
—Me parece que crees en algo más —repuso—, mal que te pese. Por eso tienes miedo. Tienes miedo de la pazzia.
—¿Miedo? —Intenté reírme—. No tengo miedo de…
Cogió un poco de agua con las manos y me la ofreció.
—Si no crees, bebe. No tienes nada que perder.
—¡Venga ya! —Me aparté, asqueada—. ¡Eso está lleno de gérmenes!
Tiró el agua.
—La gente lleva cientos de años bebiéndola.
—¡Y volviéndose loca!
—¿Ves? —Sonrió—. Sí que crees.
—¡Sí! ¡Creo en los microbios!
—¿Has visto alguna vez un microbio?
Miré furiosa su sonrisa burlona, fastidiada de que me hubiera pillado tan fácilmente.
—¡Por favor! Los científicos los ven a todas horas.
—Santa Catalina vio a Jesús —dijo con los ojos brillantes—, en el cielo, sobre la basílica de Santo Domingo. ¿A quién crees? ¿A tus científicos, a santa Catalina, o a los dos?
Al ver que no respondía, cogió más agua de la fuente con las manos y bebió unos sorbos. Luego me ofreció el resto pero, una vez más, me aparté.
Alessandro meneó la cabeza, fingiéndose decepcionado.
—Ésta no es la Giulietta que recuerdo. ¿Qué te han hecho en Norteamérica?
Me incorporé de golpe.
—Muy bien, ¡trae!
No le quedaba mucha agua en las manos, pero la sorbí de todas formas, para demostrar que podía hacerlo. No caí en lo íntimo de ese gesto, hasta que vi su expresión.
—Ya no puedes escapar de la pazzia —declaró con voz ronca—. Eres una auténtica sienesa.
—Hace sólo una semana me pediste que volviera a casa —le espeté, frunciendo los ojos muy seria.
Sonriendo por mi gesto, Alessandro alargó la mano para acariciarme la mejilla.
—Y, sin embargo, estás aquí.
Me costó lo indecible no apoyarme en su mano. A pesar de mis múltiples razones válidas para no confiar en él —y menos aún coquetear con él—, sólo fui capaz de decir:
—A Shakespeare no le gustaría.
Nada desalentado por mi poco convincente negativa, Alessandro me recorrió la mejilla con un dedo hasta alcanzar la comisura de los labios.
—Shakespeare no tiene por qué enterarse.
Lo que vi en sus ojos me resultó tan asombroso como la costa tras interminables noches en el océano; al otro lado de la densa jungla sentí la presencia de una bestia ignota, una criatura primitiva que esperaba oculta mi llegada. No sé qué vio él en los míos, pero lo que fuese lo impulsó a bajar la mano.
—¿Por qué me tienes miedo? —susurró—. Fammi capire. Explícamelo.
Titubeé. Ésa debía ser mi oportunidad.
—No sé nada de ti.
—Estoy aquí.
—¿Dónde ocurrió eso? —pregunté señalándole el pecho, donde sabía que llevaba la bala.
Cerró los ojos un instante, luego volvió a abrirlos y me dejó ver su alma cansada.
—Esto te va a encantar… Iraq.
Con esa palabra, mi rabia y mi recelo quedaron enterrados bajo un alud de compasión.
—¿Quieres hablar de ello?
—No. Siguiente pregunta.
Tardé un poco en procesar el hecho de que —sin apenas esfuerzo— me había enterado del gran secreto de Alessandro, o al menos de uno de ellos. Sin embargo, dudaba mucho que me permitiera enterarme de los otros tan fácilmente, sobre todo de la razón por la que había entrado en mi habitación.
—¿Te…? —empecé, pero no tuve valor. Entonces se me ocurrió otro modo de plantearlo y comencé otra frase—: ¿Tienes algún parentesco con Luciano Salimbeni?
Alessandro hizo un gesto de sorpresa; obviamente esperaba algo completamente distinto.
—¿Por qué? ¿Crees que ha sido él quien ha matado a Bruno Carrera?
—Pensaba que Luciano Salimbeni había muerto —dije lo más tranquila que pude—. Claro que tal vez estaba mal informada. Teniendo en cuenta todo lo que ha pasado y que podría ser él quien mató a mis padres, creo que tengo derecho a saberlo. —Saqué los pies de la fuente, primero uno y luego otro—. Tú eres un Salimbeni. Eva María es tu madrina. Dime qué relación hay, por favor.
Al ver que iba en serio, Alessandro gruñó y se pasó las dos manos por el pelo.
—No creo que…
—Por favor…
—¡Bueno! —Respiró profundamente, posiblemente más furioso consigo mismo que conmigo—. Te lo voy a explicar. —Se quedó pensativo un rato, quizá preguntándose por dónde empezar, luego dijo—: ¿Te suena Carlomagno?
—¿Carlomagno? —repetí, no muy segura de haberlo oído bien.
—Sí —asintió Alessandro—. Era… muy alto.
Entonces me rugió el estómago y me di cuenta de que no había comido en condiciones desde el almuerzo del día anterior, salvo que se considere comida una botella de chianti, un bote de alcachofas en conserva y medio panforte de chocolate.
—¿Qué tal si me cuentas el resto delante de un café? —le propuse mientras me calzaba.
En el Campo ya habían comenzado los preparativos para el Palio y, al pasar por delante de un montículo de arena destinado a usarse en la pista, Alessandro se agachó y cogió un puñado con la misma reverencia que si se tratase del más exquisito azafrán.
—¿Ves? —Me lo enseñó—. La térra in piazza.
—Déjame adivinar…, ¿significa que esta piazza es el centro del universo?
—Casi. Significa «la tierra de la plaza». El suelo. —Me puso un poco en la mano—. Toma, siéntela. Huélela. Es el Palio.
Mientras nos dirigíamos al café más próximo para sentarnos, me señaló a unos obreros que levantaban vallas acolchadas en todo el perímetro del Campo.
—No hay nada más allá de las vallas del Palio.
—Qué poético —dije sacudiéndome la arena de las manos con disimulo—. Lástima que Shakespeare fuera tan veronáfilo.
Meneó la cabeza.
—¿Nunca te cansas de Shakespeare?
A punto estuve de soltarle: «¡Has empezado tú!», pero me contuve. No había necesidad de recordarle que la primera vez que nos habíamos visto, en el jardín de mis abuelos, yo aún llevaba pañales.
Estuvimos así sentados un momento, nuestras miradas presas de una disputa silenciosa sobre el Bardo y tantas otras cosas, hasta que el camarero se aproximó a tomarnos nota. En cuanto se fue, me incliné hacia delante y apoyé los codos en la mesa.
—Aún estoy esperando a que me hables de tu parentesco con Luciano —le recordé, negándome a claudicar—. Así que, ¿por qué no nos saltamos lo de Carlomagno y pasamos…?
Entonces sonó su móvil y, tras mirar el número en la pantalla, se disculpó y abandonó la mesa, sin duda aliviado de que su relato volviera a posponerse. Mientras estaba allí sentada, observándolo desde lejos, reparé de pronto en lo improbable de que fuese él quien había entrado en mi habitación del hotel. Aunque sólo hacía una semana que lo conocía, estaba convencida de que no era de los que pierden los papeles fácilmente. Puede ser que Iraq casi lo hubiera matado, pero no había acabado con él, al contrario. Si hubiese sido él quien había estado husmeando en mi habitación por la razón que fuera, no me habría revuelto las maletas como un diablo de Tasmania, ni me habría dejado las bragas colgadas de la lámpara. No tenía ningún sentido.
A los cinco minutos, cuando regresó a la mesa, le acerqué el café con una sonrisa que pretendía ser clemente, pero él apenas me miró mientras cogía la taza y se servía una pizca de azúcar. Su actitud había cambiado, y noté que quien lo había llamado le había contado algo preocupante. Algo que tenía que ver conmigo.
—¿Por dónde íbamos? —dije como si nada, sorbiendo el café a través de la espuma—. ¡Ah, sí! Carlomagno era muy alto…
—¿Por qué no me hablas de tu amigo el motorista? —contraatacó Alessandro en un tono demasiado desenfadado para ser sincero. Al verme atónita y sin respuesta, añadió más serio—: ¿No me dijiste que te seguía un tío en una Ducati?
—¡Ah, ese tío! —fingí una risa—. Ni idea. No he vuelto a verlo. Supongo que no tengo las piernas lo bastante largas.
Alessandro no sonrió.
—Lo bastante largas para Romeo.
Casi lo rocié de capuchino.
—¡Un momento! ¿Insinúas que me acosa tu antiguo rival de la infancia?
Miró hacia otro lado.
—No insinúo nada. Sólo sentía curiosidad.
Se hizo un incómodo silencio entre nosotros. Todavía le preocupaba algo, estaba claro, y yo me devanaba los sesos por averiguar qué era. Sabía lo de la Ducati, sin duda, pero ignoraba que era mi hermana quien la conducía. Quizá estaba al tanto de que la policía había confiscado la moto el día anterior tras esperar en vano, al pie de la torre del Mangia, a que el propietario volviera. Según Janice, al ver a los agentes tan indignados, había decidido salir por piernas. Un solo tío habría sido pan comido, con dos quizá hubiera sido divertido, pero tres boy scouts uniformados eran demasiado incluso para mi hermana.
—Mira —le dije, procurando recuperar parte de nuestra anterior intimidad—, espero que no creas que aún… sueño con Romeo.
Alessandro no respondió en seguida. Cuando lo hizo, habló a regañadientes, consciente de que revelaba parte de su mano.
—Sólo dime una cosa —dijo, garabateando el mantel con la cucharilla—: ¿Te gustaron las vistas desde la torre del Mangia?
Lo miré furiosa.
—¡Un segundo! ¿Me has estado… siguiendo?
—No —repuso, no muy orgulloso de sí mismo—, pero la policía te ha estado vigilando. Por tu bien. Por si el tipo que mató a Bruno va a por ti también.
—¿Se lo has pedido tú? —Lo miré a los ojos y vi en ellos la respuesta antes de que hablara—. Genial, gracias —proseguí con sequedad—. ¡Lástima que no anduvieran por la zona la otra noche cuando el chorizo ese se coló en mi habitación!
Alessandro ni se inmutó.
—Andaban por la zona anoche. Dicen que vieron a un hombre en tu habitación.
Solté una carcajada. Todo aquello era absurdo.
—¡Qué chorrada! ¿Un hombre en mi habitación? ¿En mi habitación? —Como no parecía convencerlo, dejé de reírme—. Mira —dije, seria—, ni anoche había un hombre en mi habitación ni tampoco había ninguno en la torre. —Iba a añadir: «¿A ti qué diablos te importa?», pero me contuve, porque no lo sentía. En cambio, me eché a reír—. ¡Madre mía! Parecemos un matrimonio.
—Si fuéramos un matrimonio, no tendría que preguntártelo —replicó sin sonreír aún—. Ese hombre sería yo.
—Ya salieron otra vez los genes Salimbeni —observé, poniendo los ojos en blanco—. Déjame adivinar…, si estuviéramos casados, me encerrarías en la mazmorra cuando te ausentaras.
Lo pensó un instante.
—No tendría que hacerlo. En cuanto me conocieras, ya no querrías a nadie más y… —soltó por fin la cucharilla— te olvidarías de todos los que hubieras conocido antes.
Sus palabras —medio en broma, medio en serio— se me enroscaron como una colonia de anguilas al cuerpo de un ahogado y noté un millar de dientecitos mordisqueándome el aplomo.
—Si no recuerdo mal —dije rotunda, cruzando las piernas—, ibas a hablarme de Luciano Salimbeni.
La sonrisa de Alessandro se desvaneció.
—Sí. Tienes razón. —Enmudeció, ceñudo, luego dijo al fin—: Debería haberte contado esto hace mucho… Bueno, tendría que habértelo contado la otra noche, pero no quería asustarte.
Cuando estaba a punto de instarlo a que prosiguiera e iba a decirle que no me asustaba tan fácilmente, otro cliente pasó rozando mi silla para sentarse con un hondo suspiro en la mesa que había junto a la nuestra.
Janice otra vez.
Llevaba el traje rojo y negro de Eva María y unas gafas de sol inmensas, pero fue discreta y se limitó a coger la carta y fingir que consideraba sus opciones. Vi que Alessandro la miraba y, por un segundo, temí que pudiera notar el parecido, o incluso reconocer la ropa de su madrina. Pero no. Sin embargo, la presencia de alguien tan cerca lo disuadió de iniciar el relato que quería contarme, y una vez más se hizo un silencio desagradable entre nosotros.
—Ein cappuccino, bitte, und zwei biscotti! —le pidió Janice al camarero en su falso alemán con acento americano.
La habría matado. No cabía duda de que Alessandro había estado a punto de desvelarme algo de tremenda importancia, pero de pronto siguió hablando del Palio, mientras el camarero, como un perrito faldero, intentaba sonsacarle a la desvergonzada de mi hermana de qué parte de Alemania era.
—Prague! —espetó ella, pero se corrigió en seguida—. Prague… heim… stadt.
El camarero, lo bastante convencido y embobado, salió corriendo a atender su pedido con la diligencia de un caballero artúrico.
—Mira la Balzana… —Alessandro me mostró el escudo de armas de Siena en el lateral de mi taza de café, pensando que lo escuchaba—. Aquí todo es muy sencillo: blanco y negro, maldiciones y bendiciones.
Miré la taza.
—¿Es eso lo que significa, maldiciones y bendiciones? Se encogió de hombros.
—Puede significar lo que quieras. Para mí, es un indicador de actitud.
—¿De actitud? ¿Por lo de… la taza medio llena?
—Es un instrumento. En cabina. Te muestra si estás boca abajo. Cuando miro la Balzana, sé que estoy boca arriba. —Me cogió la mano con la suya, haciendo caso omiso de Janice—. Cuando te miro a ti, sé…
Retiré la mano en seguida; no quería que Janice presenciara aquella situación tan íntima y luego me atormentara con ello.
—¿Qué clase de piloto no sabe si está boca abajo? —espeté.
Alessandro se me quedó mirando sin entender mi repentino rechazo.
—¿Por qué te resistes? —preguntó cariñoso—. ¿Por qué tienes tanto miedo de ser feliz? —Volvió a cogerme la mano.
Aquello fue el colmo. Janice, oculta tras su guía de viaje en alemán, no aguantó más y soltó una carcajada. Aunque intentó enmascararla tosiendo, era evidente hasta para Alessandro que había estado escuchando nuestra conversación, y le dirigió una mirada feroz que hizo que me encariñase aún más con él.
—Lo siento —suspiró, buscándose la cartera—, pero tengo que volver.
—Ya pago yo esto —repuse, quedándome donde estaba—. A lo mejor me tomo otro café. ¿Tienes tiempo luego? Aún tienes algo que contarme.
—Tranquila —respondió, acariciándome la mejilla antes de levantarse—, te lo contaré.
En cuanto se hubo alejado lo bastante, me volví hacia Janice, furibunda.
—¿Tenías que venir a estropearlo todo? —espeté sin quitarle el ojo a la figura cada vez más lejana de Alessandro—. Estaba a punto de contarme algo. ¡Algo de Luciano Salimbeni!
—Vaya, siento haber interrumpido tu romántico encuentro con el tío que entró a la fuerza en tu habitación —replicó ella, socarrona—. De verdad, Jules, ¿se te va la olla?
—No tengo claro que…
—¡Claro que sí! Yo lo vi, ¿recuerdas? —Consciente de que me resistía a creerlo, Janice bufó y soltó la guía de viaje—. Sí, es muy mono, y sí, está como un queso, pero ¡por favor!, ¿cómo te dejas manipular de ese modo? Una cosa sería que le molaras, pero sabes bien lo que quiere.
—La verdad es que no estoy tan segura de saberlo —bromeé—, pero tú pareces experta en sinvergüenzas, así que, por favor, ilústrame.
—¡Veeenga ya! —A Janice le costaba creerme tan ingenua—. Está claro que te ronda para saber cuándo vas en busca del arca perdida. Déjame adivinar, ¿a que no te ha preguntado explícitamente por la tumba y la estatua?
—¡Te equivocas! —respondí—. En la comisaría me preguntó si sabía algo de una estatua de ojos dorados. ¡Ojos dorados! Obviamente no tenía ni idea…
—¡Obviamente sabía bien lo que decía! —espetó Janice—. De libro: fingirse perdido. ¿No te das cuenta de que hace de ti lo que quiere?
—¿Qué insinúas?, ¿que esperará a que tengamos las piedras preciosas para… robárnoslas? —mientras pronunciaba las palabras, reparé en que aquello tenía sentido.
Janice alzó los brazos.
—¡Bienvenida al mundo real, melón! Ya estás dejando a ese tío y mudándote a mi hotel. Le haremos creer que te largas al aeropuerto…
—¿Y luego qué? ¿Me encierro en tu habitación? Por si aún no te has percatado, ésta es una ciudad muy pequeña.
—Déjame hacer el trabajo sucio. —Janice parecía estar visualizándolo—. Esto lo soluciono yo en un pispás.
—¡Que te lo has creído! —repuse—. Estamos en esto juntas…
—Ahora lo estamos.
—… y, para tu información, prefiero que me la juegue él a que me la juegues tú.
—Bueno, pues ¿por qué no vas tras él ahora mismo? —contestó ofendida—. Seguro que te complacerá encantado. Entretanto, yo voy a ver qué tal está el primo Peppo, y no, no hace falta que me acompañes.
Volví al hotel sola, a pie, absorta en mis pensamientos. Por más vueltas que le daba, Janice tenía razón: no debía confiar en Alessandro. El problema era que no sólo confiaba, sino que me estaba enamorando de él. En mi ceguera, casi estaba convencida de que las fotos de Janice eran de otra persona y que, en realidad, sólo había hecho que me siguieran por galantería. Además, me había prometido explicármelo todo, y no era culpa suya que lo hubieran interrumpido varias veces. ¿O sí? Si de verdad quería que lo supiera, ¿por qué había esperado a que yo sacara el tema? Y hacía un rato, cuando Janice nos había interrumpido, ¿por qué no me había propuesto que volviera con él a Monte dei Paschi y me había ido contando algo por el camino?
Cuando me acercaba al hotel, una limusina negra con las lunas tintadas se paró a mi lado; al bajarse un poco la ventanilla del asiento trasero, vi el rostro sonriente de Eva María.
—¡Giulietta! —exclamó—. ¡Qué coincidencia! Sube y tómate una delicia turca conmigo.
Me senté en el asiento de cuero crema de enfrente de Eva María y me sorprendí preguntándome si aquello seria algún tipo de trampa. Claro que, si hubiera querido secuestrarme, ¿por qué no se lo había encargado a Alessandro? Seguramente él ya le había dicho que me tenía comiendo —o bebiendo— de su mano.
—¡Cuánto me alegro de que aún estés aquí! —exclamó Eva María entusiasmada, ofreciéndome un dulce de una caja satinada—. Te he estado llamando. ¿No te lo han dicho? Temía que mi ahijado te hubiese ahuyentado. Debo disculparme por él: no acostumbra a ser así.
—Tranquila —le dije, chupándome los dedos y preguntándome qué sabría en realidad de mi relación con Alessandro—. Últimamente se está portando muy bien.
—¿Ah, sí? —Me miró con las cejas arqueadas, a un tiempo contenta de saberlo y disgustada por no haberse enterado antes—. Eso es bueno.
—Siento haberme marchado así de su cena de cumpleaños… —proseguí, algo avergonzada de no haber vuelto a llamarla desde aquella noche terrible—. La ropa que me prestó usted…
—¡Quédatela! —dijo, quitándole importancia—. Tengo demasiada, la verdad. Dime, ¿estás aquí este fin de semana? Voy a dar una fiesta, y tendré invitados a los que deberías conocer, personas que saben mucho más que yo de tus antepasados Tolomei. La fiesta es mañana por la noche, pero me gustaría que te quedaras en casa todo el fin de semana —añadió sonriendo como el hada buena que convierte la calabaza en un carruaje—. ¡Te va a encantar Val d’Orcia, estoy convencida! Alessandro puede llevarte en coche. Él también viene.
—Ah… —dije. ¿Cómo iba a negarme? Claro que, si aceptaba, Janice me estrangularía—. Me encantaría ir, pero…
—¡Estupendo! —Eva María se inclinó para abrirme la puerta—. Hasta mañana, entonces. ¡No traigas nada, con tu presencia basta!